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Crónica

La Noche de las Corbatas

Huellas rojas del terrorismo de Estado.

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Dr. Bozzi.

El terrorismo de Estado en Argentina ha dejado sus pisadas de sangre. Aún es posible observarlas.

Y su ADN, desperdigado en cada rincón del territorio, como un asesino en serie que se supo impune y que jamás tuvo que preocuparse por ocultar sus huellas. Por el contrario, dejó expuestas esas marcas de muerte a propósito, para machacar las retinas y la memoria perpetuamente.

1976 inició un período de gris plomo y rojo sangre en Argentina. En el mismo lugar en el que millares de veraneantes disfrutaban de las playas, los parapoliciales del Estado terrorista iniciaron en Mar del Plata un operativo que bautizaron “La Noche de las Corbatas”.

En realidad, no se ejecutó durante una sola madrugada sino en el término de una semana: entre el 6 y el 13 de julio de 1977. Fueron secuestrados seis abogados laboralistas, defensores de sindicatos y trabajadores: Norberto Centeno, Salvador Manuel Arestín, Raúl Hugo Alaiz, Camilo Ricci, Carlos Aurelio Bozzi y Tomás Fresneda. Otra víctima fue María de las Mercedes Argañaraz de Fresneda (embarazada de 4 meses). Bozzi dice hoy a Lima Gris que, además de él, el único sobreviviente fue su colega, el Dr. Camilo Ricci.

El caso Bozzi

A las 20 horas del 8 de julio de 1977 el abogado Carlos Bozzi bajó una escalera caracol y salió del estudio jurídico donde trabajaba, en Mar del Plata (la ciudad denominada por los argentinos “La feliz”). Una vez en la avenida Independencia vio que un joven le apuntaba a la cabeza con una pistola. Con un par de empujones fue obligado a retornar a la oficina. Se les sumaron tres personas de civil, también armadas.

Los captores comenzaron a interrogarlo. Como estrategia, se hicieron pasar por un comando de Montoneros, la guerrilla peronista. Pero Bozzi detectó de inmediato que se trataba de parapoliciales. Le dijeron que, si no “cantaba” (por lo general, ello implicó la delación de personas), lo iban a someter a un “juicio popular”. De paso, le sustrajeron el reloj y la billetera.

Con insistencia le preguntaron a Bozzi por su socio, el abogado Tomás Fresneda, quien arribó minutos después y fue capturado junto con su esposa y sus pequeños hijos. Fresneda y Bozzi patrocinaban algunos sindicatos obreros, entre ellos el de fábricas de aguas gaseosas (Coca-Cola entre ellas).

Dos meses antes de ser secuestrados, “ganamos un juicio de mucho monto, por horas extras no liquidadas a varios empleados. En ese momento, probar las horas extras era una epopeya”, rememora hoy Bozzi en la entrevista con Lima Gris.

Carlos Bozzi, relató su calvario. Foto: Tito La Penna/Télam.

¿Existió una denuncia por parte de esas empresas para hacer “desaparecer” a los abogados? Aún lo piensa Bozzi, pero es un aspecto que hasta ahora no ha podido probar.

En esos años, el Derecho del Trabajo era “despreciado por las fuerzas represivas e inclusive por muchos abogados. Consideraban que estábamos en la lucha del trabajo contra el capital”, explica el laboralista.

Bozzi nació en Buenos Aires el 1° de mayo de 1950. Había sido futbolista en San Lorenzo de Mar del Plata y, al momento de su secuestro, había logrado el pase para Huracán, en la Primera B. Iba a debutar en el partido del 9 de julio de 1977.

Un día antes de ello, los captores llevaron a los abogados Bozzi y Fresneda hasta una camioneta de doble cabina. Los arrojaron al suelo, uno delante y otro detrás. El abogado recuerda que esa sirena sonaba exactamente igual a las utilizadas por la policía en sus vehículos.

Circularon por la ruta 2. Fueron encapuchados y Bozzi recuerda aún que, con una soga, sus captores le enrollaron todo el cuerpo, hábilmente: si movía sus pies se apretaba las manos, y si movía las manos, la soga se ajustaba a la garganta y comenzaba a asfixiarlo.

Archivo: Diario Mar de Plata.

En el lugar donde estaban secuestrados los abogados Bozzi y Fresneda se escuchaba un movimiento constante. Portazos, corridas, gritos. A poco de llegar alguien les aconsejó: “Pórtense bien, esta noche no queremos matar a nadie más”.

Era la voz de uno de los secuestradores. Ello es coincidente con un dato importante: años después, Bozzi supo que el abogado Norberto Centeno había sido asesinado, en aquel lugar de detención, esa noche del 8 de julio de 1977.

El secuestrador se retiró y, poco después, una radio comenzó a propalar el Himno Nacional argentino.

La masacre de Centeno

El abogado Norberto Oscar Centeno fue secuestrado en cercanías de su estudio en Mar del Plata dos días antes que Bozzi, el 6 de julio de 1977, en lo que fue el inicio de “La Noche de las Corbatas”. En el operativo procedieron fuerzas conjuntas dirigidas por el teniente coronel Arrillaga, jefe de Inteligencia del Grupo de Artillería de Defensa Aérea (GADA 601) de Mar del Plata. Estaban apoyados por fuerzas policiales vestidas de civil, al mando del comisario inspector Miguel Fuster, integrante del Servicio de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (hoy, ambos represores están procesados por crímenes de lesa humanidad).

Dr. Centeno.

El cadáver de Centeno apareció el 11 de julio de 1977 en el denominado “Camino viejo a Miramar”, en la periferia marplatense. Ferozmente golpeado, el abogado había muerto dos días antes en el centro clandestino “La cueva” (funcionó en el sector del radar de la Base Aérea Mar del Plata).

En el certificado de defunción del Registro Provincial de las Personas se indicó, como causa de fallecimiento, un “shock traumático hemorrágico”. La autopsia determinó la existencia de “consecutivos politraumatismos por fuertes castigos”. Implica que el abogado Norberto Centeno fue torturado sistemáticamente por lo menos durante tres días. Murió como consecuencia de esos tormentos.

“Un caso atípico”

Han pasado más de cuarenta años de “La Noche de las Corbatas”, el doctor Bozzi aceptó una entrevista con Lima Gris.

—¿Cuál es su mirada hoy de ese operativo contra los abogados laboralistas, cuando han pasado más de cuatro décadas?

—La “Noche de las Corbatas” fue un caso atípico en el escenario de la represión en la década del ‘70. Al menos esa es mi visión, pues a través de estos más de 40 años, ni yo, ni otros actores de la época, han podido desentrañar los reales motivos que llevaron al secuestro colectivo. Si bien los secuestrados eran abogados, todos ejercían su profesión en distintos ámbitos. Unos en el ámbito del derecho laboral, otros en el campo del derecho civil, pero ninguno tenía una militancia política alguna, ni estaba relacionado con organización de la época [se refiere a guerrillas urbanas, como Montoneros o ERP]. Es más: siempre se sostuvo que la fuerza actuante fue el Ejército, a través del cuartel local, llamado GADA 601. Recién por el año 2005 o un poco más se supo que los últimos cuatro casos de secuestro fueron efectuados por fuerzas de la Marina, asentadas en la Base Naval de Mar del Plata. A pesar de esta prueba y del testimonio de uno de los sobrevivientes que da cuenta de este detalle, se ha obviado este escenario. Ignoro por qué. Es más: mi visión de la Noche de las Corbatas me ha traído más problemas que mi propia privación ilegal de la libertad.

Fui llamado como testigo acerca de la actuación de un juez penal de la época, al que le tocó tramitar los hábeas corpus presentados por los familiares de las víctimas. Al juez se lo imputó de colaborar con las fuerzas represivas y se le hizo un jury para destituirlo.

Como testigo dije mi verdad relacionada con los hechos que me habían tocado vivir, hechos que no lo incriminaban. Ello me trajo terribles discusiones con otros amigos y compañeros que sostenían que mi testimonio era una defensa del juez acusado. Por tal declaración, se me cerraron las puertas de la Facultad de Derecho y, lo que es más triste, cuando el Colegio de Abogados de Mar del Plata efectuó un homenaje a todos los abogados de la ciudad que habían tenido participación en la lucha por los Derechos Humanos, se me excluyó de la lista.

En cuanto a la Noche de las Corbatas, nadie aún ha podido dar una respuesta clara y concreta al origen del hecho. Y hasta existe una hipótesis que habla de una denuncia a las autoridades militares por parte de la Unión de Comercio de Mar del Plata. En especial hacia los cuatro abogados laboralistas afectados.

Yo interpreto que fue una mezcla de situaciones que provocaron el hecho. La importancia de la figura central en estos secuestros, el Doctor Centeno (redactor de la ley de Contrato de Trabajo y crítico de la reforma a esa ley que efectuó el Proceso Militar) puede ser un indicio. Pero no determinante, pues, en Mar del Plata, posterior a este hecho, fueron muchos los abogados laboralistas y asesores de sindicatos que continuaron ejerciendo sin problema alguno.

No descarto en este hecho la intervención de civiles, en especial integrantes de la Concentración Nacional Universitaria (CNU), asesores de los militares en 1977. Ya sea por razones personales, por razones políticas y también de interés económico.

En sí, lo triste del tema es aún después de tantos años, pese a las múltiples interpretaciones sobre este hecho, aún no hay nada claro. Y tampoco han arrojado luz las actuaciones judiciales que trataron el tema.  O sea: la Noche de las Corbatas ha quedado como una noche oscura, sin sentido alguno y sin respuesta acertada a su origen.

—¿El hecho de haber sido protagonista involuntario de ese caso luctuoso, motivó luego su decisión como abogado de impulsar causas contra genocidas?

—En realidad no soy especialista en derecho penal, por lo cual nunca me había involucrado como participe en juicios de lesa humanidad. A raíz del pedido de Rodrigo Miguel, hijo de una de las personas asesinadas en el Balneario Luna Roja en el mes de agosto de 1978, me constituí en querellante en el Caso Base Naval, tramo III. Comencé a descubrir otro mundo, distinto al  relato de la crónica, que me apasionó. La Fiscalía Federal de Mar del Plata ha efectuado un trabajo monumental en todos estos procesos, aunque casi siempre enfocada en la figura penal a aplicar a los acusados, y dejando un poco de lado la verdad o los detalles de cada historia.

No es una crítica a este tipo de accionar, ya que en el marco de estos juicios que se fundamentaron en el monumental Juicio por la Verdad (tramitado a partir del año 2000 en Mar del Plata), es muy difícil discernir las verdaderas causas que afectaron la libertad y la vida de cada una de las víctimas.

Mi mayor fracaso, por impericia o por error técnico, fue no haber podido llevar a declarar ante un Tribunal de Justicia, al famoso modisto Roberto Piazza, cuyo nombre verdadero es    Roberto Mario Victorio Pezzone Piazza Foradini. Él fue conscripto en la Base Naval de Mar del Plata durante el año 1978. Tanto en su libro Corte y Confección como en varios reportajes televisivos ha sostenido que vio presos políticos en la Base Naval de Mar del Plata; que supo dónde estaban; que efectuó procedimientos contra civiles y que, incluso, mantenía una excelente relación con el Jefe de la Base Naval de Mar del Plata, el marino Roberto Pertusio [imputado en crímenes de lesa humanidad]. Es más: hasta en uno de esos reportajes sostuvo que utilizaba las habitaciones del marino para sus aventuras sexuales.

Yo lo cité como testigo. La noticia salió en todos los medios. Se negó a declarar y pese a que presenté pruebas de que era un testigo fundamental, el Tribunal desechó mi pedido. Para mí fue un hecho triste y un fracaso profesional. [ver:  https://www.primiciasya.com/roberto-piazza-es-citado-declarar-como-testigo-torturas-la-dictadura-n1164588].

—¿En cuánto se ha avanzado (y en cuánto o en qué aspecto aún no) en nuestro país en materia de derechos humanos y jurisprudencia?

—En materia de los Derechos Humanos afectados por el Terrorismo de Estado en la década de los años 70, se ha avanzado muchísimo en el aspecto de la jurisprudencia. Tengamos en cuenta que se está hablando de la violación a los derechos humanos que se denominan de la Segunda Generación; o sea, aquellos que son relativos a la libertad y la vida de las personas.

No se puede dejar de precisar que el impulso dado a las causas a partir del año 2002, cuando se derogaron las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, tuvo su fundamento en las causas iniciadas por el gobierno del doctor Alfonsín en 1985, que dieron origen al movimiento militar de los “carapintadas”. Estas causas, no tenidas muy en cuenta en el día de la fecha (por ejemplo, la del “Primer Cuerpo de Ejército”, la causa “Camps” o la seguida contra el militar “Suarez Mason”), tienen fundamental importancia porque en ese entonces los militares declaraban ante la justicia y explicaban su accionar. Es difícil obtenerlas hoy, pero han sido un poco relegadas.

Archivo diario La Capital. 21 de julio de 1977.

En el escenario jurídico el balance es positivo. Ningún país del mundo ha hecho lo que se hizo en Argentina sobre estos hechos. La jurisprudencia es muy rica y contundente, aunque en la fecha hay indicios de un cierto cambio acerca de la imputabilidad de los cuadros inferiores, que no tenían en sus manos lo que en derecho se llama “el dominio del hecho”. Veremos qué pasa en adelante.

Tenemos que precisar que, en materia de Derechos Humanos, a partir del advenimiento de la democracia [1983] la República Argentina ha sido sancionada más de 30 veces por la Corte Interamericana de Derechos Humanos por violaciones a los Derechos Humanos.

Parece irreal manifestar esto, pero estas violaciones se refieren a la negación al acceso a la justicia, negación a derechos fundamentales, como casos de sexo, identidad, patria potestad; responsabilidad del Estado por el accionar de sus funcionarios, etc. Actualmente, esta es la tarea más importante a asumir, ya que las causas por delitos de lesa humanidad ya casi se están terminando.

Otro escenario

Sin embargo, al tiempo que los juicios referidos por Bozzi en la entrevista con Lima Gris están efectivamente en la etapa final (por ejemplo, la Megacausa, que condenará a dos centenares de militares por crímenes de lesa humanidad), acaba de iniciarse un nuevo proceso: el de torturas y otros vejámenes contra soldados en la Guerra de Malvinas (1982) por parte de sus jefes inmediatos (mientras los ingleses avanzaban sobre el archipiélago con la orden de “recuperarlo”).

Pero esa es otra historia, otra pisada roja del terrorismo de Estado que imperó en Argentina. Otra huella que dejó ese asesino en serie que gozó de total impunidad entre 1976 y 1983 y que será objeto de nuestro próximo artículo.

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Crónica

Kipi y Jovam, los robots que saben todo en la ruralidad

Kipi y Jovam son bellos androides que les hablan a niños y adultos de todo. Son especialistas en conversar sobre temas ecológicos, culturales, mitológicos, y hoy en día han ampliado sus contenidos, pues, además, se han expandido hacia la literatura. Sus enseñanzas han recorrido las comunidades de Colcabamba, Andaychagua, Duraznulloc, Jatuspata, Suylloc y Chuspi; y dentro de poco, su hermano Jovam, hablará en Cajamarca, en Chile y hasta en Alemania.

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Los hermanos mecánicos hablarán en 48 lenguas originarias del Perú, pero aunque ya sabemos a lo que se dedica Kipi, pocos sabemos de Jovam, también creado por el mismo progenitor con elementos de deshecho, irá a los centros penitenciarios de Cajamarca para empezar con una nueva labor: instruir a los internos.

Pero empecemos con Kipi, que fue llevada a los centros educativos de Tayacaja para capacitar (pero también para que entretener y solazar a los niños). Fue el docente rural Walter Velásquez Godoy, un hombre lleno de ímpetus que incluso ha logrado que Kipi hable en otros idiomas y se fortalezca con el animoso apoyo de la empresa hidroeléctrica Cerro del Águila (de Kallpa Generación), que, creyendo en él (y, por supuesto, en ella) ha  decidido darle el impulso económico para llevarla a más lugares y presentarla con nuevos niños. “Hice un convenio con Kallpa, quienes me proporcionaron los recursos (piezas, sensores y otras cosas), mientras yo ponía la mano de obra”, manifiesta Walter. Es más, los niños ahora esgrimen las fichas necesarias, insertas en el Kipilibro (un material pedagógico también editado por la empresa hidroeléctrica), y se convierten en auténticos inquisidores de los conocimientos humanos.

“La idea de crear a la robot Kipi, nació justamente cuando se inició la emergencia sanitaria por la Covid-19, buscando crear una herramienta que pueda funcionar en lugares con problemas de internet, radio y televisión, y ser de utilidad pedagógica y motivacional para los estudiantes de lo más recóndito de Colcabamba, en Tayacaja, Huancavelica, donde aún faltan cerrar brechas, sobre todo digitales”, son las palabras de Walter mientras, sentado en una mesa, recibe el café que viene humeante.

La propuesta enseña de forma lúdica a los niños.

¿Por qué es niña y no niño?

Para empezar, Walter nos responde que es porque como sociedad necesitamos eliminar cualquier tipo de discriminación contra las mujeres desde el lugar en que nos encontremos. “Tengo bastante claro que la igualdad de género y de oportunidades es un pilar educativo y fundamental en los Derechos Humanos”, continúa. Y es cierto, pues, como nos los dice, podemos revisar datos estadísticos y por ejemplo en el Vraem de cada cien mujeres el 30% no sabe leer ni escribir. Otro dato es que en esta parte notó que diversas familias prefieren que los niños estudien antes que las niñas. Por otro lado, a un peón varón se le valora y paga más que a una mujer, “y hay muchos otros detalles que necesitamos mejorar, y manejarlo desde lo educativo es una buena estrategia”.


Ahora bien, ante la pregunta ¿cómo aprenden los niños con Kipi?, la respuesta es simple: para aprender utilizan las fichas de entrevista que están en el Kipilibro, y son los mismos estudiantes los que se convierten en reporteros, por así decirlo, pues entrevistan a Kipi sobre diversos temas y aprenden mucho. “Imaginemos un humano hablando con una robot, no es usual, menos en la zonas rurales, pobres y marginadas. Luego ellos analizan, cumplen desafíos y hasta amplían la información en su mismo Kipilibro que tiene más de 98 Ruray (actividades). También pueden solicitar a la robot videos, figuras e imágenes en 3D, quien les mostrará imágenes que lleva en la pantalla de su vientre, además de recitar y cantar en quechua. La tecnología Kipi está preparada para ello, pues sus algoritmos especializados reconocen la voz, ahora ya de cualquier humano”, menciona el autor mientras empieza a beber su café.

Pero eso no es todo: cuando la robot Kipi no está con un estudiante, éste puede activar a Kipi 3D, que es una aplicación para teléfono (o Tablet) donde Kipi aparece virtualmente para interactuar con el estudiante y continuar cumpliendo los restos del Kipilibro. Así, éste se convierte en un portafolio de evidencias.

Los robots responden a todas las interrogantes de los niños.

Sabemos que Walter Velásquez tiene que moverse por diferentes espacios llevando a cuestas a Kipi, pero él dice que ella también tiene la capacidad de moverse, que recibe la orden de un humano y ejecuta los movimientos. “Se mueve adelante, atrás, hace giros a la derecha e izquierda, además si suena las melodías de un Chacatán ella puede bailarlo, lo que motiva mucho y roba sonrisas a mis alumnos. Yo les digo es hora de hacer Educación Física”, cuenta nuestro amigo.

Vida de Walter

Claro que debemos conocer también la vida de Walter, cómo creció y estudió, y en el plano lingüístico desde cuándo habla quechua. Nos contesta muy animado que su vida la inició en Pampas, Tayacaja, donde estudió hasta la secundaria, y el quechua lo aprendió desde sus abuelos. “Ellos son de Tayacaja y trabajaron labrando el campo. Mi abuelo ya murió, pero mi abuela tiene 98 años y aún nos acompaña. No me considero un experto en quechua, pero hago lo mejor que puedo”, señala.

El 80% de las familias que tienen  a sus hijos en el colegio son bilingües, pues hablan quechua y castellano, y en estos últimos años antes de la pandemia Walter ha notado que muchos estudiantes están dejando de hablar el quechua. Arguye: “dejar que se diluya el quechua significaría que también se diluiría gran parte de lo que ha sido y es nuestra cultura andina. Es paradójico que en múltiples universidades del mundo valoran y enseñan el quechua, y en nuestro país no le demos la importancia de se le debe dar”,  acota.

Dice que intenta traducir todo lo que puede, pero no basta, que es necesario que muchos otros ojos lo puedan revisar, así que lleva los escritos a los que llamamos “sabios de la comunidad”, también a campesinos y comuneros quechuahablantes, que son los padres de familia de sus alumnos. “Ellos con mucho gusto me apoyan, me ayudan, pero entre todos destaco a Nila Tovar, mi amiga y gran maestra andina multilingüe”, confiesa mientras sorbe lentamente el café.

¿Y de dónde le viene a Walter la entrega por la didáctica? Pues luego de la secundaria ingresó a Educación Primaria en la Universidad Peruana Los Andes, en Huancayo, a la misma vez que a Educación Secundaria, con especialidad en Biología y Química, además de una maestría y un doctorado en la Universidad Nacional del Centro del Perú. “Ya culminé la certificación en Logopedia en la Universidad de Nebrija – España, y ahora voy culminando la certificación de posgrado en transformación digital en el MIT”, nos responde igual de motivado.

Walter transita caminos insospechados para cumplir con la educación de los niños.

La literatura

Kipi también habla de Literatura: narra los cuentos de su padre y conforta a los niños. Walter no nos deja mentir: “He creado muchos cuentos y fábulas de manera individual y colectiva con mis alumnos, amigos, comuneros, campesinos, y hasta colegas de trabajo, siempre con un sentido educativo, por ahora en quechua y castellano”. Y, por supuesto, los graba para que los chicos los entiendan. Y es que le parece motivador y hermoso que lean y escuchen los kipicuentos en quechua y castellano, pero nos da una lección más: “tengo el deseo de traducirlo a las 48 lenguas originarias del Perú”, declara.

Por otro lado, en cada largo viaje que realiza para apoyar a sus alumnos, Walter recopila y graba canciones y tradiciones orales de mucha gente andina, quienes le dicen que las leyendas, cuentos, mitos y canciones andinas ya se han perdido con el tiempo. Eso es un motivo para guardar toda esta información que recopila en el cerebro de Kipi, pues él cree que ella estará por cientos de años al lado de los alumnos, y algún día alguien de las futuras generaciones sabrá que la gente de ahora tenían hermosas costumbres, tradiciones, sobre todo canciones y relatos andinos.

Como escuchamos, muchas de las historias son cuentos, tradiciones; otras son fábulas y otras un híbrido de las dos. “Asimismo, me gusta que los estudiantes puedan crear o cambiar el final de lo que escribo, además que disfruten de los personajes, que son inspirados en los animales de las comunidades del Vraem que visitamos con Kipi. Cada personaje pertenece a alguna comunidad andina y tiene un talento”, culmina. Es cierto, Kipi está creciendo, pues en la actualidad ya son siete las réplicas que Kallpa Generación le ayudó a hacer a Walter, y quién sabe cuántos más alumbrará.

En el Perú profundo Walter y sus robots revolucionan la educación.

¿Y qué decir de Jovam?

Dijimos que se trata del hermano de Kipi, que ha sido pedido junto a ella en Chile, Bolivia, Estados Unidos, Corea, y que ahora se va a Alemania. Para ello, ya habla básicamente en alemán y tiene muchas palabras traducidas al español. “Está programado para trabajar con adultos a diferencia de Kipi. Funciona gracias a un convenio con DVV Internacional, quienes se contactaron conmigo y les dije que me apoyen con materiales, pues yo pongo la mano de obra. Y si es a la humanidad escolar, ese será mi mayor pago, las sonrisas de los presos, pues yo no trabajo por dinero sino por un bien común”, dice.

Ha empacado sus cosas, toma el último sorbo del café y, abrazado de sus equipos y cuidando meticulosamente a Kipi, sale para otro pueblo de la zona agraria de Tayacaja. Muchos chicos saben que irá y ya lo esperan con impaciencia. “Recuerda, amigo, soy educador y la esencia de la pedagogía son los estudiantes», finaliza.

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Crónica

Crónica: La pesadumbre con que ahora te miro

Dos ciudades son el escenario de un periodista que entrelaza diferentes hechos ocurridos en 1996. Con maestría, Sandro Bossio Suárez narra pasajes de la intimidad de la cobertura periodística de la toma de rehenes de la embajada de Japón en Lima. Mientras que en Huancayo se descubrirá la razón del abandono de tres niños que bailan por unas monedas en el frío de la noche.

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Tenía entonces 20 años y trabajaba en un bonito diario de Huancayo, uno a colores, cosa muy novedosa para entonces, y me sentía bastante cómodo pese a que el salario era bastante malo. Ahora que han pasado veinticinco años, por supuesto, saco las cuentas de mi triste estipendio y me percato que, por entonces, todo marchaba bien porque era soltero, no tenía novia y lo poco que ganaba me alcanzaba holgadamente para mis cigarrillos.

Había llegado a trabajar a ese diario, a Primicia, por absoluta casualidad. Hacía años que yo vivía en Lima, donde estaba estudiando periodismo y donde, por una malhadada decisión de Alberto Fujimori, la Universidad de San Marcos había sido cerrada sin fecha de apertura para evitar las profanaciones de Sendero Luminoso, el grupo armado que, cuentan, arrasaban con poblados y secuestraban niños sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo.

Eran épocas aciagas, 1992, y todavía el senderismo (y, desde luego, el emerretismo) cundían en las ciudades con humaredas y largos silencios de muerte que dejaban las gargantas macilentas por la impotencia de no poder hacer nada. Las acciones violentistas habían empezado en las comunidades, sobre todo en Ayacucho y en Huancavelica, pero lentamente fueron acercándose a las ciudades, cerrándolas de a pocos, bombardeándolas por las noches. Recuerdo que yo vivía en la cuadra doce de la Calle Real, en pleno centro de Huancayo, al lado de una gigantesca tienda de automóviles, por cuya estructura de metal y vidrios la paraban detonando con cargas de nitroglicerina. Yo vi muchas veces la muerte en ese espacio: una muchacha, es verdad, que pasaba inocentemente por allí cuando llegó el coche bomba y terminó matándola. Pero pronto las lejanas ciudades andinas, como Huancayo, dejaron de ser el centro de las convenciones senderistas y éstas, vívidas y galopantes, se traspusieron a Lima, la capital, donde incluso un camión con anfo explosionó en un edificio de la bella Miraflores, dejando más de sesenta muertos.

Mal que bien (dicen que un grupo de élite del anterior gobierno había logrado capturar a los cabecillas de Sendero Luminoso y que Alberto Fujimori y sus secuaces los habían reservado para un momento oportuno), se logró la pacificación del país, aunque todavía había toques de queda, quebraduras de electricidad, algunas muertes escondidas bajo la careta del paramilitarismo.

En esas andábamos, yo visitando Huancayo por unas semanas y mi familia dichosa de tenerme otra vez con ella, cuando se me presentó la oportunidad de trabajar en el colorido diario de Huancayo. Y es que, caminando por el Puente Centenario, me crucé de vertiente a vertiente con un antiguo amigo a quien había conocido en Lima: Óscar Rodríguez. Recuerdo que hablamos muy poco, a gritos, y me enteré de la dirección del nuevo diario y obtuve la normativa de presentar mis papeles ese mismo día, cosa que hice con toda puntualidad. Me recibió en su casa Nilo Calero Pérez, nuestro primer director, y me dijo con pena que ya se habían cerrado las inscripciones, pero que iba a hacer todo lo posible pr verlo. A la mañana siguiente, muy temprano, emocionado como debió sentirse, me llamó por teléfono diciéndome que sería todo un honor trabajar conmigo. Y es que yo venía de las canteras de La Crónica, de El Peruano, de Caretas en Lima, y creo que había aprendido algunos trucos en la redacción periodística. Además, el diario era bello, me entusiasmaba trabajar en un medio tan moderno como ese ¡y desde sus inicios!

Pero hubo otra razón, además, por la que me quedé precisamente en ese medio: me enamoré. Por esos días, precisamente, conocí a la madre de mis hijas, una bella jovencita que tenía la voz de gato y la finura de una infanta. Por esos dos motivos decidí quedarme en Huancayo. Mi labor como reportero fue un verdadero éxito. Escribía los editoriales del diario (cosa que ya lo había hecho antes para otro medio nacional y ya habrá ocasión de referirlo), tenía una columna cultural y hacía noticias nacionales e internacionales en una época en la que no se usaba para nada la Internet, pues sencillamente no existía. Mi método era otro: me levantaba a las cinco de la mañana y, mientras grababa noticias de fuera, seguía adormeciéndome en duermevela. Y en el periódico hacía de mi vida un placer: entraba a las nueve de la mañana, escribía mucho, tomaba notas, almorzaba en casa, regresaba a las cuatro y seguía la tarde y parte de la noche con la edición del diario. A veces, incluso, me quedaba sobre las once escribiendo más crónicas culturales que me fascinaban.

Pasaron los primeros cuatro meses y un día encontré a los periodistas, a todos, en la redacción alrededor de Nilo Calero Pérez, quien oficiaba una novedad:

—La primera etapa de Primicia termina aquí —dijo—. Y aquí mismo empieza la segunda.

Esa noche, en efecto, le agradecieron por dirigir el diario hasta entonces y presentaron al nuevo director del medio: Richard Molinares. Era joven el nuevo director, algo callado, que venía de dirigir otro periódico amarillista de Lima. Al principio no fue muy cordial con nosotros, se mostró un poco remilgado, solitario, dándonos apenas unas breves indicaciones para continuar con nuestra labor. Pero poco a poco fue acercándose a nosotros, prodigándonos amistad, hasta que llegó a ser uno más del montón. Realmente era una buena persona Richard, quien había cambiado toda la estructura del medio, y quien se mostraba ahora sumamente apegado a nosotros. Pues bien, fue precisamente en esas circunstancias que yo, por inercia, conocí las labores de un buen cronista.

Una noche salí de la redacción bastante tarde y, como siempre, volvía caminando por la Calle Real. Compré un chicle en Paseo La Breña (que antes era la estrecha calle Callao, donde compraba primero mis revistas y después mis libros, y que nos llevaba directamente al abstruso cementerio de la ciudad) y continué camino abajo. Eran las once de la noche posiblemente y yo caminaba del todo distraído, masticado las gomillas, hasta que en la calle Lima, en plena avenida principal, encontré a tres niños bastante pequeños. Uno de ellos, él mayor, tendría unos siete años y bailaba sobre el piso con sus zapatitos rotos. La otra era una niña, de unos cinco años, y el último un varoncito de unos cuatro años, aún quizás de menos edad.

—Una propinita, joven —me dijo el mayor, el que bailaba, mirando la corbata que ya desde entonces usaba yo—. Para comprar un pancito.

Me causó conmiseración ver a esos tres niños completamente desamparados, sin calcetines, con los calzados desgarrados, y me acerqué a ellos:

—¿Qué hacen tan tarde, chiquilines? —les dije.

—Estamos trabajando —respondió la niña.

—Pero es muy tarde. ¿Dónde viven?

—Lejos —respondió el mayorcito—. Pero danos una propinita.

Les alcancé lo que tenía, claro, y me fui a casa con el corazón hecho un trinquete. Al día siguiente, otra vez volviendo a casa, los vi de nuevo en la calle, y otra vez compartí unos minutos con ellos invitándoles hamburguesas (y después fueron tamales y papas rellenas y mazamorras), y conversando sobre nimiedades que, en el fondo, querían dilucidar algo.

Se me ocurrió que el tema podía darme para una buena investigación. Por ello, estaba dispuesto a seguir indagando hasta llegar a la verdad sobre el abandono de los niños, pero al día siguiente ocurrió algo que nadie esperaba: el diecisiete de diciembre, en la capital, San Isidro, catorce miembros del grupo revolucionario Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) se metieron a la residencia del Embajador del Japón, Morihisa Aoki, para tomar en rehenes a diplomáticos, oficiales del gobierno, militares de alto rango y empresarios que habían concurrido a una celebración oficial. Los canales de televisión, desde ese momento, sólo se dedicaron a pasar emisiones del acontecimiento, y a la mañana siguiente recuerdo que me esperaba el Jefe de Prensa en la redacción para comisionarme mis labores periodísticas: me enviaban a Lima, de inmediato, para cumplir con las novedades que en ese mismo instante estaban ocurriendo. En efecto, viajé ese mismo momento, en un automóvil que lo tomé en la avenida José Carlos Mariátegui, y llegué a Lima a las cinco de la tarde. De inmediato, sin haber almorzado siquiera, me encerré en una cabina para escribir mi despacho y, después del refrigerio fui a buscar un lugar que me acogiera, desde donde pudiera hacer mis notas. Por supuesto, ya la zona residencial se había llenado, pues, de la noche a la mañana, habían llegado comisiones de periodistas extranjeros que, desde luego, tenían muchísimo más dinero para alquilar los espacios altos (ventanales, balcones, terrazas, azoteas) que los edificios de los costados ya ofrecían a los periodistas.

Desde luego, mi comisión con los niños vagabundos, con esas tres criaturas acogidas por las noches, había quedado varada en Huancayo. Pues bien, estuve cerca de quince días en un minúsculo espacio que logré alquilar en el terrado de un edificio frente a la residencia, y cada hora emitía algunas novedades de lo que acontecía. Era que gran parte de los cautivos fueron liberados con rapidez y se supo que las mujeres prisioneras, todas sin excepción, fueron soltadas la misma noche de la toma. Curioso que incluso la madre del entonces presidente Alberto Fujimori fuera puesta en libertad y por ello se especula hasta ahora que los emerretistas desconocían su personalidad. Los días eran largos, pesados porque las cosas pasaban con lentitud (los cautivos eran movidos perezosamente, los raptores daban discursos en ciertas horas, las autoridades empezaban a planear estrategias de liberación), y nosotros siempre en el cubículo de la fría azotea. Con el apoyo de otros periodistas, logramos conseguir un baño en el edificio, que todos empezamos a usar a cuentagotas, donde nos afeitábamos por turnos, y la amistad entre los hombres de prensa fue creciendo con las horas.

Recuerdo a un gordito de una revista semanal que nunca dormía. Era bastante joven, tendría mi misma edad, y era sumamente esmerado con su trabajo, pues, en una ocasión en que llegaron a la zona unas visitas importantes (el cardenal, Augusto Vargas Alzamora, y el arzobispo de Lima, Juan Luis Cipriani) llevándoles guitarras a los cautivos, salió a cubrir la información prácticamente desnudo, y a mí me dio mucha risa sus torpes movimientos con el pantalón a medio poner y su enorme trasero de Buda al descubierto. Bueno, así estábamos, recibiendo los pocos emolumentos, comiendo lo que teníamos, jugando cartas, traveseando con el dominó y conversando a más no poder. La verdad era que a esas alturas, todas las casas y edificios de la zona habían sido tomados por los periodistas, que cada día seguían llegando sin detenerse del mundo entero. Había enviados especiales (hombres y mujeres) de Argentina, Venezuela, México, Estados Unidos, Francia, Australia, Japón que, como nosotros, empezaron a vivir comprimidos en sus lugares de residencia. Por supuesto, con las horas, con los días, nos empezamos a hacer amigos, aún cuando muchos de ellos no hablaban español. Recuerdo a una bella brasileña, delgada, con el cabello rubio ondulado, que se hizo muy amiga mía y que era desenfadada, completamente dichosa, y se llamaba Rose. Desde luego, aunque a mí me gustaba mucho, no hubo nada entre nosotros, solamente una apacible amistad, porque además me enteré por ella misma que ya tenía novio y estaba por casarse. De todos esos fugaces amigos, desde luego, sólo tengo recuerdos vagos, sombríos, pero hay uno que realmente me impactó, a quien lo evoco hasta ahora con nitidez y quien incluso me motivó a escribir un bonito cuento de aventuras. Tendría unos cuarenta años, era forastero escandinavo, no hablaba nuestro idioma, pero luchaba por enterarse y traducir con un diccionario de papel las situaciones que ocurrían para sus despachos. Más que periodista era un extraordinario fotógrafo, que increíblemente sólo usaba un ojo porque era tuerto (se ponía un hermoso monóculo blanco), y que en noches de ocio me enseñaba el maravilloso arte de su trabajo: cientos de fotografías del mundo entero, adónde había viajado en cumplimiento de su deber, y hermosas tomas de Ban Gladesh, del Sahara, de los estanques sangrientos del Japón, del condado de Yuanyang, de la cueva de los cristales en México, del palacio de algodón en Pumakkale, la isla Socotra del Yemen, de las terrazas de arroz de Yuan Yang y de cientos de lugares más por el mundo entero. Fue una amistad fugaz, pero sincera, que me abrió el alma de un niño de dos metros de estatura y que, con barba y todo, se había estancado en los ocho años. Al regresar a mi ciudad natal, me puse de inmediato a escribir un cuento donde describí descaradamente al hombre (la verdad, no recuerdo su nombre, pero permanece en mi memoria exactamente como era) y donde lo instalo como un individuo aventurero que termina devorado por los nativos de una selva inhóspita. El cuento, una vez terminado, se extravió, pues entonces no teníamos computadoras donde guardar la información, así es que, años después, cuando ya era un escritor reputado, lo volví a escribir y lo publiqué con enorme satisfacción.

El edificio de los periodistas, donde pululaban reporteros de todas las cortes, se convirtió pronto en un pequeño mundo. Las mujeres pobres limeñas se enteraron de que ahí, durante al menos una buena temporada, vivirían los periodistas del mundo, así es que decidieron moverse con agilidad y una buena mañana encontramos a una señora gorda ofreciendo (qué digo ofreciendo, vendiendo, liquidando) su ponche de habas y sus panes con palta. Y después de que ella se fue, vimos entrar a otras señoritas ofreciendo dulces, mermelada, biscochos, turrones, churros, y después de nuevo a la gordita (y a otras más) entregando ahora los almuerzos, y así sucesivamente hasta que entraba la noche y con ella llegaba también la manducatoria nocturna. A la semana de estar subsistiendo en ese espacio teníamos hasta una vendedora de diarios y revistas (y era vendedora, no vendedor, increíblemente) que todos los días nos llevaba las noticias que, increíblemente, nosotros mismos producíamos.

Pero no sólo ellas se acercaron a la azotea, sino, desde luego, también las meretrices. Llegó la más aventurada una noche, a eso de las nueve, cuando ya todos empezábamos a estimular el sueño conversando sentados contra los muretes y fumando lo más que podíamos (en esa época todavía había una alta incidencia de fumadores en el Perú, lo cual disminuyó tremendamente a partir del nuevo milenio, al menos en el país). Muy cortés, sin miedo, se acercó a los periodistas que estaban pegados al escalón, unos bellos centroamericanos, y empezó a conversar con ellos. Los muchachos, tres en total, agarraron camote con la chica y muy acomedidos hasta le convidaron una gaseosa y, por supuesto, cigarrillos. No pasó nada esa noche hasta que al día siguiente volvió la misma muchacha, pero llevando a una amiga con ella. Estaban mucho mejor vestidas (creo que con blueyens y casacas y zapatos de gala) y olían a una barata pero extravagante fragancia. Los muchachos se contentaron con verlas y, poco después, de dos en dos, bajaron con las chicas por las escaleras. Fue la prueba de fuego. Desde esa noche, muchas mujeres con pantalones apretados y blusas escotadas subían al edificio y marchaban con los periodistas (había unos, como los portugueses, los alemanes, los vietnamitas que no demoraban nada) para regresar un poco después. Según me enteré, algunos iban a un hotel cercano, pero como era costoso, las chicas habían arrendado un departamento donde los hombres de prensa recalaban en secreto. Yo, con las hormonas a cien, también quise en algún momento seguirlas, refocilarme con ellas, pero me contenía el romántico recuerdo de mi novia pequeñita, bellísima, y además el incontrolable pavor que le tenía a los tumultos, sobre todo a los escándalos.

En fin, cosas horrorosas ocurrieron en ese tiempo, por ejemplo saber que el entonces arzobispo Juan Luis Cipriani había llevado en realidad guitarras con micrófonos para saber los movimientos de los facinerosos. Yo abandoné la azotea a los trece días y continué con mis pesquisas ya desde Huancayo, conectado a una canal de cable y a la radioemisora más noticiosa por entonces. En los siguientes ciento diez días me enteré, claro está, de los hechos suscitados en la casa de Morihita Aoki. También supe, por terceras lenguas, que tras la retención de los rehenes, se conformó el Comando Chavín de Huántar, cuya identidad se guardó hasta el último día, y donde setentaiuno de los setentaidós rehenes fueron liberados en una incursión armada que dejó un rehén muerto y todos los subversivos difuntos, controversia generada por la supuesta ejecución extrajudicial de los fanáticos. Nunca más vimos a Vargas Alzamora (que, es más, poco después enfermó hasta la muerte) y el llanto inconsolable de Cipriani por la muerte de los emerretistas, tiempo después, conmovió a casi todo el Perú, pero no a mí porque ya tenía la impronta del verdadero Cipriani en la mente.

La otra noticia interesante (y, valgan verdades, para mí la mejor) fue que pronto volví a reencontrarme con los niños que mucho se habían metido en mis huesos. Fue una noche de viernes (yo tenía los viernes como míos, podía quedarme hasta el cierre de la edición y, comiendo algo en los restaurantes noctámbulos, volver de madrugada a casa, porque el sábado descansaba y podía dormir hasta tarde) en que los volví a ver. En cuanto notaron mi presencia, como siempre, corrieron hacia mí, pues ya me conocían, y sentí una gran emoción cuando la niñita se abrazó de mí. Sentí una viva conmoción, claro, y también los abracé, y les di monedas a los tres, y les dije que seguiríamos siendo amigos. Les pregunté por su papá, cómo era que ese señor los dejaba hasta tan tarde en noches lluviosas, y la respuesta de la niña me dejó marcado para siempre:

—Mi papá murió hace tres meses.

—¿Y tu madre? ¿Acaso no tienen una madre que vea por ustedes?

La misma niña me contestó:

—Mi mamita está enferma —y dejó de sonreír—. Nosotros tenemos que trabajar para que se cure.

Una rabia sin límites corrió por mis venas, enceguecido por esa cruda narración, y de inmediato mi cerebro se ensoberbeció: el padre alcohólico había muerto por un mal del hígado y su madre, también alcohólica, enviaba a sus hijitos a pedir limosna en la nocturnidad de las calles. Por supuesto, iría sin que se enteraran los niños a darle una reprimenda a la madre, a decirle cómo era posible que los tuviera en esa situación siendo tan pequeños, y por absoluta misericordia esa noche compré medio pollo a la brasa (tampoco tenía para más) y se lo entregué a los niños para que los tres comieran de él.

—Vuelvo el lunes —les dije.

Y el lunes estuve en su calle a las diez de la noche dispuesto a caminar con ellos hasta su casa. Recuerdo que había llovido, que las calles estaban todas encharcadas, y los esperé hasta que terminaron de bailar con sus zapatitos harapientos y, finalmente, me dijeron que fuéramos.

—Vivimos en Azapampa —me indicaron.

Y con esas palabras empezamos la larga, larguísima caminata por la Calle Real, por esa avenida principesca, y los cuatro nos hundimos poco a poco en las oscuridades australes de la hora. Cómo olvidar que los niños iban delante de mí, jugueteando como todo niño, saltando sobre los guijarros, mojándose los zapatos y los pies, y cómo olvidar que la niña iba a mi lado, cogida de mi pantalón, cuidando de no mojarse.

Llegamos a una zona oscura de Azapampa, al lado del colegio Túpac Amaru, donde ahora todo es una fiesta gastronómica, y entramos por un descampado lleno de herbaje húmedo. Caminamos varias cuadras todavía, a la una de la madrugada, y de pronto nos detuvimos ante una covachita que se caía de lo pobre que era: tenía plástico como puerta, y cenizas en la entrada, y boquerones en el tejado, y un silencio inmenso cubriéndolo todo, hasta más allá de los eucaliptos. El niño mayor abrió el cortinaje y entró:

—¡Mamá! —dijo—. Hemos venido con un señor que quiere conocerte.

Y el otro niño, y la niñita que no se deprendía de mí, me jalaron hacia adelante, hacia ese espacio que dividía el equilibrio de la devastación, la vida de la muerte, porque todo lo que yo había pensado de la madre era completamente incorrecto: la madre estaba allí, es verdad, iluminada por una vela, tendida en cama y dando sus últimos suspiros. Me miró y no puedo (ni podré) olvidar esa mirada llena de afecto, llena de agradecimiento, y ese abrazo tan estrecho con el que rodeó a sus hijos. No podía hablar, desde luego, y sólo se arrebujó en la manta al ver la pastilla (un miserable ibuprofeno) que el hijo mayor había llevado consigo. La niña terminó de acercarle el líquido que había en una taza para que tomara la gragea.

—Esto le hace bien —me dijo el niño grande—. Debo comprarle uno todos los días.

Mientras la mujer (la chica, en realidad, porque no pasaría de los veinticinco años), se medicaba con la gragea, yo salí de la covacha y fui a buscar a alguien que realmente pudiera decirme lo que estaba ocurriendo en ese espacio. Había pocas casas y, sin embargo, pese a la hora, yo toqué, yo llamé, yo vociferé, hasta que algunos vecinos salieron y cuando les dije que era periodista, pues empezaron a contarme lo que en realidad ocurría con esa madre: proveniente de una comunidad de la selva central, la muchacha había llegado a la ciudad de la mano de su marido, un mal hombre bastante mayor que ella (que, decían, la había comprado con un puñado de dinero) y pérfido, bebedor, que no trabajaba y que la obligaba a ella a buscárselas vendiendo lo que fuera en las calles del distrito. Pero el hombre, para el bien de los niños, murió por un problema hepático, como yo pensé, y ella lo atendió hasta el último de sus días, pero pocos sabían que también estaba enferma.

 —Tiene cáncer terminal —me dijeron los vecinos.

Me contaron que habían ido a emergencia, a las postas, incluso a los hospitales para que recogieran a la muchacha, pero ninguno de los establecimientos quiso darse por enterado. Y los hijos, los pequeños niños, salían todos los días a pedir limosna para comprar comida y, desde luego, la pastilla mágica de mamá. También recuerdo que las tres criaturas, habiéndose acercado a mí, me tenían abrazado mientras yo conversaba con los vecinos.

Regresé a mi casa también caminando y no pude dormir en toda la noche. Al día siguiente, sirviéndome de mi condición de editor del periódico, fui en busca del director de la Beneficencia Pública de Huancayo (un médico muy noble cuyo nombre no recuerdo), quien hizo todos los esfuerzos posibles para que esa mujer bien muriera al menos en una cama de hospital en pocas semanas.

Me causó emoción saber que había podido haber logrado eso, y sumamente orgulloso, con la crónica publicada, asistí al entierro de la buena muchacha. Lo que no sabía, era que las tres criaturas serían separadas para llevarlas a vivir a unos orfanatos.

Y es lo último que recuerdo de eso, desprender de mis lágrimas la imagen de los tres niños sollozando desesperadamente, porque no querían que los separaran. Pero la legislación es así y así tuvieron que perderse en los albores de mi memoria que ahora los recuerda con infinito desconsuelo. Deben tener veinticinco años ya, y deben haberse vuelto a ver, o quizás no lo hayan hecho, pero el recuerdo de esos días obscuros, de esa caminata por sobre los lodazales, de esa noche de absoluto desconsuelo, estará viviendo todavía en ellos y quizás no puedan desprenderse nunca de ese largo lastre que queda en los largos y torcidos caminos del mundo.

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Crónica

«No somos objetos descartables»: obreras de la Municipalidad de Lima en pie de lucha

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(Isabel Cortez, obrera de limpieza pública, luchadora social)

Crónica y fotos por Sol Pozzi-Escot

“Hemos sido retenidas, golpeadas, rociadas con agua sucia con gusanos”, cuenta Isabel Cortez, obrera de limpieza pública y dirigente del SITOBUR (Sindicato de Trabajadores Obreros de Limpieza Pública de Lima), respecto al arbitrario arresto del que fue víctima la noche del lunes 6 de Julio mientras protestaba por sus derechos laborales. Ayer, viernes 10, los golpes no fueron físicos, fueron burocráticos: la sesión extraordinaria del concejo municipal convocada para tal fecha no logró incluir en un muy cuestionado proceso de licitación de personal de limpieza, iniciado por el alcalde de Lima Jorge Muñoz, una cláusula que permita a 504 actuales trabajadores de limpieza pública mantener sus puestos de trabajo cuando se otorgue la buena pro a la eventual empresa elegida, ni, mucho menos, se logró suspender el cuasi-ilegal proceso. Welcome to Limaflores.

La lampa vs. la escoba

“Nosotros hemos laborado en condiciones terciarizadas ilegales”, explica Raúl Oviedo, secretario general de SITOBUR. Conversamos en el plantón convocado por el sindicato, para el día de ayer, en la plazuela Santo Domingo del Cercado de Lima. Eran las 8 de la mañana, y un coro de alrededor de 50 trabajadores de limpieza pública, secundaba con sus cánticos la indignación del líder sindicalista:

“Héroes a la calle, por culpa del alcalde”.

Para Oviedo, el asunto es simple: el actual proceso de licitación iniciado por el acciopopulista Jorge Muñoz es nulo, pues contradice diametralmente dos sentencias: una emitida por el Tribunal Constitucional que determina que, por tratarse de un servicio esencial y continuo, la limpieza pública no debe ser terciarizada, sino debe ser asumida por la Municipalidad de Lima, y otra, de la Corte Suprema, que dictamina que 296 de los actuales 800 trabajadores de INNOVA- de los cuales, por cierto, el 70% son mujeres- deben pasar de la planilla de dicha service, que hoy opera bajo concesión para la Municipalidad, a aquella de la Municipalidad directamente. Oviedo cuenta que el alcalde Muñoz ha dado ciertos pasos para incluir a estos 296, pero los otros 504, quedan en el aire. Un amenazante camión lanzaaguas se estaciona en la esquina frente a la plazuela. Continuamos.

“¡Muñoz se está volviendo Castañeda!”, se lamenta Oviedo: cuando se lanzó por primera vez esta licitación, en marzo de este año, los regidores no fueron notificados, lo que lo lleva a pensar, me confiesa, que el alcalde está actuando por su cuenta, intentando, a como dé lugar, sacar adelante el proceso. Se pregunta por qué no da la cara, por qué se niega a recibirlos y en su lugar les manda a gerentes municipales, quienes, en una oportunidad, llegaron a decirle que una vez se escoja una nueva empresa de limpieza pública, le darían a los trabajadores actuales la dirección de dicha compañía para que vayan a solicitarles trabajo.

Raúl Oviedo se dirige a los medios

Crónica de una sesión accidentada

La sesión parecía arrancar bien. El alcalde Muñoz había incluso tenido el gesto de aceptar el pedido de los regidores del partido Podemos de incluir entre los oradores a Raúl Oviedo, quien no dudó en alzar su voz de reclamo cuando se le dio la palabra. Fue, sin embargo, cuando intervino el regidor Víctor Aguilar, que las cosas tomaron nuevos giros. En efecto, Aguilar cedió minutos de su tiempo de intervención a Isabel Cortez, para que pueda expresarle directamente su indignación al alcalde.

Le cortaron la transmisión. No la dejaron hablar. “Estamos indignadas”, me cuenta después Isabel. “Nosotras las trabajadoras de limpieza somos como hermanas, somos una familia y es muy doloroso encontrarnos en esta situación, genera mucha impotencia». Pero apretar mute en algún sistema de conferencias virtuales no es suficiente para callar esas voces que, juntas y esperanzadas, como una real familia, se alzan en dignidad. Aguilar reclama, Isabel puede hablar: “¡Dé la cara, señor alcalde!”, le exige.

Pero el alcalde siguió en su salsa, y, argumentando otros compromisos relacionados a su gestión, se retiró de la sesión. Uno tras otro, hablaron los 36 regidores. Pasaban las horas pero nada pasaba: el resultado de la sesión era, ya, predecible. Las trabajadoras empezaban a sentarse en el suelo de la plazuela. La repentina llegada de la congresista Cecilia García solo permitió levantar los ánimos por unos cuantos minutos. En la sesión del concejo, todos pontificaban. En la plaza, volaban palomas grises.

Una breve pausa en una lucha de décadas

Burocracia nuestra de cada día

El proceso iniciado por el alcalde Muñoz está plagado de falencias. El regidor Carlo Ángeles tuvo la amabilidad- y la paciencia- de explicarme, vía telefónica, por qué este proceso debió ser declarado nulo. En efecto, dentro del espectro de las licitaciones, una concesión no es lo mismo que una contratación pública. La primera está prevista en la Ley Orgánica de Municipalidades y representa la cesión, de parte de la Municipalidad, de un sector de sus operaciones. La segunda, por su parte, se rige bajo la ley de Contrataciones del Estado y no está contemplada por la Ley Orgánica de Municipalidades. Sin embargo, explica el regidor Ángeles, el modelo de este proceso no corresponde al de una concesión, sino al de una contratación pública.

¿Por qué se quiere seguir un proceso de una manera que la ley no contempla? Volvamos a la sentencia del Tribunal Constitucional. Esta determina que el servicio de limpieza pública, por ser de carácter permanente y esencial, no se puede terciarizar, pero sí se puede dar en concesión bajo la Ley Orgánica de Municipalidades. Y es en base a esta sentencia que la Corte Suprema dictaminó que los 296 obreros públicos en cuestión deben ser incorporados a planilla municipal. Dar la buena pro en el marco de una concesión implicaría reconocer el dictamen de la Corte Suprema y el TC. Sin embargo, rescata Ángeles, la sesión del día viernes permitió a los regidores municipales llegar a un consenso: la Comisión Legal y aquella de Asuntos Económicos harán un estudio de la actual propuesta para determinar si, posteriormente, incluir en un contrato de concesión una cláusula que garantice el empleo de los actuales 800 obreros de limpieza pública, o, sino, crear una empresa municipal de servicios de limpieza pública que acoja a todos estos trabajadores, siendo ambas propuestas legalmente viables.

“No nos vamos a quedar de brazos cruzados”, afirma Isabel Cortez una vez concluida la sesión extraordinaria. “Estamos cansadas: pasan los alcaldes por el sillón municipal, pero ninguno tiene esa mirada humana”. Me habla, y es como si en su voz siguieran retumbando los ecos de los cánticos de sus compañeras: “No somos objetos descartables, no somos objetos descartables”. La lucha continúa, y no habrá lampa que pueda con la escoba.

Obreras de limpieza pública en búsqueda de justicia

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