Hoy visité a don Víctor Raúl. Salimos a caminar por las tranquilas calles que rodean la casona en donde desde hace varios meses comparte sus días con otros ancianos diagnosticados de Alzheimer, Parkinson, demencia senil. Una casona antigua, algo desvaída en pintura, con un jardín interior poblado de cactus, rosales y grass americano, en una zona tranquila de Pueblo Libre, alejada del mundanal ruido, como diría el poeta.
Hacía un sol radiante y el ligero viento de la tarde, refrescaba el ambiente. En la sala común en donde los viejos comparten su destierro, encontré a don Víctor Raúl.
—¿Qué tal, querido amigo? —me dijo al abrazarlo. No esperaba que me visitase usted. De todas las visitas, la de usted es la más inesperada, amigo mío, me respondió mientras lo estrechaba contra mi pecho. Opté por seguirle la corriente, muy a mi pesar.
—¿Cómo le va, don Víctor Raúl? —le he traído algunas cositas y además quiero hacerle algunas consultas, pero en privado, le respondí, haciéndole cómplice de mis cuitas. Las jóvenes enfermeras comprendieron que deseaba estar a solas con el anciano. Lo tomé del brazo y salimos de la sala en donde cohabita con seres fantasmales, ancianos catatónicos, viejos gritones y viejitas de cabeza algodonosa y gestos repetitivos.
Fuera de la sala, su paso cansino y desahuciado, me hacía comprender el terrible curso de la enfermedad degenerativa. Tal vez las propias pastillas tuviesen también su cuota de culpa, pero la degeneración producida por el Alzheimer en las neuronas provocaba estos daños. Víctor Raúl arrastraba los pies, sus pasos eran muy cortos, tan cortos como los de un niñito de dos años que está aprendiendo a caminar y teme caerse.
—Y usted, mi amigo, ¿siempre cría animales?—preguntó mientras bajábamos las escaleras rumbo a la calle. La tarde anunciaba una puesta de sol maravillosa.
—Porque usted criaba conejos, ¿se acuerda? —alzó su rostro y me miró fijamente a los ojos con sus ojos acuosos y tiernos. Hace mucho tiempo no miraba al viejo a los ojos. Hace mucho tiempo no contemplaba a mi padre por completo. Sentí que algo se atoraba en mi garganta.
Víctor Raúl es un peruano descendiente de criollos de varias provincias de la sierra central, “misturaos” con indios. Tiene la piel clara, cabellos canos y es de contextura delgada.Mide poco más de un metro sesenta, aunque ahora la enfermedad y el encorvamiento propio de sus ochenta años lo hacen parecer más pequeño y frágil, casi un niño. De su natal Cerro de Pasco, es probable que recuerde muy poco, pues vive en Lima desde los cinco años, pero lo que a mí me resulta inolvidable es cuando hace unos años, cuando recién empezaban los primeros síntomas de su mal, escuchó una mulisa de antigua raigambre. Con lágrimas en los ojos, sentenció: el cerreño es una especie en extinción, hijo. Me alejé unos metros más de mi padre. Pude verlo avanzando a tientas en medio de la calle, en su retiro de hombre viejo, que tiene la certeza de que al final el hombre está solo: hola soledad, esta noche te esperaba, como canta Roberto Ledesma. Seguimos caminando.
—Así es, don Víctor, respondí. Crío peces y empezaré con conejos y tal vez con cuyes, en un terrenito que estoy por comprar en Huarochirí, completé, mientras adoptaba un tono de voz severo, para instarle a bajar las escaleras solo, ayudándose con el pasamanos de acero. Cosa increíble, mi padre bajó a buen paso, lento pero seguro, las escaleras de por lo menos veinte peldaños. En un santiamén traspusimos la puerta de la calle y el radiante pero extraño sol vespertino de noviembre nos daba de lleno en los rostros. Un ramalazo de auténtica felicidad me recorrió de pies a cabeza.
—¡Ah!¡qué casualidad! —dijo sonriendo como un niño que se regocija ante una buena noticia. Mi hijo mayor también se dedica a la crianza de peces. No se los come: los vende. Él estudió en la Universidad Agraria. No nos llevamos bien. Estamos alejados. Él tiene su forma de ser.
Avanzábamos lentamente rumbo hacia la avenida Colombia. Mi caminar usualmente rápido, tuvo que adaptarse de golpe al paso de mi padre. Acabo de abrir un paquetito de frutos secos que sé que le gustan, mientras mi padre se relame como un niño voraz. Después de todo, fue él quien nos inculcó el gusto por las uvas pasas, las nueces, pecanas, castañas y los riquísimos orejones de albaricoque: las golosinas con que nos agasajaba en la niñez y que ahora él paladeaba con deleite. Nuevamente decidí seguirle la corriente.
—Mire qué casualidad, don Víctor. Y su hijo, ¿terminó sus estudios? —Ya casi llegábamos a la esquina de la cuadra. A lo lejos distinguí a un anciano solitario, sentado en el muro de una casa.
—Claro que sí. Él ya se tituló. Y ha trabajado muchos años en el Instituto de la Pesca, o del Mar, o algo así. Pero no nos llevamos bien. Él no me hizo caso. Ese trabajo era una desgracia. No me hizo caso, cuando le dije que se retire. No lo veo hace mucho tiempo. Y usted, ¿hizo familia? ¿Cuántos hijos tiene ya? Al acercarnos más al anciano que yacía sentado en el reborde del muro, pude distinguir sus ojos rasgados y su sonrisa de chino viejo y contento. Recogió sus largas piernas y el bastón que extendía por la vereda. Saludé y mi padre realizó una venia de cabeza. El viejo chino nos regaló con un asentimiento respetuoso.
Después de cruzar la pista, mi padre empezó a dar pasos más largos.
—Oiga, amigo, no sé qué me pasa, algo me tiembla en las rodillas, mis piernas no quieren obedecerme, pensar que yo he correteado de niño por todas estas calles del Rímac y los Barrios Altos, ¿Usted se acuerda lo que hemos correteado cuando niños? ¿Se acuerda cuando escapábamos del Ramón Espinoza a robar frutas de las carretillas por la Huerta Perdida? ¡Esos años! Pero usted no envejece, oiga, parece que el tiempo no deja huella por su cara. Yo he estado reflexionando: la vida es muy breve, no nos da tiempo para enmendar nuestros errores. Yo tuve una chacra en Huaral, una granja de conejos, otra de pavos y otras con gansos y patos. Mi vida ha sido el trabajo. También tuve cuatro hijos, varones todos. Un día, fuimos a un restaurante y me los robaron. Desaparecieron. Ya no están. Ahora sólo escucho a unos hombres apurados que gritan todo el día, se pelean y no comprenden nada. Mi esposa, por ejemplo, no viene hace seis meses o un año, no me acuerdo bien. Creo que ella piensa que me he muerto. Es mejor así. Es peligroso que venga hasta estos sitios. Su salud no anda bien y Lima no es como antes. Muchos carros, muchos accidentes. Total, todos nos vamos a morir, más tarde o más temprano. ¿No le parece? Mejor irse olvidando todo de a pocos.
En el camino nos cruzamos con cinco ancianos más ambulando por las calles de Pueblo Libre. Pueblo Libre, un distrito de viejos.
—Don Víctor, venga, le invitaré un cafecito, un pan con chicharrón. A usted siempre le gustó, vamos, anímese.
—No, amigo, gracias, no se preocupe, guarde más bien el dinero para su familia. Los viejos debemos comer poco. Yo como tres veces al día: a las ocho, a la una y media y a las cinco. Por eso me mantengo así. Y tengo ochenta años. Se debe comer para vivir. No vivir para comer.
—Bueno, don Víctor. Entonces, ¿más pecanas?
—Un tecito, sí le aceptaría. Hablemos de negocios, a nuestra edad podemos ser dueños del mundo—dijo mi padre. Habríamos caminado casi una hora y luego de sortear sardineles inoportunos, veredas con huecos, pistas agrietadas y autos mal estacionados, mi padre quiso sentarse en las faldas de un poste de luz.
Convencido finalmente de que aquél poste de luz no era una banca, enrumbamos a un parque, distante a una cuadra, para que descansase de la caminata. En ese momento, vi aproximarse en sentido contrario al anciano oriental. Caminaba muy rápido para ir con bastón y en menos de dos minutos ya estábamos frente a frente.
—Hola. —dijo amigablemente. Qué tal, señor, respondí y mi padre, que parecía un poco fastidiado, mucho gusto, señor.
—¿Cuántos años tiene él? —me preguntó a mí, pero mirando a mi padre.
—Yo tengo ochenta y uno. —se respondió él mismo, al tiempo que alargaba la mano con gesto amistoso. El anciano chino, pese a llevar las espaldas muy cargadas, era un hombre de elevada estatura y complexión robusta. Un raleado peluquín cano caía sobre las orejas y el cráneo enorme me trajo de golpe la imagen del Gran Timonel que transformó al Enfermo de Asia. Calculo que debió haber medido en su juventud, por lo menos un metro noventa. Apoyado en su bastón, se dirigía a nosotros en un castellano apenas inteligible. En la otra mano empuñaba un libro.
—Yo tengo cuarenta y cinco años —dijo muy serio mi padre, para sorpresa del chino, quien abrió grandemente sus ojos orientales y sonrió de oreja a oreja.
—¡Qué glacioso es éste! —dijo, riendo con una carcajada franca y contagiosa, pero mi viejo lo miraba cariacontecido, como un pollito mojado tiritando de frío.
—¿De qué parte de la China es usted, señor? —pregunté, pues el anciano quería hablar a todas luces. Yo soy de Cantón, señol. Vine a Pelú, cuando tenía diez. ¿Y la vista del señol?, preguntó nuevamente,mirando a mi padre.
—¿Qué tal estás de la vista, papá? —pregunté, traicionándome.
—Yo veo bien, ¿y tú? —dijo él, con una sonrisa sarcástica, esa risa irónica tan típica de mi padre, cuando se encuentra en una situación enojosa. Entonces el anciano chino extendió el libro que llevaba en la mano izquierda, lo abrió de par en par y lo retó a que le dijese qué número era aquél que figuraba impreso en la parte superior derecha de la hoja, entre cientos de grafías que no alcancé a distinguir.
—¿Qué númelo es? ¡diga, señol!—y se acercó y le puso el libro en la cara a mi padre.
—Este es chino, pero yo no soy cojudo. —dijo mi padre con rapidez asombrosa. Esos no son números. Son letras chinas, respondió en voz alta, alzando su rostro delgado y circunspecto para contemplar al chino risueño.
—No, señol, letlas, no; ¡yo plegunto númelo!, ¿qué númelo es…?—insistió con tozudez el anciano, señalando con sus dedos acromegálicos el número 271 de la página. Mi padre, más terco aún, respondió, ¡yo qué se, caray!
En ese momento, daba por terminada la entrevista. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando el Mao cantonés se acercó aún más a mi padre:
— ¿Dientes? Qué tal, tás de dientes?¡A vel!, ¡able boca! —abriendo él mismo su boca, alzándose con una mano el labio superior primero y el inferior luego para mostrar una dentadura, grande, amarillenta y en forma de pala. Una dentadura a primera vista íntegra: ni un solo diente picado, ni siquiera una muela de oro. Mi padre tuvo que empujarlo y al hacerlo casi se desploma, pero Mao sonreía con una inocencia increíble, para luego volver a la carga.
—Y de orejas, ¿cómo tá? ¿Escucha, no escucha?
—Papá, escuchas bien, ¿no?, Si, si, escucho todo lo que dice este señor, todas las cojudeces que dice este señor ¿qué se cree? ¿médico acaso?—pero el chino ya había vuelto a la carga y se jactaba de su senil fortaleza: yo solito viajo todo Lima, solo subo miclo, solo cluzo pista, no necesito a nadie. ¿Viven pol aquí? Yo de aquí me voy solito calle Capón, subo miclo, solito voy a La Molina, veo a mis nietos y legleso, solito voy al Melcado Centlal, Balio Chino… sólo con mi bastón… tengo que apoyal bien nomá, polque a veces se me lesbala y ¡pam!, me caigo, bastón tá viejo, tiene gastao la punta. ¿Y pichi? ¿Haces bien tu pichi? Yo hago pichi tles veces al día, ¡tles! como caño… también baliga funciona bien… todo bien…
—¡Yo chino de Cantón!—exclamó el chino euforizado.
—¡Y yo, peruano del Perú!, respondió mi padre, al tiempo que se daban la mano, riendo.
—¿Cuál es su nombre, señor?, pregunté para despedirnos.
—Julio. Julito Chang Cheng, ¡ochenta y un años, pé!, soltó criollazo.
—Mucho gusto… Víctor Raúl Inocente Alcántara,¡ochenta años!
—¿Amigos? ¡Amigo, pueh!, respondió el Mao cantonés y se despidieron dándose un abrazo.
—Bueno, estimado amigo, llegó la hora de despedirnos.—dijo mi padre. ¿Por aquí pasará el tranvía? Tengo que regresar a mi casa. Mi mamá me está esperando. Me ha mandado a comprar kerosene y ya hemos dado muchas vueltas. Porque usted sabe que mi mamá desconfía de todos desde que ese Benjamín la engañó con una platita que había ahorrado, ¿se acuerda? Y mi madre es viuda. Yo tengo que cuidar de ella y de mis hermanos menores. Hasta la próxima, amigo, cuídese y cuide a su familia.
En eso, el alarido clásico de los viejos apristas retumbó en las tranquilas calles de Pueblo Libre:
— ¡Víctol Laúl!¡Víctol Laúl! ¡Víctol Laúl!
Mao reía con sus ojos y su boca. Reía con sus orejas y su peluquín raleado. Todo su organismo se agitaba preso de una risa contagiosa y sanadora.
Mi padre volteó lentamente. Sus ojos danzaban.Alzó el índice izquierdo y gritó:
—¡Víctor Raúl, sí! Aprista, ¡jamás!