A todos los campeones del mundo.
I
Las luces de los postes aparecían y desaparecían en el parabrisas mientras Mario buscaba pasajeros en la avenida. El letrero de “TAXI” se iluminaba por una luz roja que parpadeaba de rato en rato. Estaba cansado y no había mucha gente, raro para un fin de semana que coincidía con la quincena. Ya aparecerían. Bostezó. Mientras tanto su estómago sonaba de hambre y el trasero le quemaba de tanto estar sentado manejando. Vio en una esquina descampada una carpa que ofrecía comida caliente. Se detuvo, contó el poco dinero que había ganado y bajó a comer algo. Antes de salir se miró en el espejo: su rostro estaba cansancio pero aun así se arregló el peinado de mecha larga y ensayó un par de sonrisas. Matador. Sabía que sus ojos siempre habían sido el gancho con las chicas, el color verde claro de su mirada las atraía y él no desperdiciaba ninguna oportunidad. Era un campeón.
Hacía
un frío húmedo a esa hora, como siempre. Una señora algo gruesa y buenamoza se
le acercó con una sonrisa de ventas que le hizo mucha gracia y le ofreció el
menú:
—¿Qué
le sirvo, joven? Tenemos caldo de gallina, con presa y sin presa.
—¿Cuánto
cuesta el caldo sin presa?
—Tres
soles sin presa y cinco con presa; el tallarín y el chaufa de pollo están a
tres soles.
Mario
la miró a los ojos:
—¿Y
no tiene un menú? Algo para parar el estómago, pero barato nomás que recién
estoy comenzando y no está buena la plaza.
—¿Mala
noche? Preguntó ella, coqueta.
—Mala.
Pero ya cambiará… —suspiró— los fines de semana siempre cae algo más que otros
días, pero recién salgo así que deme una oferta. —La miró directo a los ojos,
entrecerrándolos un poco, se sentía muy sensual cuando miraba así, matador.
—Bueno,
joven —dijo la señora, impactada por su mirada— sólo por ser usté le puedo
hacer un menú: caldo sin presa más su combinado chifa y un té por cinco
soles… como para que aguante toda la noche.
Mario
contó sus monedas, separó el dinero para el petróleo y cigarrillos y sonrió.
—Ya,
sale, deme un menú, pero bien despachao, como pa´ campesino.
—Bueno—
dijo ella sonriéndole con cierta coquetería— ¿quiere que prenda la tele?
—No,
señito, no se preocupe, mejor musiquita, ¿no? Póngase unos valsecitos, como
para calentar la noche, ¿no?
—Estás
con frío… —lo tuteó, mirándolo a los ojos— te voy a dar algo caliente…
—Podría
ser… ¿un besito?… digo… con todo respeto.
Ella
lo miró a los ojos, luego vio sus brazos fuertes, de trabajo, ―no tendrá más de
treinta años— pensó; vio el peinado de mecha larga y sintió ganas de apretarle
los cabellos, su camisa abierta en dos botones dejaban ver un cuello que a ella
le pareció perfecto para besar; le sonrió más coqueta que antes y se alejó rumbo
a la radio, puso un CD del Zambo Cavero, miró a Mario que empezó a mover la
cabeza al ritmo de la canción y le sonrió; ella suspiró disimuladamente y fue a
servirle la comida. Mario miró la carpa, estaba un poco sucia; la luz de los
fluorescentes iluminaba el interior verde fosforescente con rayas naranjas de
la lona. La cocina industrial sonaba como una turbina de avión cuando el
kerosene se encendía. Un televisor de catorce pulgadas, en blanco y negro,
entretenía a un grupo de comensales —también taxistas— y a una pareja de
universitarios que, con la mirada perdida, tragaban la presa de gallina sin
saborearla. Estaban ebrios. Observó su carro, ya estaba viejo pero qué diablos,
todavía arrancaba; además le había costado mucho trabajo conseguirlo, más aún mantenerlo
y era su única herramienta de trabajo con la que llevaba dinero a casa para
mantener a su mujer y a su hija de tres meses. Suspiró. La señora se acercó con
el plato del caldo humeante, movía las caderas bien formadas en un vaivén
cadencioso que buscaba atraer la atención de Mario. Cuando le puso el plato
delante, dijo:
—Espero
que te guste mi sazón— y le guiñó un ojo; él le respondió:
—De
tus manos, veneno, preciosa— y sonrió devolviendo el guiño, frotándole
disimuladamente la mano— qué bonitas manos, las cosas que harán.
Por
toda respuesta ella rio bajito, pero no retiró su mano, luego se fue. Mientras
la señora se alejaba moviendo las caderas con más ganas que antes, Mario le
miró el trasero, redondo, bien formado, que dejaba traslucir las marcas del
calzón tipo bikini bajo el pantalón de lycra fucsia. Vio su espalda cubierta
por un polo bien pegado que hacía notar el sostén y unos rollos a media espalda
y sobre la cintura. Se llevó la cuchara a la boca, el caldo ya estaba tibio.
Mientras comía, ella le hacía gestos coquetos desde el lugar donde estaban las
ollas, y él le correspondía.
Esta
noche campeono, pensó, termino de comer y me la llevo a la playa en el carro, o
por aquí nomás. Analizó todas las posibilidades que no incluyeran desembolso
alguno de dinero porque estaba con las justas, salvo para los ponchos, pero la
guantera guardaba una tira. En eso estaba cuando la señora volvió para llevarse
el plato vacío.
—¿Y
usted cómo se llama, preciosa? Preguntó tocándole nuevamente la mano.
—Rosa—
Respondió, jugando con sus cabellos ondulados por el frizado.
—Nombre
de flor— le susurró.
—¿Y
tú? — Dijo ella sonriendo y mirando hacia todos lados.
—Sol
—respondió él.
Rosa
rio entonces y Mario vio sus labios carnosos extenderse como una tentación
irremediable que tendría que saciar. Rio con ella y aprovechó para cogerla de
las manos; ella le preguntó:
—¿De
verdad te llamas Sol?
—No,
preciosa, me llamo Mario — y tuteándola, continuó— anda ven, siéntate un rato,
sólo un minuto y nada más, no es muy agradable comer solo.
—No
puedo, estoy atendiendo…
—Anda,
sólo un minutito—. Mario empujó una silla y ella se sentó.
—Sólo
un minuto porque estoy atendiendo… ¿Y por qué me dijiste que te llamabas Sol?
—Es
que la rosa se abre cuando sale el sol… —y sonriéndole coquetamente le apretó
más las manos, ella sonrió y lo miró a los ojos con un brillo malicioso—.
Termino de comer y nos vamos a dar una vuelta en mi carro, luego te traigo de
regreso… ¿Qué dices? Así nos conocemos un poco más y, quien sabe…
—¿Sí?
—Respondió ella— no sé, no tengo costumbre de salir con desconocidos… por más
que tengan los ojos tan bonitos como los tuyos.
—¿Te
gustan mis ojos, ah?, pueden mirarte toda la noche si quieres, sólo dime que
sí.
—Qué
coqueto… pero recién te conozco, qué vas a pensar de mí… que soy…
—Pero
ya nos presentamos —interrumpió Mario— así que ya no somos desconocidos ¿no?
—Déjame
pensarlo un rato —se zafó de él, y acarició sus manos—…tienes manos
grandes…
—Y
no sólo las manos… —dijo Mario.
—¿Qué?—
dijo ella con una sonrisa coqueta, moviendo ligeramente la cabeza, como
sorprendida.
—Que
termino de comer y te espero para salir un rato ¿Qué dices?
—Termina
de comer y te respondo.
Mario
vio el polo de Rosa, le quedaba pegado al cuerpo, los grandes pezones
endurecidos se levantaban sobre la tela, sintió una leve corriente de
electricidad por la espalda y un endurecimiento entre sus piernas, se acomodó
en la silla y al notar esto, ella fue a traerle el plato de tallarines con
arroz; se lo sirvió y la llamaron de otra mesa para pedir la cuenta, le guiñó
un ojo y le dijo con una sonrisa que iluminaba su rostro trigueño y sus ojos
grandes: ya regreso.
Mario
comió deprisa, ni siquiera saboreó la comida, sólo pensaba en esos pechos y
esas caderas que esa noche serían suyas ―qué rica, cómo será en la cama,
termino de comer y la llevo a la playa, allí no pago peaje y por un par de
soles me cuidan el carro y nadie molesta… esta noche campeono, carajo.
Terminó el plato y bebió el té tibio de un trago. Pidió la cuenta. Mientras
Rosa cambiaba el billete por sencillo para el vuelto, él no dejaba de
observarla, ya con la mirada encendida en deseo. Estaba sobreexcitado; cuando
se puso de pie, un bulto que entre sus piernas se dejaba notar, atrajo la
mirada de Rosa.
—Oye…
qué es eso… ¿ah? —Preguntó acercándose lo suficiente para rozarle el pantalón
con su mano— acomódalo… qué va a pensar la gente, que nos estamos calentando
delante de todos.
Él
se acomodó el pantalón y la tomó de la mano. En un descuido de los demás
comensales y de la cocinera, la jaló hacia la parte trasera de la carpa.
—¿A
dónde vamos? Tengo que terminar de atender a la gente —dijo ella mientras
caminaban.
—Aquí
nomás, un ratito —y tomándola por la cintura la abrazó y le estampó un beso
largo y cálido que la dejó sin aliento.
—…Qué
bien besas… —dijo ella—… pero alguien nos puede ver… un besito más y
regreso ¿ya?
Se
volvieron a besar. Esta vez, Mario deslizó sus manos por debajo del pantalón de
lycra fucsia y apretó sus nalgas, atrayéndola hacia su sexo endurecido. Al
sentir el calor y la dureza del miembro, Rosa suspiró y lo abrazó con más
fuerza, mientras empezaba a frotarse contra él, acelerando su respiración y su
excitación. Él sacó las manos del pantalón de ella y las llevó hacia sus
pechos, levantó el polo y le bajó el sostén, cuando vio sus senos, se lanzó
sobre esos pezones que había imaginado mientras comía. Los succionaba una y
otra vez, ella gemía bajito y continuaba frotándose contra su cuerpo, con los
ojos cerrados y los labios entreabiertos. Estuvieron así casi diez minutos,
mordiéndose los labios, jugando con sus cabellos, apretándose, tocándose los
sexos, hasta que una llamada de la cocinera los despertó.
―¡Señora
Rosa! ¡Señora Rosa!
Rosa
lo empujó suavemente y fue corriendo a atender la carpa, Mario le dijo jadeante
―te espero en el carro… ―. Ella volteó a mirarlo y respondió ―en cinco
minutos estoy allí, y desapareció bajo el toldo, mientras se acomodaba el
cabello. Mario fue a su carro, se sentó con la puerta abierta, encendió un
cigarrillo y fumó a largas bocanadas, estaba contento. Esa noche, una vez más,
campeonaría. Acomodó el asiento del copiloto, lo reclinó un poco para no perder
tiempo a la hora del ataque, sacó los preservativos de la guantera y separó uno
en la división para el sencillo que estaba bajo el radio. ― ¡El radio! Claro,
música para completar el ambiente…—. Buscó en las estaciones y al inicio del
dial oyó una melodía que le pareció apropiada, puso el volumen adecuado, se
sacó la correa del pantalón y la guardó bajo su asiento, para no perder tiempo.
Abrió
los primeros botones de su camisa y se sintió como los dandys de las películas
sobre Vietnam que siempre veía los domingos por la tarde. Cuando acomodó el
espejo retrovisor para ensayar unas miradas, sus ojos tropezaron con el
zapatito de Azucena, su hija, que colgaba como amuleto de suerte y recuerdo
permanente de su condición de padre de familia. Sintió que un remordimiento
empezaba a despertar, recordó a su esposa y pensó en qué estaría haciendo a
esas horas, seguro dormía y soñaba con él, quizá lo esperaría con la comida
caliente, de repente ella… ―lo siento bebé, pero esta noche papi campeona—, y
diciendo esto desató el zapatito y lo guardó en la guantera.
Cuando
se acomodó en el asiento, vio que Rosa ya estaba cerca. Le abrió la puerta,
ella subió y se sentó, él encendió el motor y cuando quiso avanzar hacia la
avenida, ella le dijo:
—Estaciónate
por aquí nomás, cerca de la carpa, le he dicho a la muchacha que voy a traer
unas cosas de la tienda; no tenemos mucho tiempo… si le digo que me demoro,
de repente coge toda la plata y me roba el negocio, así son todas las serranas.
—Bueno,
como quieras, pero dime dónde puedo estacionar el carro, y que sea seguro… tú
eres la que conoce el barrio…
—Allí
—dijo ella señalando un terral que funcionaba como losa de fulbito en las
mañanas.
No
había postes de luz y no pasaba gente a esas horas, además, estaba a unos
metros de la carpa. Mario estacionó el carro, apagó el motor, bajó un poco el
volumen de la radio y abrazó a Rosa que quiso hacerse la difícil, pero no
podía. Mario le atraía demasiado y no tenía mucho tiempo para gozarlo. Sólo se
dejó llevar. Sólo se entregó. Mario la besó. Empezó el ataque del campeón. Le
subió el polo y le bajó el sostén, sus pechos grandes y duros mostraban unos
enormes pezones marrones que se erguían como dados, él los besaba mientras se
quitaba los pantalones y la ropa interior. Rosa jadeaba con cada beso y apretón
que recibía de Mario, sintiendo que se le iba la vida en cada caricia; se sacó
las sandalias frotando sus pies entre sí, Mario se dio cuenta de esto y supo
que ésa era la señal, ya bastaba de besos y abrazos, era la hora del campeón.
Le quitó el pantalón de lycra y lo dejó en el asiento de atrás, luego siguió la
trusa bikini. Semidesnuda, la sentó encima de él y empezó a besarla, Rosa se
movía en círculos frotándose contra el miembro de Mario, que quería desesperadamente
poseerla, pero ella continuaba con el juego de la tentación. No tuvo que
esperar mucho. Él perdió el control de la situación y le rogó que le dejara
entrar; ella, que jugueteaba con sus pechos haciéndolos saltar sobre los labios
de Mario, se detuvo un instante en seco y le dijo al oído:
―…
y qué esperas… que te dé permiso…
Esto
lo enloqueció, atrajo el cuerpo de ella hacia el suyo y, cuando se acomodaba
encontrando la postura perfecta, sintió que le golpeaban la ventana de la
puerta, fuertemente. Rosa seguía frotándose sin parar y no oyó nada, sólo
gemía. Mario vio que quien tocaba la ventana era la cocinera de la carpa, que
le hacía señas desesperadas con las manos e intentaba decirle algo. Se tiró
hacia atrás, hizo el ademán de abrir la ventana, pero Rosa estaba
descontrolada, había tomado entre sus manos el sexo de Mario y lo llevaba hacia
la entrada del placer donde él —aún a pesar de la interrupción— hubiera querido
estar, por lo menos un minuto. Rosa sintió una corriente de aire frío que corría
por su espalda, volteó para cerrar la ventana y se encontró con que Mario la
había bajado toda, y que la cocinera los miraba con curiosidad.
—¡Magaly!
¡Qué haces acá! ¡Con quién has dejado el negocio! —Preguntó bajando el polo,
que tenía recogido sobre las enormes tetas, acomodándose el sostén.
—¡Señora!
¡Señora! —decía Magaly, muy nerviosa, agitando las manos.
—¡Qué—pá—sa! —Gritó Mario, muy
molesto, mientras conseguía poner su miembro en la entrada del sexo de Rosa —
por fin… sólo un empujoncito y…
—¡Señora!
¡Señora! — Seguía diciendo la cocinera.
—¡Qué
Magaly! ¡Qué! — Gritó Rosa sin dejar de moverse en círculos sobre Mario.
—¡El
Señor Carlos! ¡El Señor Carlos! Acaba de venir en la moto, ¡está preguntando
por usté!
Rosa
dio un salto felino sobre Mario, se puso el pantalón de lycra fucsia, la trusa
bikini y las sandalias, en menos de un minuto. En ese orden. Le dio un beso en
los labios a Mario, que estaba mudo y calato, y le dijo: ―mañana te espero a la
misma hora, disculpa, mi marido nunca viene al negocio… te veo mañana…
chau. Cuando bajó del carro, Mario le gritó por la ventana: ―¡por lo menos
ponte bien el calzón! Y echó a reír.
Rosa
se dio cuenta de que el calzón estaba sobre el pantalón y, junto con Magaly,
rieron. La cocinera la tapó con su mandil y ella se cambió a pocos metros del
carro. Mario miraba ese culo que se le iba de las manos, si su marido se
hubiera demorado quince minutos más… Se vistió entonces y se fue de ese lugar
pensando en volver al día siguiente.
Cuadras
más adelante detuvo el carro en un kiosco y compró cigarrillos, aún continuaba
caliente. Hizo tres viajes al centro con dos mujeres mayores y gordas, y un
viaje con un borracho; finalmente llevó a una pareja de jóvenes a un
restaurante fino. Durante todo el camino, la pareja no dejaba de besarse y
tocarse, hasta el extremo de viajar casi echados sobre el asiento, lo cual no
mejoraba en nada el estado de Mario, que se movía a cada rato en su asiento.
Cuando los dejó, pensó en ir a casa y estar con su mujer. Seguro que estaría
dispuesta, sí, seguro, eso haría: llegaría, la haría feliz, él se quitaría toda
esa tensión de encima y dormiría tranquilo, total, con los viajes hechos había
ganado más dinero que en las noches anteriores y hacía mucho que no estaba con su
mujer, aunque ella le había insinuado algo varias veces pero para él ya no era
lo mismo. Ya no era su amante, su mujer, su hembra. Era la madre de su hija y
eso era un freno para sus pasiones, una piedra en el calzoncillo, una trampa de
ratón en el calzón. Por eso no la tocaba desde que nació su hija, hacía tres
meses. Ella le había dicho que era normal, pero que no abusara. También era una
persona, con sentimientos, con deseos y que lo amaba, que si él ponía de su
parte irían donde un psicólogo para que los ayudara, ―no a ti, mi amor, yo sé
que no estás loquito, es por nosotros, por nuestra familia, porque te amo… —Pero
Mario nada, sin darse cuenta iba matando la magia que lo llevó a casarse cuando
se sintió más enamorado que nunca y, mientras tanto, las luces de las calles
avanzaban sobre el parabrisas del taxi. Faltando un kilómetro para llegar a
casa vio la hora: cuatro y media de la mañana. En una esquina una silueta
estiró el brazo. Mario aceleró y en esos segundos pensó “mejor me voy a casa,
estoy con sueño, cansado y más caliente que burro en primavera”, sonrió, “bueno,
si está en la ruta, que sea la última carrera…”. Y detuvo el auto junto a la
silueta de una muchacha joven que, sin preguntar, abrió la puerta delantera y
se sentó.
Mario
se percató de que la joven lloraba, era bonita y traía un vestido muy corto,
mostrando un poco más que el muslo. Una casaca de cuero negro la abrigaba. El
auto avanzó.
—¿Adónde
la llevo señorita? Usted dirá.
—A
cualquier lugar… no importa.
—¿Cómo
que a cualquier lugar?
—No
me importa, nada me importa. Respondió la joven entre suspiros.
Mario
llevó el carro hacia un lado de la pista, encendió las luces intermitentes y
apagó el motor. Se volvió hacia la joven y tomándola del mentón le preguntó
mientras le acercaba su pañuelo:
—Ya
no llores, amiga, sea lo que sea que te pase, no vale la pena llorar, no
remedia nada.
—Gracias
por el pañuelo —dijo ella apartándose de Mario, olía fuerte a licor— lo que
pasa es que mi enamorado acaba de terminar conmigo.
—¡Y
por eso lloras!, ese chico es un idiota, mira que dejar a una chica tan linda
como tú.
—Me
llamo Jessica. —Dijo la chica sollozando.
Mario pensó inmediatamente
en la situación: la chica en tragos, él caliente, ni hablar, de esta no sales
invicta, mamacita…
—Porque
hay que ser idiota para dejarte —continuó él, ya más motivado por las
circunstancias— pero bueno… aún quedan muchos hombres sobre la tierra ¿no?
Claro que… algunos más guapos que otros —y probó con la mejor de sus
sonrisas.
En
medio de la turbidez, ella reparó en esos ojos verdes y esa sonrisa matadora,
hizo un ademán de puchero y lo abrazó. Me doblé, pensó Mario, seguro que a esta
flaca la han dejado como a mí: a medio vivir, y le respondió con otro abrazo.
Ella preguntó, luego de un hipo: ¿Crees que soy fea?
Listo,
esa era la señal. Mario encendió la radio, la música era suave. A través del
cristal del auto se veía a una pareja que hablaba y hablaba y de rato en rato
reía, luego se hacían cosquillas. Luego se besaban. Luego se inclinaban sobre
el asiento. Luego ya no se les vio.
II
Cuando
el sol se deslizó por entre las cortinas del hostal, detuvo sus primeros rayos
sobre el rostro de Mario, que abrió los ojos lentamente y, estirando un brazo,
buscó en la cama a Jessica. No la encontró. Lo primero que se le vino a la
mente fue ¡la billetera!, saltó desnudo de la cama y corrió hacia la silla
donde descansaban sus pantalones. Buscó en sus bolsillos, encontró su billetera
y contó el dinero. Estaba completo. Buscó sus documentos, sus recibos, la foto
de su matrimonio, el retrato de su hija, todo estaba en orden. Soy un campeón,
susurró. Y se metió a la ducha.
Cuando
salió estaba más fresco, se vistió y peinó frente al espejo.
―Ahora,
a casa, a descansar como debe ser. Qué suerte, no podía haberme quedado así
después de lo de Rosa, ni hablar. Menos mal que tengo carro porque si no… ¡el
carro! Metió las manos a los bolsillos buscando las llaves y no las encontró.
Los vació hasta dejar el fundillo expuesto, buscó entre las sábanas, sobre la
mesa de noche, en el cajón del velador… ahí estaban las llaves. Salió
corriendo al pasadizo y sacó la cabeza por la ventana, miró hacia abajo y vio
su carro estacionado, completo. Suspiró aliviado y volvió a la habitación. ¡Qué
buena noche! Ojalá todas fueran así, ¿cómo haré para levantar a esta flaquita
otra vez?— decía mientras se amarraba las zapatillas sentado en la cama— ¡Buéh!
Mejor así, son cosas que pasan, ahora ¡a casa! ― Se puso de pie y acomodó su
camisa, revisó la habitación para no olvidarse de nada y cuando estuvo seguro
de eso, salió. En la recepción, el cuartelero le entregó sus documentos, el
recibo y un sobre cerrado que decía: “Para
Mario, de Jessica”. Lo recibió
doblándolo en dos, lo guardó en el bolsillo de su pantalón, entró a su auto y
se marchó. Llegó a casa a las diez de la mañana, su mujer estaba con una bata
puesta, esperándolo con el desayuno servido en la mesa. Cuando lo vio entrar,
respiró fuerte y hondo, y salió a saludarlo. Sonriendo, le preguntó en un tono
fingidamente cariñoso mientras él cargaba a su hija y le hacía gracias tontas:
—¿Por
qué llegas a esta hora?
—¿Me
estás interrogando? —Preguntó Mario, indignado.
—No.
Lo que pasa es que siempre llegas más temprano.
—Sí… tienes razón, el carro se
malogró y tuve que empujarlo hasta un grifo.
—¿Ah
sí? —Preguntó ella mientras le servía el café.
—Sí.
Menos mal que la noche no estuvo tan mal, si no, no hubiera podido repararlo.
—¿Te
fue muy bien entonces?
—Más
o menos, sabes que los fines de semana siempre se gana un poco más que otros
días, no es mucho, pero es un poco más. Eso es lo que importa.
—Si
pues, eso es lo que importa— Susurró ella.
—Sí,
estoy muy cansado.
Terminado
el desayuno, Mario se fue a descansar, su hija se quedó dormida en la cuna y
Alejandra lavó los platos. Estaba celosa, sabía que algo había pasado, o al
menos que algo estaba pasando. Fue a su habitación y vio a Mario echado en la
cama, en ropa interior. Tenían poco tiempo de casados y ella lo deseaba. Se
acercó al borde de la cama, se acomodó a su lado, él sintió su presencia
cercana y la abrazó, vio su rostro y descubrió algo que no veía hace mucho
tiempo, o que no quiso ver: que Alejandra estaba enamorada de él.
—¿Qué
pasa, mi amor? — Preguntó Mario, somnoliento.
—Nada
—dijo ella mientras lo abrazaba y besaba— es que te amo tanto, que no quiero
perderte.
—No
me vas a perder…
—¿Seguro?
—Seguro.
—Te
amo, mi amor, te amo… —dijo ella jugando con su cabello de mecha larga.
—Y
yo a ti.— Suspiró.
—Entonces…
ámame.
Ella
se quitó la bata y Mario vio que ese hermoso cuerpo desnudo le pertenecía.
Sintió un remordimiento por su constante rechazo, por todas las veces que la
había dejado de lado a causa de sus prejuicios. La besó con amor, como hacía
tanto tiempo no lo hacía. Luego la cubrió con el edredón y empezaron a
juguetear como antes de casarse, cuando visitaban hostales y playas y no
desperdiciaban ninguna oportunidad de viaje o campamento para estar juntos.
Como cuando eran completamente libres y felices.
III
Una
semana después, Mario llevaba la ropa a la lavandería en el auto. Su relación
había cambiado mucho desde aquel día, era como si las cosas hubieran vuelto a
ocupar su lugar, como si ese día se hubiera ordenado todo lo que andaba mal. En
la lavandería, el señor que atendía revisó los bolsillos de los sacos, camisas,
pantalones, y encontró un sobre con el nombre de Mario. Antes de que éste saliera
del local, lo llamó y se lo entregó.
Mario
lo recibió indeciso, no recordaba el sobre aquél hasta que leyó el nombre:
Jessica.
―Es
mi prima―, le dijo al que atendía, que se alejó sin mayor ceremonia. Debe ser su teléfono o su dirección, justo,
sabía que tenía que ser completo —pensaba— pero no puedo leerlo aquí.
Fue
a su auto, avanzó unas cuadras y se detuvo en un parque muy tranquilo, apagó el
motor, recostó su asiento y, una vez cómodo, encendió un cigarrillo. Abrió el
sobre y sacó una nota doblada en dos. Cuando terminó de leerla, se sentó de
golpe y acomodó el asiento a su lugar original. Estaba pálido. El rostro se le
avejentó cincuenta años en cincuenta segundos. Sólo cuando la voluta del
cigarrillo quemó sus labios, salió del trance. Volvió a leer la nota, ese “lo siento mucho” al final de la carta, sellado
con lápiz labial. Trató de calmarse y sonrió. Era una broma, habitual chiste de
bar, un mito urbano. Arrugó el papel y lo arrojó a la calle lo más lejos que
pudo. Cuando encendió el auto para irse, vio que el viento le devolvía aquella
pequeña pelota de papel arrugado hasta la llanta delantera. Entonces apagó el
motor y permaneció mudo, sentado en su taxi, durante muchas horas.
Un
año después, con el insoportable peso de la culpa en sus espaldas, Mario
enterraba a Alejandra en el Cementerio Municipal; aquél hermoso cuerpo
entregado al amor se había llenado de manchas lilas que la hacían gritar, y que
luego la llevaron inevitablemente ante la muerte. Siete meses más tarde la
pequeña Azucena moría también en la cama de un hospital infantil: la leche que
recibió de su madre a través de los pezones heridos por sus inocentes encías
traviesas, la mató. Mario había ido perdiendo todo en el camino: el carro, la
casa, su esposa, su hija, su familia, el sueño, sus muebles, su dinero, la
esperanza, su vida… no, su vida no la perdió, él pudo salvarse. Logró
esquivar a la muerte aquella noche de fin de semana.
Era
un campeón.