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Cultura

La cultura lleva tu nombre

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Se fue hace veinte años. La cultura, sus amigos, su barro, le siguen echando de menos. Y es que no ha habido nadie capaz de tomar su lugar, ni de emular sus logros intelectuales. Este es un testimonio, una revelación, pero es sobre todo una confesión de parte de cómo nos conocimos y cómo, pocos años después, nos despedimos. Si la cultura tuviera un nombre, un apellido, esos son los suyos: Manuel Baquerizo Baldeón.

Hasta entonces solo había leído su nombre en los suplementos culturales y me había solazado con sus impecables críticas de arte. Pero ahora lo tenía allí, frente a mí, con su saco a cuadros y su gorrita de golf, destacando entre las veinte personas que habían asistido a la pinacoteca. Sostenía una copa entre las manos. Me acerqué, menguado, y él estrechó mi mano como se la estrecharía a cualquiera, amable pero distraído. Le planté mi nombre, balbuciente, y entonces se hizo el milagro: “Ah, es usted, mire qué gusto, lo he leído muchas veces”. Lo único que Manuel Baquerizo Baldeón podía haber leído de mí era un artículo raquítico sobre la papa a la huancaína que me había costado la vida publicar en un diario de Huancayo. Mis cuentos permanecían bajo siete llaves. Hasta esa noche poco había conseguido con ellos, pese a haber abandonado dos carreras, haberme peleado con mi familia, haber casi muerto de hambre con tal de llegar a ser un escritor.

Mi pálido éxito radicaba en que dos veces me hubieran nombrado finalista en unos concursos literarios y que una revista me diera la oportunidad de conocer a Julio Ramón Ribeyro. En realidad no había tenido una mano amiga, un preceptor, un cofrade intelectual, ni siquiera enemigos literarios (esos llegarían después) que orientasen mi literatura. Esa era la razón por la que había caminado a tropezones, en la más completa orfandad, confiándole todo al instinto porque de técnicas y recursos no tenía la menor noticia.

Pero parecía que mi fortuna empezaba a cambiar, porque ahí estaba el destino con su saco a cuadros y su gorrita de golf, dándole la oportunidad a mis desvalidos cuentos, por primera vez, de tener a alguien que los ausculte, los diagnostique, los medique. Y no cualquiera. Nadie menos que el maestro. Ya lo había dicho Laura Riesco: “Manuel Baquerizo, él mismo, es un acontecimiento irrepetible de las letras peruanas. Se trata del más acucioso investigador de la literatura peruana, sobre todo andina, capaz de enclavarse en los pliegues más profundos de la cultura de nuestro país. Nunca perdió, sin embargo, la visión del entorno latinoamericano y mundial”. Cuánta razón tenía. Pero ese no era el momento para pedirle que viera mis cuentos. Era el momento de brindar, conversar a flor de agua sobre la muestra pictórica que había reunido al mismo grupo de siempre, ofrecerle un espacio en el diario en el que yo trabajaba para asegurar nuevos encuentros y, en uno de ellos, filtrarle de contrabando mis relatos.

La táctica de ofrecerle una columna en el diario dio un excelente resultado: Manuel Baquerizo se convirtió en un asiduo colaborador de la página cultural y pronto empezó a visitar la redacción. Todavía no estrechábamos la amistad, pues yo seguía esquivo, pero no por altanería como todos creían sino por cortedad, y seguía bajando los ojos cuando él conversaba conmigo, o seguía sintiéndome un sabelonada cuando lo escuchaba hablar de cualquier tema.

El diario donde me deslomaba, Primicia, quedaba en plena Calle Real, en una casona en la que, se decía, había nacido el gran poeta de los polirritmos: Juan Parra del Riego. La redacción quedaba en el segundo piso, pero no teníamos recepción, así que recibíamos a nuestros invitados en el patio. Una noche, Manuel Baquerizo llegó abrazado de la última novela de Mario Vargas Llosa, una sobre un señor que anotaba en un cuaderno sus fantasías eróticas. Admiraba —admiro— tanto a Vargas Llosa que siempre estaba —estoy— a la caza de anécdotas sobre él. Imaginé que Baquerizo, con lo distinguido que era en el mundo intelectual, podía haber alternado con el novelista.

—¿Usted conoce a Vargas Llosa? —le pregunté.

El maestro afirmó con la cabeza. Pese a que mi tarea de editor había quedado inconclusa, lo invité a sentarse en uno de los sillones verdes colocados en el patio, debajo de la arquería, y me senté a escucharlo. Me contó que en una ocasión los críticos Abelardo Oquendo y Carlos Araníbar, integrantes de un círculo de escritores en ciernes de la universidad de San Marcos, lo invitaron a una tertulia de amigos. Entre ellos había un muchacho desconocido del círculo, alto, espigado, que iba por primera vez a la reunión. Le invitaron a leer un cuento y él lo hizo, interrumpiéndose cada tanto, balbuciendo, sobreponiéndose a su propio nerviosismo. “Todos lo escuchábamos con atención. Se trataba de un cuento sobre una extraña mujer que contaba su vida en los cafés y bares de Lima”, recordaba Baquerizo. La reunión, lamentablemente, fue desalentadora para el muchacho: al finalizar, todos lo miraron, guardaron silencio, y cuando reanudaron la conversación empezaron a hablar de otras cosas, evadiendo desdeñosamente su cuento: “Era Vargas Llosa, oiga usted, y era todavía estudiante. No sabe la pena que me causó que nadie le hiciera caso”.

Sinceramente, me fascinó la anécdota, como me fascinó el modo de narrar, de pegar la hebra de Baquerizo, a quien a partir de entonces empecé a ver con muchísimo más respeto. Me enteré que acababa de cesar en la Universidad Nacional del Centro, en el cargo de vicerrector, y que ahora se dedicaba exclusivamente a lo que mejor sabía hacer: potenciar la cultura. Leía desde las seis de la mañana, periódicos, libros y revistas, y por la tarde se sentaba a escribir largos y cerebrados ensayos sobre arte y literatura; es decir, vivía una vida más rica e intensa que la realidad cotidiana, como lo decía él mismo. Nuestra amistad era, todavía, germinal.

Unos meses después, por bocazas, me metí en un embrollo del que no hubiera podido salir sin el socorro de Baquerizo. Eran épocas difíciles, de dictadura civil, y un buen día llegó a la redacción un nuevo director para el periódico: Richard Molinares. Se trataba de un treintón enorme, con calvicie prematura, que —decían— llegaba de un periódico limeño que le servía rastreramente al absolutismo. Al principio medimos nuestras miradas, nos apartamos el uno del otro, sin darnos una tregua. Luego, por cosas del trabajo, fuimos acercándonos, hasta que terminamos por allanar nuestras diferencias. Una noticia remeció el país por esos días: un grupo de terroristas encapuchados secuestró la residencia diplomática del Japón, tomando cautivas a más de treinta personas, entre las que se contaban magistrados, empresarios y congresistas. En la abridora del diario se afirmaba que unos terroristas habían tomado “de” rehenes a treinta personas, y yo (metiche y arrogante) le sugerí a Richard que cambiara la preposición material “de” por la partícula gramatical “en”, puesto que los cánones lingüísticos así lo exigían (en realidad se lo había escuchado decir a Martha Hildebrandt una vez y no me había dado el trabajo de ahondar en el tema). Richard me hizo caso, sin saber que estimulaba el fuego de una trapatiesta magnífica, y al día siguiente el diario, con enormes letras coloradas, informaba que unos “terroristas habían tomado ‘en rehén’ a treinta personas en la residencia del embajador japonés”. Desde muy temprano empezaron a llegar las llamadas telefónicas, algunas mordaces y otras furibundas, pero todas enfiladas contra el titular: “No sean, pues, ignorantes, nos dijo el dueño del periódico, enojadísimo, tirando un ejemplar sobre la mesa de redacción. ¿Desde cuándo se toma ‘en rehenes’ a la gente?”. Hasta media mañana me tocó a mí torear los insultos y las imprecaciones, pero a esa hora llegó Richard y, con cara de yo no fui, le endosé el problema para que lo enfrentara en su condición de conductor del medio. Nadie tuvo compasión con él, nadie le dio el beneficio de la duda, nadie siquiera le palmeó la espalda, así es que a las tres de la tarde se plantó delante de mí para espetarme: “Tú me metiste en esto y ahora me sacas”. Pasaba que ni él ni yo teníamos argumentos sólidos para defender nuestra posición lingüística y, huérfanos e indoctos, estábamos a merced de la maledicencia de la sociedad que nada perdona. Con su sonrisa marcial, con su saco a cuadros y su gorrita de golf, recordé entonces la sabiduría de Manuel Baquerizo. Busqué su número de teléfono en la guía de abonados y me contestó una voz femenina, informándome que el maestro no estaba en Huancayo, que había viajado a Lima. El cielo se desplomó sobre mí. Cuentan mis compañeros de trabajo que me veía desesperado, que recorría la estancia a pasos agigantados, que tenía la marca de la muerte en la cara. Debía ser cierto porque me sentía perdido, sin un pérfido libro donde hacer la consulta, con todas las salidas tapiadas. Pero existe una fuerza interna —lo confirmo— que delimita la supervivencia del hombre. Esa fuerza me condujo a pensar sobre frío: Baquerizo me contaba que siempre que iba a Lima pasaba gran parte de la tarde en la librería El Virrey. Pregunté por el número telefónico de la librería y llamé. Me respondió una contestadora automática, toda una novedad para la época, que me enlazó luego con una recepcionista.

—Buenas tardes, disculpe, llamo de Huancayo —empecé.

—Sí, ¿en qué puedo ayudarlo? ¿Desea un catálogo?

—No, muchas gracias —dije—. En realidad llamo porque quisiera saber si el doctor Manuel Baquerizo está en la librería.

—Manuel Baquerizo —repitió la recepcionista—. No, aquí no trabaja.

—Ya sé que no trabaja con ustedes —repliqué—. Es un cliente y siempre se pasa horas en la librería.

—No, pues, no conocemos a nadie con ese nombre.

—Entonces hágame un favor, señorita —imploré—. Mire si en las mesas hay un señor con saco a cuadros y una gorrita de cuero.

La respuesta de la recepcionista, casi inmediata, me restituyó una brizna de esperanza: “Sí, allá al fondo hay un señor con esas características”. Le pedí que por favor me comunicara con él y ella, raro modelo entre las de su especie, accedió, imagino, levantándose de hombros. Segundos más tarde la voz de Manuel Baquerizo, enérgica y francota, sonaba en el auricular.

—Aló, ¿con quién hablo?

—Soy Bossio, doctor, buenas tardes.

—Ah, don Sandro, qué sorpresa.

—Sí, disculpe que lo importune, pero se trata de un asunto de vida o muerte.

En seguida le puse al corriente de lo ocurrido y, al final, con una súplica, le solicité asistencia. “No se preocupe, don Sandro, me dijo. Estamos en el lugar ideal. Déjeme revisar unos libros y lo llamo en una hora”. Manuel Baquerizo era un hombre cumplidor, escrupuloso con los tiempos, y ese día lo constaté: una hora después sonó el teléfono y ahí estaba de nuevo su voz intensa: “Sí, don Sandro, tiene usted toda la razón. El Diccionario de Seco y el manual de Lázaro Carreter están de acuerdo con su planteamiento. Lo que pasa es que ‘rehén’ es sinónimo de ‘prenda’ y hay que trabajar con todas sus preposiciones. O sea, decir ‘quedaron en rehén’ equivale a decir ‘quedaron en prenda’. Esa es la razón”. De inmediato le alcancé a Richard los esclarecimientos correspondientes y al día siguiente sacamos una nota aclaratoria con las explicaciones de Baquerizo. Nadie ya dijo esta boca es mía.

A las pocas semanas conocí a Eleodoro Vargas Vicuña, a quien entrevisté con gran ilusión, porque accedió a darme una audiencia, pese a que hacía muchísimos años que se negaba a conversar con la prensa. Me precio de haber sido el último periodista en haberle hecho una larguísima entrevista, que luego publiqué en mi periódico y dupliqué en algunos medios de Lima. En cuanto se divulgó, Manuel Baquerizo me llamó a la redacción y, por primera vez, me invitó a una copa. Fuimos a una panadería del centro, aledaña a la catedral, donde el maestro era querido y respetado, y donde —según me dijo— se preparaba el mejor “caliente” de Huancayo. Supe entonces que Baquerizo era un buen bebedor, culto y refinado, y que el ron Caldas era su favorito. Esa noche me felicitó, me dijo que había hecho una excelente entrevista, y que había logrado con Vargas Vicuña lo que nadie había conseguido hasta entonces: que confesara su nacimiento en Acobamba, Tarma, en contraposición a Arequipa, de donde se reclamaba por pecaminoso orgullo. Bebimos tres rondas del delicioso trago sin apartar de nuestra mesa las técnicas y los recursos literarios más efectivos. Ese encuentro me brindó los arrestos necesarios para, a la semana siguiente, presentarme en su casa sin previo aviso: habiéndome llenado de valor, llegaba a ella con una carpeta bajo el brazo, continente de cinco cuentos, corregidos y recorregidos para ver si pasaban su prueba de fuego. Se los entregué al maestro con el pedido de que los revisara. Él le dio una mirada a los papeles, luego cerró la carpeta, y afirmó: “perfecto, dijo, los veo y le llamo”. Fueron las semanas más angustiosas de mi vida. Mientras esperaba la llamada del maestro, un sudor helado recorría mi cuerpo, como ramalazos, y me decía que si Baquerizo les cortaba la cabeza, habría fracasado en mi intento de ser escritor, y doce años de trabajo se habrían ido por el excusado. A los pocos días me llamó, pero no para alcanzarme una crítica, sino para pedirme autorización para corregir los cuentos. “Haga con ellos lo que crea conveniente, doctor, al final están preparados para todo”, le respondí. Quince días después recibí de nuevo su llamada, citándome en su casa, a donde acudí puntualmente. Hablamos varias horas, de otras cosas que nada tenían que ver con mis cuentos, mientras yo me consumía en ansiedad, hasta que ya cerca de las diez de la noche sacó la carpeta y me la entregó mientras me decía: “He leído todos sus cuentos, don Sandro, y todos me han gustado. Pero hay dos que realmente me han impactado: el de la enfermera y el de la pianista. Son realmente excepcionales”. Pero había un grave problema —me dijo— que no permitía que mis cuentos alcanzaran su esplendor: la prosa. Entonces eché una mirada a los papeles y me escalofrié con la cantidad de palabras tachadas, de frases sustituidas, de calificativos eliminados, de preposiciones agregadas. Realmente, poco quedaba de lo que yo alguna vez había escrito, y entre los jeroglíficos y las tachaduras solo de vez en cuando reconocía una o dos palabras que habían quedado en pie. “Tiene que evitar el circunloquio”, me dijo. Llegué a casa con los ánimos por los suelos, pensando que mi carrera literaria tocaba a su fin. La desesperanza hizo presa de mí durante unos días, pero al cabo de ellos estaba de nuevo sobre el caballo, repasando las correcciones de Baquerizo, escrutándolas, estudiándolas, colonizándolas con lápiz y papel, remitiéndome al diccionario. Semanas después, de tanto haber reescrito los cuentos con las correcciones, y de tanto haber estudiado el uso de los infinitivos y los gerundios, estaba realmente maniatizado. Hice varias versiones más de los cuentos y, para probarme una vez más, los metí en un sobre y los envié al concurso de cuentos de una empresa petrolera.

Entretanto, seguí cultivando mi amistad con Baquerizo. Nos reuníamos semanalmente en su casa (recuerdo con agrado ese patio solariego donde arrimaba cómodos sillones para conversar en la intemperie y, además, el olor delicioso de las maderas barnizadas de su sala en el segundo piso) o, a lo mejor, en un café. Y conversábamos. La mayoría de las veces él hablaba (monologaba) y yo me embebía en su verbo, en sus vivencias, en su mundo pasado. Pero a veces yo inquiría y él respondía. Así me enteré de muchísimos pasajes de su vida: que había empezado trabajando en la universidad San Cristóbal de Huamanga, que había tenido una fuerte polémica filosófica con Abimael Guzmán Reynoso, que una vez había bebido más de lo necesario con Ciro Alegría y habían terminado en un rinconete de baja monta, que a veces firmaba sus escritos como J. Barquero, que había dirigido varios suplementos culturales (del que más orgulloso se sentía era de Proceso), que había sido gran amigo de José María Arguedas. ¿Por qué el maestro, con ese verbo y esa nombradía, se había quedado a vivir en Huancayo? Un día se lo pregunté y me respondió que vivir en provincia le permitía seguir las incidencias literarias del mundo, del país y del interior al mismo tiempo. Amaba, realmente, a su tierra, a la que llamaba “su barro”. En verdad, había leído todos los libros, todos, los clásicos, los contemporáneos y a veces pensaba que aún los que estaban por escribirse. En otra ocasión le pregunté por su biblioteca y me llevó a conocerla. El momento en que ingresé en ella parece haberlo descrito Carlos Ruiz Zafón en su novela sobre libros malditos: “Un laberinto de corredores y estanterías repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible”.

Al rayar el fin del milenio, a un grupo de amigos se nos ocurrió fundar un semanario de interés público llamado Página 20. Al principio fue una publicación más, llena de material de relleno, hasta que una compañera y yo tomamos el control y, con la venia de Enrique Melgar Moscoso, el financista, decidimos convertir el medio en una plataforma de resistencia política. Recuerdo mucho a gente valiosísima como Mario Castillo, Toño Bráñez, Paúl Cárdenas y Hernando Torres que no tuvieron empacho en arriesgar hasta la vida por cumplir con las difíciles comisiones que les encargábamos. Este nuevo espacio también contó con la pluma de Manuel Baquerizo, quien, además, corregía nuestros textos (en una ocasión Mario Castillo se presentó en la redacción, muy deprimido, diciendo que el doctor había “despedazado” su texto). Fue la época en que la Academia Peruana de la Lengua lo incorporó como Miembro Correspondiente y nosotros, claro, le dimos una portada. Se alegró mucho y nos dijo que había sido una noticia inesperada: “Lo cierto es que yo no me dedico al trabajo intelectual en forma sistemática y orgánica. Escribo sobre un tema, solamente cuando me agrada y cuando siento placer o satisfacción en hacerlo”. Fue la época también en que entró en nuestra vida Jair Pérez, un leído estudiante de literatura de San Marcos que tenía una bonita taberna, donde empezamos a reunirnos los viernes por la noche para dar recitales y conversar y emborracharnos sin disimulo. Gracias a Baquerizo (sobre todo durante el congreso de literatura que organizó con Nicolás Matayoshi por aquella época) conocí a mucha gente. Mis amistades legadas por él se cuentan por montones, pero puedo recordar a Miguel Gutiérrez, a Oswaldo Reynoso, a Virginia Vilchez, a Zein Zorrilla, a Samuel Cárdich, a Washington Delgado, a María Teresa Zúñiga. Con muchos de ellos me encontraría años después en Europa, o en México, o en Argentina, en las diferentes ferias de libros a las que asistiría, pero entonces yo era apenas un pobre periodista iluso que vivía casi del aire. Otro amigo muy cercano presentado por Baquerizo es Jorge Jaime Valdez.

La aventura de Página 20 terminó dramáticamente, con dos de nosotros encarcelados y perseguidos por la dictadura, llenos de deudas, pero con la satisfacción de haber puesto el pecho en su oportunidad. Los chicos que aprendieron con nosotros, poco después, publicaron un valiente periódico universitario con el molde de nuestro desaparecido semanario.

Por entonces tenía una enamorada con la que nos veíamos a hurtadillas, en un departamento de soltero que había habilitado para fines bélicos, y una tarde en que estaba con ella, retozando a oscuras, sonó el teléfono. Reconocí de inmediato la voz de Baquerizo. Ahí estaba otra vez, hablándome con gran entusiasmo, casi con frenesí: “Don Sandro, me acaba de llamar González Vigil, de Petroperú, y me dice que tres de sus cuentos han quedado finalistas en el concurso de este año”. Desde luego, quedé pasmado, entrelazados mis dedos con los de la enamorada fugaz, perdido en las tinieblas azules de la habitación. “Aló, don Sandro, ¿está ahí?”. Claro que estaba ahí, escuchando la voz llena de ímpetus del maestro, su exaltación. Me vestí de inmediato y fui en su búsqueda. Me llevó a la presentación de un libro y se encargó de que dieran la buena nueva por el micrófono. Tiempo después me enteré que Baquerizo había comprado un buen lote de los libros donde se publicó uno de los cuentos finalistas, el más breve, y que lo obsequiaba a mis espaldas a todos sus amigos, diciéndoles que en Huancayo había también buena literatura.

A los pocos meses de cerrarse el semanario político, el doctor me llamó para proponerme la dirección de otro medio de comunicación escrito, “independiente y culto”, según me dijo. Después de algunas tratativas, concordamos con Ricardo Soto, el propulsor, que yo me haría cargo de la plana periodística del nuevo semanario y que Manuel Baquerizo dirigiría un suplemento cultural mensual. Varias fueron las reuniones para determinar los nombres: finalmente el medio se llamó Nuevo siglo y el suplemento Ciudad letrada. Trabajamos tres meses, denodadamente, pero la situación política era atroz y, pese a habernos hecho el firme propósito de no tocar temas gubernativos, el medio empezó a virar hacia ellos, hasta convertirse, otra vez, en una trinchera de combate a la dictadura. La organización que nos subvencionaba trabajaba independientemente, pero temía represalias del gobierno, así es que un buen día nos sentamos a conversar amigablemente y decidimos ponerle fin al medio. “Lo único que les pido, les dije, es que matemos a la madre, pero no al cordero”. Entendieron mi demanda y fue así como Ciudad letrada se independizó y se posicionó en las esferas literarias del país. “Me siento complacido de tener en mis manos este mensuario nutrido y acorde con los tiempos. Es halagüeño saber que las ediciones se terminan y las tiradas crecen mes a mes, pues hemos empezado a llegar a Lima, Puno, Huánuco, Iquitos y otros lugares distantes”, diría Baquerizo tiempo después en una larga entrevista periodística.

Fueron los últimos meses de vida del maestro. Salieron veinte números de Ciudad letrada y yo colaboré muchísimo con ella. En una ocasión, incluso, representé a Baquerizo en el Club Huancayo de Lima para presentar la revista a un gremio de abogados huancaínos. Y es que el maestro, sin que nos diéramos cuenta, había caído enfermo.

Era la época en que yo, con todo lo aprendido, escribía una novelita de amor ambientada durante el terremoto de 1746, y había entrado a trabajar en la universidad que Baquerizo —cosas del destino— había abandonado hacía poco.

Un día me enteré que el maestro estaba internado en el hospital de la seguridad social. Fui a verlo y le llevé un libro. Me dijo que el mal había empezado con un zumbido en el oído y que ahora, después de varias pruebas, no podían diagnosticarlo, así que debía trasladarse a Lima. En efecto, en el mes de noviembre de 2001, se lo llevaron al hospital Guillermo Almenara. Me llamó varias veces. Me contaba que tenía dolores insoportables en los músculos, que había bajado de peso, que los médicos continuaban buscando la enfermedad. Y me recomendaba que no descuidara la edición de Ciudad letrada. Un día me enteré que, finalmente, habían dado con el mal y que se trataba de una miopatía. Entonces fui a una tienda de ropa y le compré una camisa de franela, roja y a cuadros como a él le gustaban, y viajé con ella a Lima para saludarlo. Lo encontré postrado, marchito, pero aún rebosante de la vitalidad que nunca le abandonó. Conversamos interminables horas.

Entretanto, a escondidas de todos, envié la novelita a un concurso literario patrocinado por el Banco Central de Reserva, pensando que si no ganaba, nadie se enteraría que había participado.

Baquerizo murió en febrero. Ese día me llamó Carolina Ocampo para echarme el mundo encima y recuerdo que, ebrio de furia y desaliento, recorrí las casas de los amigos más cercanos informándoles de lo acontecido. Las exequias fueron fastuosas: el alcalde de Huancayo, Dimas Aliaga Castro, le hizo un homenaje y cubrió su ataúd con la bandera de la ciudad. En el cementerio la familia me hizo el honor de ser uno de los oradores sombríos del cortejo. Mientras sellaban el nicho y alguien cantaba ese huaynito que tanto le gustaba al maestro “…Ay, la vida se me está yendo como se fue mi suerte…” sentí que el dolor de la garganta, como una represa fracturada, se derramaba en lágrimas arrasadoras. Al voltear, Jair Pérez también lloraba, y más allá Ana Espejo, y más allá Giovanna Almonacid, y más allá Sergio Castillo, y más allá Abel Montes de Oca. Llegaron cartas de pésame de todas partes del mundo y con Nicolás Matayoshi decidimos publicar un número de homenaje de Ciudad letrada con las decenas de epigramas y obituarios arribados.

Un mes después, me llamó el propio Luis Jaime Cisneros para felicitarme por haber obtenido el premio del Banco Central de Reserva. Mi novelita, escrita a la loca en una difícil situación económica, vencía. Después la historia es conocida: me entrevistaron en todos los periódicos y en la televisión, me dieron un cheque nada despreciable, publicaron mi libro, se multiplicaron las ediciones, me invitaron a viajar por varias partes del mundo, pero nunca tuve el premio que realmente apetecía: que Manuel Baquerizo Baldeón, mi maestro, leyera la novela fraguada con sus propias manos. Y, claro, que usara la camisa roja que se quedó sin abrir.

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Cultura

Álvaro Vargas Llosa: su pareja lo deja, la ex contraataca y Bayly opina

Un dolor de muelas en el corazón. Así es la vida amorosa de Álvaro, quien ha tenido que vivir un duelo doble, primero por la muerte de su padre nuestro premio Nobel, y después la ruptura relámpago de su pareja de origen libanés. Aquí los pormenores.

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¿Cuándo se jodió Álvaro? Quizás fue en este 2025 cuando su romance terminó de manera inesperada. O tal vez en 2021 cuando dejó atrás la solidez de un matrimonio de casi treinta años por la aventura de rejuvenecer con una nueva pareja. Sea que Álvaro esté mirando la Gran Vía de Madrid o desde la Diagonal de Barcelona, es muy seguro que ve al mundo desde donde esté como la Avenida Tacna, sin amor.

Nada se va, Nada se fue

 En una carta publicada en el diario El País, el conferencista reveló que su pareja lo abandonó en el momento más difícil de su vida. Según relató, mientras él lidiaba con el dolor de la muerte de Su padre, Mario Vargas Llosa, Nada regresó a su país natal sin ofrecerle ninguna explicación, poniendo fin a su relación de cuatro años.

“Pues te cuento, ya que el diálogo continúa, que, como todos los dramas, el tuyo tiene un toque tragicómico: mientras tú agonizabas, morías y se iniciaba mi duelo, mi pareja… regresó a su país para siempre sin que medie una conversación de despedida”, escribió Álvaro en una carta abierta en El País, titulada “Elogio fúnebre de mi padre”. El ensayista de 59 años no solo rinde homenaje al legado intelectual y humano de Mario Vargas Llosa, sino que también comparte con los lectores el doloroso momento personal que le tocó vivir paralelamente al duelo familiar. En el texto, da entender  que Nada se fue sin ofrecer una despedida o una explicación clara.

De inmediato como si fuesen las mismas Erinnias de Esquilo, aparecieron como glosistas de la carta su ex mujer y su ex amigo (¿?).

La ex esposa contraataca

Con garbo y elegancia, Susana la ex de Álvaro, lanzó un tweet que hace volar la imaginación de los internautas: 

«Dos palabras: Efímero: pasajero, de corta duración y Mentecata: tonto, fatuo, falto de juicio, privado de razón.  A buen entendedor, pocas palabras»

Álvaro Vargas Llosa y Susana Abad.

No solo eso, la ex esposa de Álvaro Vargas Llosa reconfiguró su biografía  en Instagram, llamando la atención de los usuarios en lo que obviamente es una clara indirecta hacia su exesposo: “El mundo es redondo y da muchas vueltas”.

Además, compartió una serie de imágenes acompañadas de frases reflexivas, como “Confía en la intuición, te avisa antes que la razón”, “Que la sed no te haga beber del vaso equivocado” y “Cada uno da lo que tiene en su corazón”.

Álvaro Vargas Llosa y Susana Abad se casaron en 1992 y, fruto de su romance, nacieron tres de sus hijos: Julio, Leandro y Aitana. Sin embargo, después de dos décadas de matrimonio, la pareja decidió separarse en 2021, sorprendiendo al público. La noticia se dio a conocer de manera insólita y poco convencional: Susana, en lugar de hacer un comunicado o de hablar con la prensa, cambió su biografía en Twitter, afirmando que estaba en “proceso de divorcio”.

Como si no hubiera quedado suficientemente claro que su relación con Álvaro Vargas Llosa había llegado a su fin, Susana Abad compartió un mensaje revelador: “Una vez le dijeron: eres muy bella para estar sola. Ella respondió: Nada de eso, soy demasiado maravillosa para estar con cualquiera”. A lo que añadió: “Pues eso”, subrayando de manera definitiva que no había marcha atrás en su decisión.

Una vez consumado el divorcio, no pasó ni un mes para que el hijo mayor de Mario Vargas Llosa presentara públicamente a su nueva pareja: Nada Chedid, una traductora libanesa a quien conoció en 2006 y con la que retomó contacto en 2020, justamente cuando aún estaba casado con la madre de sus hijos. En ese momento, comenzaron a circular rumores que sugerían que la relación con Nada había sido un factor decisivo en la disolución definitiva de su matrimonio.

Nada Chedid y Álvaro Vargas Llosa.

Y para colmo Bayly 

Para el periodista, la revelación de Álvaro resulta inoportuna, y es que no fue el momento para dar un anuncio como este por lo que lo calificó de ‘desatinado’.

“Es una carta preciosa, un texto muy bien escrito y seguramente muy bien leído. Pero, ¿tenía que revelar Álvaro, al final de esta carta de despedida a su padre, que su novia lo había despedido? Yo creo que fue un paso en falso. Creo que fue un anuncio desatinado, inoportuno en esa circunstancia”. Y luego agregó: “Álvaro no debió contar algo tan íntimo, tan personal, en los funerales de su padre. Y es evidente, para mí, que si ya lo había contado y luego tomaba la decisión de publicar el discurso en el diario El País de España, pudo haber suprimido esas tres líneas quejumbrosas. Me parece un paso en falso”.

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Cultura

Día Internacional del Libro 2025: en promedio, menos de dos libros al año lee un peruano

Este 23 de abril se celebrará importante fecha en distintos países del orbe y en comparación con otros países de la región estamos muy por debajo en lectura.

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Uno de los inventos más grande de la humanidad no requiere de electricidad, ni de modernas tabletas, y tampoco del pago de una suscripción, solo sostener en sus manos aquellas hojas que conforman una historia fascinante, misteriosa, reveladora o sumamente intrigante.

Cada libro es una historia diferente, puede que el tema sea el mismo, pero la manera y estilo de escribirlo, y sobre todo de imaginar cómo se desarrolla la trama, hace que ninguno de ellos sea idéntico. También influye la etapa en que lo leamos, ya sea de muy jóvenes, ya adultos o en nuestros años otoñales.

En épocas de inteligencias artificiales, mega computadoras, plataformas que encadenan a las personas a deslizar su dedo de abajo hacia arriba, los libros han quedado relegados en algún rincón de la casa. Ya pocas personas se toman el tiempo de ‘desconectarse’ de la vorágine del mundo entrampado a un enchufe y una conexión a internet; podría calificarse como ‘rara avis’ a aquellas personas (hombres, mujeres o niños) que están en la calle concentrados en algún capítulo de su novela favorita.

A propósito del Día Internacional del Libro a celebrarse este miércoles 25 de abril, cabe recordar que menos del 50 % de peruanos ha leído un libro, según la Encuesta Nacional de Lectura (ENL) realizada en el año 2022, teniendo como universo de encuestados a personas entre los 18 y 64 años.

En estricto, de acuerdo a las cifras arrojadas por la ENL, el peruano en promedio lee 1.9 libros al año, cifra sumamente baja a comparación de otros países en la región. Por ejemplo, en Argentina sus ciudadanos leen 6.4 libros año, de acuerdo a la Cámara Argentina del Libro. En tanto, en Brasil se lee 4.7 libros. Nuestro vecino país de Chile lee en promedio 3.9 libros al año, de acuerdo a data recabada por la Biblioteca Nacional de Chile.

Nuevas generaciones optan por los contenidos digitales. Foto: Gobierno del Perú.

Factores del bajo nivel de lectura en el Perú

Una crítica que se tiene que realizar a todos los padres de familia es el no acostumbrar a sus hijos a coger un libro en su tiempo libre, optando por entregarles un celular para su distracción lo que hace que a la larga se pierda el hábito de la lectura de manera voluntaria.

Otro de los factores es la aparición de distintos medios digitales. Los peruanos se han ‘mal acostumbrado’ a leer solo las portadas y un poco de texto, desechando cualquier otro tipo de información más detallada.

Y cómo no soslayar el hecho de los altos precios de algunos libros, espantando a muchos ciudadanos de querer adquirirlos. Cabe recordar que nuestro país es mayoritariamente informal y acceder a un libro, ganando solamente el sueldo mínimo, puede representar un gasto considerable en la economía de una persona.

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Cultura

Mariana Enríquez: «El Papa era el poderoso más compasivo»

«Una cosa que sí me enseñó Francisco fue a bajar diez cambios con el anticlericalismo» la escritora argentina Mariana Enríquez se despide del Papa Francisco en sus redes con un mensaje de una agnóstica que deja de lado el orgullo y reconoce que hay puntos de encuentro y aceptación en las discrepancias que el magisterio de Francisco dejó. Tal vez aquí empieza el milagro.

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Recientemente vimos un post en la cuenta de la escritora argentina Mariana Enríquez que no pudo dejar de sentir la muerte de Francisco como algo propio:


«Una vez, o dos, lo vi cuando era arzobispo de Buenos Aires en el subte E yendo para la villa. No me caía bien entonces: Jorge Bergoglio tuvo posiciones cuestionables. Cuando lo anunciaron como Papa me asusté. Con los años no me hice más ni menos católica, pero si me di cuenta de que se convirtió en un enorme líder y un buen pastor para sus fieles. Gente que jamás hubiese imaginado que podría siquiera respetar a un Papa le tenía afecto. Me incluyo. Solo conozco las acciones más visibles de su pontificado, porque no me pasé estos años prestando atención: no soy religiosa. Pero me da mucha pena su muerte y me da orgullo que haya sido alguien como Francisco el primer papa de América Latina. Se que estaba en contra de muchas cosas que me parecen elementales, pero está bien, no le pido a la Iglesia que vaya en contra de su doctrina, es un capricho eso. Sí me acuerdo que su primera misa fuera de Roma fue en Lampedusa y habló de los migrantes, una situación que sigue igual y que permanece bastante afuera de la conversación pública. Una vez, en Roma, en una heladería, se dieron cuenta de mi acento, gritaron «como el Santo Padre» y me regalaron un gelatto BENDECIDO. ¿Qué es esa pavada de ahora, de que hay que hablar del muerto y no de uno? ¿Cómo se hace eso? Esas son las necrológicas y las hacen los profesionales. Habrá muchos, espero, que puedan escribir sobre Francisco y dimensionar su figura. Lo normal es recordar lo personal, qué más vamos a hacer, y más aún en la despedida de un gran hombre. Me alegra por él y por los creyentes que haya podido dar la bendición de Pascua en la Plaza. Una cosa que si me enseñó Francisco fue a bajar diez cambios con el anticlericalismo y ser tolerante con los demás, con su fe y sus contradicciones. Los agnósticos somos muy arrogantes y nos creemos por encima del barro humano, a veces. Esta foto del Vaticano en la pandemia es mi favorita. Y ahora CONCLAVE: que DÍAS por delante. Espero que sea mejor que esa película horrenda que le gustó a todo el mundo. Un gran abrazo a mis amigos católicos y a todos los que sentimos que el Papa era el poderoso más compasivo y con más criterio de este Occidente».

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Cultura

Mario: una leyenda

Lee la columna de Alexander Campos Soto

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Conocí a ese señor por mi papá. Vivíamos lejos de la ciudad, en medio de unas colinas que tocaban el paraíso. Y solo los fines de semana íbamos al pueblo por suministros. A mí me gustaba ir, sobre todo, por las películas que pasaban en televisión abierta los sábados y domingos después del mediodía. Y siempre me llevaba alguna sorpresa. Mi hermano Haya —quien vivía con los abuelos— me esperaba en la puerta, corría hacia mí y sacaba de adentro de su polo (holgado como esos que usan los jugadores de béisbol) un VHS. Le he robado a doña Dorila…, me decía riéndose. Doña Dorila era una señora flaquita, de cabeza pequeña como la de un gorrión, y temperamento de hierro. En su casa, estaba nuestro Cinema Paradiso. Ella vendía y alquilaba películas en VHS y, desde luego, las que nos gustaban tratábamos de hacerle olvidar y, rara vez, se la devolvíamos.

En uno de esos fines de semana, papá cogió su carcacha y fue al pueblo sin nosotros. Recuerdo que me enojé mucho pues la semana anterior habían anunciado una película sobre un perro gigante que volaba. Y ya no la podía ver. Entonces, mamá me llevó hasta la casa de la familia Sánchez Quiroz (los únicos que tenían paneles solares en sus techos de teja); pero una lluvia intensa, acompañada de granizo, hacía bailar a la antena parabólica y era imposible terminar de ver la película. La pantalla se veía como bolitas de granizo que estaban golpeando sobre los vidrios de las ventanas.

El lunes, por la mañana, escuchamos la carcacha de papá estacionarse en el patio de la escuela. Yo no lo quería ver, por supuesto; pero Coco, mi otro hermano, se levantó de su cama y fue corriendo a su encuentro. Escuchaba su voz y la voz de mi mamá y la de mi hermano pequeño diciendo: ¿Me has traído el rompecabezas del hombre araña? Y papá se lo entregó y él llegó hasta mi cuarto y me decía: ¡Mira lo que me han regalado! Y bailaba dando vueltas de alegría.

Fui a comer y papá seguía en la mesa. Y cuando me vio, me dijo: Para ti, he traído el mejor regalo. Está ahí, en esa caja. Era una caja pequeña, aún más pequeña que una caja de zapatos de los que él compraba. Inmediatamente, sentí una ligera exaltación. Me había dicho que, si ese año aprendía a resolver una raíz cuadrada, me compraba un minitelevisor, de esos que funcionaban a pilas y tenían la pantalla pequeña, casi como de unas gafas de sol. No podía ser otra cosa; mi sueño se había hecho realidad. Abrí la caja apresuradamente y encontré, en vez de un minitelevisor, un libro de carátula blanca con la fotografía y el nombre de ese señor. Seguí buscando y había más libros parecidos. Entonces, miré a papá y le dije sorprendido: Pero, yo pensé que era el minitelevisor. Y papá, muy sereno, me dijo: Sí, de alguna manera, lo es. Si lees con cuidado y te concentras bien, esas páginas se van a transformar en imágenes, en colores, en voces, en sensaciones; y las podrás ver más claras y reales que las del televisor. Y, ¿dónde las podré ver?, le dije. Enseguida, respondió: Dentro de tu cabeza. Además, puedes tú participar en la historia. Pero, ¿cómo?, le dije. Arreglándola a tu modo, así como de los dramas que inventas con tus compañeros o los cuentos que mamá te leía de más pequeño. Y mamá dijo: ¿Te acuerdas de Ernesto, el niño que andaba a caballo con su papá y era huérfano de madre? Claro que me acuerdo, mamá: el que asistía a un internado y lo cuidaban unos curas. Mamá asentía con la cabeza. ¿Y recuerdas, también, que creábamos otras cosas sobre Ernesto?; que tenía mamá y papá y hermanos y amigos que lo querían. Sí, claro; me acuerdo, mamá. ¿Y quién las inventó? No lo sé, le dije. Y luego, ella pronunció su nombre: Arguedas. Sí, él; claro, mamá. Y ahora, ese señor que ves en las carátulas de esos libros hace lo mismo, inventa muchos Ernestos. Y luego, me alcanzó un libro: Los cachorros, de Mario Vargas Llosa, ese hombre entrecano de mirada seria e imperturbable.

Desde entonces, Mario, me has acompañado toda la vida. Te conozco más de lo que tú crees. Tú no me has visto crecer porque estabas demasiado ocupado pensando sobre este desafortunado país en cual nos tocó nacer. En cambio, yo sí te he visto andar como actor de cine, llevando el nombre del Perú por todos los confines de la tierra; andando como un sol entre las élites académicas más importantes del mundo; diciendo el Perú existe, yo soy el Perú. Y, en verdad, lo eres. Has dado luz al mundo a través de tus historias. Me alumbraste en la etapa más triste de mi vida porque, en algún momento, en mi sueño más irrealizable, quise ser como tú. Pero, un amigo de Arequipa —que te quiere tanto o más que yo— me dijo: Mario solo hay uno. Y aterricé en la realidad.

                Y te cuento, brujo de las palabras, que fue papá quien me hizo conocerte. Y también, hace un par de horas, fue papá quien entró a mi cuarto, con celular en mano y me dijo: Vargas Llosa ha muerto. Lo primero que se hace frente a la incertidumbre es no creer, que es algo imposible que el Perú haya muerto. Y, desde ahora, es demasiado triste saber que ese sol ya no nos alumbra. Saber que ya no te podemos buscar para mirarte desde lejos por los malecones de Barranco o Miraflores. Y Orlando, con sus dos metros de estatura y señalando con su dedo índice a tu casa, ya no me podrá decir: Hoy, veremos a Mario. Pero nunca nos acercamos. Te respetábamos mucho y también sabíamos que el sol nos puede quemar.  Ahora, todos los peruanos —aquellos que fueron tus críticos y nosotros, los devotos— quisiéramos ser cómo tú, Mario: ¡una leyenda!

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Cultura

Mario Vargas Llosa falleció en Lima

Su familia confirmó su deceso.

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La literatura hispanoamericana ha perdido a uno de sus más grandes exponentes. Mario Vargas Llosa, novelista, ensayista, polemista y Premio Nobel de Literatura 2010, falleció este domingo en Lima a los 89 años, según informaron sus hijos Álvaro, Gonzalo y Morgana. Su muerte cierra un capítulo trascendental de la narrativa en español y deja un vacío imposible de llenar.

Nacido en Arequipa el 28 de marzo de 1936, Vargas Llosa fue un autor universal. Desde sus primeras obras como Los jefes y La ciudad y los perros hasta su despedida con Le dedico mi silencio, su producción literaria moldeó el imaginario colectivo de generaciones de lectores. Dueño de un estilo poderoso y de una inteligencia feroz, supo retratar los entresijos del poder, la violencia y la resistencia con una lucidez pocas veces vista en la literatura contemporánea.

No solo fue novelista, sino también un intelectual en el sentido más clásico: comprometido, activo y provocador. Desde su tribuna en la prensa, como su recordada columna Piedra de Toque en El País, abordó con valentía y convicción los grandes debates de su tiempo, sin temor a contrariar sensibilidades ni a polemizar con sus propios lectores. Fue, hasta el final, un defensor apasionado de la libertad individual, aún a costa de las críticas que sus posturas políticas —liberales en lo económico, progresistas en lo moral— le granjearon.

Su partida, según sus hijos, será despedida en la más estricta intimidad, como él mismo lo pidió: sin ceremonias públicas, con la serenidad que caracterizó su madurez. “Deja detrás suyo una obra que lo sobrevivirá”, dice el comunicado. Y no hay frase más certera. Vargas Llosa ya era inmortal mucho antes de morir.

Obras como Conversación en La Catedral, La casa verde, La guerra del fin del mundo o La fiesta del Chivo consolidaron una carrera marcada por el rigor narrativo y la ambición temática. Fue parte del célebre boom latinoamericano, junto a Gabriel García Márquez y Julio Cortázar, pero también un autor que se distanció de modas, que evolucionó hacia nuevos territorios sin perder la fidelidad a su esencia: contar la verdad a través de la ficción.

El Nobel, que muchos creían esquivo por razones ideológicas, le fue otorgado en 2010 por su “cartografía de las estructuras del poder y sus afiladas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”. Recibió también los más altos honores literarios: el Cervantes, el Rómulo Gallegos, el Príncipe de Asturias, el Planeta. Fue miembro de la Real Academia Española y, desde 2021, inmortal de la Académie Française. Su ambición no fue solo literaria: aspiraba a incidir, a influir, a incomodar.

Quiso ser presidente del Perú y perdió. Escribió sobre dictaduras, corrupción, historia y pasiones privadas con idéntica intensidad. En El pez en el agua, sus memorias, relató tanto su educación sentimental como su derrota política, con la honestidad de quien entiende que todo, incluso el fracaso, forma parte de una obra mayor.

Su vida fue una novela en sí misma, atravesada por amores, rupturas, amistades rotas (como la célebre con García Márquez) y pasiones ideológicas. Pero nunca se convirtió en estatua, como temía. Siguió escribiendo hasta el final, como si la literatura fuera una forma de derrotar a la muerte.

En su discurso del Nobel afirmó que “la lectura inocula la rebeldía en el espíritu humano”. Vargas Llosa fue, hasta el último aliento, un rebelde que eligió la palabra como su arma más poderosa. Y como los grandes escritores, vivirá mientras lo lean. Ha muerto el hombre; queda el legado.

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Cultura

Francisco de Zela, una cuestión pendiente con Panamá ¿Es hora de repatriar su cadáver­?

Hay algo que Dina Boluarte debería hacer, y es lo que hizo el alcalde del Cusco con la repatriación simbólica del hijo de Tupac Amaru, y es traer de vuelta a Francisco de Zela, prócer que murió en una cárcel de Panamá.

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La leyenda cuenta que el 28 de julio de 1821 moría en una oscura cárcel en Panamá el prócer de la patria Francisco de Zela. Aunque en la década de 2010 el entonces embajador de Perú en Panamá, intentó buscar los restos del prócer, esto de manera autónoma y sin apoyo de la Cancillería peruana, las circunstancias resultaron en su momento infructuosas. Cabe mencionar que es muy probable que Zela en condición de traidor a la madre patria fuera enterrado en una fosa común. Cabría esperar del actual gobierno una búsqueda más infructuosa de dichos restos o al menos repatriar simbólicamente a Zela como se hizo con el hijo de Tupac Amaru y Micaela Bastidas recientemente. No debemos olvidarnos que el grito de Zela en Tacna fue el primer grito de independencia en Perú desde el grito ahogado en sangre de Tupac Amaru, esto en 1811. Grito que fue condenado en una mazmorra realista en Panamá.

Un héroe olvidado

Zela fue después de Tupac Amaru el primero luego de treinta años de silencio en lanzar el primer grito libertario del Perú en la ciudad de Tacna el 20 de junio de 1811. Eso lo hace meritorio de ser considerado el líder de la primera insurrección armada por la independencia del Perú. Su rebelión de Tacna estuvo en estrecho contacto con la Revolución Argentina, que se inició en Buenos Aires el 25 de mayo de 1810. Si bien los argentinos enviaron un ejército a la Provincia de Charcas (Bolivia), al mando del general Antonio González Balcarce y del abogado (¿Quién envía a un abogado?) Juan José Castelli. Los rioplatenses enviaron proclamas a varias ciudades del sur del Perú, invitándolos a continuar con la revolución.

Zela, tal vez apresuradamente fue el primero en responder y en un «Bando al pueblo de Tacna» declaró su adhesión a la Junta de autogobierno de Buenos Aires y su fidelidad al rey de España, de acuerdo con la posición de la Junta (recuérdese que Fernando VII estaba apresado por Napoleón y en España reinaba José Bonaparte que no era reconocido ni por los españoles americanos ni por los peninsulares) y pretende asumir la jefatura político-militar de la plaza militar imponiéndose él mismo el título de «Comandante Militar de las Fuerzas Unidas de América». 

Zela quien tuvo un apoyo tanto de criollos, mestizos e indígenas, como es el caso del cacique de Tacna, Toribio Ara, y el cacique de Tarata y Putina, Ramón Copaja. No obstante, su insurrección no tuvo éxito.

Derrotado a causa del fracaso de la campaña de los rioplatenses que fueron aplastados por los realistas en Charcas se vio finalmente apresado por los españoles.

Así los principales dirigentes de la rebelión fueron sometidos a juicio, entre ellos Zela, quien fue llevado a Lima. Allí, gracias al nepotismo (algunas costumbres no cambian), es decir las influencias de su familia y a la mediación (compadrazgo) de importantes personajes se le conmutó la pena de muerte por la de encierro perpetuo en el morro de La Habana. No obstante, se consiguió modificar aún más la sentencia: una pena de diez años de presidio en la cárcel de Chagres, en Panamá, y terminados éstos, expatriación perpetua. Su prisión en Lima duró cuatro años y en 1815 fue trasladado a Panamá. Afectado por el clima tropical y las duras condiciones de su encierro, falleció algunos años después, en 1819. Una versión muy difundida que más huele a leyenda romántica afirma que su fallecimiento se produjo el 28 de julio de 1821, el mismo día de la Proclamación de la Independencia del Perú. Lo cierto es que murió en 1819, un 18 de julio, a la edad de 50 años.

La búsqueda del cuerpo del prócer

Allá por la década del 2010, el embajador de Perú en Panamá, Guillermo Russo Checa recordó la historia de Zela y se propuso encontrar sus restos. Sin instrucciones ni directrices o apoyo de Torre Tagle, buscó por las iglesias de Panamá y entré archivos donde podría descansar los restos del héroe. Consultó incluso con el entonces presidente de Panamá, el locuaz y alangarciesco presidente Martinelli. Finalmente, y tomando en cuenta que en su condición de traidor a la corona muy probablemente Zela fuera enterrado en una fosa común, hubo de parar sus investigaciones. No obstante, en un parque de Panamá se rindió homenaje a la memoria del héroe a través de un busto que recuerda al paseante distraído que en algún lado de Panamá todavía duerme el ilustre tacneño que espera el retorno a su patria libre.

Considerando la reciente repatriación simbólica al Cusco desde Madrid, del hijo de Tupac Amaru y Micaela Bastidas, es momento, aprovechando la visita del presidente Mulino en Perú, de recuperar los restos, aunque sea simbólicamente de Zela. Es momento que Zela regrese al Perú independiente tal y como un día de 1811 soñó.

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Cultura

La princesa Gominola

La nueva tragicomedia escrita por Helen Hesse.

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Tras años de ausencia, Alejandra regresa al Perú con un único propósito: recuperar a su hijo Santi, a quien dejó al cuidado de sus abuelos cuando apenas tenía 7 años. Lo que parecía una sencilla reunión familiar se convierte en un escenario cargado de emociones, secretos y revelaciones inesperadas. En una cena familiar donde los recuerdos y las emociones están a flor de piel, una dolorosa verdad saldrá a la luz, ¿será capaz Alejandra de reconstruir lo que perdió?

“La princesa Gominola” es una tragicomedia escrita por Helen Hesse y forma parte de una serie de tres obras breves que forman parte de un innovador ciclo de microteatro inmersivo. Presentada por Paso de Gato Teatro, cada obra está diseñada para sumergir al espectador en una experiencia única, donde no solo serás testigo, sino también protagonista de las historias que se desenvuelven ante tus ojos.

Disfruta de una propuesta teatral en la que los límites entre el público y los personajes se desdibujan, creando una conexión emocional profunda y momentos inolvidables.

El dato

Estreno: Miércoles 09 de abril  a las 8:00 pm

Dirección: Milagros López Arias

Dramaturgia: Helen Hesse

Actrices: Pilar Delgado, Milagros López Arias y Sergio Velasco.

Las obras estarán todos los miércoles y jueves de abril hasta 01 de mayo a las 8:00 pm.

Lugar: La Residencia (Sáenz Peña 107 Barranco)

Entradas: Joinnus o al 959528540.

No te pierdas esta oportunidad de vivir el teatro como nunca antes lo habías hecho.

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Cultura

De la orilla al lienzo

Camila Rodrigo regresa a Lima con un sobrio conjunto de abstractos. La forma resignificada se inaugura el 9 de abril en La Galería de San isidro.

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El inicio de su travesía en la abstracción surgió de manera intuitiva. Un día en la playa, conversando con su madre, recordó la pared vacía de su departamento y decidió pintarla. A partir de esa carencia física nació un proceso que convirtió el vacío en superficie, la nada en estructura. Fue un encuentro con el orden y la proporción, donde líneas y formas geométricas empezaron a definir un lenguaje propio.

Camila Rodrigo (Lima, 1983) concibe el lienzo como un espacio de transformación. Su proceso creativo está marcado por una metódica construcción de capas, donde el color y la textura emergen en un rito de serenidad y concentración. La tela, en su estado inicial, yace en el suelo, expectante. El negro, un tono fundamental en su obra, se convierte en un eje transcendente y el pigmento, diluido en agentes fluidos, se asienta sobre la superficie como una piel que se va formando en un orden temporal que la artista organiza y supervisa con exigente minuciosidad.

Geometría líquida

La artista recuerda con nitidez los diseños limpios de su abuelo y su padre, arquitectos. Su conexión con la materialidad se remonta a su infancia, cuando paseaba por La Punta y recogía piedritas en la orilla del mar. Hoy, esos recuerdos se transforman en una serie de obras que exploran la textura y la composición, como se evidencia en La forma resignificada, muestra que inaugura el 9 de abril en La Galería de San Isidro. Sus pinturas, de una estética minimalista, sugieren paisajes internos y una rigurosa investigación sobre la materia.

No en vano su obra transita entre el diseño y la pintura, el instinto y la precisión geométrica. Formada en Diseño Gráfico en la Universidad San Ignacio de Loyola (2010), complementó su aprendizaje con estudios de fotografía en el Centro de la Imagen de Lima (2006) y en el Rhode Island School of Design (2009). Su carrera ha estado marcada por una evolución que la llevó del arte figurativo y la ilustración infantil hacia una exploración profundamente abstracta, donde la forma y el equilibrio son el núcleo de su lenguaje visual.

Lenguaje que madura y desarrolla en su estudio en Las Condes, Santiago de Chile, donde trabaja de 8:30 a.m. a 3 p.m., cuando sus hijos están en el colegio. Allí se entrega por completo al proceso creativo, sin interrupciones. En ese silencio ha descubierto que su pintura es una traducción de su percepción de la vida. «Después de pasar tiempo en el taller, mirando los cuadros en soledad, empiezas a pensar lo que hay detrás de lo que pintas», reflexiona.

Así, las piedras, recurrentes en su imaginario, se convierten en una metáfora del lastre vital, de esas formas que, convertidas en peso, se resisten al cambio. En su pintura, Rodrigo busca liberarse de esas imposiciones, recuperar la espontaneidad y la ligereza de la infancia. Su taller, más que un espacio de trabajo, es un refugio donde la libertad toma forma y color, como alguna vez imaginó de niña. Este 2025 su obra ha sido seleccionada para ser presentada en el Stand de La Galería en la feria Pinta PArc, un reconocimiento a su creciente impacto en la escena artística contemporánea.

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