Cultura
La cultura lleva tu nombre

Se fue hace veinte años. La cultura, sus amigos, su barro, le siguen echando de menos. Y es que no ha habido nadie capaz de tomar su lugar, ni de emular sus logros intelectuales. Este es un testimonio, una revelación, pero es sobre todo una confesión de parte de cómo nos conocimos y cómo, pocos años después, nos despedimos. Si la cultura tuviera un nombre, un apellido, esos son los suyos: Manuel Baquerizo Baldeón.
Hasta entonces solo había leído su nombre en los suplementos culturales y me había solazado con sus impecables críticas de arte. Pero ahora lo tenía allí, frente a mí, con su saco a cuadros y su gorrita de golf, destacando entre las veinte personas que habían asistido a la pinacoteca. Sostenía una copa entre las manos. Me acerqué, menguado, y él estrechó mi mano como se la estrecharía a cualquiera, amable pero distraído. Le planté mi nombre, balbuciente, y entonces se hizo el milagro: “Ah, es usted, mire qué gusto, lo he leído muchas veces”. Lo único que Manuel Baquerizo Baldeón podía haber leído de mí era un artículo raquítico sobre la papa a la huancaína que me había costado la vida publicar en un diario de Huancayo. Mis cuentos permanecían bajo siete llaves. Hasta esa noche poco había conseguido con ellos, pese a haber abandonado dos carreras, haberme peleado con mi familia, haber casi muerto de hambre con tal de llegar a ser un escritor.
Mi pálido éxito radicaba en que dos veces me hubieran nombrado finalista en unos concursos literarios y que una revista me diera la oportunidad de conocer a Julio Ramón Ribeyro. En realidad no había tenido una mano amiga, un preceptor, un cofrade intelectual, ni siquiera enemigos literarios (esos llegarían después) que orientasen mi literatura. Esa era la razón por la que había caminado a tropezones, en la más completa orfandad, confiándole todo al instinto porque de técnicas y recursos no tenía la menor noticia.
Pero parecía que mi fortuna empezaba a cambiar, porque ahí estaba el destino con su saco a cuadros y su gorrita de golf, dándole la oportunidad a mis desvalidos cuentos, por primera vez, de tener a alguien que los ausculte, los diagnostique, los medique. Y no cualquiera. Nadie menos que el maestro. Ya lo había dicho Laura Riesco: “Manuel Baquerizo, él mismo, es un acontecimiento irrepetible de las letras peruanas. Se trata del más acucioso investigador de la literatura peruana, sobre todo andina, capaz de enclavarse en los pliegues más profundos de la cultura de nuestro país. Nunca perdió, sin embargo, la visión del entorno latinoamericano y mundial”. Cuánta razón tenía. Pero ese no era el momento para pedirle que viera mis cuentos. Era el momento de brindar, conversar a flor de agua sobre la muestra pictórica que había reunido al mismo grupo de siempre, ofrecerle un espacio en el diario en el que yo trabajaba para asegurar nuevos encuentros y, en uno de ellos, filtrarle de contrabando mis relatos.
La táctica de ofrecerle una columna en el diario dio un excelente resultado: Manuel Baquerizo se convirtió en un asiduo colaborador de la página cultural y pronto empezó a visitar la redacción. Todavía no estrechábamos la amistad, pues yo seguía esquivo, pero no por altanería como todos creían sino por cortedad, y seguía bajando los ojos cuando él conversaba conmigo, o seguía sintiéndome un sabelonada cuando lo escuchaba hablar de cualquier tema.
El diario donde me deslomaba, Primicia, quedaba en plena Calle Real, en una casona en la que, se decía, había nacido el gran poeta de los polirritmos: Juan Parra del Riego. La redacción quedaba en el segundo piso, pero no teníamos recepción, así que recibíamos a nuestros invitados en el patio. Una noche, Manuel Baquerizo llegó abrazado de la última novela de Mario Vargas Llosa, una sobre un señor que anotaba en un cuaderno sus fantasías eróticas. Admiraba —admiro— tanto a Vargas Llosa que siempre estaba —estoy— a la caza de anécdotas sobre él. Imaginé que Baquerizo, con lo distinguido que era en el mundo intelectual, podía haber alternado con el novelista.
—¿Usted conoce a Vargas Llosa? —le pregunté.
El maestro afirmó con la cabeza. Pese a que mi tarea de editor había quedado inconclusa, lo invité a sentarse en uno de los sillones verdes colocados en el patio, debajo de la arquería, y me senté a escucharlo. Me contó que en una ocasión los críticos Abelardo Oquendo y Carlos Araníbar, integrantes de un círculo de escritores en ciernes de la universidad de San Marcos, lo invitaron a una tertulia de amigos. Entre ellos había un muchacho desconocido del círculo, alto, espigado, que iba por primera vez a la reunión. Le invitaron a leer un cuento y él lo hizo, interrumpiéndose cada tanto, balbuciendo, sobreponiéndose a su propio nerviosismo. “Todos lo escuchábamos con atención. Se trataba de un cuento sobre una extraña mujer que contaba su vida en los cafés y bares de Lima”, recordaba Baquerizo. La reunión, lamentablemente, fue desalentadora para el muchacho: al finalizar, todos lo miraron, guardaron silencio, y cuando reanudaron la conversación empezaron a hablar de otras cosas, evadiendo desdeñosamente su cuento: “Era Vargas Llosa, oiga usted, y era todavía estudiante. No sabe la pena que me causó que nadie le hiciera caso”.
Sinceramente, me fascinó la anécdota, como me fascinó el modo de narrar, de pegar la hebra de Baquerizo, a quien a partir de entonces empecé a ver con muchísimo más respeto. Me enteré que acababa de cesar en la Universidad Nacional del Centro, en el cargo de vicerrector, y que ahora se dedicaba exclusivamente a lo que mejor sabía hacer: potenciar la cultura. Leía desde las seis de la mañana, periódicos, libros y revistas, y por la tarde se sentaba a escribir largos y cerebrados ensayos sobre arte y literatura; es decir, vivía una vida más rica e intensa que la realidad cotidiana, como lo decía él mismo. Nuestra amistad era, todavía, germinal.
Unos meses después, por bocazas, me metí en un embrollo del que no hubiera podido salir sin el socorro de Baquerizo. Eran épocas difíciles, de dictadura civil, y un buen día llegó a la redacción un nuevo director para el periódico: Richard Molinares. Se trataba de un treintón enorme, con calvicie prematura, que —decían— llegaba de un periódico limeño que le servía rastreramente al absolutismo. Al principio medimos nuestras miradas, nos apartamos el uno del otro, sin darnos una tregua. Luego, por cosas del trabajo, fuimos acercándonos, hasta que terminamos por allanar nuestras diferencias. Una noticia remeció el país por esos días: un grupo de terroristas encapuchados secuestró la residencia diplomática del Japón, tomando cautivas a más de treinta personas, entre las que se contaban magistrados, empresarios y congresistas. En la abridora del diario se afirmaba que unos terroristas habían tomado “de” rehenes a treinta personas, y yo (metiche y arrogante) le sugerí a Richard que cambiara la preposición material “de” por la partícula gramatical “en”, puesto que los cánones lingüísticos así lo exigían (en realidad se lo había escuchado decir a Martha Hildebrandt una vez y no me había dado el trabajo de ahondar en el tema). Richard me hizo caso, sin saber que estimulaba el fuego de una trapatiesta magnífica, y al día siguiente el diario, con enormes letras coloradas, informaba que unos “terroristas habían tomado ‘en rehén’ a treinta personas en la residencia del embajador japonés”. Desde muy temprano empezaron a llegar las llamadas telefónicas, algunas mordaces y otras furibundas, pero todas enfiladas contra el titular: “No sean, pues, ignorantes, nos dijo el dueño del periódico, enojadísimo, tirando un ejemplar sobre la mesa de redacción. ¿Desde cuándo se toma ‘en rehenes’ a la gente?”. Hasta media mañana me tocó a mí torear los insultos y las imprecaciones, pero a esa hora llegó Richard y, con cara de yo no fui, le endosé el problema para que lo enfrentara en su condición de conductor del medio. Nadie tuvo compasión con él, nadie le dio el beneficio de la duda, nadie siquiera le palmeó la espalda, así es que a las tres de la tarde se plantó delante de mí para espetarme: “Tú me metiste en esto y ahora me sacas”. Pasaba que ni él ni yo teníamos argumentos sólidos para defender nuestra posición lingüística y, huérfanos e indoctos, estábamos a merced de la maledicencia de la sociedad que nada perdona. Con su sonrisa marcial, con su saco a cuadros y su gorrita de golf, recordé entonces la sabiduría de Manuel Baquerizo. Busqué su número de teléfono en la guía de abonados y me contestó una voz femenina, informándome que el maestro no estaba en Huancayo, que había viajado a Lima. El cielo se desplomó sobre mí. Cuentan mis compañeros de trabajo que me veía desesperado, que recorría la estancia a pasos agigantados, que tenía la marca de la muerte en la cara. Debía ser cierto porque me sentía perdido, sin un pérfido libro donde hacer la consulta, con todas las salidas tapiadas. Pero existe una fuerza interna —lo confirmo— que delimita la supervivencia del hombre. Esa fuerza me condujo a pensar sobre frío: Baquerizo me contaba que siempre que iba a Lima pasaba gran parte de la tarde en la librería El Virrey. Pregunté por el número telefónico de la librería y llamé. Me respondió una contestadora automática, toda una novedad para la época, que me enlazó luego con una recepcionista.
—Buenas tardes, disculpe, llamo de Huancayo —empecé.
—Sí, ¿en qué puedo ayudarlo? ¿Desea un catálogo?
—No, muchas gracias —dije—. En realidad llamo porque quisiera saber si el doctor Manuel Baquerizo está en la librería.
—Manuel Baquerizo —repitió la recepcionista—. No, aquí no trabaja.
—Ya sé que no trabaja con ustedes —repliqué—. Es un cliente y siempre se pasa horas en la librería.
—No, pues, no conocemos a nadie con ese nombre.
—Entonces hágame un favor, señorita —imploré—. Mire si en las mesas hay un señor con saco a cuadros y una gorrita de cuero.
La respuesta de la recepcionista, casi inmediata, me restituyó una brizna de esperanza: “Sí, allá al fondo hay un señor con esas características”. Le pedí que por favor me comunicara con él y ella, raro modelo entre las de su especie, accedió, imagino, levantándose de hombros. Segundos más tarde la voz de Manuel Baquerizo, enérgica y francota, sonaba en el auricular.
—Aló, ¿con quién hablo?
—Soy Bossio, doctor, buenas tardes.
—Ah, don Sandro, qué sorpresa.
—Sí, disculpe que lo importune, pero se trata de un asunto de vida o muerte.
En seguida le puse al corriente de lo ocurrido y, al final, con una súplica, le solicité asistencia. “No se preocupe, don Sandro, me dijo. Estamos en el lugar ideal. Déjeme revisar unos libros y lo llamo en una hora”. Manuel Baquerizo era un hombre cumplidor, escrupuloso con los tiempos, y ese día lo constaté: una hora después sonó el teléfono y ahí estaba de nuevo su voz intensa: “Sí, don Sandro, tiene usted toda la razón. El Diccionario de Seco y el manual de Lázaro Carreter están de acuerdo con su planteamiento. Lo que pasa es que ‘rehén’ es sinónimo de ‘prenda’ y hay que trabajar con todas sus preposiciones. O sea, decir ‘quedaron en rehén’ equivale a decir ‘quedaron en prenda’. Esa es la razón”. De inmediato le alcancé a Richard los esclarecimientos correspondientes y al día siguiente sacamos una nota aclaratoria con las explicaciones de Baquerizo. Nadie ya dijo esta boca es mía.
A las pocas semanas conocí a Eleodoro Vargas Vicuña, a quien entrevisté con gran ilusión, porque accedió a darme una audiencia, pese a que hacía muchísimos años que se negaba a conversar con la prensa. Me precio de haber sido el último periodista en haberle hecho una larguísima entrevista, que luego publiqué en mi periódico y dupliqué en algunos medios de Lima. En cuanto se divulgó, Manuel Baquerizo me llamó a la redacción y, por primera vez, me invitó a una copa. Fuimos a una panadería del centro, aledaña a la catedral, donde el maestro era querido y respetado, y donde —según me dijo— se preparaba el mejor “caliente” de Huancayo. Supe entonces que Baquerizo era un buen bebedor, culto y refinado, y que el ron Caldas era su favorito. Esa noche me felicitó, me dijo que había hecho una excelente entrevista, y que había logrado con Vargas Vicuña lo que nadie había conseguido hasta entonces: que confesara su nacimiento en Acobamba, Tarma, en contraposición a Arequipa, de donde se reclamaba por pecaminoso orgullo. Bebimos tres rondas del delicioso trago sin apartar de nuestra mesa las técnicas y los recursos literarios más efectivos. Ese encuentro me brindó los arrestos necesarios para, a la semana siguiente, presentarme en su casa sin previo aviso: habiéndome llenado de valor, llegaba a ella con una carpeta bajo el brazo, continente de cinco cuentos, corregidos y recorregidos para ver si pasaban su prueba de fuego. Se los entregué al maestro con el pedido de que los revisara. Él le dio una mirada a los papeles, luego cerró la carpeta, y afirmó: “perfecto, dijo, los veo y le llamo”. Fueron las semanas más angustiosas de mi vida. Mientras esperaba la llamada del maestro, un sudor helado recorría mi cuerpo, como ramalazos, y me decía que si Baquerizo les cortaba la cabeza, habría fracasado en mi intento de ser escritor, y doce años de trabajo se habrían ido por el excusado. A los pocos días me llamó, pero no para alcanzarme una crítica, sino para pedirme autorización para corregir los cuentos. “Haga con ellos lo que crea conveniente, doctor, al final están preparados para todo”, le respondí. Quince días después recibí de nuevo su llamada, citándome en su casa, a donde acudí puntualmente. Hablamos varias horas, de otras cosas que nada tenían que ver con mis cuentos, mientras yo me consumía en ansiedad, hasta que ya cerca de las diez de la noche sacó la carpeta y me la entregó mientras me decía: “He leído todos sus cuentos, don Sandro, y todos me han gustado. Pero hay dos que realmente me han impactado: el de la enfermera y el de la pianista. Son realmente excepcionales”. Pero había un grave problema —me dijo— que no permitía que mis cuentos alcanzaran su esplendor: la prosa. Entonces eché una mirada a los papeles y me escalofrié con la cantidad de palabras tachadas, de frases sustituidas, de calificativos eliminados, de preposiciones agregadas. Realmente, poco quedaba de lo que yo alguna vez había escrito, y entre los jeroglíficos y las tachaduras solo de vez en cuando reconocía una o dos palabras que habían quedado en pie. “Tiene que evitar el circunloquio”, me dijo. Llegué a casa con los ánimos por los suelos, pensando que mi carrera literaria tocaba a su fin. La desesperanza hizo presa de mí durante unos días, pero al cabo de ellos estaba de nuevo sobre el caballo, repasando las correcciones de Baquerizo, escrutándolas, estudiándolas, colonizándolas con lápiz y papel, remitiéndome al diccionario. Semanas después, de tanto haber reescrito los cuentos con las correcciones, y de tanto haber estudiado el uso de los infinitivos y los gerundios, estaba realmente maniatizado. Hice varias versiones más de los cuentos y, para probarme una vez más, los metí en un sobre y los envié al concurso de cuentos de una empresa petrolera.
Entretanto, seguí cultivando mi amistad con Baquerizo. Nos reuníamos semanalmente en su casa (recuerdo con agrado ese patio solariego donde arrimaba cómodos sillones para conversar en la intemperie y, además, el olor delicioso de las maderas barnizadas de su sala en el segundo piso) o, a lo mejor, en un café. Y conversábamos. La mayoría de las veces él hablaba (monologaba) y yo me embebía en su verbo, en sus vivencias, en su mundo pasado. Pero a veces yo inquiría y él respondía. Así me enteré de muchísimos pasajes de su vida: que había empezado trabajando en la universidad San Cristóbal de Huamanga, que había tenido una fuerte polémica filosófica con Abimael Guzmán Reynoso, que una vez había bebido más de lo necesario con Ciro Alegría y habían terminado en un rinconete de baja monta, que a veces firmaba sus escritos como J. Barquero, que había dirigido varios suplementos culturales (del que más orgulloso se sentía era de Proceso), que había sido gran amigo de José María Arguedas. ¿Por qué el maestro, con ese verbo y esa nombradía, se había quedado a vivir en Huancayo? Un día se lo pregunté y me respondió que vivir en provincia le permitía seguir las incidencias literarias del mundo, del país y del interior al mismo tiempo. Amaba, realmente, a su tierra, a la que llamaba “su barro”. En verdad, había leído todos los libros, todos, los clásicos, los contemporáneos y a veces pensaba que aún los que estaban por escribirse. En otra ocasión le pregunté por su biblioteca y me llevó a conocerla. El momento en que ingresé en ella parece haberlo descrito Carlos Ruiz Zafón en su novela sobre libros malditos: “Un laberinto de corredores y estanterías repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible”.
Al rayar el fin del milenio, a un grupo de amigos se nos ocurrió fundar un semanario de interés público llamado Página 20. Al principio fue una publicación más, llena de material de relleno, hasta que una compañera y yo tomamos el control y, con la venia de Enrique Melgar Moscoso, el financista, decidimos convertir el medio en una plataforma de resistencia política. Recuerdo mucho a gente valiosísima como Mario Castillo, Toño Bráñez, Paúl Cárdenas y Hernando Torres que no tuvieron empacho en arriesgar hasta la vida por cumplir con las difíciles comisiones que les encargábamos. Este nuevo espacio también contó con la pluma de Manuel Baquerizo, quien, además, corregía nuestros textos (en una ocasión Mario Castillo se presentó en la redacción, muy deprimido, diciendo que el doctor había “despedazado” su texto). Fue la época en que la Academia Peruana de la Lengua lo incorporó como Miembro Correspondiente y nosotros, claro, le dimos una portada. Se alegró mucho y nos dijo que había sido una noticia inesperada: “Lo cierto es que yo no me dedico al trabajo intelectual en forma sistemática y orgánica. Escribo sobre un tema, solamente cuando me agrada y cuando siento placer o satisfacción en hacerlo”. Fue la época también en que entró en nuestra vida Jair Pérez, un leído estudiante de literatura de San Marcos que tenía una bonita taberna, donde empezamos a reunirnos los viernes por la noche para dar recitales y conversar y emborracharnos sin disimulo. Gracias a Baquerizo (sobre todo durante el congreso de literatura que organizó con Nicolás Matayoshi por aquella época) conocí a mucha gente. Mis amistades legadas por él se cuentan por montones, pero puedo recordar a Miguel Gutiérrez, a Oswaldo Reynoso, a Virginia Vilchez, a Zein Zorrilla, a Samuel Cárdich, a Washington Delgado, a María Teresa Zúñiga. Con muchos de ellos me encontraría años después en Europa, o en México, o en Argentina, en las diferentes ferias de libros a las que asistiría, pero entonces yo era apenas un pobre periodista iluso que vivía casi del aire. Otro amigo muy cercano presentado por Baquerizo es Jorge Jaime Valdez.
La aventura de Página 20 terminó dramáticamente, con dos de nosotros encarcelados y perseguidos por la dictadura, llenos de deudas, pero con la satisfacción de haber puesto el pecho en su oportunidad. Los chicos que aprendieron con nosotros, poco después, publicaron un valiente periódico universitario con el molde de nuestro desaparecido semanario.
Por entonces tenía una enamorada con la que nos veíamos a hurtadillas, en un departamento de soltero que había habilitado para fines bélicos, y una tarde en que estaba con ella, retozando a oscuras, sonó el teléfono. Reconocí de inmediato la voz de Baquerizo. Ahí estaba otra vez, hablándome con gran entusiasmo, casi con frenesí: “Don Sandro, me acaba de llamar González Vigil, de Petroperú, y me dice que tres de sus cuentos han quedado finalistas en el concurso de este año”. Desde luego, quedé pasmado, entrelazados mis dedos con los de la enamorada fugaz, perdido en las tinieblas azules de la habitación. “Aló, don Sandro, ¿está ahí?”. Claro que estaba ahí, escuchando la voz llena de ímpetus del maestro, su exaltación. Me vestí de inmediato y fui en su búsqueda. Me llevó a la presentación de un libro y se encargó de que dieran la buena nueva por el micrófono. Tiempo después me enteré que Baquerizo había comprado un buen lote de los libros donde se publicó uno de los cuentos finalistas, el más breve, y que lo obsequiaba a mis espaldas a todos sus amigos, diciéndoles que en Huancayo había también buena literatura.
A los pocos meses de cerrarse el semanario político, el doctor me llamó para proponerme la dirección de otro medio de comunicación escrito, “independiente y culto”, según me dijo. Después de algunas tratativas, concordamos con Ricardo Soto, el propulsor, que yo me haría cargo de la plana periodística del nuevo semanario y que Manuel Baquerizo dirigiría un suplemento cultural mensual. Varias fueron las reuniones para determinar los nombres: finalmente el medio se llamó Nuevo siglo y el suplemento Ciudad letrada. Trabajamos tres meses, denodadamente, pero la situación política era atroz y, pese a habernos hecho el firme propósito de no tocar temas gubernativos, el medio empezó a virar hacia ellos, hasta convertirse, otra vez, en una trinchera de combate a la dictadura. La organización que nos subvencionaba trabajaba independientemente, pero temía represalias del gobierno, así es que un buen día nos sentamos a conversar amigablemente y decidimos ponerle fin al medio. “Lo único que les pido, les dije, es que matemos a la madre, pero no al cordero”. Entendieron mi demanda y fue así como Ciudad letrada se independizó y se posicionó en las esferas literarias del país. “Me siento complacido de tener en mis manos este mensuario nutrido y acorde con los tiempos. Es halagüeño saber que las ediciones se terminan y las tiradas crecen mes a mes, pues hemos empezado a llegar a Lima, Puno, Huánuco, Iquitos y otros lugares distantes”, diría Baquerizo tiempo después en una larga entrevista periodística.
Fueron los últimos meses de vida del maestro. Salieron veinte números de Ciudad letrada y yo colaboré muchísimo con ella. En una ocasión, incluso, representé a Baquerizo en el Club Huancayo de Lima para presentar la revista a un gremio de abogados huancaínos. Y es que el maestro, sin que nos diéramos cuenta, había caído enfermo.
Era la época en que yo, con todo lo aprendido, escribía una novelita de amor ambientada durante el terremoto de 1746, y había entrado a trabajar en la universidad que Baquerizo —cosas del destino— había abandonado hacía poco.
Un día me enteré que el maestro estaba internado en el hospital de la seguridad social. Fui a verlo y le llevé un libro. Me dijo que el mal había empezado con un zumbido en el oído y que ahora, después de varias pruebas, no podían diagnosticarlo, así que debía trasladarse a Lima. En efecto, en el mes de noviembre de 2001, se lo llevaron al hospital Guillermo Almenara. Me llamó varias veces. Me contaba que tenía dolores insoportables en los músculos, que había bajado de peso, que los médicos continuaban buscando la enfermedad. Y me recomendaba que no descuidara la edición de Ciudad letrada. Un día me enteré que, finalmente, habían dado con el mal y que se trataba de una miopatía. Entonces fui a una tienda de ropa y le compré una camisa de franela, roja y a cuadros como a él le gustaban, y viajé con ella a Lima para saludarlo. Lo encontré postrado, marchito, pero aún rebosante de la vitalidad que nunca le abandonó. Conversamos interminables horas.
Entretanto, a escondidas de todos, envié la novelita a un concurso literario patrocinado por el Banco Central de Reserva, pensando que si no ganaba, nadie se enteraría que había participado.
Baquerizo murió en febrero. Ese día me llamó Carolina Ocampo para echarme el mundo encima y recuerdo que, ebrio de furia y desaliento, recorrí las casas de los amigos más cercanos informándoles de lo acontecido. Las exequias fueron fastuosas: el alcalde de Huancayo, Dimas Aliaga Castro, le hizo un homenaje y cubrió su ataúd con la bandera de la ciudad. En el cementerio la familia me hizo el honor de ser uno de los oradores sombríos del cortejo. Mientras sellaban el nicho y alguien cantaba ese huaynito que tanto le gustaba al maestro “…Ay, la vida se me está yendo como se fue mi suerte…” sentí que el dolor de la garganta, como una represa fracturada, se derramaba en lágrimas arrasadoras. Al voltear, Jair Pérez también lloraba, y más allá Ana Espejo, y más allá Giovanna Almonacid, y más allá Sergio Castillo, y más allá Abel Montes de Oca. Llegaron cartas de pésame de todas partes del mundo y con Nicolás Matayoshi decidimos publicar un número de homenaje de Ciudad letrada con las decenas de epigramas y obituarios arribados.
Un mes después, me llamó el propio Luis Jaime Cisneros para felicitarme por haber obtenido el premio del Banco Central de Reserva. Mi novelita, escrita a la loca en una difícil situación económica, vencía. Después la historia es conocida: me entrevistaron en todos los periódicos y en la televisión, me dieron un cheque nada despreciable, publicaron mi libro, se multiplicaron las ediciones, me invitaron a viajar por varias partes del mundo, pero nunca tuve el premio que realmente apetecía: que Manuel Baquerizo Baldeón, mi maestro, leyera la novela fraguada con sus propias manos. Y, claro, que usara la camisa roja que se quedó sin abrir.
Cultura
FIL de Lima, en la cola de las ferias del libro de la región [VIDEO]
Una comparación de la Feria del Libro de Lima con otras ferias de la región. Aquí el resultado.

Las ferias del libro son eventos culturales temporales dedicados a la exposición, venta y promoción de libros. Se realizan en lugares públicos como centros de convenciones, plazas o escuelas, y reúnen a editoriales, librerías, escritores, lectores y profesionales del mundo del libro.
Hay muchas ferias del libro importantes en todo el mundo. Entre ellas destacan: la Feria del Libro de Frankfurt en Alemania; la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en México; la Feria del Libro de Londres, en Reino Unido; la Feria del Libro de Bolonia en Italia; la BookExpo América en Estados Unidos; el Salon du Livre de París (Salun di libro de parrís) en Francia; y la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires en Argentina.
En Latinoamérica, la FIL de Guadalajara es la feria del libro más importante en el mundo de habla hispana y una de las más grandes del mundo. Se realiza cada año en México, usualmente entre noviembre y diciembre y reúne a más de 800 mil visitantes, con autores y editoriales de todo el mundo y cada año tiene un país o región invitada de honor.
La FIL Lima también reúne a escritores, nacionales e internacionales; sin embargo, no suele invitar a literatos de la talla de un Nobel. Por otro lado, hay que reconocer que viene posicionándose cada vez mejor en la región y en 2024 registró un récord de más de 530,000 asistentes, superando la cifra del año anterior en un 23%. Y para la edición de este año 2025 se prepara un Homenaje que será dedicado al escritor peruano Mario Vargas Llosa, en reconocimiento a su legado literario.
En resumen, las ferias del libro son más que simples eventos comerciales: son celebraciones de la lectura, la cultura y el pensamiento. En esencia, nos recuerdan que leer es una forma de libertad y que los libros siguen siendo herramientas poderosas para entender el mundo y transformarlo.
Aquí el podcast de Lima Gris con todos los detalles de la FIL de Lima.
Cultura
San Juan de Lurigancho se convierte en un “Museo al Aire Libre” con más de 20 artistas urbanos
Arte en las calles del distrito más poblado del Perú.

En conmemoración del Día Internacional de los Museos, el distrito de San Juan de Lurigancho se prepara para acoger un evento que promete transformar su paisaje urbano en una explosión de color y creatividad. Los días 24 y 25 de mayo, la estación Bayóvar de la Línea 1 del Metro de Lima será el escenario de “Museo al Aire Libre”, una intervención artística sin precedentes organizada por POPULART, colectivo reconocido como Punto de Cultura por el Ministerio de Cultura.
Más de 20 artistas y colectivos del arte urbano peruano —entre muralistas, ilustradores, diseñadores y gestores visuales— se reunirán para convertir muros grises en lienzos vibrantes. La propuesta va más allá del arte: busca reivindicar el espacio público como un lugar de encuentro, memoria e identidad, acercando el arte a la comunidad como herramienta de inclusión y transformación social.
Entre los nombres confirmados destacan reconocidos referentes de la escena urbana como Ilustronauta, Jimbo, Jhoel Mamani, Roberto Peremese, Huansi, Majez, Robin Vela, Kaer y Blue Stef. Junto a ellos, propuestas innovadoras como Módulo.Lab, Gatonegro, y artistas emergentes como Crocketa, Sukey y Murgamdh, conforman un mosaico de estilos y generaciones que dialogan en un mismo espacio.

El evento cuenta con el respaldo de aliados como Línea 1, Barrroco, Colombia Tools y Canal Museal, y forma parte de una apuesta por la descentralización cultural, que busca llevar el arte a todos los rincones de Lima Metropolitana, más allá del circuito tradicional.
“Museo al Aire Libre” es de ingreso libre y abierto a todo público. La ciudadanía está invitada a ser parte de esta experiencia que hará de San Juan de Lurigancho una galería viviente y una referencia cultural en la ciudad.
Cultura
Dibujar las sombras
Crítica literaria al poemario Sombra Celeste de Ximena López Bustamante por Julio Barco (1)

Interior VI
“Mañana salgo de viaje enviaré una postal desde el centro del fuego” nos dice la voz poética de Interior VI técnica mixta (Aletheya, 2022) de Ximena López Bustamante y acaso nos manifiesta la construcción de una poética como un relato ardiente. Así, en este libro es latente la energía telúrica, un desborde que propicia la escritura fluida del poema en prosa. A este ir y venir, se añade la imagen que se sitúa de una frase versal a otra generando, siempre en fragmentos y destellos (como en Joyce) y propicia una caligrafía automáticamente mental: “(…) como quien anda con el corazón hecho polvo una gran culpa transformar las cenizas extinguir el nombre multiplicar el polen dejarlo en el aire en el intento por prescindir la palabra…” (pág. 6).
La emotividad del sentimiento genera un desborde musical y ético: detrás de la cantata hay un deseo de extender la bondad, la poesía y la libertad. Y poner, “todo mi amor reproduciéndose mil veces por segundo” (pág. 12)
Sin embargo, también se permite paisajes más existenciales: ¿Por qué escribir? / ¿Así de doloroso es cuando te crecen alas? / ¿Quién sino tuya? / ¿Cómo sino poseída por unamisma? (pág. 28). Así, el subtítulo del libro se comprende como una advertencia de las diversas técnicas literarias que aborda: prosa poética, poemas con versos reflejados y encadenados a los dos puntos (:); o poemas con forma de carta.

Sombra Celeste
Por otro lado, en Sombra Celeste (Comba, 2025) recorremos por un trabajo repleto de nocturnidad y creación. Ahora estamos frente a un poemario de breve aliento: las imágenes del desborde se contienen. La búsqueda similar: la luz y sombra de la individualidad. En ese sentido, se acerca a poetas como Pizarnik o Varela que se perfilan por una búsqueda intrapersonal. Además, se trata de un trabajo sistemático: todos los poemas llevan el rótulo de noches.
Es un escenario determinado: de la noche diecisiete a la noche veinticinco observamos la germinación de mirada particular. En medio de su búsqueda, se inclina por “la lluvia del aire teje desobediencia para zurcir eso/que tampoco entendemos/salvo la pasión qué entendemos salvo la pasión salvo la/pasión.” (pág. 18) Si para los poetas de la Edad Media la noche se situaba como síntoma de la libertad y el desparpajo, o para Novalis solo la noche era infinita, para la poeta es el espacio de liberar la enfermedad: el cuerpo y el síntoma. Entonces cada noche es un espejo, un medio (y médium) de permear las energías líricas. Y es esa pasión la que crea la posibilidad del andamiaje poético, donde los recuerdos y los suplicios se tornan poiesis: éste es el primer verso/donde serás carbón de tortura (pág. 20), porque, así como la poesía es reflejo, también se convierte en una hoguera donde el fuego (¿acaso el que buscaba en su primer poemario?) regresa como quehacer emancipador y significativo.
El fuego y la palabra liberan. Los que juegan con esas energías, hacen saltar las chispas de las palabras: así nace el fuego. Sin embargo, en la noche diecinueve se advierte: éste debe de ser / el suplicio contemporáneo (pág. 25). Reconocimiento, aceptación, tortura. Es decir, la afirmación de que el vacío —ese síntoma moderno (ese cisne negro) — se cristalice con su terror.
Pero, para no naufragar, el poetizar se transforma en ritual. Así, aparece, por ejemplo, la voz de la abuela, y entonces “(…) alumbra/ versos hambrientos” (pág. 48). Son esos versos, cargados de un lirismo velado, de sugerir antes que mostrar, los que manifiestan la creación de una mirada propia, es decir, una voz identificadora, o, como señala la poeta, un “morar unamisma”. Como un conflicto entre la danza del cuerpo y la expansión panteísta de la mente, oscilan los versos de Sombra Celeste.
¿De qué sombra hablamos entonces? De la sombra de la creación de una identidad a través de un oxímoron (sombra, como conflicto; celeste, como purificación) Esta sombra celeste es un telón a desplegar: ahí yace el corazón y su canto. Y esto genera una suerte de noche oscura del cuerpo, donde se intuye la pasión y la gracia, el desgarro de ser y estar. Es decir, se trata, como en Edipo Rey, de un descubrimiento de la identidad última: ahí la sombra, ahí lo celeste. ¿Y qué es ese lugar? Es el poema el lugar donde la poeta se hace materia de sí misma, conflicto y mutación.
Reflexión final
Finalmente, adentrándonos en la poesía arequipeña (donde podríamos encajar a Ximena, como también en la poesía escrita en el siglo XXI, en la poesía de menores de cuarenta años, etc) encuentro que su voz mantiene y explora el perfil subjetivo de las poetas sureñas (Medina Rondón, Román, entre otras) que buscan una redención interior en versos gráciles y amargos. Como en el ecuánime Alberto Hidalgo, la poesía brota del geiser del ser.
- Autor de más de 33 libros, profesor, columnista y dirige Café Barco, programa cultural.
Cultura
Julio Hevia: el psicoanalista que caminó la ciudad con alma de calle
Julio Hevia pensó al Perú, lo caminó, lo escuchó y lo acarició con palabras. Desde su mirada profunda nos enseñó que la calle es la verdadera escuela de sabiduría, y que la eternidad pertenece a quienes piensan con belleza y verdad.

Cómo no recordarlo. Cómo no pensar en ese andar ágil pero pausado, esa mirada escudriñadora de niño rebelde, ese verbo certero con el que diseccionaba la ciudad y sus habitantes. Este 20 de mayo, Julio Hevia Garrido-Lecca habría cumplido 72 años. Setenta y dos vueltas al sol que, de haber continuado, sin duda seguirían alumbrando con lucidez las veredas del pensamiento peruano. Pero un día gris, el 27 de junio de 2018, mientras permanecía internado en una clínica limeña, Julio partió. Y con él, una voz entrañable del psicoanálisis y de la reflexión crítica sobre el Perú urbano.
El velorio tuvo lugar en la iglesia Virgen de Fátima, en Miraflores. Allí acudieron sus alumnos, colegas, lectores y amigos. Algunos llevaban libros subrayados; otros, anécdotas en el bolsillo. Todos, sin excepción, llevaban dentro el eco de sus ideas lúcidas.
Julio era barranquino no solo por dirección postal, sino por identidad profunda. Su casona de estilo republicano, ubicada en una arteria tradicional del distrito, parecía brotar del mismo espíritu del barrio: bohemio, culto y resistente. Allí vivía con su familia. Y allí, además de libros y conversaciones, también florecía otra de sus pasiones: la pintura y el dibujo. Porque sí, Julio Hevia también dibujaba y pintaba durante años. Lo hacía con la misma intensidad con la que pensaba, con una línea vibrante que dialogaba con sus obsesiones teóricas. Años después de su partida, se organizó una muestra póstuma que reveló esa veta poco conocida, pero profundamente auténtica.

Aunque académico de formación, Julio fue, sobre todo, un observador. No del tipo que se oculta tras el vidrio de una biblioteca, sino el que recorre mercados, conversa con las caseras, con choferes, y escucha sin prejuicio. Fue una especie de sociólogo fáctico por vocación, y psicoanalista por convicción, pero por encima de todo, fue un amante de la polis: de sus lenguajes, tensiones, afectos y contradicciones.
Sus libros —“El limeño como estereotipo” (1988), “Pantallas, frecuencias y escenarios” (1994), “Lenguas y devenires en pugna” (2002) y “¡Habla, jugador!” (2008)— son, en el fondo, mapas del inconsciente colectivo limeño. Un archivo afectivo de nuestras maneras de ser, hablar, chonguear y sobrevivir.
Una conversación en Barranco
Un buen día, cuando yo editaba la sección de cultura de un diario local, decidí escribir sobre él y de sus filudos trabajos y publicaciones que siempre le median el pulso a la ciudad y a los habitantes de Perusalén. Y como buenos vecinos nos encontramos en el corazón de Barranco para dar rienda suelta a nuestra conversa, que primero empezó con rígidos enfoques metodológicos de academicismo y terminó con un lenguaje tan coloquial, en una charla chispeante, muy a lo “chocherita” como se decía antes, o a lo “brother”, como aún se sigue diciendo hasta hoy. La entrevista que le realicé en el mes patrio del 2015, la titulé: Julio Hevia: «Tener calle, ya es un valor positivo».
Aquella mañana, hablamos de Lennon, de Kubrick, del cine y de Freud. Saltamos de los barrios bravos del Llauca, la Rica Vicky y el Rímac, a la sabiduría “cayetana”.
Algo que siempre perdurará en el tiempo, es ese principio de la pedagogía fáctica, que nos predica: “Si quieres romper las reglas, primero apréndetelas”. Y entonces le pregunté: si tú fuiste un maestro de cátedras y le rendías tributo a la academia y a la metodología de la investigación, ¿cómo es que tienes tanta calle? Y con la frescura de quien nunca necesitó impostar sabiduría, Julio empezó a romper algunos sagrados mitos y agregó: “Los teóricos de gabinete no sirven de nada si no salen a la calle a contrastar sus epistemes”.

Las calles fueron su aula
Cuando le pregunté sobre su recorrido callejero, él recordó: “Yo siempre pisé la calle, porque tampoco me acomodaba por mi propio estilo al almidón académico, y ahí también experimenté anticuerpos. Yo he caminado mucho en la calle, y el primer libro que publiqué está hecho de experiencias que yo detecté en la calle”.
Fue entonces que le lancé la pregunta que había estado rondando mi mente… ¿si de niño alguna vez jugó la canga, matagente, y el trompo? su respuesta fue honesta: “Yo jugaba canicas. No era muy bueno, y me acuerdo que tenía un vecino que me andaba quebrando las canicas. También he sido pelotero de la calle toda la vida, y además aprendí que yo tenía que ser más rápido que el otro, porque yo no era muy grande”.
Su relato tenía la precisión de una escena de cine neorrealista: sudor, barro, y una pelota improvisada como centro de todo.
Julio Hevia era tan carismático y entrador, que tenía ese raro don de caer bien. Y aquel día me contó entre risas, que una vez subió a un taxi y empezó a hablar con el chofer. Al poco rato, el taxista detuvo el auto, lo miró y le dijo: —“Bájate”—. Sorprendido, Julio preguntó ¿por qué? —Porque yo te iba a cuadrar —le respondió el conductor—, pero me has caído bien. Así que bájate nomás—”.
Hoy, su voz sigue viva en sus textos, en sus otroras alumnos de la universidad de Lima que aún citan sus frases en sus vidas profesionales. En esa muestra pictórica que dejó como legado silencioso, y en esa casona de Barranco que aún parece esperarlo con la puerta entornada.
Julio Hevia no solo pensó al Perú. Lo escuchó, lo caminó, lo acarició con las palabras. Y desde ese lugar profundo —el de los que no se conforman con mirar desde la ventana—, nos enseñó que la calle no es solo un espacio geográfico, sino una gran escuela de sabiduría.
Cultura
Luiz Carlos Reátegui: «Es necesario democratizar la literatura peruana» [VIDEO]
Nuestro invitado vive entre la literatura y la política. En esta entrevista nos cuenta su experiencia literaria y su incursión en la arena política peruana. Además, conversamos sobre lo bueno y lo malo de la FIL de Lima.

A dos meses de que se inicie la Feria Internacional del Libro de Lima, tuvimos como invitado en el podcast de Lima Gris a Luiz Carlos Reátegui, un talentoso escritor que en el 2018 ganó el Premio Copé con su cuento La casa abuela. Además, con su relato Prohibido besar a las cholas obtuvo el premio internacional Planeta Cuba. Una historia que se volvió viral, agotando el libro a pocos días de su presentación en la FIL de ese mismo año.
En la obra de Reátegui se destaca su aguda sensibilidad social y su capacidad para retratar las tensiones culturales del Perú contemporáneo. Su trabajo ha sido celebrado por su autenticidad, su mirada regional y su compromiso con las voces marginadas del país. A lo largo de su carrera, Reátegui ha cultivado diversos géneros, desde el cuento hasta la novela, como su obra histórica Isabella Nápoles, siempre con un estilo evocador y honesto que interpela al lector.
Su literatura no solo narra, sino que también denuncia, reflexiona y rescata, convirtiéndose en una herramienta de memoria y resistencia cultural.
En esta entrevista nos habla de su experiencia como escritor, su incursión en la política y su búsqueda por el sillón municipal de Jesús María. También lanza algunos dardos sobre la gestión de la Feria Internacional del Libro de Lima y recomienda algunas mejoras que debería hacer la Cámara Peruana del Libro.
Aquí el podcast completo por Neo TV.
Cultura
Geometría y acero bajo el mismo cielo
El hombre Pentágono y el misterio de las formas: esa es la nueva bipersonal de Mónica González Tobón y Percy Zorrilla. Va en La Galería de San Isidro hasta el 6 de junio.

En su taller de Cieneguilla el silencio se quiebra solo con el sonido del metal al ser moldeado. Mónica González Tobón y Percy Zorrilla han construido algo más que esculturas: una vida. Ella, colombiana de nacimiento y peruana por elección; él, limeño de raíces andinas. Ambos, nacidos en 1971, se conocieron en las aulas de la Facultad de Arte de la PUCP.
Desde entonces, Mónica —ganadora del Primer Premio en Escultura— y Percy —destacado por su audacia en pintura y volumen— iniciaron un viaje creativo que hoy, tres décadas después, desemboca en El hombre Pentágono y el misterio de las formas, bipersonal que inauguran el 14 de mayo en La Galería de San Isidro.
Ambos —ella con nueve individuales y premios en Dubái y Alemania, y Percy, con obras en Vietnam y Argentina— representan esa rara conjunción de talento y tenacidad. «En los 90, el arte en Perú era un acto de fe», recuerda ella, mientras señala los certificados de sus logros: el Premio Hobart (2013) por una escultura pública en San Miguel, o su mención en el Museum of Americas (2007) por explorar lo femenino en el acero.
Percy, por su parte, acumula distinciones como el Premio Nacional de la Juventud (2003) y participaciones en diferentes bienales, desde el Chaco hasta Da Nang. «Nuestras obras viajan más que nosotros», bromea, refiriéndose a las piezas que habitan plazas en Lima, Büdelsdorf y Buenos Aires.

-Cosmogonía de metal-
La muestra —que incluye una pieza conjunta, seis esculturas de Mónica y cuatro de Percy— es un homenaje a la geometría sagrada. «El pentágono es el hombre buscando su lugar en el universo», explica ella, mientras ajusta un relieve que parece flotar. Para Percy, el material es un aliado: «El acero nos permite vencer la gravedad, como si las leyes físicas cedieran ante lo espiritual».
Influenciados por Oteiza y Winternitz, pero también por los frisos Ychsmas de Cieneguilla, sus obras son «vacíos activos» que dialogan con Kandinsky y Turrell. «No es minimalismo —aclara Mónica—, es lenguaje del alma».
La dinámica de creación es tan singular como su historia: cinco hijos, árboles plantados juntos y discusiones sobre ángulos y vacíos. «Nuestra pieza colaborativa (‘El hombre pentágono’) es como nuestro matrimonio: dos visiones que se complementan», confiesa Percy. Mónica añade: «Él piensa en grande; yo, en lo esencial». Esta síntesis se plasma en la distribución de la muestra, donde sus obras no compiten, sino que «orbitan como planetas», según el curador.

-Ritual de lo habitual-
Así, desde el 14 de mayo San Isidro será testigo de cómo el acero se vuelve poesía. Entre las piezas destacan “Microcosmos” (Mónica), una estructura que atrapa la luz del atardecer, y “Tawantinsuyu” (Percy), un homenaje a la cosmovisión andina. «Queremos que el público sienta que el arte es un ritual», dicen.
Con esta exposición —que luego viajará a Alemania—, los Zorrilla no solo celebran su trayectoria, sino que desafían la indiferencia hacia el arte público en Perú. «Seguiremos plantando esculturas como si fueran árboles», prometen. Y uno les cree: después de todo, ya lo han hecho en medio mundo. Aplausos.
Lugar: La Galería
Dirección: Conde de la Monclova 255 – San Isidro
Horario: De lunes a viernes de 11 a 7 pm. Sábados de 3 a 7 pm
Hasta: 6 de junio.
Cultura
Un amigo escritor para Hitler: El obituario del Premio Nobel
Lee la columna de Hans Herrera Núñez

Si usted cree que Vargas Llosa es controversial, es porque no conoce a Knut Hamsun. Se cumplen 80 años en que el 30 de abril murió Hitler en la Cancillería de Berlín. Una semana después, en Noruega, la leyenda de la literatura escandinava, Hamsun, escribiría un obituario en honor del Gran Dictador de Europa.
Hamsun en 1945 tenía 86 años, el famosos novelista y premio Nobel, era una leyenda viviente entonces, autor de obras maestras como Hambre y Pan que desarrollan la novela psicológica heredera de Dostoievski en una exploración acertada del monólogo interior de sus protagonistas.
Durante el ascenso de Hitler y luego durante la ocupación de Noruega por Alemania, el inmortal escritor se mostró favorable a Hitler.
El obituario de Hitler
Knut Hamsun escribió en mayo de 1945, estando la guerra perdida, un obituario de Adolf Hitler en el periódico Aftenposten. El panegírico de Hamsun a Hitler sirvió como artículo principal del periódico colaboracionista sobre la muerte de Hitler.
El breve obituario dice en su totalidad:
«No soy digno de hablar en nombre de Adolf Hitler, y su vida y sus acciones no me incitan a ninguna provocación sentimental. Hitler fue un guerrero, un guerrero por la humanidad y un predicador del evangelio de la justicia para todas las naciones. Fue un reformador de primer orden, y su destino histórico fue actuar en una época de brutalidad sin igual, que al final le falló.
Así puede el ciudadano europeo occidental mirar a Adolf Hitler. Y nosotros, sus seguidores más cercanos, inclinamos la cabeza ante su muerte”, escribió Knut Hamsun.

El obituario se publicó la noche del 7 de mayo de 1945, una semana después de la muerte de Hitler.
Cuando su hijo Tore le preguntó sobre el motivo de este obituario, Knut Hamsun respondió: “Fue un gesto de caballerosidad hacia un gran caído”.
Para el propio Hamsun, el obituario y otras declaraciones y escritos llevaron a su arresto poco después del fin de la guerra. Sin embargo, los cargos en su contra se suavizaron cuando el profesor Gabriel Langfeldt y el médico jefe Ørnulv Ødegård determinaron que tenía “capacidades mentales permanentemente deterioradas”.
Antes de morir fue acusado de traición y finalmente fue seriamente multado y calificado de loco. En 1948, tuvo que pagar una suma ruinosa al gobierno noruego de 325.000 coronas (65.000 dólares o 16.250 libras esterlinas en aquel entonces) por su presunta afiliación al Nasjonal Samling y por el apoyo moral que brindó a los alemanes, pero fue absuelto de cualquier afiliación nazi directa. Si era miembro del Nasjonal Samling o no, y si sus capacidades mentales estaban deterioradas, es un tema muy debatido incluso hoy en día.

Hamsun declaró que nunca migró a ningún partido político. Escribió su último libro a los 90 años, Paa giengrodde Stier (Sobre senderos cubiertos de maleza), en 1949, un libro que muchos consideran una prueba de su capacidad mental. En él, critica duramente a los psiquiatras y a los jueces y, con sus propias palabras, demuestra que no está enfermo mental. Hamsun murió en 1952.
Después de la guerra, los noruegos quemaron libros de Hansum y su recuerdo sigue siendo espinoso entre sus compatriotas. Como dijo una escritora de su país, ningún noruego habla abiertamente de Hansum pero todos tienen al menos un libro suyo en casa.
El autor danés Thorkild Hansen investigó el juicio y escribió el libro “El juicio de Hamsun” (1978), que causó revuelo en Noruega. Entre otras cosas, Hansen declaró: “Si quieres conocer idiotas, ve a Noruega”, pues consideraba indignante ese trato al veterano autor ganador del Premio Nobel. En 1996, el cineasta sueco Jan Troell basó la película “Hamsun” en el libro de Hansen. En “Hamsun”, el actor sueco Max von Sydow interpreta a Knut Hamsun; su esposa, Marie, es interpretada por la actriz danesa Ghita Nørby.
El profesor Atle Kittang, de la Universidad de Bergen, escribió sobre el legado de Hamsun en el sitio web del Centro Knut Hamsun. Afirmó que existían razones complejas detrás de la publicación del obituario por parte de Hamsun. Señala que, tras su único encuentro en 1943, Hitler no ocupaba un lugar destacado en la evaluación de Hamsun. En consecuencia, Kittang cree que el obituario debería considerarse parte de la necesidad de provocación de Hamsun, como lo demuestran su vida y obra.

Hamsun, la leyenda de la literatura
Más de medio siglo antes, un joven Hamsun se oponía al realismo y al naturalismo. Argumentaba que el objeto principal de la literatura modernista debía ser la complejidad de la mente humana, que los escritores debían describir el «susurro de la sangre y la súplica de la médula ósea». Hamsun se convertiría muy pronto hacia 1800 a ser considerado el «líder de la revuelta neorromántica de principios del siglo XX».
Entre sus admiradores se encontraban Thomas Mann, Hermann Hesse, Robert Musil, Arthur Schnitzler, Jakob Wassermann, Stefan Zweig, Martin Buber, Arnold Schoenberg y Alfred Einstein. Todos ellos contribuyeron a la publicación conmemorativa que se publicó en Alemania con motivo del 70º cumpleaños de Hamsun. Al Festschrift publicado en Noruega con el mismo motivo también contribuyeron Maxim Gorki, Gerhart Hauptmann, Heinrich Mann, Tomáš Garrigue Masaryk y André Gide. Otros admiradores incluían a Ernest Hemingway, Franz Kafka, John Galsworthy, Henry Miller e incluso el joven Bertolt Brecht. Uno de los periodistas y escritores más conocidos de Alemania en aquel momento, Kurt Tucholsky, también confesó en un breve artículo en el Vossische Zeitung del 1 de enero de 1928: “Kurt Tucholsky ama… a Hamsun”
Todo empezó en 1888, cuando el barco de vapor danés Thingvalla en que viajaba un Hamsun pobre y desconocido se encontraría con la musa. Fue en ese viaje en que su barco estuvo amarrado en Kristiania durante un día en su camino de EEUU a Copenhague, que dicha ciudad danesa le trajo recuerdos desagradables del año 1886, cuando tuvo que soportar allí un duro período de hambre, sin trabajo. Hamsun no abandonó el barco y esa noche escribió las primeras líneas de la novela, que ya capturan la atmósfera opresiva de todo el libro:
«Fue en ese tiempo cuando yo vagaba y me moría de hambre en Cristianía, en esa ciudad extraña de la que nadie se va hasta que ha sido marcado por ella”.
En Copenhague alquiló una habitación en el ático y, padeciendo nuevamente hambre, continuó escribiendo. Presentó el manuscrito inacabado a Edvard Brandes, el editor de arte del periódico Politiken. Profundamente conmovido, Brandes persuadió a Carl Behrens para que publicara partes del libro de forma anónima en la revista danesa Ny jord (Nueva Tierra) en noviembre. La obra llamó inmediatamente la atención por la radicalidad de su representación y su ruptura con el concepto aún joven del nuevo realismo. La revista Dagblad pronto reveló el misterio que rodea la identidad del autor. Hamsun continuó trabajando en la obra, que fue publicada íntegramente, aunque todavía de forma anónima, en 1890. Ese mismo año fue publicada en traducción alemana por Samuel Fischer.
Hambre narra en primera persona el declive físico y psicológico de un joven escritor y periodista fracasado en Kristiania, la actual Oslo. De vez en cuando logra vender un artículo a un periódico, pero sus ganancias rara vez son suficientes para cubrir comida y alojamiento, por lo que deambula por la ciudad hambriento y a veces incluso sin hogar. Al intentar ocultar su precaria situación, el narrador en primera persona la empeora aún más. Describe su estado mental con gran detalle y de forma vívida; Su estado de ánimo fluctúa entre la depresión, la euforia, la desesperación y la vergüenza.
El narrador anónimo en primera persona sale de su habitación y camina sin rumbo por Cristianía. Cuando conoce a un hombre pobre, a pesar de su propia situación, empeña su chaleco y le da la mayor parte del dinero que recibe. Poco después, persigue a una mujer, luego busca un empleo y fracasa, después se le ocurre un texto brillante y escribe lo que intuyo es una obra maestra, envía el manuscrito a un editor, sin un centavo y viviendo en la calle se le ocurre entrar furtivamente a la habitación que alquilaba y de donde lo echaron por deudor, y es entonces que descubre una carta, su libro tiene suerte y le han adelantado 10 coronas. Aquí empieza la historia.

El autor y crítico danés Erik Skram elogió la obra como un “acontecimiento literario de primer orden”, y el crítico noruego Carl Nærup escribió en 1895 que “sentó las bases de una nueva literatura en Escandinavia”. Muchos críticos consideran que la novela es la mejor obra de Hamsun. El autor se hizo famoso de la noche a la mañana, fue un invitado bienvenido en los círculos intelectuales y fue invitado a dar lecturas en los EE.UU.
Influenciado por la psicología de Dostoievski (el narrador recuerda ciertos rasgos de Raskolnikov, el antihéroe de Crimen y castigo, pero también protagonista de El sótano) y por el naturalismo de Zola, Hamsun, en Hambre, prefigura también los escritos de Kafka y de la literatura existencialista del siglo XX.
Recepción en el siglo XXI: En su novela de 2017 Suleika abre sus ojos, Gusel Jachina retoma una imagen de Hamsun: la gente intenta superar el hambre cortándose con un cuchillo y chupándose la sangre de los dedos.
Respecto a esta raza de artistas vagabundos descrito en Hambre, Virginia Nicholson escribe en Among the bohemians: Experiments in Living 1900-1939:
«Después de cincuenta años podríamos juzgar que la pobreza de Dylan Thomas era noble, mientras que la de Nina Hamnett no tenía sentido. Sin embargo, una artista menor y sin dinero se vuelve igual de famélica que un genio. ¿Qué los impulsó a hacerlo? Creo que tales personas no sólo escogieron el arte, sino también la vida de artista. El arte les ofreció un estilo de vida diferente, uno que creyeron les compensaba de la pérdida de comodidades y respetabilidad».
Tal vez Hamsun viera en Hitler a aquel artista frustrado que como él vivió el hambre y la soledad del anonimato en esa otra Christiania llamada Viena.
«En aquel tiempo tenía hambre y vagaba por Christiania, esa extraña ciudad de la que nadie sale sin llevar sus marcas…»

Por Edwin Sarmiento
(Estando yo en un pueblito, por las alturas de Lima, y sin Internet, se murió mi amigo Jorge Acuña, el mimo más grande que tuvimos en la década del 70 en el Perú. Se nos fue a la edad de 94 años. Las redes sociales se llenaron de nostalgia al informar de este desenlace. Y pensar que Jorge era un tipazo fuera de serie. Hace cuatro años yo publiqué en mi muro una semblanza de dos amigos: el poeta Reynaldo Naranjo y el mimo Jorge Acuña, con quienes aparezco en una fotografía de esas que nos tomamos, casi siempre, con el corazón. Muerto Naranjo, hace unos años, y ahora Acuña, hace unos días, deseo compartir este texto a modo de homenaje a ambos y a esas épocas doradas que nos tocó vivir)
I
Debió ser en la Casa de la Literatura, al costado de Palacio de Gobierno, cuando algún amigo nos tomó esta fotografía. No recuerdo, exactamente, el año. Aquí estoy junto al poeta y periodista Reynaldo Naranjo y el actor peruano, mimo y promotor del teatro de la calle, Jorge Acuña (al centro y de pelo cano). Él debe estar cumpliendo, ahora, 91 años, en Suecia, donde radica, mientras que Naranjo nos dejó cuando tenía 84, hace dos años, al ser atropellado por un camión, cuando cruzaba, una mañana, la avenida Benavides, en Miraflores. Con ambos alterné en situaciones distintas de mi vida. Al poeta lo recuerdo con la sonrisa y picardía criolla, permanentes. Fue uno de los mejores tituleros que tenía el periodismo de los 70. Convivieron en él la creatividad del poeta social, con la neurosis de los cierres de edición en las salas de redacción de diarios y revistas, en los cuales trabajó como periodista. Cuando coincidíamos en el bar Palermo de la Av. Colmena, yo recitaba este poema, escrito en 1968: (A un edificio en construcción) “Obreros y cemento/ curiosos e ingenieros/ ingresan a la gran mezcladora// Mientras el ruido gira/ va naciendo el gigante/ hijo robusto/ que ha de crecer/ hasta el veintavo piso// Danza de músculos/ de cerebros y días// Nos pararemos/ en el piso más alto/ tal los conquistadores/ de las altas montañas// Alzaremos los brazos/ para tocar el cielo/ y el flamante ascensor,/ como nave dorada,/ nos dejará en la tierra/ con las manos vacías// Vendrá la burocracia// Gerentes, policías,/ padrinos y ahijados// Contratarán porteros/ y nos serán cerradas/ las puertas que pusimos” Luego de un reverencial silencio, yo preguntaba, ¿recuerdas quién escribió este tremendo poema? Y él, soltando esa carcajada que llegaba hasta la Casona de San Marcos, decía, creo que fue un tal Reynaldo Naranjo. Y yo gritaba: ¡respuesta correcta! Junto a César Calvo, Javier Heraud, Arturo Corcuera, Mario Razzeto fue una las figuras representativas de la denominada generación del sesenta. Naranjo, Calvo y el poeta uruguayo Alfredo Zitarrosa fundaron, en algún momento, la Casa de la Poesía, en el distrito de Barranco. Luego, grabaría con Calvo y el músico Carlos Hayre, el disco Poemas y Canciones, que los muchachos de entonces, escuchábamos en el LP que circulaba de mano en mano, prestadito nomás.
II
Jorge Acuña es un tipazo, un actor de primera, un mimo que empezaba su función, al aire libre, en la plaza San Martín, a las tres de la tarde. Lo hacía colocando, primero, un letrerito sobre cartón y escrito a plumón que decía: «Todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él” (César Vallejo). Luego, procedía, lentamente, a maquillarse la cara, mientras los curiosos se iban aglomerando, formando un semicírculo que él había trazado, previamente, con tiza, muy cerca del monumento al libertador San Martín. Las tardes, si eran de invierno, empezaban a calentarse a medida que la gente, mayormente de rostro cobrizo, empezaba a compactarse codo a codo, hombro a hombre, uno detrás de otro, hasta que empezaba la función. El mimo iniciaba su trabajo con una explicación sobre el teatro, señalando la función del artista en un país pobre como el nuestro, la necesidad de que el buen arte debería salir a las calles a buscar al pueblo, lejos de esperar en salas pequeñas y selectivas, sólo al alcance de quienes podían pagar una entrada y en este chamullo, que la gente escuchaba en silencio, el actor terminaba citando a Vallejo, a Mariátegui, también al Che Guevara, a Marx y a un largo etcétera marxista, maoísta, pensamiento Mao Tze Tung. Y sus amigos, que no éramos pocos, nos arrancábamos con unos aplausos, seguidos por un público que por casualidad pasaba, esa hora de la tarde, por la plaza San Martín. Ya en el “tempo” exacto del buen arte, Acuña se arrancaba con su lenguaje corporal moviendo manos, brazos y piernas, o abriendo los ojos, lo más que podía, o cerrándolos, si sus historias tenían que ver con trepar las paredes, abrir las puertas, cocinar una sopita, asombrarse de algo o soportar el terror de una mala noticia, en fin. El público reía a rabiar, comentaba en voz alta, aquello que el mimo los iba describiendo, en silencio, sólo con el movimiento de su cuerpo. Dos horas más tarde, el público seguía aplaudiendo y él decía que al artista no había que explotarlo, porque era un trabajador como cualquiera y tenía derecho a ser recompensado. Aclaraba que esa recompensa sería voluntaria y gracias por su apoyo, compañeros. Es cuando sus ganchos, o sea, nosotros, le ayudábamos a pasar el sombrero entre el público que iba soltando un sol, dos soles, una china, a veces un caramelo, como después descubriríamos al hacer el recuento en el bar Palermo, a eso de las seis de la tarde, cuando, en una mesa, hacia el extremo del bar, nos instalábamos para acompañarlo hasta pasada la medianoche. Él formaba montoncitos de diez soles cada uno y cuando ya no había nada que contar, Acuña, separaba la mitad de lo que había en la mesa, lo guardaba en un bolsillo y decía que el resto sería para disfrutar la noche y así era. Ahora que ya no estará con nosotros, me viene la nostalgia. Fue un tipazo.
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