Foto: Kaveh Golestan.
1.
Camagüey no queda en Cuba, vive en el corazón de los vecinos de La Victoria en Lima. Camagüey es la orquesta emblemática del barrio popular limeño que tiene en el jirón Huatica (luego Renovación) a un sumario de expresiones populares que van desde las matronas probas pasando por los jugadores, los bohemios, las prostitutas, los hueseros, los espiritistas, los homosexuales, los palomillas y hasta las cocineras. Hoy es tajo cicatrizado en lo que estuvo la demarcación de La Victoria, distrito que en los apachurrantes años 50 en Lima, fue la primera jurisdicción en sufrir las consecuencias de la modernidad y la masa migratoria. Desde el primer mall que en ese entonces fue La Parada de snack bar, heladerías y fuentes de sodas, los coliseos como reductos de la música andina y hasta los cerros urbanizados por chozas y casuchas.
El jirón Huatica era ya emblemático porque toma ese nombre por el río Huatica que venía desde el molino de Santa Clara en los Barrios Altos y más allá desde la bocatoma del rio Rímac. Luego, en sus nueve cuadras se exponía la filosofía y la polisemia del barrio. Y el barrio –según los fastos de las ciencias sociales– fue el espacio controversial de su cultura, su economía y su leyenda. Luego se llamaría jirón 20 de setiembre y después solo jirón Renovación. Entre esos nombres cruzó un periodo donde los procesos culturales sufrieron las propias contradicciones de reacomodo y donde sus gentes gozaron entre los fastos de la religión (el Señor de los Milagros), el fútbol (el club Alianza Lima), la cocina criolla (La Valentina) y la música criolla (Los Embajadores Criollos), la música tropical latina (La orquesta Camagüey). Todo ello habitado violentamente por personajes del hampa, la vida alegre, los bajos fondos, la bohemia, el acervo criollo y el juego.
El arquitecto Roberto Prieto publicó en el 2009 su libro de investigación: “Guía secreta. Barrios Rojos y Casas de Prostitución en la Historia de Lima” donde detalla cómo desde 1928 y hasta 1956 las autoridades ediles ordenaron la concentración de casas de citas (casas de licencia hubiese dicho el Dr. Pocho Ríos) en el jirón Huatica Las calle entonces fueron tomadas por prostitutas que, apostadas en las ventanas de sus casas, recibían a urgidos parroquianos. La fisonomía del jirón era festiva: aguateros, fritangueros, guardianes y cafichos pululaban murmurando y riendo resueltos. De aquella explosión comercial se beneficiarían algunos comerciantes que instalaron fondas y cantinas y luego se mudarían a la Av. Manco Cápac y hasta a San Isidro. Qué servía, pues caldos de gallina, pescados en frituras y emolientes con ruster (aguardiente).
2.
Lima, 1945, se acaba la Segunda Guerra Mundial. En las primeras cuadras operaba el lupanario central de la capital. El jirón se llamó entonces 20 de setiembre pero tiempo después fue simplemente Huatica porque el acequión del mismo nombre lo hería a la altura de la sétima manzana. Las prostitutas se “vivían” en pequeñas casas con lamparines rojos con ventanas como escaparates donde se mostraban sin refajos sus encantos corpóreos. Las había extranjeras –las francesas, las chilenas, las argentinas– y nacionales. Las ofrecían de varias edades, núbiles, maltoncitas, duras o blanditas. Las crónicas de la época cuentan de batidas y crímenes. El lugar sin límites, era refugiio también del lumpenaje capitalino. Delincuentes del bravo y de toda calaña convivían con cadetes del Leoncio Prado -según MVLl-, señoritos de barrios clasemedieros con estibadores y catchascanistas con centros halfs de equipos de Segunda.
Y la matiné era rosa y mucho más roja todavía. A las 5 de la tarde y muerta Lola e Ignacio Sánchez Mejías en otras plazas, aparecían Ruperta, la negra con su olla de café con infusión de pétalos de pensamiento y nomeolvides, sus lornas torcidas recién pescadas en Agua Dulce y un perol negro con el aceite del mismo Monte de los Olivos. Ruperta y los sánguches de relleno negro, de aceitunas negras y conciencia negra.
Renovación se estrella en su cuadra nueve frente a un paredón de Isabel la Católica. Y termina su marcha peripatética en una fuente de parihuela del «Dely», restaurante con toldo azul y un panzón del propietario con dos canales, Pero el «Dely» es un comedero del corte tropical. Antaño, Renovación tenía pista de bailes con baches de aserrín, mares de pisco y cervezas doradas como los muslos de la Nanette, otrora madame del catre y después convertida en propietaria del primer chongo cosmopolita y que años más tarde se trasladara a la avenida Colonial a la vera del tranvía que iba al Callao.
Foto: Kaveh Golestan
3.
En 1945 se pavimentó también la calleja. Entonces Alejandro “El manchaó” Arteaga se casaba con Valentina Barrionuevo, «La Valentina». Dizque la trajo raptada de Barranco, con calzón blanco y aferrada a un rosario y un cuadro con el Señor de las Caídas. Se afincaron en la cuadra cinco e hicieron templo de la marinera y sopa aventada sus aposentos. Los hijos llegaron después y los gatos habían desaparecido del barrunto porque era presa de la voracidad de la canallada jaranera, cantora de valses vieneses con la lengua de la autopías.
«El bar chicha» era discoteca adelantada, se bailaba los boleros del cuarteto Caney y las parejas se frotaban por la urgencia sensual que provocaba Orlando Guerra “Cascarita” antes de partir al lecho de los gritos supremos. La liviandad se acorazaba con el perfume barato y éste con la fragancia de las axilas en baño maría. Desde la avenida Grau la calle trasuntaba lujuria del pobre y escozor en los recoldos de las inglés. Era la Lima de la pichicata, la butifarra y el chilcano Cuatro Bocas.
El prefecto capitalino de apellido planillero, vestido de visto bueno, apadrinaba la comparsa rijosa de la noche, sus actores de sonrisa triste, el maquillaje de las provocaciones y los corazones alegretes por el deseo de las brujas del profundo meneo. Y junto al río y entre las sábanas, sonreía «Carlota», el andrógino de velo hirsuto y mirada de egipcia ajusticiada por las turbas de la historia. Su lupanar gozó de prez y lisonja antes del cero positivo. “Carlota” era un macho de siete suelas, pero su robustez se transformaba en delicado mohín y mimos primorosos cuando escuchaba La Lupe degollar un bolero.
4.
En la cuadra cinco también se instaló Reynaldo Menacho. El zambo era cantor y cariñoso con la olla y la familia. Era también cantante de gesta, de epopeya popular y por eso se acolleraba con Avelino Ciudad, un cantautor anticipado, bohemio elegante y dichoso en el hablar. Eran dueños, pues, de encanto y convocatoria, de ahí que los invitaban a cuanto cumpleaños, bautizo, cortapelo y velorio se celebraba en la abigarrada vecindad. Y Renovación podía darse el lujo de futbolistas y personajes leyendosos, Los Cavero de la cuadra siete y los Eral tres cuadras más arriba. Y era justo tener templo y cofradía, por eso la gente se amanecía en el Centro Musical Yufra, donde pueblan los bordones de Oscar Avilés, y es Yufra en honor de un italiano que tenía tienda de abarrotes en 28 de Julio y del Centro Musical Victoria, parroquia de la melancolía en estado puro y sincero.
Y fue Menacho quien se puso al frente de la Orquesta Internacional Camagüey, pero estoy hablando de esa transforma de los años ochentas. Reynaldo en el extremo del digno amor observó un día que ya sus hijos tenían barbas, amén de ser hinchas del Alianza Lima. Entonces se dijo para sus adentros que era la hora del Señor. Toda aquella herencia del son se había posesionado de su prole, y Adolfo ya tocaba las blancas y las negras, musicalmente digo, y Reynaldo, el junior, cantaba con el trino dulzón de sus epígonos. Y así, el barrio se aferró a la fiesta y la orgía de la rumba abierta y el salvaje contemporáneo.
El son de una yuxtaposición de magia –ahora blanca– y santería, estaba con sus dioses iluminando la familia. Y ese barrio necesitaba de una sinfonía, aquella que se construye con los glóbulos negros y sus jugos. Fue simbiosis atrapando la diáspora africana. Fue catarsis y virus en el alma. Fue sentimiento en las fibras del soneo y tradujo el feeling con sus brasas en sus cantos y el desgarrado pendejeo. Era la música de la afiebrada pelvis, y el punto de los cueros repujados por las manos de los zambos hijos ilustres del jubileo de la dura calle.
5.
La orquesta Camagüey es el pendón del barrio. Y sirve para inflamar la molleja y adobar la husamandrapa. Hace unos meses, sus presentaciones en el Kímbara –el Partenón de ritmos sublimes–, era la explosión de la neura del callejón. Hasta allí llegaban los hedonistas del pueblo y sus hervores. Y en la noche de las luces láser encontraban en aquella música calumniosa, la pasión desatada de sus coyunturas más sensible a las emociones fulminantes.
No habían grabado disco todavía porque a Adolfo Menacho le revienta la imperfección. Su pueblo, no obstante, se acerca a los conciertos y en sus cajas negras de sonido graban, industrializan, piratean y hoy, desde Polvos Azules hasta Mesa Redonda pasando por la avenida Larco, los casetes de la «Camagüey en vivo» se venden como los calzones amarillos en Año Nuevo. Cierto, la calidad es pésima, la oferta, sin embargo, no desmaya.
Preguntados los Menacho en su casa estudio del mismo jirón Renovación, dicen que si bien la orquesta ya está consolidada –los 17 músicos y los técnicos– han ingresado a la búsqueda de la promotora, aquella que se funde con el auspicio de la empresa privada y haga posible la grabación de los clásicos Camagüey en un estudio acorde con la calidad comprobada de la agrupación. Y esa misma tarde, los contactos con una compañía cubana se establecían de manera auspiciosa, y en breve será posible un viaje a La Habana para materializar el CD tantas veces escuchado en la imaginación del victoriano, para tatuar en los oídos de aquel sujeto, que baila con el corazón antes que los pies, el poder de su melao y su sandunga.
Foto: Kaveh Golestan
Y aquel sujeto no es otro que Orestes Donayre, 48 años, natural de Pisco y que tiene a la familia en el Callejón de la Conducta -dos ambientes, amén de una cocina a kerosene- y el baño común. Orestes, desconcertado por el choloneoliberalismo, marginal por necesidad, ha ingresado al recurseo, al comercio informal, al «paqueterismo». Por la noche, después de terminar con la venta de polos en el jirón de la Unión, en la cuadra ocho trabaja en “los pases” y logra redondear -confesión aparte- un ingreso que alcanza los 100 soles. El también fuma PBC por las madrugadas con su botella de anisado, pero dice que sus hijos van al colegio y come carne de res tres veces por semana. No es achorado, como lo sienten sus coterráneos, pero la pega de renegado para que lo dejen en paz los vecinos y algunos patrulleros que siempre caen a medianoche.
6.
Junto al callejón de Orestes está el restaurante cinco navajas de «La jorobada», reina y señora del sudado de pintadilla, un pescado de élite, apropiado para la resaca del pay. La doña es ducha en los oxidados rencores del barrunto. Ella misma cura entuertos, limpia almas y saca el mal del ojo de raíz. Severo Huaycochea, correcto reportero gráfico de unas cuadras más allá, confiesa que una noche luego de una orgía de pintadillas y cachemas, descubrió que a sus años le había crecido el instrumento, el de cuero y de 32 paños. Desde esa fecha, es fanático del mestizaje cultural del sudado, una suerte de engrudo sápido al culantro reptil, el kión agreste y la pimienta negra de bola, todo a la siesta de la harina de chuño y las cebollas brutas cortadas a dentelladas.
Barrio de peloteros, de músicos, de bravos y otros personajes marginales extraídos de la dantesca celda de la droga. Existen, ahí viven o están muriendo. Renovación es aquel mosaico de rostros en el paredón del son, aquella danza del campo cubano que llegó a las urbes del mundo para bañar con su clave la necesidad de ser feliz. El son viene de la estructuras africanas, de su fuente bantú daomeyana, se hace mestiza por el ron y entabla rezo y sinfonía con lo criollo. Ahí habitan los movimientos básicos, el de la cama y el de la pista de baile. Movimientos de la erótica y la poesía. Sinfonía para caminar con el bumbaó de los guapos, aquellos que pueblan Renovación, punto de fugas, danzas y contradanzas, nervio de la cultura del barrio. El barrio patria de todas las músicas.