La cineasta belga Chantal Akerman (Bruselas, 1950 – París, 2015), fue autora de una obra muy personal, en donde junto a las referencias biográficas -como la relación con su madre (sobreviviente de los campos de concentración nazi), explícita en News from Home (1977) o en No Home Movie (2015)-, abordó asuntos como el tránsito continuo y el desarraigo (Les Rendez-vous d’Anna, 1978); también agudos conflictos sociales (Sud, 1999); la exploración militante del mundo femenino, en Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), e hizo peculiares adaptaciones de obras literarias, como La Captive (2000) o La Folie Almayer (2011).
Su trabajo, caracterizado por el uso de técnicas narrativas no convencionales, estuvo influenciado por la Nouvelle Vague (en particular los filmes de Godard) y la vanguardia norteamericana de los años sesentas del siglo pasado (Michael Snow, Stan Brakhage, Andy Warhol), como ella misma lo había confesado.
Je tu il elle (1974), el primer largometraje de la directora, narra tres momentos en la vida de la joven Julie, interpretada por la misma Akerman. El inicio de la película muestra, con la cámara fija, una pequeña habitación en donde la protagonista aparece quieta y de espalda. Más adelante, a medida que la joven se mueve, la cámara también incluirá lentos desplazamientos laterales. La narradora, una voz situada fuera del campo -la de ella misma-, describe el espacio -el color de las paredes, los muebles-, y sus actos, siempre con un pequeño retraso entre lo que relata y lo que sucede.
Vemos como la joven cambiará de lugar el mobiliario, y luego se despojará de casi todo, hasta quedar sola con el colchón en el piso. Escribirá cartas que la mantendrán ocupada en varias secuencias; no conoceremos al destinatario. Se desnudará, y echada o de pie, contemplará por el ventanal del departamento (está en la primera planta), la calle, sus ruidos, la gente que pasa, considerando la posibilidad de ser observada. El cuerpo expuesto para la vista de otros no solo induce el placer ajeno (o propio), sino que parece buscar algo más, como la frase que tanto repite: “yo sólo espero”.
Sus actos, aparentemente intrascendentes, son redundantes, obsesivos -como la manera compulsiva de comer azúcar o la escritura de las cartas-, y aislados, como si ocurrieran en algún lugar más alejado del exterior que esa habitación.
La cinta sigue a la protagonista, después de salir del departamento abruptamente, a una carretera, en donde pedirá aventón. Allí conoce a un camionero con quien trabará amistad, compartirá una comida y cervezas, y lo masturbará asistida por las indicaciones del hombre.
Akerman dirige la cámara, otra vez fija, observándolos en todo el trayecto en el que viajan, entran a un bar o comparten una mesa, para centrarse luego, en la confesión que hace el conductor acerca de su trabajo, su juventud en retirada, la insatisfactoria vida sexual que mantiene con su esposa y la relación con los hijos que todo lo cambian.
La joven funciona como catalizadora de un relato crítico de la masculinidad convencional, en donde el camionero, casi un arquetipo del “macho”, representa una figura de la frustración, apenas salvado de su angustiante rutina, en los encuentros sexuales que mantiene con muchachas que recoge en la ruta.
En la tercera sección de la película, la joven va al departamento de una antigua amante, la cual al principio la tratará con hostilidad. De mala gana dejará que entre y tras advertirle que después de comer tendrá que irse, comienza entre ellas un coqueteo que terminará en una larga secuencia con las dos mujeres haciendo el amor. Los cuerpos enredados, rodando sobre la cama, como en una lucha, son filmados sin muchos cortes o cambios de planos. Lo más curioso, sin embargo, es el final: a la mañana, la protagonista abre las ventanas -sólo notaremos el cambio de luz en la habitación-, tomará su ropa y se irá sin más.
Je tu il elle, presenta una historia dividida en tres fragmentos de la vida de una mujer que van desde la introspección, hasta su relación con el otro (él y ella). En cada caso la cineasta observa partes de un proceso que configura un particular yo femenino. Cartas que no se envían, una actitud juguetona, frases en tono caprichoso, demandas satisfechas con “golosinas” (el hambre saciada con azúcar, hace de símil), o ese no saber qué hacer con los objetos, sugieren el vínculo con lo infantil. Además, su desnudez, los paseos por la habitación, la visión de la calle, contienen el signo de quien va descubriéndose, y en ese proceso, al contemplar desde el ventanal el exterior, se parece al niño que encuentra en la imagen especular -siguiendo a Lacan-, su yo ideal, más perfecto y completo que su propia experiencia motriz y perceptiva. Lo que a partir de ahí podría ser su identificación con los otros, bajo ese falso reconocimiento, no lo sabemos. No vemos ese reflejo, pero sí atestiguamos su decisión de salir del apartamento.
La segunda y tercera sección, representan la relación con los otros. En ambos casos hay una especie de rodeo, más dilatado mientras va conociendo al camionero. La protagonista parece observarlo con distancia, la misma que la cámara replica cuando los mira a ellos y particularmente a él. (De hecho, toda la película tiene ese aire de registro documental, pero es más acentuado en este segmento). Por eso, a pesar de la simpatía que ella muestra por él, la atención y el rostro sonriente de la joven es más bien curiosidad. Es el camionero quien es examinado, digamos, hecho objeto de ser mirado. (Akerman introduce un argumento feminista que cuestiona la tradicional manera en que era vista la mujer en el cine[1]).
Cuando llega al departamento de la antigua amante, y ella no la quiere recibir, las palabras, los gestos, son más bien parcos. Es el deseo el que establece el vínculo. Es el cuerpo fundiéndose en el de ella; un tipo de necesidad lejana a las del primer segmento, pero como aquellas, buscando su satisfacción concreta. Akerman filma la larga secuencia de cama prescindiendo de adornos retóricos, incluso, dejando poco espacio para la ternura. El sexo se mira crudo, vital –en un sentido más cercano a nuestras necesidades naturales o biológicas. Y la mujer puede perfectamente representarlo. De nuevo aquí el discurso de la directora se deshace de los esquemas de castidad, delicadeza, asociados a la ideología de la femineidad.
El final, con Julie abandonando la última escena, dejando a su amante durmiendo sobre la cama, establece una especie de interrupción en ese proceso formativo; la autora regresa a su protagonista a la soledad inicial -suponemos-, para de ahí volver a su búsqueda, como si cada fragmento hubiera sido una estación de su propia experiencia constitutiva, en donde Akerman pone en claro que también se trata, de la experiencia del movimiento.
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[1] Un argumento teórico, del mismo perfil crítico, y de la misma época que la película, es el texto de Laura Mulvey “Placer Visual y cine narrativo”. En Screen 16 (3), Londres, 1975.