Cierta vez, en un restaurante cerca de Palacio de Gobierno, le contaba a mi amigo Carlos las vicisitudes que tuve que pasar para poder vivir.
En una ocasión, cuando me encontraba en Trujillo trabajando como casamentero, una noche llegó a mi oficina un joven extraño. Por la ropa que llevaba puesto, deduje que no se trataba de cualquiera, sino de alguien importante. Extrañado le pregunté qué podía hacer por él, a lo que me respondió que precisaba que lo curara de un mal de amor. Señor, le dije, usted vino al lugar correcto.
Mi amigo, quien escuchaba admirado mi historia como si fuera un niño, luego de hacer una pausa me hizo la siguiente observación:
—Tu vida ha sido muy graciosa, Juan.
— Solo así se puede vivir, mi estimado Carlos. Tener solo una ocupación aburre, ¿no crees? No sé cómo estoy soportando en el consulado.
— Lo que me admira son las aventuras que has tenido en diferentes partes del país y del extranjero.
— Unas más graciosas que otras. ¿Te conté que alguna vez fui profesor de dumi, una lengua que se habla en Nepal?
— ¿Cuándo? ¿Aquí en Lima o en provincia?
— En Lima, antes de entrar a trabajar en el consulado. ¿Bebes vino?
—Claro.
Mandamos a pedir una botella, llenamos los vasos, y continúe:
—Escapando de mis acreedores, en 1931 llegué a Lima procedente de Huaral con poco dinero en los bolsillos, que apenas me dio para alquilar un cuarto.
Sin empleo en la capital, un día vi un aviso en un periódico en el que necesitaban un profesor de lengua dumi. Caray, pensé, aquí un empleo que seguro no tendrá muchos postulantes; si yo aprendiera algunas palabras de ese idioma, podría presentarme. Me puse a caminar por las calles, imaginándome dando clases, ganando dinero y sin deudas.
Sin darme cuenta, me encontré frente a la Biblioteca Nacional. No sabía qué libro pedir; pero igual entré. Subiendo las escaleras, se me ocurrió investigar en qué país se habla ese idioma. Después de algunas horas, supe que el dumi es oriundo de Nepal, un país que se encuentra entre China y la India, y que cuenta con cuatro dialectos, además de gramática y sintaxis propia.
Encontré un libro que contaba con alfabeto de la lengua dumi y decía cómo pronunciarla. Así que copié todo lo que pude esa tarde y salí de la biblioteca tratando de memorizar la mayor cantidad de palabras.
En la noche, cuando pude entrar a mi cuarto sin ser visto por el arrendatario, continué estudiando con tanta dedicación esta lengua, que[RP1] al día siguiente sabía casi a la perfección lo básico.
Convencido de que aprender el dumi era lo más fácil del mundo, me alisté para salir, cuando de pronto el arrendatario tocó mi puerta.
— Señor Juan, ¿cuándo va a pagar su cuenta? Me debe ya dos meses.
— Pronto, tenga paciencia. En estos días seré contratado como profesor de dumi y…
El hombre me interrumpió:
— ¿Dumi? ¿Qué diablo es eso, señor Juan?
— Es una lengua que se habla al otro lado del mundo. ¿Sabe en dónde?
Intrigado, el arrendatario se olvidó de la deuda y me dijo con ese dejo propio de los españoles:
— Coño, ni idea. ¿El señor habla ese idioma?
—Así es.
—Caray. ¿Y es difícil aprenderlo?
—Digamos que un poco. Aunque todo depende del empeño que le ponga el alumno.
—Bueno, espero que le contraten pronto. Y no se olvide de mi encarguito, por favor.
—No me olvidaré. Es más, ni bien me paguen, le adelantaré tres meses.
—Con que me pague lo que me debe, me doy por satisfecho.
Animado con la salida que el dumi me dio frente al arrendatario, busqué el papel donde había apuntado el aviso. Presuroso me dirigí al correo y presenté mi currículo. En seguida, volví a la biblioteca para continuar con mis estudios.
Luego de dos días, recibí una carta para ir a hablar con el doctor Humberto de la Jara y Albornoz, en la calle Márquez 245.
Enfrenté grandes dificultades para juntar el dinero del pasaje del tranvía que me llevaría hasta la casa de don Humberto, ubicada en la Magdalena Vieja. Como no logré lo suficiente, decidí ir a pie. Llegué sudado; felizmente un riachuelo a pocos metros de la casa me ayudó para refrescarme. En toda mi vida, fue el único momento en que sentí simpatía por la naturaleza.
La vivienda de don Humberto era una casa enorme de dos pisos de elegantes balcones coloniales y amplias ventanas cuyos estilos arquitectónicos no sabría identificar. A pesar de su antigüedad, lucía bien conservada. Sin embargo, al observar el jardín que lo rodeaba noté que las flores estaban marchitas y los arbustos con hojas apagadas. Al llegar a la puerta toqué con fuerza para que alguien me atendiera. Luego de un momento abrió un hombre negro, cuyas barbas y cabello de algodón daban a su fisonomía una marcada impresión de vejez, dulzura y sufrimiento.
— Buenos días, soy el señor Juan, profesor de dumi. Busco al doctor Humberto de la Jara. ¿Se encuentra?
— Pase usted señor, llamaré al doctor.
En la sala, mientras esperaba, observé una galería de retratos de arrogantes señores con barba y dulces perfiles de señoras, así como hermosas pinturas religiosas alusivas a la vida de nuestro Señor Jesucristo. Por un momento, pensé que me encontraba en un museo y no en el interior de una casa.
Esperé varios minutos al doctor Humberto. Cuando empezaba a inquietarme por su demora, del fondo del corredor apareció la figura de un viejo, que, ayudado por un bastón, caminaba lentamente.
— Buenos días, soy el profesor de dumi.
— Siéntese, me respondió el viejo. ¿El señor es de aquí, de Lima?
— No, soy del norte, de Piura.
— ¿Dónde aprendió el dumi? —me preguntó el viejo mientras parecía buscar algo de entre los bolsillos de su saco.
No esperaba esa pregunta; sin embargo, sin perder mi serenidad arquitecté una mentira. Le conté que mi padre era nepalés, que huyendo de la miseria de su país llegó al Perú en 1895 en un barco mercante. Y que luego ejercer varios oficios, un hacendado lo contrató para trabajar como jalador de algodón en Piura. Un año después, ese mismo señor lo nombró capataz. Precisamente con mi padre aprendí el dumi mientras asistía a una escuela del lugar.
—¿Y el viejo te creyó? —preguntó mi amigo Carlos, quien hasta entonces me escuchaba callado.
—Pues sí, aquí como ves no soy muy diferente a un nepalés. Estos cabellos lacios de color negro, ojos oscuros y piel bronceada me dan un aspecto característico a un oriundo de Nepal.
—¿Qué pasó después?
—El viejo me miró de pie a cabeza y, considerándome un descendiente nepalés, me preguntó con dulzura:
— ¿Está dispuesto a enseñarme el dumi?
—¿Es para usted las clases?
—El señor debe estar preguntándose por qué una persona de mi edad quiere estudiar.
—Para estudiar no hay edad, doctor. Conozco varios ejemplos.
—Lo que yo quiero, señor…
—Profesor Juan Sallan, doctor.
—Lo que yo quiero profesor Sallan, es cumplir con la promesa que le hice a mi padre, poco antes que él muriera. No sé si el profesor sabe que yo soy hijo del exembajador Guillermo de la Jara, quien regresando de Londres se trajo unos manuscritos redactados en una lengua extraña. Fue obsequió de un hindú, creo, por un servicio que mi padre le prestó cuando viajó a la India para asistir a un congreso. Mi padre antes de morir me llamó para decirme que dentro del baúl de sus cosas personales, tenía unos manuscritos en dumi, cuyo contenido revelaba el secreto de la felicidad. Yo no acredité en esa historia, pero aun así guardé el presente. Pocos meses después, me olvidé de su existencia. Pero de un tiempo para acá, he pasado por tantas desgracias, que me acordé del talismán de la familia. Preciso entender el contenido de esos documentos para que el futuro de mis hijos y de mis nietos, no sea una desgracia.
Noté que los ojos del viejo se llenaban de lágrimas y, limpiándose discretamente, me preguntó si quería ver los manuscritos. Respondí que sí. Llamó a un empleado y luego de ordenar que lo trajera me contó que tenía tres hijos, dos varones y una mujer, siendo ella la única que lo visita en compañía de su marido.
Los manuscritos por el tiempo estaban amarillentos. Algunas hojas estaban manchadas, pero daban para leer. Otras en cambio, no había forma de saber porque les faltaban pedazos de papel. Observé que algunas hojas estaban escritas en inglés y contaban con dibujos, por lo que deduje que era la historia de algún príncipe o rey. Usando mi imaginación, elaboré una historia bien chévere.
Luego pasé la información al viejo, quien acreditó lo que le dije. Complacido, acordamos el precio, los días y las horas, comprometiéndome a hacer que él aprendiera el secreto de ese libro antes de un año.
—En esa época ¿ya sabías inglés? —preguntó Carlos.
—Así es.
—¿Y en dónde lo aprendiste?
—En Chincha trabajando en una hacienda. El hijo menor del dueño cuando me vio me agarró mucha estima. Decía que le hacía recordar a un amigo suyo de la universidad. Fue precisamente él quien me enseñó el inglés.
—Luego de cerrar el contrato y recibir un adelanto de mi paga, me fui a celebrar en un bar cercano de donde vivía. Pero antes pasé por la casa del arrendatario y como le había prometido, le cancelé la deuda y le pagué por adelantado tres meses. Luego de eso, le invité a comer. Ya en el bar, dos amigos que ya me estaban esperando armamos la fiesta. Esa noche bebí, canté y bailé hasta bien entrada la madrugada. Aún no me acuerdo como llegué a mi cuarto.
A las 6:30 de la mañana la empleada del arrendatario, una joven chinchana de ojos risueños y de un vocabulario florido, y a quien encargué despertarme a esa hora, se acercó a mi cuarto a tocarme la puerta. Como no abría buscó el duplicado de la llave del cuarto. Una vez dentro, como aún continuaba durmiendo, no tuvo mejor idea que arrojarme un balde de agua helada para sacarme de la cama.
Con mucho entusiasmo empecé mis aulas, pero al poco tiempo me di cuenta que el viejo no era un alumno tan aplicado como esperaba. No conseguía retener lo aprendido, y por más que me esforzaba, al día siguiente debía repetir las lecciones antes de empezar con las siguientes páginas.
Un día, cuando impartía mis clases, apareció la hija del viejo. La chica, una joven menuda de tez blanca y ojos verdes, al ver a su padre, corrió a abrazarlo. Cuando me aprestaba a saludarla, entró otro joven, que a medida que se acercaba a nosotros su cara se me hacía conocida. «¡Por Dios!», exclamé. Es el mismo hombre que me visitó hace dos años en Trujillo para hacerle un «trabajito».
Mi amigo que escuchaba atentamente, me interrumpió:
—¿Quién era?
— El esposo de la joven—respondí.
— ¿Y te reconoció?
—Al principio no, pero luego sí.
—¿Y qué pasó?
—Aprovechando que su esposa conversaba amenamente con su padre, me llamó a un lado para decirme en voz baja que me guardaba una gran estima por el servicio prestado en Trujillo. Luego me hizo prometer que no contaría a nadie esa historia, a lo que yo acepté de buen agrado. Después me preguntó desde cuándo estaba en Lima y cómo así me había convertido en profesor de dumi.
—Seguro le contaste la misma historia que le dijiste al viejo.
—Por supuesto.