Por: Elvis Herrada Erquiaga
A Roberto Halari lo tiene loco la cocaína. Consume desde los quince años y no ha parado hasta la actualidad que tiene cincuenta. Desde el primer jalón que destrabó su tabique y lo llevó al éxtasis en menos de un segundo, asumió su adicción con pana y elegancia. Tiene un auto Hyundai Stellar con el que sale todas las noches en busca de su condimento. Merodea la calle San Pedro pulseando a la chata Lorna, para comprarle por diez soles un paquetito de cloro. Si no la encuentra, coloca primera y arranca disparado hacia el jirón Domingo Elías, hasta el negro Rambo, que siempre toma cerveza en la puerta de su quinta esperando a los clientes. Si no está, pisa el acelerador hasta el fondo con dirección al Parque Bolívar donde el zambo Ratita, un lavacarros que esconde su droga en los tachos de basura. Si el zambo está de resaca no atiende, entonces Halari sigue de largo hasta el Parque Morococha donde la chola Diana, que te sirve cuando le silbas: chururú chururú. Al escuchar el soplido ella sale por su balcón de un tercer piso y lanza el estupefaciente en una bolsa de pan. Si subes sin silbar, no atiende, y si eso sucede, Roberto se llena de angustia y comienza a sentir un tic en el ojo derecho que lo descontrola.
Con el dengue encima Halari enfila su armatoste por la avenida Angamos y gira sorpresivamente a la izquierda en jirón San Pedro. Cruzando la primera cuadra dobla a la derecha y vuela por la calle Montero hasta llegar al cruce con la avenida República de Panamá. Sigue su camino por jirón San Felipe hasta llegar a la vía Tomas Marsano. Aquí se detiene en el semáforo. Se escabulle en el barrio de Arroyito para estacionarse en un parque público. Deja su auto abierto y corre hacia una escalera que dirige a la azotea de un quinto piso. Agitado trepa el edificio gritando: ¡Jetona! Y por la ventanita se extiende una mano negra que deja ver su palma amarilla hacia el cielo.
Halari coloca diez soles en la mano y ésta desaparece rápidamente azotando la ventana contra el marco. Espera impaciente uno, dos, tres minutos. Vuelve a gritar: ¡Jetona! Y siente que por la escalera suben corriendo varios sujetos. No hay donde escapar. Es la policía. Roberto es detenido por un guardia que le pide documentos. Bajan hasta el primer piso y la brigada enciende la radio para pedir confirmación de Requisitoria del DNI: 80086565. Está limpio.
—¿Pero qué hace usted aquí?, pregunta el sargento.
—Vine a buscar a un padre de familia, pero no está, contesta
el detenido.
—¡Señor aquí venden droga! refuta el oficial.
—Yo no tengo idea señor, soy profesor, increpa Roberto
mostrando su credencial de docente educativo en Educación Artística del Colegio
Sor María de los Ángeles.
—Disculpe profesor, asiente la autoridad y dejan que siga su
camino.
Halari entra como trompo en su vehículo y sale victorioso de
aquella redada. Mirándose en el retrovisor ríe cachosamente y acelera su camino
donde el tío Chicharra, que vende la bolsa de cocaína a diez soles. Entra por el
pasaje Alejandro Peralta y cruza el rompemuelles haciendo brincar su raquítico automóvil.
En el Parque Amistad divisa un grupo de sujetos bebiendo cerveza. Se acerca
cautamente y toca el claxon dos veces haciendo juego de luces, pero no
responden. Estaciona su vehículo y se dirige a ellos tratando de reconocer un
rostro amigable, y cuando se da cuenta que a nadie conoce es que hace un guiño escogiendo
al azahar cualquier personaje y con su índice derecho señala al azahar para gritar
a viva voz: ¡Ricardo Palma!
Es el momento en que los surquillanos entran en júbilo y
juntos empiezan a cantar el himno de la Gran Unidad Escolar (GUE) Ricardo Palma
de Surquillo. “Somos ricardopalminos y el
que nos diga que no, que se vaya a la conchasumadre, la puta que lo parió”.
Alma Mater de muchas generaciones escolares.
Le invitan un vaso de cerveza y antes de su primer sorbo
pregunta a uno de ellos si tienen coca. Todos están limpios. Halari deja el
vaso con cerveza sobre el auto ruidoso y sale como un condenado hacia su
vehículo. ¡Huevones de mierda! se dice activando la direccional hacia la
izquierda rumbo al Parque del Periodista frente al Colegio Sor Virgen de los
Ángeles.
Allí estaciona su carcocha donde lo hace todos los días y
dejando su auto abierto corre dengueado a la casa de Chicharra. En la esquina silba
fuerte ¡fiuuuuuuuuuuuu!¡fiuuuuuuuuuuuu! Pero nadie sale de la covacha. Tira una
piedra pequeña a la ventana y se prende una luz. Alguien se asoma por la puerta
y le grita: ¡Chicharra no está!
Halari molesto por su mala suerte camina desesperado por el
Minicomplejo Deportivo esperando ver un amigo a quien le guste la cocaína tanto
como a él, pero no hay nadie. Trota hasta el Centro Cívico donde hacen fiestas
patronales los vecinos y busca un rostro maltratado como el suyo para hacer
patota, pero solo hay gente de la tercera edad. Con resignación decide retornar
al Hyundai Stellar cuando ve a uno de sus alumnos tomando licor con dos
muchachos en la esquina. Angustiado decide acercarse.
—Adrián es lunes, ¿no deberías estar estudiando para tu
examen de mañana?, dice regañando al mocoso.
—Profe, es solo un roncito con mis amigos. ¿No quiere un
vasito?, responde el estudiante.
El profesor lo mira y observa a los amigos de su alumno.
—Tú eres Octavio Galarza Ruíz y tu Ramiro Suarez Yarlequé,
¿se acuerdan de mí?, pregunta el docente.
Los chicos ríen y responden: ¡Claro profesor!, ofreciéndole un
vaso con una mezcla de gaseosa cola y ron. El profesor sonríe, acepta el vaso y
apretando los dientes hasta hacerlos chirriar pregunta en voz bajita al grupo:
muchachos: “¿ustedes no se estarán coqueando no?”.
Los chicos se miran de reojo y uno de ellos saca del
bolsillo una cajita cuadrada que coloca en la mano del maestro discretamente. Roberto
recibe el paquete y cuando lo abre observa una roca de cocaína que brillaba en
la oscuridad. Sus ojos se transforman en As de oro y con una sonrisa de oreja a
oreja les pregunta a sus alumnos cuál es el sobrenombre que le pusieron los estudiantes
en el colegio Sor Virgen de los Ángeles.
Los alumnos sonríen y con algo de temor le responden al docente
diciéndole: “profesor malo”. Roberto pregunta ¿por qué? mientras destroza la
roca de cocaína con una llave que repleta de polvo blanco para clavársela en la
nariz aspirando de un tirón.
Ellos ven el rostro de su tutor y contestan carcajeando:
—El profesor malo, porque siempre para jalando.