Opinión
De Aristóteles a Pedro Castillo
Lee la columna de Carlos Alfonso Villanueva.

El filósofo Aristóteles (384 a.C-322 a.C.) es autor de un libro que reúne reflexiones, ensayos y lecciones sobre la política realizados a lo largo de su vida, de ahí que lleve por título: Política, considerado desde antiguo un tratado clásico de la teoría del Estado. En particular, volver a él, y más específicamente examinar el Libro V, Sobre la inestabilidad de los regímenes políticos resulta enteramente pertinente en esta difícil hora, toda vez que la postura reflexiva y los sólidos conceptos del filósofo, proyectados en el tiempo y el espacio, pueden ayudar a comprender la parte sustantiva en que radica el problema político peruano; y, por consiguiente, contribuir a entender lo que debemos hacer para superarlo con acierto, objetivo más que necesario, vital.
El Estagirita sostiene que no basta un régimen y el Estado cuenten con el mejor cuerpo de leyes para el logro del buen gobierno tanto como salvarlo de las asechanzas; son necesarios otros requisitos que juzga importantes. A estos denomina: Cualidades del hombre de Estado y que es imprescindible poseerlas si lo que el politikon pretende, sobre todo, es ejercer las «magistraturas supremas». ¿A cuáles se refiere en concreto? En primer lugar, que solo se puede ser hombre de Estado quien manifiesta «amor al régimen establecido»; o sea, quien respeta el orden legal. En tal sentido, debe «evitar con el más escrupuloso esmero el atentar contra este ni en poco ni en mucho», porque su encadenamiento solo conduce a la destrucción del sistema político y la anarquía social. Ahora bien, sostener esto no equivale a renunciar al propósito de modificar un determinado corpus normativo en busca de su mejora; sin embargo, es imprescindible hacerlo con versación sobre cada materia para acertar, estar en correspondencia con el contexto social y proceder de forma legal.
En segundo lugar, que esté dotado de capacidad administrativa; y entendamos bien, Aristóteles no se refiere a cualquier nivel de la misma, pues pone énfasis en que debe poseer la «mayor competencia en las tareas de su cargo»; tareas que solo son propias de los mejores, los más capaces. La meritocracia, se infiere, es la consideración para aspirar a participar en la administración de cualquier régimen político. De tal modo, el hombre de Estado no puede ser un inepto; muy por el contrario, requiere, necesariamente, encontrarse y ser reconocido entre los mejores, entendible, porque su ámbito funcional es el de la compleja solución de los problemas de la Rēs pūblica (cosa pública).
En tercer y último lugar —aspecto central en situaciones anómalas como la nuestra—, el hombre de Estado debe poseer y hacer demostración inquebrantable de virtud moral y observancia de la justicia. La justicia es parte integrante de las virtudes (Retórica), y la virtud en conjunto, la capacidad benéfica, cuya función es la vida buena, por lo cual es el bien perfecto (Ética Eudemia). Aristóteles sostiene que el hombre, en principio, a diferencia de los animales, tiene la capacidad de actuar con moralidad toda vez que está dotado de razón y libertad; posee el hábito de obrar bien, tanto al elegir como actuar, sin necesidad de que lo haga por mandato de la ley, pues actúa en acatamiento de la razón natural, que juzga rectamente distinguiendo en toda circunstancia lo bueno de lo malo. Afirma, por tal razón, que el hombre de Estado debe mostrarse moral en su vida individual y, de manera muy especial, colectiva (pública), al par que su comportamiento en toda circunstancia ha de ser ético. Añade que, si bien la virtud moral se manifiesta en todos los seres, para él, y esto es capital, «el ser que manda debe poseer la virtud moral en toda su perfección», evitando con ello que se anteponga al bien común el particular; dicho de otro modo, que el interés personal prime o desplace al bien común. De ocurrir esto último, se colige, el mandatario quedaría despojado de autoridad, predicamento y la adhesión de los ciudadanos, que ya no lo seguiría porque habría dejado de ser spoudaios (ser valioso, confiable por ser virtuoso y dispuesto a servir). La virtud moral y la política, en conceptos del filósofo griego, no solo están estrechamente unidas, sino que además se condicionan mutuamente.
Para Aristóteles, el hombre de Estado, configurado como «hombre bueno» (u hombre de bien, valioso…), es la más efectiva garantía del objetivo central de la práctica política: la felicidad de los ciudadanos, el bien de la polis, que es traducción política de su pensamiento esencial: el fin supremo de la vida humana es la felicidad, o sea alcanzar la eudemonía. Esta calificación es tan importante para el destino de los pueblos que llega a estampar su famosa frase-concepto: «Un Estado es gobernado mejor por un hombre bueno que por unas leyes buenas». Dicho así, claro está, pero sin dejar de insistir y advertir, que «un digno gobernante es bueno y sabio» a la vez. Con ello, el filósofo pone al hombre de Estado, necesariamente datado de valores morales inquebrantables, como clave de la prosperidad social, y donde no de la desgracia de su sociedad.
Compulsorio
A la luz del pensamiento aristotélico, conocida a actuación pública de Pedro Castillo Terrones se ubica en la antípoda —en un punto diametralmente opuesto— de las indispensables cualidades que tiene que reunir un hombre de Estado, un presidente de la República. No es esta la ocasión de ocuparnos de sus múltiples muestras de ineptitud; pero sí de poner necesariamente en cuestión su moral pública, pues tras las investigaciones realizadas por el Ministerio Público, existe contra él el largo número de 191 elementos de convicción, calificados como graves y fundados, y que lo señalan, nada menos, como jefe de una presunta organización criminal, misma que ha dado lugar a la presentación por parte del citado organismo persecutor del delito de una fundamentada denuncia constitucional, ante el Congreso de la República, ya admitida a trámite por la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales.
Pedro Castillo Terrones, desde los presuntos ilícitos cometidos en la casa del pasaje Sarratea al inicio de su gobierno, como por la participación en ellos de su núcleo familiar, parte de cuyos miembros se encuentran prófugos o se suman como implicados, hasta las declaraciones, delaciones y pruebas aportadas por integrantes del entorno político administrativo más cercano a él, o por las empresarias López y Goray Chong, y las contundentes denuncias públicas y pruebas directamente comprometedoras ofrecidas el día de ayer por Fernández Latorre, ex jefe de la DINI, y el señor Butters, se muestra ante los peruanos como un ciudadano indigno de ejercer la presidencia del Perú. La revelación pública de estos hechos conduce a comprender la insólita fuga de implicados; la agresividad de Castillo y su Ejecutivo contra los poderes públicos encargados de investigar el delito e impartir justicia, y también contra miembros de la Policía Nacional; asimismo, sus constantes ataques a la prensa de investigación no adicta y hasta la inaceptable amenaza pública a los ciudadanos mediante la promoción y exhibición de grupos de cariz paramilitar; y, tras los reveces jurídicos experimentado por su defensa ante las autoridades competentes y las consecuencias derivadas de la colaboración eficaz, su intento ilegal de hacer confianza al objeto cerrar el Congreso y convocar a una asamblea constituyente de corte autoritario en busca de impunidad.
¿Qué hacer?
Volvamos a Aristóteles. Si tenemos presente con él que el rasgo que mejor define al ciudadano es su participación en comunidad, y que «su tarea es la seguridad de esta», bien se sostiene, por extensión, que en actual problema político, nos compete el cuidado del régimen democrático, y por ello exigir cívica y patrióticamente al poder legislativo, ante el cual se ventila la controversia, el cumplimiento de sus deberes de control y sanción del presidente de la República para que asuma las consecuencias constitucionales que se desprenden de su reiterada contravención a la moral pública, que supone la naturaleza y su grado de participación en la comisión de actos de corrupción. Y si bien es verdad que la Constitución señala que: «El mandato presidencial es de cinco años» (Art. 112), también lo que el cumplimiento de este periodo está condicionado a la observancia de una conducta moral pública impecable, pues de lo contrario, como ocurre con el presidente Pedro Castillo desde el inicio de su gobierno, se está sujeto a sanción, es decir, el presidente debe ser destituido del cargo: «La Presidencia de la República vaca por: […] 2. Su permanente incapacidad moral o física, declarada por el Congreso» (Art. 113)». Para tal objetivo, se cuenta con la Moción de Orden del Día 4904/2022, que precisamente propone declarar la permanente incapacidad moral del presidente de la República, que debatida en el pleno ha sido aprobada y notificada al mandatario, para que ejerza su defensa, el día de hoy, 7 de diciembre a las 15 horas.
Es esta una medida política excepcional, nada agradable, por cierto, pero absolutamente necesaria. Para su mejor comprensión, una vez más el Estagirita acude en nuestra ayuda a través de la repetida Política, al ocuparse De las cualidades naturales que deben tener los ciudadanos de la República. Sostiene: «Puede decirse sin temor de engañarse que un pueblo debe poseer a la vez inteligencia y valor, para que el legislador pueda conducirle fácilmente por el camino de la virtud». Pues bien, siguiendo este razonamiento, diríamos: inteligencia, para comprender, más allá de los intereses y e incluso errores cometidos, qué es lo que realmente está en juego y en peligro; y eso, con un mandatario y gobierno acorralado legalmente, es el régimen de libertad bajo el cual juramos todos vivir desde 1821, y que hoy compromete el futuro de más de 33 millones de peruanos. Por último, valor, para reaccionar y rectificarse. Esto es, ante la existencia de tan sólidos indicios o bien pruebas incriminatorias, el Congreso de la República reúna los 87 votos necesarios para, dentro del estricto orden constitucional, vacar al presidente Pedro Castillo Terrones, por su manifiesta incapacidad moral para gobernarnos.
Será este el primer paso de una nueva oportunidad que debemos darnos los peruanos, y ha de ser seguido por una reforma política y electoral serias, el compromiso firme de llegar a un consenso sobre políticas públicas que siente las bases de una sociedad del bienestar, fruto del capital y el trabajo, liquidadora de la exclusión y pobreza; consenso a la vez, que de una la mayor eficacia y trasparencia de la administración general del Estado, favorezca la participación y renovación de los partidos políticos, y, sobre todo, se muestre muy duro con la corrupción que mina y frustra nuestro desarrollo, nos desmoraliza como sociedad y golpea sobre todo a los más pobres. Por sobre nuestras aflicciones, recordemos a Jorge Basadre: «El Perú es un problema, pero también es una posibilidad».

Me llaman por teléfono para decirme que Milenka O’Brien ha partido. Desde muy joven se dedicó a la poesía, incluso tengo un libro escrito a dos manos con ella. Nunca lo publicamos. Éramos todavía adolescentes. Pero ahí están los papeles trazados a puño y letra. La leo y se me nublan los ojos. Teníamos solo 16 o 17 años.
La conocí en el Museo de Arte de Lima, ella seguía unos talleres de poesía con el profesor Baldeón y yo pasaba por ahí con una vieja guitarra. Eran los tiempos del Rockacho, la No Helden y el Hueco. Y un día la encontré bailando en círculo, mirando el cielo por Paseo Colón. Nos hicimos muy amigos y caminamos por Lima buscando no sé qué.
En las redes sociales le escribí esto: Adiós, Milenkita, adiós. Me quedo con nuestra adolescencia entre poemas, guitarras y cigarrillos. Me quedo con ese día en el cafetín de Arte, todavía niños y tú mirándome a los ojos mientras caía la lluvia y preguntándome si era músico. Y yo diciéndote que sí, solo porque admirabas a esos roqueros sin afeitar de casacas de cuero, solo porque te gustaba esa música estridente para olvidarlo todo. Y así me enseñaste tus primeros poemas y así nos quedábamos días y noches en mi casa de Lima o en tu casa de San Felipe. O venías a las cinco de la mañana para ir a Bellas Artes en el jirón Ancash a tomar desayuno con los tickets que nos daban los que sí eran artistas. Y aprovechábamos que eras rubia y así se nos abrían las puertas para todos lados hasta una vez que en una batida policial nos levantaron y pensaban que eras turista y nos soltaron y hasta nos dieron para nuestros pasajes. Y yo fui el primero que te llevó al jirón Quilca un día y el viejo declamador Hudson Valdivia se nos acercó y te dijo un poema y tú te subiste a la mesa y bailaste, danzaste con tus manos estiradas hacia arriba y varios poetas te dedicaron páginas enteras, hasta sé que apareces en varias novelas y en un texto que escribió Carlitos Rengifo: La Morada del Hastío. Y así un día me dijiste, “Rodolfo, me voy”. Y te fuiste.”
Dicen que Milenka se durmió el 15 del presente. El 24 hubiera cumplido 56 años. La vamos a extrañar.

En los universos expansivos que produce la literatura, la obra del americano David Foster Wallace (1962-2008) es una suerte de big bang. Desmesurado, inclasificable, frontal. Si bien su obra inicia representando la visión posmoderna del mundo (una prosa erudita y visceral), termina siendo un escritor dostoievskiano, es decir, ético y crítico con su realidad.
En Todas las historias de amor son historias de fantasmas (Debate, 2012) el periodista D.T. Max realiza un preciso viaje al origen del autor cuyo suicidio lo emparentó con Kurt Cobain. En más de cuatrocientas páginas, Max nos presenta un Foster Wallace en crecimiento. El ser hijo de intelectuales (que se leían a Joyce antes de acostarse), con una madre obsesionada con hablar correctamente, impactará en la sensibilidad y personalidad del joven autor. Aparte del estudio, su otro vicio es el tenis, quizás el único deporte cercano a su personalidad individualista-competitiva.
Después pasamos por la etapa académica en la universidad privada de Amherst. La escoba del sistema, su tesis —que después se publicará como novela— es una narrativa donde se deliberan temas relacionados a la lógica y a la filosofía, dos ejes de su escritura. Pese a su innegable brillantez, no deja de ser un joven tímido, ensimismado, y ya fumador ocasional de cigarrillos de marihuana y bebedor de cerveza. También sufre de depresión, con pensamientos suicidas.
Por estos motivos, dejará la universidad un par de veces e incluso (en su etapa en Harvard) tendrá que internarse, asunto que se dilatará por un año e iniciará sus más de diez años de abstinencia. Estas circunstancias —el internado, el dejar el campo universitario— serán de vital influencia para su obra principal, La broma infinita (1996), donde, en más de mil páginas, se revisa las adicciones modernas, sea a la imagen o a las sustancias.
Si bien empezó como autor de culto, se tornó una voz generacional. Reactiva al realismo minimalista de McInerney o Ellis y cercana a las propuestas de Pynchon, DeLilllo o Franzen.
D.T. Max nos lleva por el universo Wallace para conectar desde adentro con una sensibilidad que ya muestra en alta definición las formas de vivir y sentir de nuestra época.
Opinión
La difícil decisión de hacer política en el Perú
Hacer política en este país no es un acto de ambición. Es un acto de resistencia.

Por: Jorge Paredes Terry
Desde el primer instante en que decides alzar la voz, sabes que firmas un pacto con la adversidad. Los enemigos no duermen. Escarbarán en tu pasado, torcerán tus palabras, magnificarán tus errores y, si no encuentran nada, inventarán. Atacarán a los tuyos, mancharán tu nombre, te llamarán corrupto, traidor, inepto. Te acusarán hasta de lo que no has hecho, porque aquí la política no se juega en las ideas, sino en el barro.
Y entonces, ¿por qué hacerlo?
Porque alguien tiene que hacerlo. Porque mientras los poderosos siguen repartiéndose el país como un botín, hay millones que no tienen voz. Porque hay madres que caminan horas para llevar un plato de comida a sus hijos, jóvenes que estudian bajo la luz de una vela, ancianos que mueren esperando una pensión que nunca llega. Porque este sistema está diseñado para que unos pocos vivan bien y muchos sobrevivan mal.
Yo no vine a la política por un título. Vine porque nunca perdí la capacidad de indignarme. Porque no puedo quedarme callado cuando veo cómo nos humillan, cómo nos roban, cómo nos ignoran. No hay ideología que valga más que la lucha. No hay discurso que reemplace el caminar junto al pueblo, el sudar con ellos, el sufrir con ellos.
Por eso me lanzo al Senado. No con un partido de trajes elegantes y sonrisas falsas, sino con Pepe Luna, un provinciano como yo, que sabe lo que es levantarse sin privilegios, que conoce el sabor de la tierra y el peso de la injusticia. Juntos, sin banderas prestadas, sin miedo a decir lo que duele.
Sí, es peligroso. Sí, intentarán destruirnos. Pero el que nada debe, nada teme. Yo no tengo cuentas en paraísos fiscales, no tengo mansiones compradas con coimas, no tengo miedo. Tengo convicción. Y si el pueblo me da la oportunidad, no iré al Senado a enriquecerme, sino a romper el silencio.
A los jóvenes les digo: el Perú necesita valientes. No los que buscan poder, sino los que están dispuestos a perderlo todo por cambiar las cosas. Si no somos nosotros, ¿entonces quién? Si no es ahora, ¿cuándo?
La política en este país puede ser un suicidio, pero prefiero morir de pie que vivir de rodillas.

Por: Rafael Romero.
A diez meses de las elecciones el Partido Cívico Obras (PCO), liderado por Ricardo Belmont Cassinelli (RBC), sigue sumando adherencias de buena voluntad, con ciudadanos transparentes, colectivos gremiales y de vecinos, agrupaciones populares y frentes regionales; y esa sumatoria no para, pues al pergeñar estas líneas nuestra agenda está recargada con la audiencia ininterrumpida junto a bases juveniles y asociaciones de emprendedores de nuestra patria.
Por lo pronto, no podemos dejar de informar la emocionante y patriótica actividad realizada el pasado sábado 28 de junio, cita en la cual RBC inauguró un nuevo local de los espartanos del Perú, esta vez en el Jr. Caylloma del Cercado de Lima.
En dicho evento partidario, con la presencia del secretario general del PCO, Daniel Barragán Coloma, se sumaron líderes sociales, intelectuales y empresariales de la patria, como Luis Thais, Juan Alejandro Zec Bejar, Hilario Rosales y Henry Shimabukuro, haciendo suyas las 10 vigas maestra del partido.
Cada uno de los citados líderes populares tiene más que un cargo, un encargo por el desarrollo humano y el crecimiento moral del Perú, siendo oportuno destacar la experiencia de Lucho Thais, quien comandará el equipo de Plan de Gobierno del PCO, partiendo precisamente de las citadas vigas maestras, a saber:
1.- No prescribirán los delitos contra el Estado y los funcionarios sentenciados serán inhabilitados a perpetuidad.
2.- Desarrollo de una televisión que promueva valores y sanciones severas a quienes no cumplan la Ley de Protección al Menor.
3.- Obligación de los medios de comunicación de promover cultura y distribución de forma equitativa de la publicidad del Estado.
4.- Educación pública gratuita, de calidad y obligatoria.
5.- Prestación de servicios de salud universal de calidad, otorgando prioridad a la población más necesitada.
6.- Promoción de una economía social de mercado, sin monopolios ni oligopolios.
7.- Garantía de transparencia en contrataciones y licitaciones del Estado.
8.- Promoción de la formación integral del ser humano a través del deporte y la cultura.
9.- Establecer niveles dignos para las pensiones de los jubilados.
10.- Revisar y renegociar los contratos sobre recursos naturales cautelando los intereses del país.
A la parte técnica de estos pilares, se suma la voluntad de combate por una patria sin corrupción, sin impunidad; también la mística que une al hombre con el ser superior que irradia la moral y fortalece la ética; y el liderazgo de un estadista y periodista como Ricardo Belmont, que lleva más de medio siglo hablando y haciendo por una patria con paz, desarrollo, educación, salud, justicia, trabajo, ciencia y arte para todos los peruanos sin excepción ni discriminación.
Opinión
¿Silenciar a los que saben demasiado?
En el Perú, saber demasiado puede costarte la vida. Andrea Vidal, Nilo Burga y José Miguel Castro conocían información clave que pudo desentrañar graves casos de corrupción. Hoy están muertos, y sus muertes siguen rodeadas de sospechas e impunidad.

¿Qué está pasando en el Perú? ¿Nos hemos acostumbrado, como sociedad, a ver morir a quienes tienen información clave sin exigir justicia con la firmeza que corresponde? ¿Es esto una nueva modalidad de silenciar a las voces incómodas? Las recientes muertes de Andrea Vidal, Nilo Burga y José Miguel Castro no solo han estremecido al país, sino que también nos obligan a preguntarnos con crudeza si estamos frente a un patrón de impunidad sistemática.
El 10 de diciembre de 2024, la abogada Andrea Vidal Gómez de 27 años, fue acribillada en La Victoria. Más de 40 balazos impactaron contra el vehículo donde viajaba. El taxista murió al instante; ella, tras seis días de agonía, falleció en el hospital.
Sin duda, no fue una víctima colateral porque la precisión de los disparos, varios en la cabeza, indica que era el verdadero objetivo. Vidal Gómez no era una chica cualquiera; era exasesora del Congreso de la República y conocía a fondo los engranajes de una presunta ‘red de prostitución’ que presuntamente operaba al interior del Parlamento, dirigida —según sus propias denuncias— por un operador político de Alianza para el Progreso (APP), el inefable Jorge Torres Saravia. Sin embargo, hoy ya casi no se habla de este lamentable episodio.

Su muerte no solo apagó una vida; también sepultó información valiosa sobre un caso que tocaba las fibras más podridas del poder. Hoy, las hipótesis van desde un crimen por encargo, hasta un intento burdo de encubrirlo con la narrativa de un crimen pasional. ¿Hasta cuándo se permitirá que hechos de esta naturaleza queden sin responsables?
A los pocos días, el 25 de diciembre del 2024 en un hospedaje del distrito de Magdalena del Mar, fue hallado sin vida Nilo Burga Malca, presidente de la empresa Frigoinca, clave en la investigación sobre el caso ‘Qali Warma’, donde se descubrió la distribución de alimentos malogrados a niños escolares. Burga Malca tenía mucho qué contar; demasiado, quizás.
Lo encontraron con heridas profundas de arma blanca en el cuello, pecho y abdomen. Según el peritaje, era prácticamente imposible que él mismo se haya causado tales lesiones. Las manchas de sangre y la posición del cuerpo evidenciaban que fue movido. ¿Alguien intentó simular un suicidio? La respuesta parece obvia: sí. Y, sin embargo, nadie ha sido procesado.
Una excolaboradora lo dijo claramente: «Yo creo que a él lo mataron». ¿Por qué? Porque sabía demasiado. Porque podía exponer la cadena de responsabilidades detrás del negocio sucio que compromete a funcionarios públicos del Midis y proveedores del Estado. Su muerte —como la de Andrea Vidal— tuvo el mismo patrón: alto perfil, información delicada y una escena sospechosa.

Más reciente aún, el domingo 29 de junio de 2025, el país amaneció sorprendido con la noticia de la muerte de José Miguel Castro Gutiérrez, de 51 años, exgerente municipal durante la gestión de Susana Villarán y colaborador eficaz en el caso Lava Jato. Él estaba bajo arresto domiciliario en Miraflores y lo encontraron muerto con un corte en el cuello de 14 centímetros, con un cuchillo plateado cerca y señales claras de manipulación del entorno. Aunque no había reportado amenazas, sí mostró preocupación en su última visita al Ministerio Público. El fiscal José Domingo Pérez lo confirmó: “Castro temía por lo que sabía”.
Su testimonio era clave para el juicio oral contra su ‘intima’ Villarán de la Puente, previsto para septiembre. ¿Coincidencia? Difícil creerlo. Castro Gutiérrez había entregado pruebas valiosas sobre los millones de dólares que Odebrecht y OAS entregaron a la campaña política de la exalcaldesa, a cambio de concesiones. Su muerte representa no solo una pérdida humana, sino un daño gravísimo al proceso judicial más importante del país.

Tres personas claves. Tres muertes en menos de un año. Tres historias que apuntan a una misma dirección: el silenciamiento. No es paranoia, ni teoría conspirativa. Es la realidad que, con pruebas y documentos en mano, ha ido construyendo una narrativa inquietante: “en el Perú, saber demasiado puede costarte la vida”.
¿Existe en el Perú una nueva modalidad de encubrimiento extremo? ¿Estamos ante una estrategia sistemática para callar a los que pueden revelar nombres, vínculos y tramas enteras de corrupción? Los casos de Andrea Vidal, Nilo Burga y José Miguel Castro no son hechos aislados. Son piezas de un rompecabezas mayor. Uno donde el crimen organizado, los tentáculos del poder político y el desgastado aparato judicial conviven, se protegen y se fortalecen en la impunidad.
Aquí no se busca acusar sin pruebas, ni promover el sensacionalismo. Pero sí se exige, desde un mínimo de decencia ciudadana, que se actúe con contundencia. Las autoridades —el Ministerio Público, el Poder Judicial y la Policía Nacional— tienen la responsabilidad histórica de llegar al fondo. No se puede permitir que estos casos terminen archivados. No más “carpetazos”, no más extrañas muertes sin justicia.

La ciudadanía, los medios de comunicación y la sociedad civil, debemos mantener la presión. Porque si dejamos que estas muertes pasen como una estadística más, habremos perdido algo más que vidas: habremos perdido el derecho a la verdad.
¿Qué está pasando en el Perú? Está pasando que matar a los incómodos parece más rentable que enfrentar las consecuencias. Está pasando que el silencio de un testigo vale más que su palabra ante un fiscal. Y está pasando que la impunidad, mientras no se le ponga freno, seguirá devorando la democracia.
Ya no se trata solo de justicia. Se trata de dignidad. Por Andrea Vidal, por Nilo Burga, por José Miguel Castro y por cada persona que ha sido callada para proteger a los intocables. Exhortamos a las autoridades a dejar la indiferencia, a comprometerse verdaderamente con la verdad y con el país. Porque ningún sistema democrático puede sostenerse sobre cadáveres incómodos.
Opinión
Enrique Polanco: el pintor que escucha el latido de la ciudad
Sus colores conmueven y guardan la memoria de lo que fuimos y aún somos.

Hay artistas que desaparecen con el tiempo. Y hay otros que, como Enrique Polanco, se convierten en cronistas del alma urbana, en testigos fieles del cambio y de la memoria. Su obra no solo persiste: sorprende, interpela y nos recuerda que el arte puede ser un lugar donde la ciudad todavía respira.
Desde sus primeros pasos en la Escuela de Bellas Artes, el destino de Polanco estuvo marcado por un encuentro: Víctor Humareda, el solitario de La Parada. Con él descubrió los barrios que Lima esconde. El Porvenir en La Victoria, ese corazón caótico y vital que late fuera de los catálogos turísticos. “Humareda me llevó a un barrio totalmente marginal como La Parada. Caminábamos en silencio, absorbiendo los olores y los colores del mercado”, recordaba Polanco con una sonrisa nostálgica en una antigua entrevista que me brindó.
En una de esas caminatas subió al cerro San Cosme y fue testigo de una escena cruda: dos meretrices ‘faites’ peleando en un bar de la calle San Pedro, una de ellas con la cara cortada por el filo de un pico de botella. Esa imagen punzante no desapareció. Solo cambió de forma y se transformó en pintura.
Luego vinieron los bares del Callao, los rostros ‘chuzados’, la niebla espesa y los muros con historia. Todo quedó atrapado en su paleta texturada. Pero también hubo silencio. China lo marcó con su contemplación. Allí aprendió a escuchar los espacios, a mirar desde adentro.
Durante años, Polanco se mantuvo alejado de las galerías. Desde 1983 hasta 2002 trabajó con ellas, pero luego tomó distancia. “Ellas perdieron interés, y yo también”, dijo con serenidad.
Hoy, su fabulosa obra vuelve con fuerza en una exposición que conmueve: “Dos décadas de color y memoria (2004-2024)”, una selección de 60 lienzos que resumen su viaje por la alegoría social del siglo XXI, está en el ICPNA de Miraflores hasta el 20 de julio.
Es una cita con el tiempo, con las calles y con la verdad pintada sin ornamentos. Y es también, un reencuentro con un artista que nunca se fue, porque sus obras continúan perennizadas en la retina del público y solo esperó el momento justo para volver a hablar con el pincel.
(Columna publicada en Diario UNO).

Por más que nos duela, Machu Picchu ya no es lo que era. No porque el tiempo haya carcomido sus muros, sino porque el abandono y la ineptitud han terminado por mancillar lo que la naturaleza y los incas preservaron durante siglos. La inclusión del santuario en la lista negra de destinos turísticos, elaborada por una de las principales plataformas internacionales de viaje, no es solo una advertencia ecológica: es un diagnóstico moral del país.
¿Cómo hemos llegado a esto? La respuesta se llama desidia, y tiene nombre propio: Fabricio Valencia. Ministro de Cultura de un gobierno sin brújula, sin alma y sin vergüenza, el señor Valencia es la encarnación de esa burocracia inútil que, en lugar de custodiar nuestro patrimonio, lo oferta al mejor postor o lo abandona hasta que se desplome. No bastó con la omisión criminal ante el turismo descontrolado en Machu Picchu; ahora arrastra también la ignominia del caso Shirley Hopkins y el recorte de las Líneas de Nasca y Palpa, mutiladas como si fueran tierra baldía y no vestigios sagrados de nuestra historia. ¿Qué hace mientras tanto? Nada. Ni siquiera se atreve a renunciar.
Congresistas, arqueólogos, trabajadores del propio Ministerio y hasta instituciones culturales han pedido su salida. Los empleados de la Dirección Desconcentrada de Cultura del Cusco, exhaustos y humillados, claman a la presidenta Dina Boluarte que lo reemplace. Y como si el drama fuera aún poco, lo último que se sabe es que estos trabajadores planean tomar Machu Picchu. No por vandalismo, sino por desesperación. Porque el Estado los ha dejado solos, igual que al Santuario.
Machu Picchu, ese milagro de piedra, sobrevive por inercia. Pero ya no es eterno. Está cercado por el turismo irresponsable, por la incompetencia institucional, por la indiferencia de quienes deberían defenderlo. Y mientras tanto, el ministro sigue allí, aferrado al cargo como si la historia no lo fuera a juzgar. Pero lo hará. Como juzga siempre a quienes traicionan a su país.
En julio de 2022, durante una conferencia en Cusco, la exdirectora de la DDC, Mildred Fernández, denunció irregularidades en la venta de entradas a Machu Picchu e indicó que no toleraría actos de corrupción. La red fue previamente señalada por Alfredo Cornejo, presidente de AOTEC. Tres años después, debido a la desidia del Mincul, Machu Picchu aparece en la lista negra.
Opinión
Día de la Infamia en la Amazonía: crímenes de Lesa Humanidad en Loreto
Lee la columna de Jorge Linares

Por Jorge Linares
El 29 de junio de 1985, en una noche serena del pueblo de Lagunas, en la región Loreto, la tranquilidad fue arrancada de raíz. Exactamente a las 11:00 p.m., desembarcaron en el puerto Santa Gema más de 50 terroristas encapuchados y fuertemente armados, quienes tomaron por asalto la Plaza de Armas con la ayuda del Dr. Castillo —médico del pueblo— y de otro grupo de senderistas que se encontraban atrincherados en las cuatro esquinas del centro.
Los terroristas tenían por objetivo asaltar, robar e incendiar todas las oficinas del Estado, además de asesinar a las personas que se opusieran a sus peticiones. La comisaría, en ese momento, estaba resguardada por el policía Luis García Ramírez, quien valientemente repelió el numeroso ataque, llegando a generar seis bajas y un herido en el bando criminal. Lastimosamente, fue abatido sanguinariamente por estos delincuentes.
El mismo fatal desenlace tuvieron los pobladores Javier Arévalo Guzmán, empleado del Banco Agrario, quien recibió un certero disparo en el pecho que acabó instantáneamente con su vida, y el joven ingeniero agrónomo Pablo Teodoro Inga Vásquez, quien recibió dos disparos en el cuerpo, quedando tendido en la Plaza de Armas. Acercándose, el médico terrorista pisó el pecho del joven caído, quedando registradas las huellas de su zapato en la camisa ensangrentada de la víctima.

Al pasar las horas, Pablo Inga fue rescatado por su primo y conducido a su casa para curar las heridas de bala; pero el destino ya estaba marcado para este joven profesional: había perdido mucha sangre y murió en los brazos de su madre, ante la mirada iracunda de su padre y de sus familiares, en la madrugada del 30 de junio, a las 4:00 a.m.
Esta escena desgarradora quedó en la memoria de tres familias que, hasta ahora, cargan la cruz de la infamia terrorista. Una verdad que se cuenta a medias o con falsos testimonios. La familia Inga está sorprendida porque hay variaciones en el informe de este hecho sedicioso presentado ante la Comisión de la Verdad, como fechas y nombres que generan confusión respecto de la realidad.

Tula Inga Vásquez de Iglesias manifiesta:
—Yo sé quién mató a mi hermano. Yo le enfrenté más de dos veces en las calles de Iquitos al criminal Martín Reátegui Bartra. Él debe vivir agradecido a mi madre, porque no quiso proseguir con el juicio, ya que ella decía que nunca le iban a devolver a su hijo. A mí me llama la atención que las autoridades municipales, el Ministerio de Cultura y las universidades, como la Universidad de Lima, le brinden espacio a este terrorista y asesino para ser conferencista o profesor. Él debe mantenerse alejado de los niños y de los jóvenes, porque va a querer inculcar su ideología genocida. Las nuevas generaciones deben crecer sabiendo el terror que sembraron Sendero Luminoso y el MRTA en todo el país, para que no se repita.
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