(PRE Y POST HISTORIA DE UNA CACHADA BRAVA)
A Metrónomo siempre le había gustado. Pluscuanperfectamente, incluso, en alguna época de su vida, él había llegado a amarla. Pero ahora se trataba de todo lo contrario. Los rechazos continuos, aunque siempre sutiles, y no siempre sinceros, de Leydú, habían terminado por cansarlo. Y eso que él lo tenía todo, convencionalmente hablando, para conquistarla.
A propósito de esos rechazos, un día Metrónomo escribió en su diario: “He decidido no tener relaciones, a menos que sean sexuales y además promiscuas, con las mujeres”. Entonces resolvió emular a Ramsés II y a Huayna Cápac, dos de los héroes máximos de la fornicación mundial: 82 hijos el primero, más de 100 el segundo. Metrónomo, en cuestión de tretas, era silencioso, pero mortal; como los mejores pedos. Iniciaría su periplo por los cuerpos femeninos, lógicamente con Leydú, quien esa mañana, vaya Dios a saber por qué motivo, había finalmente aceptado su invitación; quizás para que nunca más se volviera a repetir.
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El alcohol es un buen sustituto de los libros. Esto por fin lo entendió Metrónomo cuando terminó de preparar su primera conferencia, que ofrecería precisamente esa misma noche. Se sirvió una copa de vino y la saboreó malévolamente dirigiendo sus pensamientos hacia Leydú: ella lo había rechazado hasta ahora porque se jactaba siempre de ser muy recta, muy moral, casi mística; pero él sabía que en el fondo también le gustaba lo otro. Llegada la hora, se peinó concienzudamente. Para él eso era muy importante; se fracturó la cabeza con una raya enérgica ubicada entre lo que sería una raya al medio y otra al costado; una miradita al espejo, y afuera.
Metrónomo y Leydú pasearon esa tarde. Recorrieron parques y hospitales, visitaron enfermos desconocidos y rezaron por ellos. Leydú era muy recta, muy moral, casi mística. Ante la insistencia de Metrónomo, ella aceptó tomar un trago. Bebieron vino y después cerveza. Se sintieron más próximos, más cercanos. Hablaron sobre las obras de caridad que Leydú practicaba y sobre la inmensa pena que a ella le causaban los mendigos en la calle. Pero a pesar de su ascetismo, el vino empezó a perturbarla. Metrónomo lo notó y aprovechó la oportunidad para tirarse de golpe a la piscina: le propuso ir a un hostal. Inmediatamente después esperó los puñetazos en la cara, pero éstos nunca llegaron. Ella, luego de un remilgo algo forzado, finalmente accedió. Las sospechas de Metrónomo fueron confirmadas.
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Suben a la habitación del hostal. Metrónomo apaga las luces, es casi de noche, se sientan ambos al borde de la cama y allí, sin decirse nada, se tocan, se excitan¼.
—Me gusta tu barba —dice ella.
—¿En serio?
—En serio.
—Pues a mí no —replica él.
—¿No?
—No. Como ves, no es en realidad una barba. Son más bien unos cuantos pelos adheridos a mi mentón.
En efecto, la barba de Metrónomo, más que real parecía pintada con crayola.
—Además —prosigue él—, tampoco me queda bien; de eso estoy plenamente seguro.
—Entonces, ¿por qué no te la afeitas?
—Porque es un símbolo de desprecio, una forma de burlarme del supuesto buen gusto de los demás.
Ella sonríe piadosamente.
—Quítate la ropa —le susurra él al oído y se recuesta, vestido aún, en la cabecera de la cama, mientras la contempla desnudarse, lentamente, frente al espejo.
Leydú no poseía una belleza estruendosa, pero sí una parte posterior fascinante; su perfil tampoco era tan agradable como su frontis; su cabeza en realidad era un corcho, pero si bien no podía negar aquellos coágulos que sobresalían de su cerebro, allí estaba ella; pasaba con once. Ya al natural, ella se da la vuelta y se acerca a la cama, descorre la colcha estampada con “Los Girasoles” de Van Gogh y cubre a Metrónomo con su cuerpo desnudo, luego lo besa, lo muerde…“Obviamente se me paró el miembro”, escribiría después él en su diario. Al primer contacto surgen los piropos mutuos:
—¡Qué maravillosa protuberancia! —dice ella, palpándole el órgano.
Y él contesta, grueso pero conciso:
—¡Siempre supe que tenías un buen par de omóplatos!
Se suceden una y otra vez los inquietantes mordisqueos de Leydú sobre el cuello de Metrónomo.
—Espera —le dice él, apartándola suavemente de sí; se levanta y corre a encender la luz.
La luz encendida recién desnuda de verdad a Leydú; se cubre los senos con ambas manos. Metrónomo va hasta la mesita de noche, abre el cajón y saca el famoso libro que, al llegar, y sin que ella se diese cuenta, escondió allí.
—Esto es lo que vamos a hacer —dice— Vamos a leer la Biblia.
Ella se desconcierta, él insiste:
—¿No es acaso esto lo único que te interesa hacer en la vida? ¡Ah, y por cierto! ¿Cómo es posible que tú, una mujer tan pura, tan noble, estés así, completamente desnuda y mojada frente a un hombre que ni siquiera se ha quitado los zapatos? ¡Serías más atractiva si fueras más inteligente!
A Leydú le entró el julepe. Brincó de la cama y, haciendo equilibrio sobre sus zapatos recién puestos (Metrónomo observó con desencanto que un zapato feo -los de Leydú lo eran- destroza, aniquila, la sensualidad de una mujer), se aventó contra Metrónomo, le apretó los testículos y le mordió los ojos; Metrónomo ofreció cierta resistencia, forcejeó un rato, pero al final perdió; Leydú lo llevó de nuevo hasta la cama, lo desvistió, le arrancó brutalmente cada una de sus ropas y lo envolvió, esta vez sí definitivamente, con su cuerpo desnudo.
El primero fue un ayuntamiento salvaje, ensordecedor. Sólo hubo un pequeñísimo momento de pausa, cuando ella se quedó inerte sobre la cama esperando la agresión inmisericorde de Metrónomo, por lo que éste tuvo que protestar, diciendo:
—¡Ah, no! ¡Aquí también tiene que haber actividad femenina!
Entonces Leydú se mostró más humana; dejó de ser una simple tabla penetrable para convertirse en un organismo vivo, participante activo de la experiencia. Para el segundo asalto, Metrónomo encendió el radio: hicieron el amor esta vez al ritmo de una sinfonía clásica; Metrónomo le insertó el miembro en el cuarto movimiento. Y después de esa movida fenomenal, le asestó a Leydú un duro golpe; le preguntó:
—¿Dónde quedó ahora tu espiritualidad, mi amor?
Leydú, helada. Entonces Metrónomo encontró la inspiración y la oportunidad; extrajo su diario del bolsillo y escribió: “Quiero sentir algo más serio por las mujeres. No he conocido todavía ninguna que pudiera mejorar mi concepto respecto a ellas. Nada hacen de extraordinario para que esto suceda: corren dando saltitos, gritan enloquecidas, patalean, miran de soslayo, suspiran enamoradas, hablan bajito, miran al cielo, estudian secretariado, suben a los autos, abren las piernas, lloran, tienen hijos, después amantes (que pueden ser sus hijos), escriben a máquina, salen casi desnudas a barrer la entrada de sus casas, y mueren. Sencillamente. Mueren sin grandeza, como los seres humanos”. Antes de guardar el diario recordó algo que anotó enseguida para no olvidarlo. Agregó: “Yo necesito una mujer que haya sufrido, pero que no haya sufrido en vano”. Leydú trató de detener a Metrónomo cuando vio que éste se ponía la ropa y alistaba sus cosas para largarse de allí sobre la marcha. No pudo lograr mucho, sin embargo, pues él volvió a paralizarla: lo contempló escribir, y luego pegar en la ventana de la habitación, un cartel que decía en grandes letras de imprenta: “SE DICTAN CLASES DE MORAL. LLAMAR AL TELÉFONO 2004-1992. PREGUNTAR POR EL SR. METRÓNOMO CABIEDES”. Segundos después lo vio partir con su cuerpo y su andar de hombre bueno, pero sometido.
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Metrónomo tenía que ofrecer una conferencia esa noche. Su primera conferencia. Estaba ya sobre la hora. Llegó apuradísimo al auditorio. Su ropa no era la apropiada; esto era muy importante para él, así que se tomó un tiempo para cambiar de aspecto. Pidió un terno prestado, muy elegante y serio, pero con el apuro y el nerviosismo…Metrónomo sale al escenario con la bragueta abierta y el miembro expuesto. El auditorio se escandaliza. Se oyen risas y llantos.
—¡Oh! —dice Metrónomo, al comprobar su descuido— Disculpen. Olvidé ponerme la corbata.
Abandona corriendo el proscenio y al rato regresa con la corbata impecablemente arreglada, pero igualmente con la bragueta abierta y el miembro expuesto. El auditorio estalla en más risas y en más llantos. Metrónomo baja la cabeza y experimenta en ese momento una intensa y extensa sensación de dolor. No sabe cómo reaccionar. No se le ocurre nada, una salida ingeniosa, divertida, o lo que sea. Él nunca supo sortear con habilidad situaciones como ésa. Y es que Metrónomo era abogado; un buen abogado, pero nada más. No era mucho, realmente. Por fin intenta algo: sin mover la cabeza, torvamente cambia la dirección de su mirada y encuentra que¼
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Leydú seguía en la habitación del hostal aquel y estaba nuevamente acompañada.
—Amor —le dice ella a su amante, en la penumbra íntima—, sé amable conmigo. Ya sabes a lo que me refiero.
Entonces Amor Gutiérrez se arrodilla sobre la cama, soba suavemente los muslos de Leydú y le rasca con fruición las plantas de los pies.