Ciudad solitaria es el cuento del escritor Gabriel Rimachi Sialer, que pertenece a su libro inédito Todos los muertos de mi felicidad. El cuento fue publicado por primera vez en la web Letralia en octubre del 2019, a los pocos días fue replicado en páginas webs y revistas de Venezuela, Argentina, Colombia y México, hasta convertirse en un viral de las redes sociales. Hoy el cuento sobre el aborto bordea el millón de lectores.
Ciudad Solitaria, un cuento de Gabriel Rimachi Sialer
— Estoy embarazada —me dijo
por teléfono, la voz entrecortada.
— Putamadre… —susurré. No
tenía nada más que decir.
El metro pasó en ese momento
atravesando el medio cielo y se hizo un silencio entre nosotros. Miré hacia el
parque mientras el ruido disminuía al alejarse y empezaba a sentir la violencia
de mi corazón.
— ¿Sigues ahí? —preguntó.
— Sí. Sí… acá estoy, es que,
no sé qué decir, yo…
— No lo quiero tener.
Un taxista empezó a tocar su
claxon en el cruce del semáforo. Una vendedora se acercó corriendo a llevarle
una Coca Cola. Hacía frío.
— ¿Estás segura?
— Sí… pero no puedo hacer
esto sola. Tengo cinco semanas, acabo de hacerme la prueba de sangre y no puedo
esperar más tiempo. Ven, necesito que me abraces, no voy a poder hacer esto
sola.
Colgó. No fui a verla ese
día.
¿A quién le preguntas dónde
puede abortar tu chica? ¿Cuánto cuesta? ¿Cómo es? ¿Aceptan tarjeta? No hay
forma de saberlo si no es por la experiencia, el miedo y el riesgo. En la farmacia
el tipo que atendía me dijo que cinco semanas era para preocuparse, que no
podía pasar más tiempo, que el Cytotec ya no serviría para nada. Me dio el
nombre de una enfermera que se encargaría de todo, que no cobraba mucho. La
señora vivía a la espalda de mi casa, aplicaba inyectables a los vecinos y
compraba el pan en la misma panadería donde yo lo hacía cada mañana. Cuando me
vio en su puerta supo inmediatamente a lo que iba.
—¿Cuánto tiempo tiene ya la
Vicky?
—Seis semanas —dije con un
hilo de voz.
—Es mucho. —Su expresión
cambió, quise creer que sintió algo de pena—. Yo no puedo hacer nada, es mucho
riesgo… Anda a esta dirección.
—Disculpe, pero… ¿sabe
cuánto es lo que costará, más o menos?
—No, no, siempre depende del
tiempo que tenga la embarazada; mientras más tiempo pase, más caro es, por el
riesgo de que se pueda morir en la operación. Que no pase más tiempo, la Vicky
así de flaquita como está, se te puede morir con la bajada.
Sentí un escalofrío
recorriendo mi columna.
—Pero el doctor es un buen
doctor ¿verdad? —pregunté.
—Con que no se te muera la flaca,
está bien. —Y me acompañó hasta la puerta de su casa.
Fuimos a la dirección una
tarde fría después de clases. Creo que fue un martes o miércoles; en el
instituto nos habían dado una charla “que marcaría nuestro futuro”, y que nunca
he podido recordar. Mi mente solo pensaba en posibilidades ingenuas, fantasías
del desesperado. No había forma de tener un hijo, ¿cómo podríamos tenerlo?
¿Dónde si apenas nos alcanzaba para almorzar? ¿Y si lo tenemos… quién de los
dos dejaría las clases para ponerse a trabajar? Teníamos miedo, esa era toda la
verdad, miedo de “qué pasaría si…”, miedo de “y qué van a pensar los demás”. Y
con ese miedo en el cuerpo tomamos el metro, llegamos y subimos los tres pisos de
un edificio cerca de la plaza Bolognesi. La sala de espera estaba vacía, tenía
las paredes color verde agua y estaban sucias. Una señorita nos hizo una seña
de que esperáramos, había otra pareja dentro. Ocupamos un sillón de cuero
sintético y esperamos. Cuando la secretaria nos hizo pasar, preguntó a qué
íbamos. Le dijimos que estaba embarazada, seis semanas ya, que no lo queríamos.
—Son seiscientos soles —dijo,
mecánicamente—, el proceso demora una hora y luego dos de descanso en la
camilla. Compren esta receta en la farmacia de enfrente y regresen; se paga por
adelantado y en efectivo.
Bajamos las escaleras en
silencio. Cien soles por cada semana de embarazo. Seiscientos soles que eran
una fortuna para dos estudiantes que apenas llevaban un año de enamorados. Dos
sueldos de practicante en el verano. Una vida de mierda en el Perú. En la
farmacia tenían un cajero ATM. Ella sacó la tarjeta y retiró el monto. “Es la
tarjeta de mi hermana”, me dijo. Sentí vergüenza. Al regresar y subir las
escaleras y antes de entrar, le pregunté “¿Estás segura?”, ella solo agachó la
cabeza y entró. La enfermera nos guió por un pasadizo triste y silencioso hasta
la sala de operaciones. El médico nos recibió con una sonrisa “¿Ya pagaron?”
preguntó. Tenía un pantalón de vestir color gris y una camisa azul
impecablemente planchada. Llevaba una alianza en una de sus manos. Mientras se
colocaba la bata blanca le dijimos que sí y sonrió más.
—Quítate el pantalón y la
trusa, y échate en la camilla —le dijo— no te preocupes que no pasa nada, esto
es solo un trámite, un desliz, no eres la primera ni serás la última.
La vi desnudarse, tenderse
sobre esa camilla crema y separar las piernas. Sentí que el cuerpo me pesaba. El
médico le inyectó un sedante en el brazo a través de un catéter que colgaba de
un gancho en la pared. Le pidió que contara hasta diez y que no tuviera miedo,
que no sentiría nada.
—Usted puede esperar ahí— Me
dijo, señalando una silla a metro y medio del cuerpo de ella.
Sentí que los pies se me
congelaban. Desde mi posición veía su sexo expuesto al frío de aquella
habitación. Agaché la cabeza un momento, me ardía el rostro, apreté los
dientes. Antes de que ella cerrara los ojos y se quedara dormida, me miró y
susurró mi nombre. Estaba llorando.
La habitación estaba
iluminada por fluorescentes blancos que daban la sensación de limpieza. Olía a una
mezcla de creso y Pinesol. Hacía frío. Sobre el escritorio del médico había
varios fólderes, documentos, libros de medicina, un teléfono y al lado de este un
portarretratos hecho con coloridos palitos de chupete. De su lámpara movible
colgaba un zapatito blanco.
—Bueno, me vas a tener que
ayudar —me dijo sonriendo, con confianza— porque si llamo a una enfermera les
va a costar doscientos soles más… y no creo que tengan.
No dije nada, solo asentí
ligeramente. El médico acercó a los pies de la camilla una mesa pequeña donde
tenía desplegados una serie de instrumentos que me recordaron aquella escena
donde el verdugo le muestra a William Wallace las herramientas con las que lo
torturaría hasta la muerte, a menos que pidiera perdón al rey. William Wallace,
el hombre que por amor a su mujer asesinada había liderado la rebelión más
grande de Escocia y acabado con un reino de siete clanes, se hubiera
avergonzado de mí. El médico cogió algo parecido a un pico de pato, de metal, y
lo introdujo en la vagina de Vicky, que seguía sedada con la boca entreabierta,
y luego lo abrió. Cogió entonces algo parecido a un lápiz de cuyo extremo salía
un pequeño gancho, y lo metió con fuerza. Escuché el sonido que hizo la matriz
al abrirse con el impacto. Repitió el movimiento, el mismo golpe, varias veces.
Sentí cómo se me encogían los testículos. Entonces la sangre empezó a salir.
“Trae esa riñonera” me dijo. En su frente asomaban pequeñas gotas de sudor que
brillaban con la luz de los fluorescentes. Mecánicamente me puse de pie, tomé
la riñonera y me volví a sentar. “No, huevón —me dijo— tráela acá y ponla
debajo de sus nalgas, que no llegue la sangre al piso”. Avancé y lo hice. Me
quedé ahí, de pie, cuando volvió a meter el gancho y empezó a moverlo en
círculos. Luego metió algo parecido a una espátula muy chiquita y empezó a
arrastrar lo que había adentro, como si limpiara un pequeño horno. Entonces lo vi,
esa forma larval, casi como una media luna del tamaño de un dedo índice, cayendo
en la riñonera blanca donde se iba acumulando la sangre, pero entonces el
médico puso la riñonera sobre la mesa, cogió una tijera y lo cortó en dos.
Luego me la alcanzó con los restos y me dijo “Tíralo al guáter, no te olvides
jalar la palanca”.
Estiré mis manos heladas e
hice lo que indicó. El baño, a diferencia de la habitación donde dormía Vicky,
era un asco. Las paredes tenían la pintura levantada por el salitre y olía muy
fuerte a humedad. Un foco alumbraba pobremente ese espacio donde además habían
amontonado trapeadores y escobas. El espejo, lleno de óxido en sus esquinas, me
devolvió una imagen triste. Antes de jalar la palanca me quedé mirando el fondo
del guáter con el agua roja y los pedazos de nuestro hijo. En un momento creo
que se movieron. Salí del baño temblando, helado. Me senté nuevamente frente a
ella, que ya estaba sin el pico de pato de metal en su cuerpo. Sus piernas
descansaban sobre la camilla pero tenía los muslos manchados de sangre. “Va a
dormir una hora más —dijo el médico— cuando despierte que se vista y listo, que
no coma nada picante ni muy pesado, una sopita está bien. Que tome las
pastillas que le dará la secretaria. No creo que haya infección. Eso sería
todo”. Y salió de la habitación. Me quedé ahí, de pie, solo, con ella que
dormía sobre la camilla, semidesnuda, aún tenía en sus mejillas la marca de sus
lágrimas. Le acaricié los cabellos y besé su frente. No era mi cuerpo el que
estaba ahí pero también me había dolido el golpe, cada golpe, de una forma que
aún no olvido. Cogí un paquete de pañitos húmedos que habíamos comprado en la
farmacia y empecé a limpiarla con mucho cuidado.
Cuando despertó y mientras
se vestía, me preguntó si había visto todo, le dolía el cuerpo como si la
hubieran apaleado. Le dije que no, que había esperado afuera. Cuando por fin
pudo ponerse de pie la abracé muy fuerte y fuimos a tomar una sopa caliente en
un restaurante de la plaza Bolognesi mientras moría la tarde. En el bus que nos
llevó a su casa escuchamos por la radio el estribillo de una canción que
habíamos oído cuando niños: chicos y
chicas van cantando / llenos de fe-li-ci-dad.
/ Más la ciudad sin ti / está solitaria…
Y comenzamos a llorar.
* Del libro inédito Todos los muertos de mi felicidad. Derechos autorizados para Lima Gris 19.