Escribe Rodolfo Ybarra
1.-EL NEGRO PEPE
En Barrios Altos la vida no vale
nada y donde por un sol te pueden cortar el pescuezo. Aquí estoy paseando con
el negro Pepe, “Caporal”, “Taita” de los más bravos, puros chuzos, huecos de
bala y callos en las manos, con 85 años de dinosaurio sableado y cazado por
pistoleros furtivos de uniforme o con pañuelo de media cara; y, a pesar de todo, sobreviviente de sus propias
batallas y que aún trabaja de cachinero y ha estado en casi todos los penales
del Perú, menos en el SEPA, tal y como afirma categóricamente. Nadie lo
“huevea” –te lo dice señalándote con el dedo– y las cosas claras y el chocolate
espeso.
Nos dirigimos por La Carroza y la
Huerta Perdida, sus lugares de paso, y por otras callecitas donde el mismo
diablo no entra, tratando de terminar de construir otro de los personajes para
una futura novela. Consejo: si quieres escribir y que te crean, pues tienes que
ensuciarte los zapatos y arriesgar el pellejo. El resto es sentarse a teclear,
buscar un editor que confíe en ti y que no te estafe y entrar a la imprenta.
Eso sí, amigos, aquí los premios literarios no interesan. La vanidad no tiene
lugar en este no-lugar, es más, hasta puedes ser atravesado por un verduguillo.
Esto es lo que Nietzsche decía que era mirar el abismo, el único detalle es no
dejarse caer o, simplemente, no caer. Ahora si quieres fama, viajecitos,
televisión y prensa servil y complaciente, pues dedícate a otra cosa.
2.-COLEGIO NACIONAL 1028, “REPÚBLICA ARGENTINA”
No sé cómo así, de un día para
otro, y cuando pensaba que mi vida era estar entre niños de bien y con asesoría
espiritual de monjes salesianos y hermosas niñas de cabello lavado con colas de
caballo y con perfumen Johnson & Johnson, llegué al colegio nacional “República
Argentina”, ubicado en el jirón Miró Quesada 1340, en pleno Barrios Altos, ahí
mismo donde la gente hablaba gritando y los niños y las personas mayores, en
general, lucían bastante feos, sucios, desaliñados y con un lenguaje lleno de
procacidades, insultos y palabrotas que, en ese tiempo, apenas lograba
entender.
Mi madre me fue llevando de la
mano, recuerdo que la fachada, grande y virreinal, era de color celeste y
blanco, a la entrada había una estatua gigante y de bronce del general San
Martín que te daba el recibimiento con los brazos abiertos como el Cristo
Corcovado. Al asomar por una de las puertas con vitrales nos encontramos con
una señora de lentes que nos preguntó qué deseábamos. Recuerdo que era febrero
y hacía un calor insoportable y, para llegar ahí, habíamos tenido que sortear
una lluvia de globos y baldazos de agua que caían de los techos y las quintas
maltrechas y cochambrosas que rodeaban el jirón Puno, el jirón Huánuco y Cinco
Esquinas que quedaba a una cuadra y media de la que sería mi “alma máter”. Lo
cierto es que la señora nos dijo que ella era la directora y se presentó: “soy
Nelly Morón de Miranda y este colegio, República Argentina, les da la
bienvenida”. Las vacantes eran infinitas porque, como era un colegio del Estado,
podían meter decenas o, quizás centenas de estudiantes en una sola aula y todo
se justificaba bajo el concepto de que la educación primaria y secundaria es un
derecho y el Estado provee y se asegura de que el educando reciba lo necesario
para formarse como un hombre de bien y bla, bla, bla.
Antes de irnos nos pidieron dos
fotos tamaño carné y un certificado de salud o placa radiográfica de pulmones, ya
que, por esa época, a mediados de los setentas, la tuberculosis era una plaga
que había infectado a gran parte de la población. Recuerdo que fuimos corriendo
donde un chino fotógrafo que quedaba en la plaza Buenos Aires y que trabajaba
en horario de oficina, al costado de la panadería y pastelería Azato, cuyo
producto más preciado eran unos panecillos dulces espolvoreados con azúcar
impalpable y cuyo olor a canela aún guardo en mi memoria.
El chino me entregó un peine
desdentado y un lavatorio de agua y me dijo “arréglate”. Yo me mojé la cara
porque estaba sudando como un chancho y me peiné con raya a un costado mientras
mi madre pagaba el importe de las fotos a una vieja regordeta que estaba en
silla de ruedas. El chino presionó el flash y, después de media hora, nos
entregó las fotos que previamente había cortado con una tijerita de mano y
metido dentro de un sobre transparente donde podía verme a mí mismo con mi cara
de asustado y los pelos parados. Y de ahí nos fuimos corriendo al hospital “Dos
de Mayo” que estaba a tres cuadras de ahí, entramos por la puerta de la avenida
Grau, pagamos en ventanilla y nos dirigimos al pabellón de neumología; en ese
tiempo y por la epidemia, atendía todo el día, ahí había una larga cola de
niños, como yo, que estaban esperando su turno. Recuerdo que mi madre me compró
unos quequitos sueltos en forma de bomba y compró una gaseosa marca Pasteurina.
Después de dos horas de espera, me llamaron por mi nombre: “Señor Rodolfo
Ybarra, señor Rodolfo Ybarra”.
El encargado de hacer las placas
era un hombre esquelético forrado con unas mantas blancas que daba la impresión
de ser una momia. Me dijo que me quitara el polo y que me pusiera encima de un
taburete. El hombre presionó un botón y una plancha metálica se acercó como si
fuera a triturarme contra la pared. “Tienes que abrazar al fierro y aguantar la
respiración”, me dijo el cadavérico. Y después de bajar una palanca y de un
sonido como de caja de cambio de carro viejo,
el técnico dijo que todo había salido bien y que en dos horas podíamos
recabar los resultados. Así que, con mi madre abanicándose el rostro con los
papeles del colegio, me quedé mirando a los enfermos de traumatología que
estaban al frente de nosotros. Ahí había personas a las que les habían serruchado las piernas, gente con
férulas o con muletas se movían de un lado para otro, muchos de ellos se
quejaban o daban estruendosos alaridos y yo le agradecía a diosito por tener
las dos piernas y los dos brazos en perfecto estado de salud.
Después de deambular por ahí y cuando mi madre se estaba quedando dormida, volvieron a mencionar mi nombre en voz alta: “Señor Rodolfo Ybarra, acérquese por favor, aquí tiene su certificado, atención…”. Los resultados de las placas habían salido “negativo”, o sea, que no tenía tuberculosis y podían matricularme sin ningún problema. Así que regresamos al colegio de marras, casi al terminar la tarde. La misma directora nos atendió y nos dijo que teníamos que rellenar unos papeles y firmar para que todo estuviera en orden con la UGEL, que era la que se encargaban de fiscalizar a los colegios nacionales. Y sin más trámites burocráticos y en pleno gobierno militar del general Velasco Alvarado, me convertí en egregio alumno del excelentísimo colegio “República Argentina” nro. 1028 de Barrios Altos.
3.-“MOLOCHE”
Hace muchos años que, por uno u
otro motivo, no regresaba a Barrios Altos. Así que hace unos días decidí volver
al jirón Lucanas con jirón Miró Quesada y, de pronto, me encontré cara a cara
con esa leyenda viviente, leyenda negra, además, que es “Moloche” o “Moloch”,
el demonio del quinto infierno y cuyo verdadero nombre significa más bien lo
contrario: Gabriel o el “arcángel” Gabriel. Un hombre barbado y con una ropa
lustrosa a quien conocí a mediados de los setenta cuando yo estudiaba en ese
colegio premilitarizado que era el República Argentina 1028, en plena época de
golpes de Estado, cuando aquí gobernaba Velasco Alvarado y en la tierra gaucha
mandaba Videla.
Y es que “Moloche” era un hippie
viejo cuya melena o África look me daba mucho temor cada vez que me lo cruzaba
en la calle y más todavía porque andaba con un pantalón a cuadros viejísimo y
con unas campanas enormes que acababan en unos macarios de color guinda. Lo
cierto fue que, en mi adolescencia, gracias a un guitarrista llamado Micky, compositor
y amigo de los Dudó, me acerqué a Moloche que sabía mucho de rock y que, para
mi asombro, según cuenta él mismo y lo pudimos comprobar, nunca se había subido
a un carro, microbús o vehículo que se alimente de combustible. Es lo que hoy
en día se llama un neoludita. Y vive en una casona antigua que casi no tiene
ventanas, salvo el agujero que él mismo cavó en una pared que da a un
descampado.
“Moloche”, en esos años de
revueltas políticas y militares, era un conocido roquero que parloteaba en las
esquinas haciendo piruetas con las llaves, las que lanzaba hacia el cielo y
recogía con las piernas dominándola como si fuera una pelota. También tenía un
extenso repertorio de piropos poéticos y elegantes que lanzaba a las chicas con
mucho cuidado y con voz de poeta. No obstante y aun cuando él hizo de Cirano de
Bergerac muchas veces y ayudó a matrimoniar a decenas de amigos, él mismo nunca
se casó ni nunca se le vio con alguna mujer.
Quizás porque lo veían un poco loco y delirante o quizás porque siempre
se llevó bien consigo mismo y no necesitó de nadie más.
Todavía recuerdo su saludo a la
gente del barrio y su chasquear de dedos y sus pasos medidos como si estuviera
en una pasarela.
Curiosamente, muchos años
después, yo tendría una melena más larga que la suya y, seguro, en su momento, me
tocaría atemorizar a otros niños como yo lo era en ese entonces.
4.-YO ESCUCHÉ CANTAR A ANAMELBA
Anamelba era una mujer gorda de
voz aguda y potente que vivía a unas cuadras de mi casa de B. A. La recuerdo
como si fuera ayer porque ella vendía unos adoquines de fruta y
«marcianos» multicolores con los que financiaba su carrera de artista
y con los que yo me enfermaba para no ir al colegio. Cada vez que iba a buscar
a Anamelba me decía «cómo está el niño lindo» –un viejo cumplido que
le repetía a todos los niños del barrio– y me acariciaba el cabello y yo la
miraba con ojos de cordero degollado o con los ojos de un alumno con el
complejo de Edipo refractado en su profesora.
Alguna vez, dentro de esa extraña
y helada complicidad, me cantó una canción a
capella porque yo se la pedí. Fue una mañana de abril, el verano ya
empezaba a amainar y yo con mi uniforme nuevo, mi camisita blanca, mi pantalón
plomo oscuro y mis zapatos negros lustrados “al duco”, caminaba orondo por
aquellas callecitas de mi antiguo barrio. Ahí en la sala de su casa y
mordisqueando el hielo la escuché entonar completita una canción que hablaba
del desamor, aunque en ese tiempo yo no entendía nada solo me preocupaba de que
esos sonidos agudos no me destemplaran los dientes. Imagino, ahora, que ese era
el desamor que sentía por Julio Jaramillo, el cantante ecuatoriano de pasillos,
con el que tuvo un tórrido romance y con el que grabó a tándem algunos temas
que aún las pasan en radios del recuerdo, esas que están muy a la derecha o muy
a la izquierda del dial.
Aunque nunca me gustaron los
boleros, cada vez que camino por una vieja calle y escucho alguna cancioncita
antigua siento que otra vez estoy parado frente a la puerta de fierro de
Anamelba, en la tercera cuadra del jirón Lucanas, o persiguiendo con mis 11
años a la hija de Vicky Jiménez, «la reina del bolero» –en esos
tiempos la competencia directa de Anamelba–, que vivía a un par de cuadras de
mi casa, la niña presumida que siempre se encargaba de subirme la autoestima
diciendo que yo no era na die y que su mamá era una artista, una cantante
reconocida y que, por lo tanto, no podía ser mi amiga, y, mientras decía todo
esto, iba mostrándome todos los regalos que su madre (“la muñequita del
bolero”, así la había bautizado un conocido presentador de televisión) le había
traído de sus viajes por Europa; y yo mirándola me iba enamorando hasta el
tuétano de los huesos, hasta el reconcho de la médula ósea, hasta lo más hondo
del alma, sí, siempre sí… pero de mí mismo.
Aquellos boleros no los volví a
escuchar más. De adolescente me dediqué a escuchar rock, jazz, frejazz, new
age, y otros géneros llamados “cultos”, más “evolucionados”, más “técnicos”,
más “progresivos”, etc., etc. Pero un tiempo me alejé de todo esto, dejé de
escuchar música, dejé de escribir. Me fui de viaje por remotos parajes y así
anduve mucho tiempo yendo de aquí para allá con los mochileros y artesanos con
los que me acompañaba una trocha para después seguir el camino trazado hasta
que un día me volví sedentario. Y cuando alguien, por alguna razón extraña, me
preguntaba de boleros yo negaba en todos los idiomas posibles que supiera algo
de este, ahora, género marginal.
Han pasado más de 40 años y
recuerdo claramente que aquella canción a voz en cuello que entonó Anamelba en
una mañana de fines de los años setenta fue «Aceptaré». Con respecto
a aquella niña engreída, hija de Vicky Jiménez, me olvidé hasta de su nombre,
sólo recuerdo sus frases entrecortadas y sus “tú no eres nadieS”. Y ahora con
ese “Aceptaré” de fondo trágico puedo decir que yo me sigo preguntando lo
mismo: en efecto, chiquilla de mis peores sueños, yo no soy nadieS, yo sólo soy
el testigo de un tiempo que se esfumo entre mis manos, de un pasado que a veces
regresa como un boomerang y nos da un golpe en el pecho; pero, al fin y al
cabo, yo solo soy testigo de mí mismo.
5.-UNA VIEJA PELEA EN BARRIOS ALTOS
Cuando estaba en la primaria, existía
en el salón de clase el clásico matoncito de barrio que reproducía en su forma
de ser su tortuosa relación familiar: padre borracho, pegalón y gritero; madre
desaseada y desordenada; hermanos egoístas, pendencieros y abusadores. Lo
cierto es que este bocón y roba-loncheras no tenía rival, dada a su estatura
(puesto que había repetido tres veces), su verbo florido y su gordura
elefantiásica con la que eventualmente (y literalmente) aplastaba a quien osara
retarlo.
Cierto día que me había insultado
y jalado de la chompa, zamaquéandome como un tentetieso para que le ayude en
las tareas, se me escapó un insulto, una palabrota que quedó retumbando en el
aula. El matoncito, hábil en las «malas palabras» y en las diatribas,
no pudo hacer nada en ese momento porque entró el auxiliar a pasar lista y ver
el asunto del cuaderno de control y las firmas de los padres. El matoncito me
dijo en silencio, casi susurrando, raspando las palabras y frunciendo el ceño:
“te cagaste Ybarra a la salida te rompo la cara…”. Yo con mis 9 años recién
cumplidos empecé a temblar, mis dientes cascabeleaban como si tuviera frío, se
me erizaron los pelos de la cabeza, pero respiré hondo y me dije: al diablo, no
tengo nada que perder, si me pega me pega, pero algo haré con este abusivo que
me llevaba algo más que una cabeza y como 30 kilos más.
A las afueras de ese colegio
religioso –claretiano, para más detalles– esperaban las barras, casi todos los
oprimidos, niños con formación católica e hipócrita; muchachitos pequeños y
enclenques tenían vagas esperanzas en que yo los reivindicará con algún golpe
en esa panza grotesca y aguanosa. Uno de ellos me miro y se persignó. Tuve
miedo pero pasé saliva y me tragué mis fobias y con ellas los 30 kilos de
diferencia.
Observé al niño gordo como si
fuera un luchador de Sumo, no sé porque lo imaginé calato y con ese jebe
horroroso en el trasero, tirando sal a la esquina contraria y exhibiendo su
peso; peso que aprovechó inmediatamente para empujarme contra un grupo de
ayayeros (no de mi lado) que estaban detrás de mí y que me devolvieron
rápidamente al ruedo como si fuera un resorte a los puños del pequeño gorila
quien aprovechó para hincharme un ojo y reír a mandíbula batiente mientras su
séquito, otros dos de su calaña, se burlaban.
En un breve descuido y
aprovechando que mi rival se jactaba de mi debilidad física aproveché para
darle un cabezazo con todas las fuerzas como jamás había imaginado, hasta
entonces, que tenía en mi cuerpo. Me lancé hacia delante con la testa como un
toro y cerré los ojos. Mi misión era embestir con mi pequeña humanidad a ese
pequeño monstruo, tirano y dictadorzuelo. Resultado: le bajé todos los dientes
de adelante. En mi cabeza se abrieron cuatro orificios notorios (bajo mi corte
de pelo alemán) que destilaban sangre pero que no eran nada comparado con la
hemorragia y los borbotones que le salían de la boca al matoncito de barrio.
Para mí fue una pelea épica, casi bíblica, me había bajado a Goliat, el
endriago había sido derrotado, y no con una honda sino con mi cabeza. Aún
conservo esas viejas cicatrices y una hoja de mi primera expulsión escolar.
COTA
El «negro Pepe» se
despide de este mundo, dice que le duelen todos los huesos, ya no puede caminar
y solo respirar se le hace difícil y que ahora sí «se va para la
Habana» o como dice el poeta Carlos Oliva: «La muerte es y trato de
alcanzarla». Con el cuerpo puro hueco de tanta bala que le entró por todos
lados y una-vida-al-servicio-de-los-más-pobres. Dice que robó a los de arriba
para comer y para dar de comer a los de abajo. Ahora nada tiene (los policías
le quitaron todo y se quedaron con su botín) solo los recuerdos que se diluyen
en su voz carrasposa. Además, dice que se equivocó de carrera, quizás lo suyo
hubiese sido ser presidente.
¡Hasta siempre «negro Pepe»!
(PUBLICADO EN LA REVISTA IMPRESA LIMA GRIS N° 18)