«Evelin fue encontrada en posición decúbito dorsal, desnuda, atada de manos y con un trapo dentro de la boca. La Policía sospecha que el móvil fue la obsesión del homicida».
Diario de Chimbote. Octubre del 2014
—Bueno muchacho, —gritó el Malograo— ¡que tengas un rico polvo!
Tarde tranquila. Invierno cálido. El sudor emana por todos los poros. Y el chongo, rodeado de espesas plantaciones, espera vigilada por dos tipos corpulentos que me aprietan los testículos antes de dejarme ingresar. La seguridad es importante: no pueden permitir el ingreso de un sicópata. De nuevo no. Aunque para eso se necesita más que dos tipos gigantes y musculosos.
Es difícil entrar al prostíbulo Tres Cabezas y no recordar el crimen. Dicen que fue un amor loco, entonces, ese loco enamorado decidió asesinar a la mujer que lo sumió en la demencia y así vivir en paz: si no era del loco no era de nadie. Dicen también que un hombre adinerado se enteró del oficio de su pareja y no soportó tal humillación. En realidad se tejen muchas hipótesis. Lo cierto es que en la habitación número 21 asesinaron a Evelin, una prostituta de 28 años que había llegado de Ica. La encontraron desnuda, maniatada y con un trapo metido en la boca.
—Estaba bien rica la puta esa —fue la síntesis de los policías que acordonaron el chongo.
La policía retira el cuerpo de Evelin del prostíbulo Tres cabezas. Foto: Diario de Chimbote.
Por ese motivo prefiero no entrar a la habitación número 21 esta tarde. Y no es porque crea en las apariciones, sino porque nadie se excita pensando en la muerte, al menos que sea un necrófilo. ¿Se puede encontrar placer en la piel fría e inamovible? Por ahora hace un calor de seis de la tarde, suave, que roza mi piel como lo harían los delicados dedos de una mujer enamorada. Mientras eso sucede, las meretrices, algunas desnudas, se apoyan en sus puertas mostrando sus cuerpos esbeltos. Hay tres o cuatro gordas que también han perdido la vergüenza de mostrar sus carnes deformes.
El prostíbulo es como un mercado. Los pasillos son espaciosos. Se puede caminar con facilidad, auscultar los cuerpos y seguir caminando sin dar explicaciones a nadie. También hay libertad de preguntar abiertamente a los visitantes cómo se porta tal mujer.
—Sí, esa, la que tiene la puerta entre sus piernas.
—Puta, una artista…
En el prostíbulo hay 50 cuartos y en pocos se ve una cola larga de varones esperando con ansias su turno, como en la habitación de Zaida. Sale uno. Entra otro. Sale uno. Entra otro. La mujer tiene demasiado trabajo. Es hermosa, de rostro angelical. Su figura simétrica no produce morbo, sino admiración. Si la viera en otro lugar, la quedaría mirando con inocencia, pensaría en una forma educada de invitarla a salir, quizás la conquistaría como se conquista a una dama, con cuidado, paso a paso. Pero ahora un muchacho le pregunta cuánto le cobra para darle por atrás. ¿Atracas? Sí, papi, pasa.Se cierra la puerta de la habitación número 31.
¿Será su verdadero nombre? Zaida. Uno de sus clientes, un joven que no pasa los 24 años, está impaciente. Espera su turno como si esperara los resultados médicos de algún análisis. Suda. Luego mira el celular y ve la hora. Guarda el celular. Piensa en quién sabe qué mirando el techo despintado del prostíbulo. Vuelve a sacar el celular y envía un mensaje. ¿A su enamorada? Guarda el celular. La espera parece agobiarlo. Sale de la cola refunfuñando y una diminuta mujer de pequeños ojos y cabello desteñido que apareció como desde la nada lo jala. Zaida esta tarde no será para él, pero sí para los otros cinco que saben esperar el placer. Tienen experiencia haciéndolo.
Ocho minutos separan al chongo del centro de Chimbote. Su paradero está al lado de una tienda de electrodomésticos en la avenida Aviación, una avenida común sino fuera porque todo chimbotano sabe que allí es el paradero de los colectivos que llevan al chongo. Los 17 vehículos (no hay más) son antiguos y viejos. Parecen que se desarmaran cuando avanzan. Sus conductores, la mayoría ancianos, no preguntan nada. Si subes, ya saben adónde vas. El problema es que esos vehículos avanzan tan despacio que parece que estuvieras en una vitrina de exhibición. “Ah, este se va a cachar”, quizás piensen los transeúntes si te ven.
También puedes ir en taxi. Y quizás encuentres a un chofer como el Malograo, un tipo petulante, pero elocuente y gracioso. “Yo me he cachado putones”, dice, y agarra la palanca para hacer cambios. Luego pisa el acelerador.
Malograo conoció a un cabrón a quien la Policía lo salvó de la muerte. Eran muy buenos amigos. Ambos tenían cosas en común: amaban a sus mujeres y tiraban con prostitutas. Hace pocos años, el cabrón regresó deEcuador, país de donde vino con algunas mujeres enormes, una de ellas era su amante. A esta última la trajo con engaños, ofreciéndole amor sincero y dinero para vivir tranquilamente. Cuando llegaron al Perú, ella se enteró que el cabrón la engañaba. Es decir, se enteró que el cabrón era cabrón, ‘jalamujeres’, caficho. La mujer empezó a odiarlo. Y si una mujer odia es porque ha amado. Ella lo amó tanto que dejó su país.
Fue en el centro de Chimbote. La ecuatoriana quería vengarse y consiguió un revólver con tres balas destinadas para la cabeza del cabrón. Paró un taxi y le enseñó, orgullosa, el arma al chofer. Lo hizo como si enseñara una travesura a un amigo: con una mirada cómplice y tímida. El taxista frenó, abrió la puerta y empezó a correr mientras gritaba pidiendo auxilio. Unos policías intervinieron el vehículo y encontraron a la mujer con el arma en las manos. Estuvo seis meses en prisión y la venganza se le olvidó. El cabrón seguía llevando ecuatorianas al prostíbulo. Hasta que otras prostitutas se quejaron.
—Las peruanas son ricas, pero las ecuatorianas ofrecen más —me dijo el Malograo mientras me trasladaba en su taxi amarillo y destartalado de Chimbote al Tres Cabezas.
El Malograo también me juró por su madrecita (“Lo juro por mi viejita, cuñao, te lo juro”) que las ecuatorianas aceptaban sin remilgos el sexo contranatural.
—Créeme, compare, ellas mismas te lo dicen, en cambio las peruanas se hacen de rogar —sentenció—. Seguro es porque las ecuatorianas tienen un culazo.
Desde que el Malograo me dejó y pagué los dos soles para entrar al prostíbulo nadie se le ha acercado a la señora de la habitación número 26. Los parroquianos la miran con extrañeza, casi con asco. A las ocho de la noche oigo a un tipo comentar:
—Esa tía bota como una agua sucia de su cuerpo.
Es curioso. La señora, de baja estatura y cabello corto y negrísimo, parece estar resignada, pero sigue ahí, parada estoicamente esperando un cliente. ¿Tendrá hijos? Exhibe su cuerpo con exageración, pero no atrae a nadie. Tiene demasiada competencia.
Mujeres hay para escoger. Y todas dispuestas a dar placer hasta el orgasmo. Luego despiden al cliente para que ingrese otro. Al prostíbulo también va gente tímida. Esta gente suele acercarse a la barra y pedir una cerveza. Helada, por favor. Luego de beberla se animan y empiezan a molestar a las chicas. Aquí, en este pequeño mundo, nadie se reserva nada. “Oye, puta”, grita alguien. “Oye, ¿cuánto por el tubo?, grita otro. Quizás ese muchacho atrevido afuera es incapaz de acercarse a una mujer para saludarla, pero aquí es el rey si tiene 25 soles en el bolsillo y una erección.
—Bueno muchacho, —me había dicho el Malograo cuando me dejó en la puerta del prostíbulo— ¡que tengas un rico polvo!
—Solo voy a mirar —respondí.
—Hazte el huevón…
(PUBLICADO EN LA REVISTA IMPRESA LIMA GRIS 10)