OSWALDO REYNOSO
“LA CREACIÓN NECESITA DE UNA MENTE LÚCIDA, ACTITUD Y FUERZA”
Escribe Orlando Mazeyra Guillén
Oswaldo Reynoso me recibe en su casa con unas deliciosas pastas preparadas por él mismo y luego de tratar bien al paladar —en medio de la animada conversación de sobremesa—, me entrega el manuscrito de su último libro (un intercambio epistolar imaginario entre un autor veterano y un impertinente aspirante a escritor que quiere conocer lo más íntimo de su vida: su educación sentimental, el germen de sus ficciones): «ya te he dicho que para mí el Perú es una herida», confiesa el narrador que, pacientemente, está buscando las palabras y la estructura que expresen con ética y belleza esta llaga, «en estético equilibrio entre la realidad real y la realidad ficcional».
Recuerda a su admirado André Gide y los peligrosos espejismos de la creación: «es posible que haga trampas, pues tengo la costumbre de corregir todo lo que escribo. En todo caso, el azar estará en los temas que escoja. Una mañana podré comenzar a crear un relato. Pero es posible que mis pulsaciones interiores me obliguen a redactar un diario, pero auténtico. Sin máscaras. No esos diarios que, por orden del autor, deben publicarse después de su muerte, para evitar en vida el rubor de su confesión sincera, como se dice cuando uno es inculpado de un delito. Si alguna vez publico un diario, el lector tendrá un libro sincero, inorgánico, anarquista».
El autor de Los Inocentes ha bajado mucho de peso y ya no se lo ve brindando en bares o cantinas:
—Si tomo un trago de licor se me enciende la cara y me empieza a doler la cabeza.
Viajero pertinaz, seguirá recorriendo el país cuando la salud mejore. Espera que eso ocurra pronto (en verdad, lo esperamos todos sus lectores).
La última vez —me cuenta con esa inconfundible cadencia que tiene para narrar— para pasar el siempre incómodo control del aeropuerto internacional Jorge Chávez le quisieron hacer quitar el cinturón, pues la hebilla era de metal. ¡«¡No me lo pienso quitar! —le dijo a la señorita de la policía—. De ninguna manera me lo quito».
—Si no se quita la correa entonces no podrá pasar el control y perderá su viaje —le advirtió, sin embargo la actitud de Reynoso nada tenía que ver con una terquedad gratuita o una neurosis repentina, pues ya había bajado mucho de peso: lucía algo depauperado.
—Bueno, pues —respondió con cara de pocos amigos—. Yo me quito la correa pero no me hago responsable de lo que suceda, que quede claro.
La mujer asintió y el autor de En octubre no hay milagros al desabrocharse el cinturón dejó caer su pantalón y se quedó en calzoncillos: la situación no fue embarazosa para él —que no cree en nadie, ni siquiera en Dios— sino para todos los presentes: «me dejaron pasar con mi correa bien puesta», sonríe, irreverente.
Antes su vivienda lucía repleta de bebidas alcohólicas: pisco, cerveza, ron, vodka, etcétera. Hoy uno sólo encuentra agua de mesa y gaseosas.
«Muchos me consideran un borracho, pero no lo soy, sino no hubiera escrito: un borracho no escribe», me dice mientras toma gaseosa con hielo.
—Pero usted me dijo que ha dejado de beber a raíz de una promesa…
—Por una promesa y también porque el alcohol me sube la presión de golpe y ya he tenido problemas de salud —afirma, y él es consciente de que muchos lo ven como referente no sólo por sus libros… también por su estilo de vida.
En realidad, el maestro, aparte de cuidar su salud, está ayudando a alguien —otro joven escritor— a salir del hoyo predicando con el ejemplo.
—Digamos también que su avanzada edad lo ha obligado a dejar la bebida…
—Sí.
—¿Qué le recomienda a los jóvenes escritores que tanto lo admiran y que creen que en las cantinas, en el exceso y en la noche van a encontrar historias que contar?
—El arte, cualquier arte para ser auténtico, requiere una dedicación completa y, sobre todo, para escribir se necesita que uno esté consciente para encontrar su subconsciente. Porque la literatura es creación y la creación sale del subconsciente. Lo que no significa que uno debe tomar en exceso para llegar a la inconciencia; sino conscientemente, sin drogas ni licor, ver cómo aflora su subconsciente.
—Pero usted es un modelo, no puede negar eso.
«¡Nada! —replica haciendo un gesto de desaprobación con la mano— Los jóvenes, algunos ya no están tan jóvenes, saben perfectamente que yo siempre he tenido una disciplina de trabajo. Ahora ya no tomo, pero antes, cuando me veían tomando, era porque yo descansaba de mi trabajo, era una especie de recreo. Insisto en que el error de muchos escritores es que creen que ese recreo tiene que ser permanente, diario. Entonces yo me pregunto: ¿en qué momento leen?, ¿en qué momento trabajan?, ¿en qué momento se dedican íntegramente a la creación? La creación necesita una mente lúcida, actitud, fuerza».
—Pero para un bebedor habitual no es fácil dejar el alcohol de buenas a primeras, ¿cómo ha hecho para lograrlo?
—Yo sé que no es sencillo, sin embargo lo he hecho por mí mismo, por mi salud.
—Muchos apelamos a la fe, a la búsqueda de algo superior…
—¡No, nada de eso! Simplemente no tomo. Uno tiene que hacer las cosas con convicción. A este país le falta gente con convicción y coraje.
—¿Y cómo se siente ahora?
—Tranquilo. Además ahora tengo mayor tiempo para escribir. Por eso les recomiendo a los jóvenes que escriben que consideren que la creación literaria es el resultado de un trabajo persistente, coherente y, repito, consciente. Para eso no hay necesidad de alcoholizarse o drogarse, ni de amanecerse todos los días.
Recuerda a Edgar Allan Poe, maestro de la narrativa sobre el terror, a quienes muchos ponen como ejemplo del escritor-borracho capaz de escribir, en medio de la embriaguez absoluta, cuentos notables: «Él tenía, en primer lugar, una no resistencia al alcohol. Poe se intoxicaba con muy poco alcohol. Se creó la leyenda de que era un borracho, ¡alguien en plena borrachera no puede ser capaz de escribir tantos cuentos tan hermosos! Desgraciadamente hay jóvenes sin inspiración que creen que van a encontrar la inspiración en la bebida, pero sólo van a encontrar botellas vacías».
—¿Qué opina de las instituciones que ayudan a los bebedores con terapias de grupo?
—Me parece que realizan una gran labor, aunque el problema es uno mismo. Cada quien debe tomar conciencia. Si tú mismo no te ayudas entonces no podrá ayudarte nadie.
¡Salud! Brindamos con gaseosa y la escena me resulta extraña, inédita, pues su vida y su obra están regadas de oro líquido con espuma. Reynoso, como todo escritor que admiro, nunca deja de sorprenderme y, de paso, enseñarme algo nuevo: siempre aprovecha los almuerzos en casa para leer, con suma fruición, sus textos inéditos. Esta vez recuerda a Manuel Morales, quien, hasta hace unos años atrás, lo llamaba cada semana por teléfono desde el extranjero: «estoy solo, viejo y enfermo: ayúdame», le rogaba a través del aparato. No obstante, no le decía cómo debía ayudarlo. Por suerte, ahora él sí sabe cómo ayudar a uno de sus tantos epígonos que, día a día, desfilan por su casa. Quizá lo haga en memoria de su malogrado amigo: el poeta del tambor.
MANUEL MORALES: EL POETA DEL TAMBOR
«Las crisis que tuve al dejar la adolescencia fueron tan graves e intensas que, al borde del suicidio, tuvieron que internarme en una clínica donde me aplicaron cuatro electroshock —confiesa Reynoso—. Ya habrá oportunidad de contarte en detalle esa horrorosa experiencia. Como tenía miedo de volver a una clínica, decidí viajar a Santiago de Chile por tierra. Pedí licencia y un préstamo de La Cantuta. Manuel Morales me dijo: yo te acompaño. Mando a la mierda mi trabajo y nos vamos. Yo permanecía de lunes a viernes en La Cantuta. Vivía en la casa que me habían asignado en el campus universitario. Sábado y domingo los pasaba en Lima en compañía de mi mamá, mi hermana Marita y mi cuñado Arturo en nuestra casa ubicada en Toribio Pacheco, en Santa Cruz de Miraflores. A mi madre la habían operado a raíz de un infarto. Un sábado, al llegar a casa, mi hermana me informó que un grupo de palomillas había tomado por asalto la calle para jugar al fútbol y el alboroto que armaban agredía el reposo que mi madre necesitaba para su total recuperación. A media tarde, cuando llegaron, salí furioso y los enfrenté. Eran como diez jóvenes del barrio. Algunos sólo llevaban pantalón de baño. No pude contener mi cólera y creo que empleé palabras muy duras y hasta groserías de alto voltaje hiriente para increparles su conducta. Detuvieron el juego y avanzaron desafiantes. Me rodearon y pensé que me iban a maltratar. De pronto, un joven, sin zapatos, con un polo sudado, despeinado y en tono atrevido me dijo casi en mi cara: Oswaldo, tú no tienes derecho para hablarnos de esa manera. ¿Por qué?, le pregunté en el colmo de mi indignación. Mirándome directo a los ojos, me contestó: Porque tú has escrito Los Inocentes. Pues bien, no supe qué contestarle a ese joven. Tu libro es de puta madre, me dijo. Entonces le informé sobre el motivo de mi actitud. Oswaldo, por ahí has debido comenzar. Dirigiéndose a su collera, con tono de mando, ordenó: vamos a joder a otra parte. Hay que cuidar a la mamá de Oswaldo. Con la pelota en sus manos, me dijo: yo también soy poeta de la calle y de los huariques como tú».
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