I
Niko el subte, el que camina por las calles cochambrosas del centro de Lima, se acomoda la casaca de cuero viejo y se ajusta los jeans con hueco. Sus chancabuques le pesan más que el propio cuerpo. Recién empieza una década de atentados con cochesbomba, la gente camina agazapada. No hay trabajo, la crisis nos aprieta el pescuezo y morir joven no es una novedad. Mueres de hambre o te cae una bala perdida, tu cuerpo vuela en mil pedazos de un momento a otro. La “muerte súbita” no es una opción del ajedrez, es lo natural para los que saben que no hay futuro, que aquí se ha nacido para sufrir, para caer en un hoyo negro, una cloaca a la que le pusieron de nombre “país”.
Solo se vive el día a día, es muy difícil saber si mañana habrá un plato de lentejas o un hueso que habrá que disputar a algún perro tan hambriento como nosotros y con el que aminorar el dolor de barriga. Fernando Belaúnde Terry, un político viejo que se ha hecho del poder por segunda vez, gobierna de espaldas al pueblo (los caricaturistas lo ponen siempre encima de una nube), dice que quiere construir carreteras, escuelas, hospitales, más ministerios, etc., pero no hay plata y lo único que le queda, para cumplir sus promesas y mantener el corral tranquilo, es pedir prestado al FMI o al Banco Mundial, deberle hasta que nuestros hijos o nuestros nietos o bisnietos paguen con sus propios huesos y su propia sangre.
No hay futuro, más de dos millones de peruanos saldrán del país en los próximos años, un 10% de la población cruzaría la frontera solo para sobrevivir y cuidar el renegrido pellejo. Aquí ya no queda nada. Solo un enorme río de sangre. Una brutal guerra se ha desatado entre las mal llamadas fuerzas del orden y la subversión más extremista del mundo. Muchos morirán al amanecer o al anochecer. Igual da. La lucha es cuerpo a cuerpo. No hay opción: o matas o mueres. Si te quedas de espectador, tienes que buscarte un chaleco antibalas o alguna coraza para salir a la calle. O tienes que dedicarte a cualquier cosa mientras llega tu turno. Quizás vagar o hacer poesía o tocar en alguna banda subterránea. Morir gritando una rola sería una buena acción.
II
Después del gobierno militar, nuestro país saltó del feudalismo a la premodernidad, Los campesinos dejaron de ser siervos y les entregaron tierras que no supieron administrar; ya no teníamos que cargar al hombro al patrón ahora solo teníamos que servirle de alfombra. Sea como sea, el país no pudo salir del atolladero, y no se hizo casi nada en los sectores salud, vivienda, educación y menos en el ámbito cultural y casi nada en el musical debido a la falta de políticas adecuadas y, también, la no importación de guitarras, bajos, equipos de sonido, amplificadores, efectos, etc. Era muy difícil armar una banda de rock. Tenías que hacer las de Mandrake y, por ejemplo, las baterías eran literalmente ollas o baldes con parches de radiografía. Las guitarras eran tablas a los que se les había puesto como trastes. (El subte Camilo Solari, de “Historia Común”, tenía un bajo que era un maderón con pastillas). Y hasta los micrófonos los arrancaban de los teléfonos. Toda esta parafernalia “hechiza” hacía que todo sonara mal, buscar la perfección con estos instrumentos era como buscar a dios en la punta de una aguja oxidada.
Así es como teniendo todos estos ingredientes: caos, desorden, guerra interna, conflictos sociales por todos lados, hambre, miseria y poca o nula visión cultural, mientras los estudiosos debatían si esto era una pobreza de la cultura o una cultura de la pobreza, muchos jóvenes a los que ya no les importaba nada, ni vestirse bien, ni comer bien (porque no había), ni pensaban en sus propios destinos que, al fin y al cabo, ya era un fracaso o como decía Goethe: “terrible es alguien que no tiene nada que perder”, generaron, poco a poco, lo que después se denominó “el rock subterráneo”. Un estilo musical que tenía una gran influencia del punk inglés más la cultura chicha de “Lima, La Podrida”, su cumbia, su huayno y su amateurismo o no profesionalismo. Cualquiera podía tocar así no supiera. Como dicen muchos de sus sobrevivientes: solo tenías que tener ganas y dejar que la rabia contenida hiciera el resto.
III
Pero cómo así esta gente que no tenía ningún afán de presentarse en público, cuidar el decoro personal o siquiera aprender a rasgar bien una guitarra fueron haciendo presencia en los barrios marginales, semiurbanos o clasemedieros de Lima donde la gente ponía los parlantes en sus azoteas, corralones o garajes y empezaban a ensayar sus canciones cuyas letras despotricaban contra el estado, las leyes, la iglesia, la explotación, la religión, la política, el inconformismo, etc. Y cómo así llegaron a apoderarse de las calles cuando no había escenarios o había que alquilarlos y no había plata. Y, peor, las calles estaban siendo tomadas por la subversión. El asunto es que había que expresarse, tomar el control de sus propias vidas y conquistar el cielo de la rebeldía o el infierno del fracaso. Total, ya Mao decía que había que convertir las derrotas en triunfos. Y aquí todos eran perdedores.
Quizás la idea de no morir solos sea una de las respuestas o del cómo estos grupos subterráneos se fueron juntando hasta tener una presencia y a pesar, de al principio, ser llamados “vándalos”, terminan llegando incluso a los periódicos, la radio (solo entrevistas y noticias) y la televisión. Y es que andaban acollerados, el espíritu de grupo les permitía avanzar, hacerse escuchar como un estruendo. El rock subterráneo ladraba, mordía, mostraba su desenfado.
En suma, de todo este caldo de cultivo en que el país se hundía sobre su propio centro de gravedad, saldría la música más estridente que se haya producido en estas comarcas, mientras las señoritas y señoritos burgueses arrugaban la nariz y los subtes lanzaban gargajos verdes, flemas amarillentas que caían en el rostro grasiento de los déspotas y explotadores y los demás hipócritas que entendían que el país era un cadáver al que había que seguir matando y robando.
IV
A mediados de los ochenta ya había más de cien bandas de rock subterráneo en Lima. Si bien es cierto las bandas oficiales que sonaban en las radios y hacían rock comercial estaban de moda debido al auge del rock en español transplantado desde Argentina y España, en sentido paralelo e inverso, el rock subterráneo se habría espacio a cabezazos, codazos y a las patadas. El pogo no era la danza contemporánea que es ahora, el pogo era lucha libre, catchascán, artes marciales mixtas. Sangrar era una necesidad y un síntoma de estos tiempos. La escena metal todavía no se unía al estallido, y aunque no eran exactamente aliados, eran escenas paralelas que compartían un público reacio a escuchar lo que salía en la radio comercial. Aquí la gente no quería saber nada de esos eventos edulcorados como “La más más” ni “Lo mejor mejor” que se propalaba en las radios oficiales de Lima y que se festejaba en el olvidado coliseo “Amauta” o en la “plaza de Acho” cada fin de año o el rock que sonaba en la mal llamada “Feria del Hogar”.
El rock subterráneo era “radio bemba”, tenías que estar ahí para escuchar, los decibelios de los amplificadores tenían que reventarte los tímpanos. Ni siquiera había grabaciones, la gente llevaba sus propias grabadoras y su propio licor en mano, el famoso Racumin, o el “Cien Fuegos” que era alcohol isopropílico para farmacia. Era ciertamente un “rock macho”, en el buen sentido de la palabra, el rock que había nacido para sodomizar al pop rock y toda la basura que vomitaba el circuito comercial.
Aquí el estruendo de las guitarras y las voces desafinadas y guturales y el feeling reemplazaban los buenos equipos y la escuela delicada de los que sí se habían dedicado a la “música profesional” no de conservatorio. Ergo, si todo se estaba cayendo en pedazos, cuál era la necesidad de presentar un producto acabado y sin imperfecciones? Si íbamos a morir mañana, lo importante es que, por lo menos, supieran que estábamos vivos. Y había que dejar un recuerdo, un vestigio de todo esto.
V
Niko, el subterráneo camina por una calle del jirón Quilca, le han dicho que por ahí está el Kilowatts, cantando su vieja canción “Johnny Huancayo”, que Eutanasia quiere hacer bombas molotov con los tufos y el trago que venden en la “Cámara de gas”, que hay un grandazo que hace rockabilly y que él le ha puesto de nombre “Rockmandante N” y hay una flaca que se disfraza de empleada doméstica y que trata a los hombres como sus iguales, ellos no deciden: ella decide con quien salir. Su nombre: María Teta. Hay más bandas por ahí con nombres de enfermedades incurables o que dan miedo. En ese tiempo no existía el sida, pero la TBC y la leucemia eran enfermedades horrendas que nadie quería tener cerca. Y lo que sí es cierto es que nada es peor que la realidad. Alguien vuelve a encender los amplificadores “marca chancho”, unas cajas enormes y apolilladas construidas a clavo y martillo, empiezan a botar hacia afuera la voz aguardientosa de un presentador que no sabe si quedarse para que lo escupan, lo lapiden a botellazos o irse antes que todo se convierta en un loquerío.
El aire rancio de los sobacos y el humo grisáceo de los cigarros dan una ambientación tenebrosa, muchachos con los pelos parados, piercings, pines, prendedores y cadenas van llegando en manadas. Las chicas también se unen a la avanzada; hay dos señoritas que las apodan “las tombas”, son fuertes y nadie se le acerca, una de ellas usa una casaca raída y se perfuma con heces de perro. No es un invento. Todos lo saben. “Son subtes” comenta un parroquiano. Y quieren cantarle a la desgracia, es un réquiem al cadáver que somos todos.
VI
Por si no lo saben, Niko es el alter ego de Miguel Fegale tal y como Henry Chinasky lo fue de Charles Bukowski o Arturo Belano lo fue de Roberto Bolaño. Muchas de sus historias las vivió él mismo, otras se la contaron o él, como un buen detective, se ha acercado con cautela, ha indagado en el lugar de los hechos, la escena del crimen y ha pedido las versiones de las víctimas, los agraviantes y/o los agraviados. Les ha acercado el micrófono a las viejas leyendas del rock subterráneo para que dejen sus testimonios de lo que ocurrió en esos tiempos.
Tengamos en cuenta que a la crisis política, social, económica, moral, etc., se sumaba la casi total inexistencia de tecnología para registrar no solo los discos de todas estas bandas importantes del rock under, sino también los registros de los conciertos, las fotografía (solo se contaban con cámaras analógicas, las clásicas maquinitas Kodak, las 110 con las que te tomabas 16 o 32 fotos y a veces salían veladas) y también las grabadoras porque casi no había las de mano o de periodista, solo las grandes que eran difíciles de transportar; eso aparte del consumo de pilas. ¿Quién tenía para pilas en esos años?
Y Niko/Miguel Fegale se ha tomado su tiempo para escribir esta especie de novela testimonio, o novela collage polimórfica, ha caminado las calles buscando información. Y también buscando bibliografía, la misma que siempre ha estado amañada. Ciertos sectores han querido monitorear los datos existentes para llevar agua a sus molinos y entregarnos una historia al gusto del cliente, una historia que visibiliza a algunos y desmerece a otros. Pero Niko/Miguel Fegale ha querido más bien hacer lo contrario, escribir a contracorriente y entregarnos un testimonio imparcial, de primera mano, incluso pasando por alto el criterio de “no llevarse bien con algún personaje” o las malas habladurías que siempre están en una escena dominada por muchas voces discordantes, como un cuerpo con muchas cabezas, una especie de hydra de las alcantarillas.
VII
Sabemos perfectamente que escribir un libro como este no se ha podido hacer desde la perfección, sino más bien desde la desconfiguración, el desorden, el caos, la no alienación o el no academicismo. Niko/Miguel Fegale es subterráneo, vive, trabaja, se recursea, se enamora aullando a la luna, quiere emborracharse con sus amigos, formar frentes para hacer música, apoyar la contracultura en las calles. También se pelea a puño limpio cuando se trata de defender una opinión o solidarizarse con un amigo. Quienes conocemos a Niko/Miguel Fegale sabemos perfectamente que lo suyo no son solo palabritas al aire, no solo se trata de escribir y contar. Eso lo puede hacer cualquiera con un poco de técnica literaria. También se trata de vivir lo que se cuenta, de estar donde las papas queman, de ensuciarse los zapatos o los chancabuques, de estar en el frente de batalla, ahí donde están todos los héroes anónimos y más los subterráneos porque ellos no formaron un partido político, no formaron una alianza contra los bancos o se opusieron solo a las cinco familias que gobernaban este país, ellos formaron una jauría rabiosa que nadie podría controlar ni ellos mismos, ellos ladraron incluso en muchos casos, más fuerte que las explosiones y los cochebombas.
Su legado es lo que queda en el inconsciente colectivo, en la mitología urbana (llámenle “leyenda urbana”, si quieren) y por eso, cada vez que uno se encuentra con un joven de casaca de cuero, pelos parados o marrocas y jeanes rotos, sabe que hay una historia detrás, una historia que es más grande que sus propios personajes. Y eso es lo que ha querido rescatar Niko/Miguel Fegale. La historia alternativa o paralela del rock subterráneo. La historia que nos enseñó que, para pelear contra el sistema, primero teníamos que gritar hasta desgañitarnos y tomarnos un buen trago-combustible de ron para el primer impulso y para que el frío de la noche no nos haga daño.
En suma, Niko nos entrega esto que es (o podría ser, para los escépticos) la esperada novela del rock subterráneo de los ochenta-noventa. Solo nos queda leerlo al ritmo de “Púdrete pituco” o “Ya no hay más anarquía”. Y salir en las calles a seguir haciendo pintas en las paredes cochambrosas o pararnos en las esquinas y seguir pensando que no hay futuro y que nuestros padres debieron ahogarnos en un balde con agua. Pero estamos vivos y tenemos que seguir. Todavía hay gente dentro de “el Hueco” de Santa Beatriz. Todavía hay muchos subtes parados entre la esquina del jirón Chincha y la avenida Wilson, el “concurso de rock no profesional” en la No Helden va a empezar. En “Rockacho” suenan los primeros balazos. Ya van llegando las bandas con sus instrumentos al hombro. La jauría subte acecha sigilosa. Un patrullero cuida las calles, mientras un político arenga a las estatuas y una primera explosión nos sacude los sesos.
Damas y caballeros, ladies and gentleman, damos inicio al concierto.
La Encantada de Villa, noviembre de 2017.