Llegaron al amanecer a la estación sur. El viaje no había durado más de seis horas, contando la parada a medio camino para que el chofer descansara y los pasajeros estiraran las piernas. Un bar de carretera en el que hacía tanto frío que se le descompuso el estómago. No era capaz de dormir en los autobuses y mirar por la ventana en un trayecto nocturno era estar horas mirándose al espejo.
Tampoco podía leer porque apagaron las luces para que los demás durmieran tranquilos, así que se había pasado seis horas intentando averiguar qué podía esperar de aquella aventura. Un año antes tomó la decisión de ser director de cine, tenía la cabeza llena de ideas originales y transgresoras y muchas historias que contar, sólo le faltaba aprender a hacerlo.
Quería emular a Almodóvar o a Alex de la Iglesia. El primer paso era irse a Madrid y entrar en la escuela de cinematografía. Las clases empezaban en octubre y había preferido llegar unos meses antes para instalarse y acostumbrarse a la ciudad. Los cambios bruscos le costaban un esfuerzo psicológico extra. Además debía buscar trabajo para pagarse los gastos. En principio iba a vivir en casa de uno de los hermanos de su padre así que no tendría que preocuparse por el alojamiento por un tiempo y eso le daba más margen de maniobra.
Se encendieron las luces y poco a poco los pasajeros se fueron desperezando. Brazos por todas partes, bolsas y mochilas saliendo de los compartimentos de equipaje. Todo el mundo parecía tener prisa por salir de allí. Él no, siguió sentado esperando a que se calmara el enjambre. Estaba cansado, dolorido por permanecer en la misma postura tanto tiempo, con los ojos hinchados por la falta de sueño. Se bajó del autobús atontado, mareado y mirando a todas partes buscando una cara conocida. Su tío le recibió con una palmada en la espalda, una sonrisa de oreja a oreja, y esperó a que recogiera su equipaje.
No venía de visita sino a quedarse. Y aquella estación tan fría, inhóspita, fue su primer contacto con la capital. Su tío parloteaba sin parar sobre las increíbles oportunidades que tendría en aquella ciudad tan grande. Él había llegado hacía veinte años y aunque los comienzos fueron duros, las cosas le iban francamente bien. Veinte minutos más tarde paró el taxi y le invitó a bajar. Le abrió el maletero y le entregó su macuto.
-Te he buscado un hostal. Estarás más cómodo que en casa. Si necesitas cualquier cosa llama. Tienes mi teléfono. ¿Ves el cartel? Está justo ahí. La paloma. Pregunta en recepción. Tienen una habitación a tu nombre-
-Gracias- contestó aún incrédulo. La amabilidad de la familia siempre le sorprendía.
El hostal tenía un aspecto triste y abandonado por fuera, ni siquiera se quería imaginar como sería por dentro. En recepción, una chica muy delgada que se limaba las uñas con fricción le entregó la llave y le mandó escaleras arriba, al segundo piso. El ascensor no funcionaba. Las paredes desconchadas del pasillo, en aquel tono verde mostaza descolorido, le deprimieron lo suficiente como para no sentirse completamente hundido al entrar en la habitación. El retrete inexistente le confundió. Descolgó el teléfono y oyó la carcajada de la recepcionista.
-La primera puerta a la derecha nada más llegar a la planta es el excusado- y colgó.
Un solo cuarto, sin intimidad ninguna, la persiana a media altura y las cortinas ausentes. El lavabo y el cubículo de la ducha frente a la cama. La colcha oscura que la cubría no hacía el entorno más acogedor. Sin embargo, estaba muerto. Abrió la cama y se tumbó vestido. Necesitaba dormir aunque solo fueran unas horas.
Ya había pasado un mes de su llegada a Madrid y por lo menos tenía casa. Un piso de 50 m que compartía con Oscar, un actor depresivo al que conoció por un anuncio que estaba pegado en la puerta de la cafetería donde desayunaba cada mañana. Llevaba días buscando piso por la zona pero su presupuesto no daba ni para meterse en el más infecto cuchitril. Él no era delicadito y cualquier cosa le parecía mejor que seguir en el hostal. Aquella mañana el camarero tardaba en hacerle caso y él se dedicó a mirar hacia la puerta y lo encontró.
Un grito de auxilio. Una habitación en alquiler a un precio bajísimo y ni se lo pensó. Llamó desde la primera cabina que encontró y una voz cadenciosa le respondió con desidia. Aunque cambió el tono en cuanto le empezó a preguntar por la habitación, se volvió meloso y atento y se pusieron de acuerdo sin verla siquiera, sin conocerse de nada. Esa misma tarde se presentó allí. El no 25 de la calle Artistas, muy cerca de su hostal. Un edificio de color rojo de tres plantas. Llamó al portero del 2oA y le abrieron enseguida. Sin ascensor, tampoco era un gran problema, sólo eran dos tramos de escaleras. Oscar, el tipo con el que había hablado, le esperaba con la puerta abierta.
Una escultura de Giacometti de piel extremadamente blanca, rasgos suaves, mirada indescifrable y pelo rubio platino. Le invitó a entrar tras un apretón de manos cuando menos confuso por lo sutil. Desplazaba su cuerpo con tal parsimonia que el recorrido de escasos tres metros de aquel pasillo azul que les conducía al salón se hizo eterno. Quiso ver su habitación antes de nada y Oscar abrió la puerta a la izquierda del pasillo. Un cuarto cuadrado con las paredes pintadas de color albero y una ventana que daba al patio interior, con rejas para evitar intrusiones. La cama era de hierro, ancha y espaciosa, pero dejaba la habitación convertida en nada, medio metro a cada lado para moverse, una mesilla de noche minúscula y un armario de madera antiguo y chirriante tras la puerta.
Por lo menos limpia y ordenada, pulcra como toda la casa. La cocina funcional, estrecha y bien equipada. El baño cumplía las necesidades básicas. El salón con decoración minimalista, una alfombra y muchos cojines de colores, una mesa baja y algunas estanterías llenas de libros. Daba a la calle y tenía terraza, tan espaciosa que solo cabían ellos dos. El trajín de la Glorieta de Cuatro Caminos quedaba atrás, era una zona tranquila. Desarmó el macuto, metió su ropa en el armario y sacó la foto enmarcada de Lolo. La puso sobre la mesilla. Cómo le echaba de menos, llevaban juntos tantos años. Todavía no podía traérselo del pueblo. Oscar era alérgico a los perros y él se sentía tan solo sin su compañero.
El dinero que trajo de casa se le acababa y seguía buscando trabajo en lo suyo. Se defendía como fotógrafo, era un buen dibujante y tenía talento para las artes plásticas. Oscar no era exigente con los plazos y él intentaba estirar todo lo posible el pago del último mes de alquiler para no quedarse a cero. Por fin consiguió un encargo de un diseñador de modas muy conocido con fama de quisquilloso pero también de pagar bien. Tenía que hacer los bocetos de la última colección que había preparado. Fueron semanas dedicado a dejarlos perfectos, a ajustarse a cada detalle que se le exigía. El día que los fue a entregar, orgulloso de su trabajo, se los recibieron y quedaron en avisarle para hacer el pago. Espero y esperó y el teléfono no sonaba nunca así que se presentó allí. Necesitaba el dinero de verdad, Oscar se impacientaba. La secretaria le puso mala cara cuando le vio y tardó más de una hora en atenderle. Recibió una llamada y le recomendó que volviera otro día. Él era capaz de entender que estaban muy ocupados así que hizo lo que le indicaron, sin embargo, después de varias visitas infructuosas, se hartó y preguntó directamente a aquella mujer que le observaba incómoda cual era el problema. Ella ni se inmutó, descolgó el teléfono y lo volvió a colgar. Con voz autoritaria le informó que su trabajo no cumplía los requisitos necesarios pero los bocetos eran propiedad del diseñador, por supuesto no le iban a pagar. Pálido, confuso y sin saber como reaccionar se fue.
Consiguió trabajo en un sex-shop de la calle Montera poco después, hacía el turno de mañana. Los primeros días iba de susto en susto. Aunque dos semanas más tarde ya se había acostumbrado a todo. Era un local pequeño con una puerta de entrada y otra de salida con más trafico que una estación de metro, pero no eran clientes precisamente, el cañi, el mueco, Leoncio, la fauna de la esquina, pasaban corriendo, juntos o de uno en uno, delante de la policía, delante de otros camellos, delante de la puta a la que acababan de timar o de su chulo, o de los dos. Él saludaba y seguía a lo suyo. Le animaban la mañana por lo menos.
Al llegar todos los días veía a la puta del portal de al lado y ella le saludaba sonriente. Hasta que un día la conoció. La Chari entró en el sex-shop con dos cafés en la mano y ganas de charla. Se había instalado en aquel portal el mismo día que él entró a trabajar allí y ella lo veía como una señal. Le cayó bien, la saludaba todos los días. En realidad era el único que lo hacía, le parecía un chico moderno y educado. No le gustaba desayunar sola y le pareció la mejor manera de hacer las presentaciones. Los primeros días solo hablaban del frío, del calor, de la contaminación de Madrid, de la poca clientela que tenía el sex-shop a esas horas, de lo complicado que era hacer la calle desde que había tanta puta junta. Los vecinos les daban el coñazo porque estropeaban la imagen del barrio.
-Pero si ha sido la calle de las putas de toda la vida, ¡Coño!-.
La Chari venía de un pueblecito de Burgos. Una mujer de formas rotundas, muslos gruesos, pechos grandes y caderas amplias y redondeadas. Sus carnes, un poco descolgadas, se bamboleaban a cada paso que daba. Enfundada en un vestido estampado de leopardo, bien pegado a la piel, y con unas sandalias de tacón que resonaban en la calzada cuando pasaba, se contoneaba aleteando un bolsito rojo como si fuera marca de la casa. Tenía una voz atiplada y unas pestañas falsas muy largas. Se pintaba los ojos con colores estridentes y sus voluminosos labios de un rojo brillante. No tenía más de treinta años, los ojos marcados por profundas arrugas, puro desgaste de falta de sueño y cansancio.
No era fea, tenía rasgos suaves y ojos bonitos, aunque uno de ellos se distraía de vez en cuando. Él trataba de no mantenerle la mirada mucho tiempo. Intentando averiguar cuando volvería ese ojo a su lugar perdía la concentración y dejaba de escucharla. Le gustaba hablar de sus clientes, no tenía chulo y no trabajaba en cualquier antro porque había descubierto que haciendo la calle por su cuenta los ingresos eran más altos. Tenía clientes fijos que la llamaban por teléfono, hacía jornadas de ocho horas, mañana y tarde, y los servicios los hacía allí mismo, en el portal, porque ellos siempre tenían prisa. En invierno era más jodido por lo del frío y alguno que otro le salía remilgado y tocaba alquilar habitación por horas. Había un hostal a la vuelta de la esquina que usaban todas las putas de allí y les hacían precios especiales, aunque si el cliente pagaba la habitación tocaba rebajarle la tarifa y no salía a cuenta.
-A otras les pasa, pero a mí no se me va ninguno sin pagar- decía, riéndose y levantando el puño amenazante.
Su tos áspera y constante, cuando encendía uno de aquellos cigarillos que fumaba en boquilla, le preocupaba y más de una vez intentó convencerla de que dejara de fumar, pero la Chari era cabezona.
-Si no fumo tanto, sólo con el café. Y la tos es porque tengo los pulmones debiluchos por culpa de una tuberculosis que me cogí hace diez años. Un vaso mal lavado. ¡No te jode! Si estoy hecha una mierda-. Otra carcajada y luego se atascaba tosiendo y tragándose el humo como una profesional.
Hacía una pausa para aclararse la garganta y darle un par de sorbos al café y seguía hablando.
-Tengo un niño, vive con mis padres en el pueblo. Lo tuve de jovencita. Ya tiene 12 años. Es más guapo, se parece al cabrón de su padre pero tiene mis ojos. Casi me muero cuando lo parí. Tuve preclansia o algo así. La tensión se me subió a lo burro y desde entonces no puedo coger peso ni hacer esfuerzos demasiado exagerados-.
-¿Pero con tu profesión?-.
-Eso no es nada, mientras no tenga que cogerlos en brazos no hay problema, Jajaja. Ya llegó Mateo me tengo que ir, es un habitual-.
Y salía corriendo dejando los vasos de plástico vacíos encima del mostrador. No estaba seguro de si ella tenía algún problema de atención porque escuchaba la misma historia cada mañana.
Los primeros meses Oscar y él apenas se veían pero cada vez pasaba más tiempo en casa y hablaban de vez en cuando. Nunca fue un charlatán pero si un buen oyente y Oscar pasaba por una mala racha, cansado y desencantado de su profesión. Ya no buscaba papelitos en obras de teatro, ya no se conformaba con hacer de figurante ni con aquella única línea que le permitía salir al escenario. Un amigo le había conseguido un espectáculo en un local de ambiente y recitaba un monologo allí tres veces por semana.
Aunque al principio le entusiasmó la idea, después de unos meses se sentía un verdadero fracasado. Cinco años antes había llegado desde Vitoria esperando convertirse en una estrella, debutar en un teatro cómo el María Guerrero y ver su nombre en letras grandes junto a actores consagrados, sin embargo, estaba confinado en un antro oscuro representando el papel de un vampiro que solo daba discursos sobre la muerte y el miedo a envejecer. Eso pagaba sus gastos pero no sabía cuanto tiempo podría seguir haciéndolo.
-Tener que preocuparse por cosas tan mundanas como pagar la renta o rellenar la nevera no es propio de un artista. Creí que encontraría un mecenas que se ocupara de mí pero no pasó-. Un largo suspiro y se tumbaba en la alfombra.
Se quejaba continuamente de lo difícil que le resultó dejar su casa, las discusiones interminables que tuvo con su padre defendiendo su talento como actor, ahora todo eso no tenía sentido. Los días que la conversación iba por esos derroteros, aunque intentara hacerse la víctima, en su tono de voz había cierto desprecio por la gente común, la que no tenía su talento, su sensibilidad.
-A lo mejor mi padre tiene razón y debería ocuparme de gestionar el negocio de la familia como hizo él cuando el suyo se jubiló. Es una pequeña empresa de tejidos que ha sobrevivido a muchas crisis, mi abuelo era un genio y mi padre se defiende bien-. Él seguía dibujando mientras Oscar no dejaba de hablar. De pie, yendo y viniendo de la terraza hasta su habitación.
-¿Sabes qué trabajé como un perro para pagarme los cursos de interpretación? Fui camarero, sólo al principio, pagaban mal. Luego me llamaron para ser relaciones públicas de una discoteca de alto standing, de esas a las que solo se entra con invitación, en la zona VIP por supuesto, el sueldo era muy bueno pero lo tuve que dejar porque vivir de noche y dormir de día es muy malo para la piel. El trabajo más divertido que tuve y el mejor pagado fue en una línea erótica. Era un local con veinte cubículos diminutos.
Había de todo, hombres, mujeres, gordos, flacos, eran tan feos todos pero las voces no estaban nada mal. En realidad era lo único importante. Eso me lo enseñó Marta. 100 kilos de mujer adulta con voz de Lolita que causaba sensación. Su teléfono no dejaba de sonar. Aprendí de ella frases, trucos, ideas originales que aplicaba en su justa media. Ella era muy vulgar y yo quería dar más clase a mis conversaciones, aunque el tema no daba para mucho. Los demás creían que mataría de aburrimiento a mis clientes pero mi teléfono sonaba. ¡Como tengo la voz tan bonita!- Sonreía y se miraba al espejo del pasillo. Había puesto espejos por toda la casa.
La primera vez que le despertó a media noche gritando y llorando se asustó.
-Me acabo de suicidar- le dijo y él se incorporó de inmediato.
-Vamos al hospital. Te tienen que hacer un lavado de estómago. Llamaré un taxi o mejor una ambulancia-.
-Me he tragado un frasco de pastillas, ¡Ya no aguanto más! ¡No hagas nada!-.
Él, desesperado, fue al baño a comprobar que nivel de estupidez había hecho Oscar. El frasco seguía sobre el lavabo, lleno hasta la mitad. No era tan grave, aún así le obligó a vomitar y se quedó a su lado hasta que se durmió. Desde entonces cada quince días se repetía la escena y él se portaba como un autómata. Café con sal y palmaditas en la espalda hasta que el estómago de Oscar se quedaba completamente vacío. Y un día Oscar decidió que no merecía la pena sufrir de esa manera, hizo las maletas y se volvió a su casa. Le dejó una nota en la puerta de la habitación: ¨El mes está pagado. Gracias por todo. A lo mejor vuelvo cuando esté más tranquilo. Un abrazo. Oscar¨.
-¡Qué cabrón!- fue lo primero que se le pasó por la cabeza.
Dos meses antes de la fuga de Oscar conoció a las vecinas del 3oB. La primera vez que las vio fue un viernes. Oscar llegó tan borracho que pasó la noche delante de la puerta de casa, tumbado todo lo largo que era como un felpudo del carne, envuelto en su capa vampírica de forro rojo bermellón, con el maquillaje aún perfecto. El salía con prisa como todas las mañanas y lo encontró tirado. Por un momento pensó en dejarlo allí, saltar por encima y largarse.
Tenía llaves. Ya entraría cuando se despertara. Fue una iniciativa fugaz, no era capaz de hacerle eso. Así que a rastras, porque la diferencia de tamaño y el peso muerto que era Oscar en aquel momento no le permitía hacer otra cosa, le llevó al salón y le dejó sobre la alfombra, desmadejado pero seguro. Le iba a doler todo cuando se levantara. El pasillo era demasiado estrecho y habilidad para manejar fardos no tenía. Le tapó con una manta y salió disparado escaleras abajo.
Estuvo a punto de arrollar a las chicas, se disculpó pero ellas ni siquiera le escucharon, le saludaron con desgana y siguieron subiendo con una pachorra agónica, ojerosas, derrotadas. Iban maquilladas, nada excesivo, aunque de eso debía hacer muchas horas, probablemente venían de una fiesta y no muy contentas. No sabía por qué pero una le recordaba a un cocker spaniel y la otra a un galgo. Le gustaban los perros y siempre acababa identificando a las personas con alguno de estos animales. Desde el primer día pensó que Oscar era un dálmata y la Chari un Chow Chow.
Esa tarde las volvió a ver en el supermercado del final de calle, trabajaban de cajeras por las tardes. Atendían a los clientes una con gesto de fastidio, el galgo, y la otra atenta y amable. Y por la noche las vio bajarse de un taxi, cargando unos bultos envueltos en papel de embalar y sujetos con cuerdas, debían pesar demasiado porque hicieron turnos de guardia para ir metiéndolos en el portal. Él contemplaba la escena desde la terraza y decidió bajar a ayudarlas. Desde que llegó a Madrid las únicas personas con las que hablaba eran la Chari y Oscar.
No era mala idea ampliar su círculo. Aceptaron su ofrecimiento, eufórica una, condescendiente la otra, y fue entonces cuando supo que se llamaban Elena, la chica amable, y Clara, la distante. El traslado por las escaleras fue duro, apenas había espacio y aquellos paquetes pesaban de verdad y se desvencijaban continuamente. Le explicaron que eran cuadros y los traían de una exposición. Clara intentaba entrar en Bellas artes y Elena sólo quería vivir de su trabajo. Cuando llegaron por fin a su piso le invitaron a tomar algo para agradecerle el esfuerzo y el aceptó encantado. Las chicas prepararon algo rápido y los tres comieron como limas sin apenas cruzar palabra. Luego vino el café y las confidencias.
Nunca entendió por qué todo el mundo le contaba sus penas sin conocerle de nada pero se limitaba a sonreír y a escuchar, a veces hasta ponía cara de confesor. Ellas habían conseguido hacer su primera exposición después de meses de duro trabajo. En una galería modesta y mal situada pero eso no era lo importante. Empezaron a desembalar los cuadros y los fueron alineando en el salón para enseñárselos. Elena era la encargada de ir mostrándolos uno a uno, le llamó la atención hasta que punto valoraba la obra de Clara y que poca confianza tenía en la propia.
Los precios, aún indicados en el marco de los cuadros con una etiqueta blanca. Los de Clara demasiado altos como si el valor de la obra se lo dieran los ceros, los de Elena demasiado bajos como si necesitara venderlos a cualquier precio, pensando más en cubrir costes. Las dos buscaban el reconocimiento, ser descubiertas, pero no tuvieron suerte. Los visitantes entraron en la galería para protegerse de la lluvia y observaron los cuadros con escaso interés. Recibieron elogios de amigos que se acercaron a apoyarlas y hubo ausencias destacadas. El dueño de la galería se quedó con un cuadro de cada una como pago por las molestias y aún se quejaban por los que había elegido, sobre todo Clara.
-Al final ni siquiera compensamos los gastos en materiales pero hemos dado un primer paso- decía Elena, poco convencida, Clara seguía con aquel gesto agrio al recordar el fiasco. Ellas soñaban con exponer algún día en Arco y él nunca supo si llegaron a hacerlo. No volvieron a coincidir y cuando se fue ya se habían ido.
Ingresó en la escuela de cinematografía y, aunque la especialidad de dirección era terreno vedado, se hizo un hueco en escenografía gracias a los trabajos anteriores que acumulaba en su book. El primer día de clase tuvo que presentarse en la escuela con el macuto en la mano. La fuga de oscar le complicó la vida de tal forma que estaba otra vez ejerciendo de indigente. Con su sueldo del sex-shop no podía pagar el alquiler completo y el casero le había puesto de patitas en la calle el día anterior. Sólo consiguió una noche de gracia.
Su presupuesto le permitía pagar unos días en un hostal pero poco más. Metió el macuto con dificultad en la taquilla que le fue asignada y tardó en darse cuenta de que le observaban. Esmeralda, una veterana, diez años mayor que él se le acercó y le interrogó con soltura intentando averiguar si tenía problemas de alojamiento. Él no era muy dado a ventilar sus dramas pero acabó confesando y ella le ofreció posada. Esmeralda asistía a la escuela de vez en cuando, más para conseguir contactos que para terminar la carrera.
-Este oficio se aprende sobre el terreno. Todo se basa en los contactos, ni siquiera en tus habilidades. Los títulos no sirven de nada-. Ella era amable pero animando al personal era única.
Vivía en un piso fantástico de la Latina y él se instaló esa misma tarde. Lo que en principio iban a ser solo unos días se volvió permanente, a Esmeralda le encantaban los perros y le permitió traer a Lolo a la primera oportunidad. Estaba muy bien relacionada y viajaba mucho así que él le cuidaba la casa. Le consiguió trabajo en una serie como ayudante de vestuario y ahí empezó su verdadera andadura en el mundo del cine y la televisión.
Habían pasado 15 años y seguía siendo ayudante de vestuario, ahora tenía un nombre e incluso había sido jefe de vestuario en más de una ocasión, en producciones pequeñas. Había trabajado con muchos directores conocidos nacionales e internacionales y estaba muy desencantado de la profesión. Demasiados arribistas, demasiada mierda que había tenido que aguantar. Era un trabajo inestable, bien pagado pero no todo el año. A veces trabajaba durante tres meses y vivía de eso otros tres y cuando ya creía que le llegaba la soga al cuello algo surgía de la nada que le cubría los gastos los próximos meses.
Seguía viviendo en el piso de la Latina pero Esmeralda se había ido hacía un año, se trasladó a Londres como la mayoría de sus conocidos. Les iba bien y le intentaban convencer de que siguiera sus pasos pero él se aferraba a esa casa, a Madrid, esperando que le llegara su gran oportunidad. De momento, con algunos trabajos esporádicos y alquilando el cuarto de Esmeralda a turistas, al más puro estilo cama caliente, pagaba los gastos.
En un ataque de nostalgia volvió a Cuatro caminos pero ya nada era como antes. El comedor subvencionado era ahora una peluquería. La de veces que había comido allí cuando andaba muy mal de presupuesto. El puente había desaparecido. La vagabunda de los gatos debió irse antes, ella vivía allí. Desde el primer día la observaba con curiosidad. Con aquella mata andrajosa de pelo blanco, un vestido negro que le llegaba por los tobillos y le permitía imaginar lo escuálida que era, arrastrando un carro de supermercado lleno de cajas, alambres, desechos varios y entre unas mantas una camada de gatitos chillones. Aquellos animales no crecían nunca, pasaban meses y seguían siendo crías.
Nunca quiso pararse a pensar que hacía con ellos. Sin embargo, ella era un referente de la Glorieta. Taciturna y solitaria. Paseando bajo el puente, sentada junto a su carro, mascullando en voz baja. Desde la mañana a la noche. Más vieja que el puente parecía. Se fue ella, se fue el puente y toda la Glorieta se transformó. Así había sido su periplo por Madrid. Ahora se planteaba dejarlo todo. Volver al pueblo a dar clases. Tenía suficiente experiencia acumulada para empezar de cero. Camino de la parada de metro, cabizbajo, recordó que acababa de inscribirse en un curso de maquillador de muertos, le habían dicho que en ese oficio había trabajo de sobra y tampoco era tan terrible. Visto un muerto, vistos todos.