Así empieza Lo que Varguitas no dijo, un libro “legendario y mítico” para muchos de los seguidores de la obra de nuestro Premio Nobel de Literatura 2010: Mario Vargas Llosa. Aunque fue publicado en 1983 por la editorial boliviana Khana Cruz, no existe otra casa editora –fuera de ese país– que se haya atrevido a difundir este testimonio personal, íntimo y de novela, de quien fuese la primera esposa del autor de La guerra del fin del mundo, Julia Urquidi Illanes (1926–2010).
Para muchos lectores este libro es la respuesta resentida y sañuda a la sexta novela de MVLL, La tía Julia y el escribidor (1977); sin embargo, existe gran diferencia entre ambos escritos, uno es el producto netamente de la ficción, de la mezcla –según el propio autor[1]– de sus recuerdos juveniles y la elaboración de personajes muy bien trabajados; y en el segundo texto, se puede leer una historia real –en palabras aclaratorias de la autora– de lo que vivió en sus nueve años de matrimonio (1955–1964) junto al joven Marito. Ambos se conocieron en Lima, la tía Julia había llegado de Bolivia dejando atrás un divorcio y un aura diáfana irradiaba sobre su persona.
Era alta, buenamoza, con garbo, y el que menos la siriaba. Por eso es que cuando la tía Julia (hermana menor de Olguita, madre de Patricia Llosa Urquidi) aceptó la propuesta de un jovencito alto, flaco, pero brillante, de apenas 19 años –y menor de edad aún para la época– nadie presagiaría que a los pocos meses terminarían casándose a escondidas de la familia, al sur de Lima, en un pueblito llamado Grocio Prado. El único que los ayudó en esa temeraria odisea fue su querido amigo, el “gordo” Javier Silva Ruete.
En ese momento, la vida de ambos era dicha plena y felicidad. Recordemos que MVLl contó la experiencia de su primer matrimonio en el capítulo XV de su libro de memorias El pez en el agua (1993): “Regresamos a Chincha al oscurecer, desalentados y exhaustos, decididos a continuar la búsqueda a la mañana siguiente. Esa noche Julia y yo hicimos el amor…, felices como estábamos, amándonos y jurándonos que aunque todos los alcaldes del mundo se negaran a casarnos, nada podría ya separarnos…”.
Estas palabras demuestran lo que significó en la juventud del Nobel esta relación prohibida, que sirvió como experiencia crucial para lo que se convertiría después, en un escritor de verdad, y no un “escribidor” más. No olvidemos que por aquellos años (la década del 50) se vivía una agitada vida política, debido a la dictadura de Manuel Arturo Odría (1948–1946); inclusive este periodo cruento fue retratado espléndidamente por él en la monumental novela Conversación en La Catedral (1969). Aquí el personaje central, cuyo apelativo es Zavalita, está casado con una joven Ana, prototipo de nada más y nada menos que la propia Julia Urquidi.
Esto quiere decir que la figura de la tía Julia ha estado presente en los inicios, y por qué no decir, lo mejor de la producción narrativa de MVLl, pues cuando llegó Wandita y posteriormente Patricia (ambas primas de Mario) a París; el futuro Nobel ya había publicado Los jefes (1959) y estaba elaborando –cual un arquitecto de la novela– su primera versión de La morada del héroe, Los impostores, La ciudad y la niebla; o como bien sabemos, La ciudad y los perros (1962). Aquí la tía Julia jugó un papel importantísimo, ya que era la que corregía por las noches las faltas ortográficas de Mario y conversaba con él sobre la verosimilitud de los personajes. Ella misma cuenta que fue la primera en recibir la noticia sobre el Premio Biblioteca Breve, y que además, fue la que lo instó para presentarlo al concurso: “Lo animé mucho… Siempre tuve fe en su carrera de escritor. Pasamos días de nerviosismo y de esperanza.
Yo tenía la absoluta seguridad de que Mario ganaría el premio… Hablábamos mucho sobre esto; para Mario sería su primer paso al camino que tendría que recorrer, pero ya con pasos más firmes, con un buen comienzo. La noche de la entrega del premio llegó finalmente. Lo acompañé a la radio, me fui a la sala de telex a recibir la noticia. Subí y bajé las gradas más de cien veces… –¡Bendito sea Dios!– la máquina comenzó a dar los nombres de los premiados. Mario había ganado el Primer Premio”. Este hecho marcó su vida matrimonial, los viajes empezaron, la fama y la fortuna tocaban a su puerta, pero también la forma de ser del Nobel era complicada.
Si uno lee con detenimiento Lo que Varguitas no dijo, se topará con escenas extrañas, desgarradoras, tristes, de celos enfermizos –acciones motu proprio de MVLl– y engaños premeditados. No por algo, cuando estaba escribiendo La casa verde (1965), Mario le consultó a su esposa sobre el viaje que tendría que realizar de París a Lima, luego a Iquitos, y que después regresaría al terruño matrimonial: ella le dijo que sí, pues antepuso sus sentimientos a la carrera profesional del escritor.
¿Cuál fue el resultado? Una escueta carta en donde Mario le “exponía” su amor por su prima Patricia, nueve años menor que él; y por la que lloraría 45 años después en el discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura. Solo los que han leído por completo el testimonio de la tía Julia entenderán del porqué de la escritura de su libro; así como MVLl defendió la tesis de los “demonios” del escritor, que lo atormentan y no lo dejan en paz hasta que se produce aquel acto creador, que es el de contar una historia y emplear todo el conocimiento que implica el escribir; creo que la tía Julia también tuvo que expurgar los suyos con esta “revelación” escritural. Si alguien la ayudó –en el artificio–, no lo sabremos; lo que sí podemos afirmar, es que ella fue una lectora voraz –de lo mejor de la literatura, pues una de sus tótem fue Simone de Beauvoir, a quien cita constantemente en su libro– y una compañera ideal, de las que raramente existen hoy en día.
Si escribió un libro “contando” su versión de la relación que tuvo con MVLl, creo que estuvo en su derecho, pues como ella misma dice, refiriéndose a la novela en cuestión: “Lo único que es cierto de estas escenitas es que con el amor más puro, con el amor más grande, me entregué a él la noche antes de casarnos… Veo mi vida como ajena, en tercera dimensión, pero si quiero ser sincera hasta el final, tengo que agradecerle algo. Me enseñó mucho en la vida; con él conocí el amor por el amor, conocí muchos aspectos del ser humano… Pasé por todas las etapas de los sentimientos y pasiones, mentiras y humillaciones. Me quedo sin rencores, me quedo limpia, y con fe en el futuro…”.
Alguna vez conversando con amigos muy queridos, les pregunté cómo serán en la vida real los escritores que tanto admiramos; y uno de ellos me respondió: “creo que es mejor conocer a sus esposas, ellas nos dirían la verdad sobre ellos”. He leído toda la novelística de Mario Vargas Llosa y siento una profunda admiración por su obra en general, pero, ¡cómo me hubiese gustado conocer a la queridísima tía Julia![2]