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Opinión

La ciudad madrastra

Lee la columna de Carlos Rivera

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Llegar a Lima (esa Lima de la que alguna vez dijera Salazar Bondy, la horrible) siempre me causa una sensación de desamor. Esa conmoción que despierta esta ciudad es lo más parecido a un trato de indiferencia y que de cariño u odio para sus nativos o migrantes.

Es que hay ciudades que despiertan ternura, otras, nostalgia, alegría, ritmo que sé yo. Pero esta Lima huele —como urbe que es— a un individualismo ultra, a un pedazo de tierra sin sabor. Las gentes deambulan perdidas en sus múltiples oficios, sueños, vocaciones. Parecen ser habitada por seres fantasmagóricos salidos de alguna de Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino. No miran a nadie, andan con la cabeza firme, el corazón congelado, las manos atentas a sus bolsillos o cartera. La mirada desconfiada es lanzada sin misericordia a cualquiera, así sea a una abuelita (porque en la capital, nunca se sabe).

Lima es una ciudad que no inspira amor maternal, como los provincianos aman su Cuzco, Arequipa, Ayacucho u otro lugar. Este trato de madrastra es solo de intereses mutuos: el ciudadano que la habita hace un pacto tácito entre lo que esta ciudad ofrece y lo que este quiere de ella. Es por eso que muchos sueñan conquistar la capital sabiendo que las posibilidades son mínimas, pero se abalanzan en esta epopeya. La masa de individuos que viene se pierde en los laberintos de sus cerros o pampas desérticas, construyen casas donde no hay  siquiera proyectos de agua ni luz desafiando la más elementales normas de urbanismo. Colorida, huachafa y bullangera.

Son las constantes generaciones de provincianos que traen sus costumbres, folklore y dibujan un nuevo paisaje que se entremezcla con lo virreinal, tradicional; moderno, posmoderno y churrigueresco. La arquitectura que exhibe esta urbe es una mixtura de colores, estilos y estructuras; es como si Gaudí, Oscar Nimeyer y Andy Warhol en una pesadilla de copas la hubieran imaginado y alguien maliciosamente se robara esos bizarros planos y la construyera.

TUS LOCOS Y MIS LOCOS

Hay una singularidad de los locos de la capital: son abismalmente distintos a nuestros locos de Arequipa: sus rasgos, conductas y expresiones faciales son de una aldeana ingenuidad. Los nuestros, parecen más decentes, por así decirlo. Los locos capitalinos exhiben un rostro propio de pesadilla. He visto en La Victoria a unos niños indigentes, caminando con sus costales, comiendo desperdicios y la infancia sepultada bajo los ojos idos. He visto a un hombre que me causó un miedo tétrico: tenía un pedazo de cartulina blanca como máscara cubriéndole el rostro, sentado en la acera, levantando la cara y así “miraba” a todos los paseantes con un aire de arlequín de los submundos.

He visto también a locos comiéndose las heridas o quietos como estatuas con los ojos desorbitados perdidos en las alucinaciones que la urbe de cemento provoca. En mi Arequipa, nuestros locos no pasan de andar desnudos o hacer una que otra travesura o marchar con sus bolsas pidiendo comida o recogiéndola del suelo. Nuestros locos están contados (también desamparados) uno ya los conoce, sabemos en qué calles transitan, cuáles son sus mañas. Nuestros locos no se salen de cuadro, y cuando mueren o desaparece uno al instante como por arte de magia, aparece el relevo que ocupa la atención de los habitantes. Nuestros locos parecen peregrinos de las calles y los locos limeños, astronautas del  desamparo metafísico.

EL RUIDO

Lima es una urbe ruidosa y atosigante, no hay bus, combi o cúster que no encienda a full volumen su radio. El susurro o la modulación de la palabras en las calles no existen; casi nadie habla sosegadamente, hay que gritar porque si no los ruidos de los motores, la bulla musical, los gritos de la gente, las bocinas, el griterío de los cobradores de combi y microbuses, no permiten platicar u oír apaciblemente lo que nuestro interlocutor nos quiere decir. Entonces, uno anda con los ánimos alterados, el ruido te descompagina de las buenas intenciones que hayas tenido para iniciar tu acostumbrado ritual. Quieres pensar, pero no debes, no hay tiempo para ello.

LA BASURITA

La basura es como el barniz que decora esta ciudad, sus calles son abarrotadas con desperdicios, arrojan sin compasión al suelo todo lo que tienen entre bolsas, papeles o residuos de comida. Hay distritos en los que sus esquinas son cubiertas por montones de basura como parte del paisaje que no parecen molestar a nadie. Los cerca de 10 millones de habitantes producen 8 mil  toneladas  de basura al día  y los limeños deambulan sobre ella como si se tratara de un espectáculo habitual y común.

EL RÍO HABLADOR MUDO

Con sus 145 km de extensión, el Rímac se convierte en un río que llega desde las alturas de la sierra y le convida un poco de su vida a la capital. Rímac en su acepción quechua quiere decir hablador, pero dada la sequedad que sufre se ha quedado sin habla, es más, lo han convertido en un vertedero de residuos. Encima que le han cortado la “lengua” lo han contaminado. Pero sobre este río se ha escrito la historia de la fundación de Lima, fueron esas aguas que cautivaron los ojos de Pizarro, fueron esas aguas reservorio de lágrimas de los enamorados, ese río es la historia de Lima y como fue algún día su fuente de vitalidad, hoy parece señalar su apocalíptica sequedad.

LA CIUDAD DE LOS PENDEJOS

No hay lugar en donde las necesidades y la creatividad no vayan acompasadas día a día de las curiosidades que hacen la mayoría para sobrevivir. En una ciudad de tantas desigualdades y fastuosidades incita a que el limeño se amolde a esta urgencia de cachuelos, a esta dinámica de artilugios ante la ausencia de trabajo estable y con seguro de salud. Los llamadores de combi, los cobradores, los ambulantes en las avenidas. Los malabaristas de los semáforos, los falsos médicos, la inmensa gama de brujos, los restaurantes populares o de cualquier lugar donde te sirven menús para la gastritis con productos descompuestos, las hamburguesas de cartón, los consultorios médicos bamba que practican abortos. Es el lugar donde los congresistas se juntan a hacer sus paparruchadas, se vuelven bestias y cutreros, donde están los demás poderes del Estado. Donde los ministros rompen las reglas de tránsito, donde un maldito chofer atropella con su carro a una policía, es el lugar donde los pandilleros se posicionan en los barrios populares y se agarran a machetazos como si jugaran a la guerrita. Es la ciudad que da el floro más versátil para la sobrevivencia o el laburo. Es la Lima que pare por minuto la mayor cantidad de pendejos del país. Montesinos era arequipeño, pero muy pronto se alimeñó.

ELOGIO A LA MADRASTRA

Pero esta Lima es parte y síntesis de nuestro Perú, es la directriz política y económica del país, es la mejor  evidencia del mestizaje, la muestra eminente de los empresarios emergentes, es la ciudad donde nuestros sueños provincianos descasan para hallar rumbo y prosperidad, es la ciudad de la fe al Señor de los Milagros. Es cucufata aunque digan lo contrario sus noches, sus hostales, y esa juventud que parece ser más desgarbada. Es la Lima que primero tuvo que someter Mario Vargas Llosa para luego domar el mundo con su pluma, es la ciudad de la que nunca salió Martin Adán, pero a la que enamoró desde el ostracismo del manicomio y de algún bar donde saciaba su poética, es la ciudad que contempló a Valdelomar, la que salvó Du Petit Thouars para que los chilenos no la terminasen de destruir.

Lima es  aspiracional. Es una madrastra que de boca para fuera todos decimos detestar, pero en el fondo la queremos, deseamos estar en ella, aunque sea horrible y bullanguera “esta ciudad de los gallinazos”.

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Opinión

La corona que nos robaron en la triple frontera

Lee la columna de Jorge Linares

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Por Jorge Linares

Este fin de semana, los ánimos se encendieron en la selva. Personajes ligados a la política, chaperones y oportunistas prontuariados de la construcción civil con tufillo político se pronunciaron ante el robo del cetro a nuestra hermosa representante peruana en el certamen de belleza de la “Confraternidad Amazónica”. El título ya estaba perdido y, como era de esperarse, las redes sociales desbordaron frases que iban desde chauvinistas hasta racistas contra las participantes. Sin duda, un hecho lamentable.

Sin embargo, más allá de este desenlace bullanguero, hubo un viaje silencioso y sospechosamente sincronizado. Un grupo de 13 personas de la Gerencia Regional de Salud de Loreto decidió trasladarse “coincidentemente” en las fechas de la celebración colombiana para realizar inspecciones en los dos centros de salud I-3 de nuestra triple frontera: Santa Rosa y Yavarí.

Desde gobernantes regionales anteriores hasta el actual, hoy dirigido por un médico de profesión, se viene robando el derecho fundamental a la salud a más de seis mil pobladores de Santa Rosa de Loreto y casi trece mil del Yavarí. Pero, claro, en Iquitos y menos aún en los pasillos del Gobierno Regional de Loreto, esto no es relevante ni genera escándalo. Al final, se trata de personas que viven en la frontera y, políticamente, no suman votos.

Esta práctica se ha convertido en una rutina para la GERESA LORETO, institución que debería velar por el bienestar y la salud de los peruanos más vulnerables. Para muestra, basta un botón: en 2024 también vimos a una cuadrilla de 24 ilustres “turistas” de esta misma gerencia, repitiendo la modalidad.

Así funciona: los “tramitadores documentarios” llegan, pegan sus papelotes en los murales de los centros de salud, cruzan el río y chapalean hacia Leticia (Colombia) o Tabatinga (Brasil), donde llenan sus bolsos y maletas con chocolates, garotos, perfumes, zapatos y ropa. Después, retornan plácidamente a Iquitos, misión “cumplida”.

Sabemos que esta semana deberán rendir cuentas de sus viáticos otorgados por el Estado, presentando actas, fotos y toda evidencia para justificar su viaje. Sin embargo, si realmente quisieran aportar algo en estas inspecciones, deberían saber que ambos centros de salud carecen de un médico especialista en cirugía general y menos aún de un ginecólogo, a pesar de la alta demanda de partos en la zona. Los jóvenes médicos que realizan su SERUMS están a punto de regresar a sus ciudades, y mientras tanto atienden un promedio de 30 a 40 pacientes por día.

Además, los equipos de rayos X y los esterilizadores están casi obsoletos. No cuentan con electrocardiógrafos, unidades electroquirúrgicas, respiradores artificiales (urgentes para niños), máquinas de anestesia para procedimientos menores, mesas quirúrgicas ni implementos básicos para emergencias como un coche de paro. Todo esto ha sido reportado una y otra vez por los propios médicos residentes a los burócratas de GERESA.

Paradójicamente, es el Hospital San Rafael en Leticia (Colombia) y el Hospital de Tabatinga (Brasil) los que muchas veces reciben a los peruanos de esta frontera, brindándoles atención solidaria y desinteresada, estabilizando a los pacientes críticos para luego derivarlos a Iquitos.

La salud no debería ser un privilegio ni un favor político; es un derecho. Mientras tanto, en esta triple frontera, nos arrebatan no solo coronas, sino vidas. Ojalá algún día, más allá de cetros, los gobernantes devuelvan la dignidad que nos han robado.

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Opinión

Liderazgo: Ricardo Belmont en Perú y ayer Miguel Ángel Cornejo en México  

Lee la columna de Rafael Romero

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Por Rafael Romero

En medio de un mundo generalmente apático, indiferente y mezquino, donde muchos quieren “servirse sin servir”, aparecen algunos idealistas y soñadores que se resisten al “status quo”, que buscan la transformación de miles o millones de seres humanos como premisa para el cambio social y la innovación.

Por fortuna, Perú tiene todavía vivo a un ciudadano, Ricardo Pablo Belmont Cassinelli, que práctica el arte de la contradicción, de la dialéctica y la conversación mayéutica para llegar al fondo del alma y la verdad, para preguntarse dónde estamos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Esa es la base de una filosofía de vida que incluye y engloba a la filosofía política.

En el hermano país latinoamericano de México, en el campo formativo del liderazgo, apareció un Miguel Ángel Cornejo con más de 3,000 charlas dictadas, fallecido en agosto del 2015, a la edad de los 69 años, curiosamente contemporáneo de Ricardo Belmont, peruano que en la fecha tiene 79 años, pero quien, al menos desde la fundación de “Habla el Pueblo”, el 18 de enero de 1973, sin contar sus otros programas de radio y televisión, dirigió más de 30,000 mensajes al público, destacando sus contenidos para el alma, para la superación personal, y ahí está su libro, titulado “Pastillas para levantar la moral”,

De manera que, en el plano de las conferencias, como vehículo para llegar a la mente y el espíritu de las personas, hay dos latinoamericanos con convicciones y amor por el prójimo. Uno de ellos es el peruano Ricardo Belmont, con su bíblico segundo nombre de Pablo (Saulo), quien desde muy joven o adolescente, allá por los años cincuenta del siglo pasado, bebió del carácter de su padre, Augusto Belmont Bar, y de sus radios y televisora, aunque mucho antes ya tenía su destino comprometido con los apotegmas filosóficos, con los pensamientos y las frases célebres de los sabios plasmados por su abuelo Alejandro Belmont Marquesado en el libro “Máximas y mínimas”.

Dicho sea de paso, el abuelo de Ricardo es el sobrino tataranieto del Mariscal Ramón Castilla y Marquesado, expresidente y estadista del Perú.

Pues bien, esta columna rinde homenaje póstumo a la vida y obra de Miguel Ángel Cornejo en su tarea formadora de muchas generaciones en matera de capacitación y motivación. Pero, también resulta muy significativo saludar y reconocer la biografía de un peruano vivo, como RBC, que a su estilo y según su espacio-tiempo continúa con la formación de lideres, a través de sus programas periodísticos, de sus editoriales y conferencias radiales o televisivas, especialmente con su más reciente radio digital, sobreponiéndose al ataque y el despojo del que ha sido objeto por gente joven ambiciosa, codiciosa y avara.

En Perú, la mentoría de Ricardo Belmont, egresado de la Universidad de Lima, exdirectivo del CADE, promotor de la Teletón; y ayer de Miguel Ángel Cornejo, desde México, resulta hoy interesante estudiarla y destacar el legado que encierran mediante sus libros, los programas de TV y los editoriales entre los más jóvenes, entre los estudiantes, los adolescentes y el público en general, en materia de liderazgo, carácter, valores morales, lucha contra la adversidad y estoicismo.

Lamentablemente, suele decirse que “el enemigo de un peruano es otro peruano”, y también sabemos, desde tiempos antiguos, que “nadie es profeta en su tierra”.

Sin embargo, nada de eso detendrá la grandeza de la creación, del optimismo por la vida, de la mentalidad ganadora y la llegada de nuevos lideres que hagan grande al Perú y México, cuando no al mundo entero, más allá del vacío existencial y de los vicios materialistas o consumistas que se engullen a millones de personas a diario, pues el futuro pertenece a los innovadores, a los idealistas y guerreros que se esfuerzan por construir una sociedad superior y mejores naciones, pues el éxito de una persona o grupo humano es la actitud y su elevado propósito.

Gracias por llegar hasta aquí, comparte este artículo.

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Opinión

Un mar de cascos azules…

Lea la columna de Maruja Valcárcel.

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Por: Maruja Valcárcel

¿Por qué esta visión de un mar inmenso y azul? Fácil, porque es lo primero que me quedó en la retina cuando vi en la pantalla del televisor (que evito mientras puedo…) una verdadera costra azul sobre la ciudad, en el centro de Lima, en plena avenida Abancay, frente, nada menos que al Palacio Legislativo, el reino nuevo de las nuevas energías iconoclastas.

O sea, —todo pasa para que nada pase—. Se moriría de risa el Conde de Montelusa, autor de El Gatopardo, sancta sanctorum de quienes estudian ciencias políticas. Bien, salgamos de la Academia que viene teniendo cada vez menos credibilidad, porque una izquierda que no cree ni en sí misma la está desprestigiando para llorar a gritos.

Y regresemos a la Avenida Abancay, que conforme iba pasando la tarde se iba tiñendo de un cierto color acaramelado, porque Lima es mujer y es caprichosa; de manera que cuando tenía que haber sido terriblemente gris y con garúa tormentosa era medio aterciopelada por un sol extraño y engreído.

El caso es que el televisor me mostraba además de cientos, quizás luego miles de supuestos mineros con nuevecitos y relucientes cascos azules, amén de ropas bien abrigadas, botas  fuertes, abrigadoras tiendecitas para pasar la noche, sillitas de plástico por si alguna señora mayor (que fueron también, a pesar de que no habían pisado en su vida una mina) se cansaba, inmensas ollas de acero inoxidable bajando de camiones procedentes de la periferia de la ciudad, donde se fabrican de mejor calidad, y listas para emplearse cuando decidan quedarse por un tiempito, para preparar lo que llaman ‘ollas comunes’.

Y así, no mencionaré lo que pregonaban los dirigentes con sus altoparlantes, ni lo que decían en las televisoras los reporteros, porque nada es verdad. Nada.

Se trata del “Oro”, así, en mayúsculas. Todo vale, no es la primera vez que hay una fiebre del oro, es más de lo que se pueda imaginar. Es decir, la primera vez que un hombre que sólo ha visto su campo y sus ovejas, tiene un problema para vender lo poquísimo que produce, simplemente porque el sistema está hecho para eso, para que no crezca, ni desarrolle. Y por ahí le dicen que podrá ser rico, que el oro está en la tierra, en la ribera de los ríos y que podría tener el mundo en sus manos, aunque él no entienda qué significa el mundo, pues se lanzará a ello, romperá los cerros y horadará la tierra a la que antes llamaba Mamapacha…

 Así será, y así harán de sus manos—que producían alimentos—herramientas que horadarán la bendita tierra y seguirán febrilmente rompiendo todo para tener, aunque sea un pedacito de oro. Mientras tanto, su familia lo echará de menos. Y el sistema pérfido creado y manejado desde el Congreso y el Ejecutivo festejará. Quizás la vida les dé un tiempo para que entiendan de qué se trata. ¡Los abrazo!

En verdad… ¿Van a seguir lo que les dicen y mandan estos seres extraños que habitan el Palacio Legislativo y nuestra inconmensurable presidenta?

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Opinión

Ama a tu perro como a ti mismo

No hay ser más fiel, más leal, ni amor más puro que el de un compañero como él.

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No cabe duda de que el tiempo no pasa en vano. En el Perú de hace algunas décadas, los perros eran vistos como simples animales utilitarios. En los campos, cuidaban sembríos y pastaban ganado. Eran centinelas silenciosos, guardianes que velaban bajo la luna, atentos al ladrido del peligro, a los pasos del abigeo.

En las ciudades, la historia era otra. Las calles de Lima estaban pobladas por jaurías errantes, perros sin nombre a los que se les decía “chuscos”, y que vivían entre la indiferencia y la hostilidad. De vez en cuando, la temida “perrera” —ese oscuro Centro Antirrábico de Chacra Ríos— irrumpía con violencia, atrapando cuanto perro callejero encontraba a su paso. A veces, en su caza ciega, incluso se llevaban a los que sí tenían hogar. El dueño entonces corría, desesperado, con menos de 24 horas para rescatar a su compañero antes del sacrificio.

Era otra época. Las veterinarias eran escasas, y los perros parecían inmunes a casi todo. No se les amaba como hoy. Eran parte del paisaje, tal vez un complemento del hogar, pero pocas veces considerados familia. Las leyes los trataban con frialdad: agredir o matar a un perro apenas era una falta, un acto sin consecuencias reales.

Hoy, por suerte, el amor ha evolucionado. La justicia también. Quien maltrata a un perro puede ir a prisión. Quien lo adopta, lo cuida como a un hijo: vacunas, alimento especial, visitas al veterinario. Veterinarias hay por todos lados, aunque algunos han hecho de su vocación un negocio sin alma, recetando tratamientos innecesarios, lucrando con el dolor.

A pesar de eso, algo ha cambiado para bien: más gente los ama, los comprende, los abraza. Ya no son “mascotas”, ahora muchos los llaman “hijos”. Y eso, para ellos, lo es todo. Porque los perros sienten alegría, tristeza, miedo, ansiedad… y un amor sin condiciones.

Mientras escribo esto, pienso en Picasso, mi eterno amigo. Estoy seguro de que me espera, tranquilo, más allá del arco iris. Y cuando llegue el día, correrá hacia mí, moviendo la cola, como siempre lo hizo.

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FIL de Lima: los libros pierden espacio

Lee la columna de Edwin Cavello

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Recorriendo la Feria Internacional del Libro de Lima el fin de semana, pude observar algunos cambios que se hacen más notorios año a año. El principal y más preocupante para los lectores es que los libros van perdiendo espacio. Años anteriores y sobre todo en esta edición, vemos stands dedicados a la venta de ropa, cuadros, juegos u otras chucherías que no forman parte del ecosistema de los libros.  

En ese espíritu utilitario y superficial, los escritores han comenzado a ceder el lugar que durante décadas les perteneció. Hoy se los ve desplazados por youtubers, tiktokers y celebridades de las redes sociales cuya única obra publicada suele ser una biografía prematura, escrita al calor de algún escándalo o viralidad digital. Se trata de personajes que poco o nada entienden del oficio literario, pero que, a cambio, garantizan algo que la Cámara Peruana del Libro parece valorar más que la calidad: público.

Es decir, la FIL, económicamente hablando, ya no se preocupa por los escritores y el sector editorial nacional; ahora la FIL funciona como espacio de espectáculo donde se vende de todo. Este giro no es gratuito ni inocente. Responde, en parte, a una transformación profunda en los hábitos de consumo cultural. El libro físico ha sido arrinconado por pantallas y formatos efímeros. A esto hay que agregar que los precios de los libros no son de feria, ya que la gran mayoría de ellos incluso los encuentras igual o a menor precio en internet. Entonces, ¿para qué pagar 10 soles por ingresar a la FIL?

Tal vez pagamos eso por costumbre, o porque quizá la FIL aún sigue siendo una excusa nostálgica para reencontrarnos con amigos y con algunos escritores. A pesar de que vivimos en tiempos tecnológicos, esta edición de la FIL continúa postergando nuevas propuestas digitales para los nuevos lectores.

Italia, país invitado, ha pasado desapercibida. Su presencia parece más una obligación diplomática que un homenaje cultural. Algunos cierran incluso antes de las siete de la noche, como el stand de Comunicarte Editores, y otros —como el de la Casa de la Literatura— ofrecen muestras que parecen concebidas por amateurs sin más criterio que el de rellenar espacio.

Lo único que salva esta feria es la presencia de las editoriales independientes como Trazo, que nos dan a conocer la buena literatura regional.

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La mujer de la arena (Suna no Onna, 1964), de Hiroshi Teshigahara

Lee la columna de Rodolfo Acevedo

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La arena. La arena lo abarca todo en esta película, forma el paisaje de las dunas playeras, lo rehace constantemente, avanzando sobre el terreno y transportándose con el viento. Construye  breves figuras a su paso, irrumpe en las viviendas, en las cosas y en los cuerpos. (En primeros planos y en planos detalle, aparece pegada a la piel de los protagonistas, como una presencia incómoda, que poco a poco parece hacerlos parte de su universo desértico, integrándolos o digiriéndolos).

La arena es el hábitat natural del tipo de insectos que el profesor y entomólogo aficionado (Niki  Junpei), busca con tanto ahínco. Y es el lugar en donde vive la mujer. Ella es viuda y trabaja diariamente para impedir que su casa sea devorada por las dunas. Al mismo tiempo, trabaja también para los pobladores que venden esas partículas desagregadas de rocas, como material adulterado para la construcción. A cambio, ellos le proveen de algunos víveres, herramientas y agua.  (La arena mueve una economía que explota a la mujer y a sus cautivos).

La arena corroe, pudre las cosas, le dice ella al profesor, cuando él aún no se ha dado cuenta de la trampa. (El hospedaje que le garantizan por una noche, será su prisión de por vida).

La arena según Teshigahara (Tokio, Japón, 1927 – 2001), no solo es el elemento constructor y dominante en el filme, es un organismo que dificulta las labores y existencias de los personajes, poniéndolos a prueba, mostrando lo pequeños que son, frente al enorme y aislado desierto costero. Por ello, la dureza de su entorno provoca cambios y descubrimientos, muy a su pesar, en los seres que la habitan, como nuevos sentidos de vida.

El profesor. Su andar concentrado por las dunas, buscando insectos, muestra a un tipo libre de “ataduras”, seguro de sí y confiado. Después lo vemos descansado en un bote abandonado en la arena, repasando mentalmente, en una especie de ensoñación, todas las “obligaciones” de su vida citadina. Su pensar desliza una crítica burlona a la falsa sensación de seguridad moderna (en el Japón de la época), y a la vez, a su relación sentimental. (Una mujer aparece, una imagen sobreimpresa, otra evocación. Quizás se trate de su pareja).

Sorprendido por los pobladores, el profesor se mostrará instruido y condescendiente. Las diferencias entre él y los demás (socioeconómicas, geográficas), lo hacen actuar con desdén y sentido de superioridad, aunque al mismo tiempo aparece ingenuo y oportunista. (El profesor, además, ansía trascender, aburrido de su rutina en la capital, cree que el descubrimiento de una nueva especie de escarabajo lo sacará de su monótona y anónima existencia).

Su conducta con la viuda será recelosa y menospreciativa, al inicio. Luego pasará por la atracción sexual, el engaño y la agresión (el intento de violación, alentado por los pobladores-espectadores), hasta terminar en una convivencia sosegada, después de sus frustrados intentos de escape. Extrañamente, es en ese momento de “derrota”, cuando se esfuerza por mejorar la relación con ella. La viuda cae enferma, y uno de los pobladores -un veterinario-, atribuye la causa a un embarazo extrauterino. En soledad, el profesor encuentra un modo de filtrar agua limpia de la arena, y decide posponer su escapatoria para algún futuro impreciso, primero compartirá su invento con los demás. En la última secuencia de la película, un comunicado de las autoridades declara muerto al profesor Junpei, después de haber estado siete años desaparecido.

La mujer. Entregada a la tarea incesante de sacar arena y recolectarla, la viuda sirve a los intereses de su pueblo. No sabemos cómo ha llegado a ese “acuerdo”, o si ha sido una imposición, pero ella no lo cuestiona, lo toma tan igual como las desgracias personales (la muerte de su esposo e hija), o los movimientos de la arena, circunstancias a las que simplemente debe acostumbrarse. Su compromiso con la comunidad, excluye cualquier dilema ético o legal (el secuestro). Pero ella no comparte una situación igualitaria con el resto de pobladores. Vive en el fondo de un hoyo en las dunas, del cual no es posible salir o entrar sino es a través de una escalera que solo la maneja un grupo de hombres. Víveres y otros elementos necesarios, le son llevados a la viuda, solo cuando se han cumplido con las cuotas de arena húmeda.

La película parece sugerir un conflicto entre el individuo y lo colectivo, pero su propuesta es algo más compleja. Subyace en su narrativa la experiencia de la crisis del ser humano atrapado en estructuras que no le permiten realizarse, o que lo cosifican, y obliteran su valor como persona autónoma. Unas voluntades y una naturaleza, se imponen a los dos personajes principales. Los convencen o se resignan, a distintos tiempos (ella ya lo estaba, él lo hará de a pocos). El valor del trabajo arduo, encubre así una situación de explotación y de casi esclavitud; mientras que la “inventiva” y los conocimientos, pretenden rescatar algo de una individualidad sojuzgada. En el medio, el encuentro entre estas figuras alienadas (él y ella), provoca conductas irreflexivas, contradictorias, a pesar de las iniciales desconfianzas. La atracción sexual surge de pronto. Una especie de liberación momentánea –filmada con cuidado y belleza-, cargada de angustia, que no parece generar un sentimiento más duradero. (La cámara también compone planos donde las dunas se convierten en el cuerpo de la mujer o viceversa, superponiéndose, como si todo formara parte de un escenario sensual, que a la vez, resulta un lugar sofocante, inhóspito, e inquietante).

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La broma infinita: tren de Aragua y el transporte de primer mundo

Lee la columna de Juan José Sandoval

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Por Juan José Sandoval

Uno de los viajes que marcaron mi vida fue con mi papá, un tour Cusco, Puno y Arequipa en una semana. En el ombligo del mundo conocimos todo, fue deslumbrante y conocimos la gran maravilla del mundo, a la cual llegamos en un tren. Y de Cusco tomamos otro tren hasta Puno, en un viaje que duró más de diez horas en plena luz del día, viendo paisajes que curtieron mi sensibilidad de peruano.

Por eso me entusiasma que haya trenes de transporte público en Perú. He recibido colegas de Chile y Argentina que me han felicitado por lo bien que se le ve a Lima, con su tren eléctrico y su metropolitano. Son avances, pero en Colombia el Transmilenio nos lleva buena ventaja, como también el tren y el metro de Santiago. Otra cosa que ilusiona al peruano es el discurso de quien trae los trenes donados de EE.UU., que ningunea los expedientes técnicos que impiden el desarrollo chicha que históricamente nos representa. Basta caminar por Huancayo, por Gamarra o la región Cajamarca. Nuestro crecimiento ha sido al margen de todo expediente técnico.

Entonces saltan los especialistas que hacen los expedientes técnicos, una legión de profesionales que, al escuchar el amenazante mensaje del candidato de los trenes, se ponen alertas porque se juegan las lentejas, cuyo simbolismo es una ironía, porque los contratos de expedientes técnicos, de pre factibilidad, factibilidad, ejecución y mantenimiento, están plagados de serios cuestionamientos y corrupción. Me consta haber visto obras de gran magnitud que se triplicaron en inversiones a través de adendas fraudulentas.

Yo viajo en transporte público, hace poco estuve usando el transporte público del primer mundo, como ofrece el candidato. Estaba en el Gran Ducado de Luxemburgo con mis amigos artistas yendo a otro pueblo de la Unión Europea. A saber, Luxemburgo es el primer país per cápita y tiene el mejor transporte del mundo, que por cierto es gratuito. Hay un sistema de buses eléctricos y trenes que conectan con los países vecinos. Sin pagar un mango. Podías viajar en vagones de primera, modernos, donde confluían no solo ciudadanos del ducado sino también africanos, árabes, judíos, gais, transexuales, yonquis o monjas católicas. El transporte no se termina de llenar en horas punta. Claro, el país más rico del mundo debe tener muy pocos habitantes sin automóvil.

Pero no todo es maravilla entre los crudos. La ola delincuencial proveniente de Venezuela, patentada bajo el nombre de ‘Tren de Aragua’, se ha empoderado en el imaginario colectivo de tres continentes. Por eso, la administración migratoria luxemburguesa ha puesto el ojo en los migrantes de Sudamérica.

Ante la costumbre de vivir con temor por aquel barbudo que viaja en tren y podría tener su cuerpo forrado de dinamita en nombre de Alá. Se ha pasado al pánico hacia aparentes mochileros con acento tropical que te pueden cobrar el derecho de seguir con vida.

En Perú, la invasión llanera se siente en los semáforos, con la proliferación anárquica de motociclistas que se confunden entre sicarios y repartidores de comida. En cualquier parte del centro histórico de Lima te pueden jalar el celular sin que uno se dé cuenta. Si es que no se cae en desgracia de ser pepeado. O secuestrado, descuartizado. Desaparecido o canibalizado. Costumbres delincuenciales que no eran comunes en nuestro país, que hasta para choros carecimos siempre de actitud.

Ojalá que los trenes donados no se oxiden sin ser usados, o esperar a que el candidato que los trajo gane las elecciones del 2026 para que prosiga esa gestión. Lamentablemente tiene pocas probabilidades de llegar a Palacio de Gobierno por el poco conocimiento que ha tenido del funcionamiento de los medios de comunicación, lo cual lleva a que en su nube de palabras los términos que lideran el uso de su discurso están ‘porquerías’, ‘caviares’, ‘Gorriti’, ‘mermeleros’. Es un monotema que saca de quicio a cualquier parroquiano de Las Cucardas. O sea, está bien que el hombre sea casto y celestial. Otra cosa es ser un cojudo. Una buena paja le podría solucionar esa limitación léxica, y comenzar a dialogar con los que podrían hacerlo perder el juicio y las elecciones.

Hace poco se hizo la marcha del orgullo gay, yo viajaba en combi informal por Javier Prado y pasamos por la Arequipa, se subieron un par de ‘gorditos’ efusivos que justo se sentaron frente a mí y se pusieron a besar, no si antes medir que yo estaba viéndolos, no por atracción, pero sí porque me llamó la atención que estén de la mano entrelazados como enamorados. Si fueran una pareja heterosexual también sería incómodo que hagan su show interlingüístico. Igual no puse mayor interés, yo he estado en Luxemburgo y he visto parejas de tíos como los del grupo Erasure de los 90s, con uñas pintadas y pantis, con toda la seriedad del caso y no tienen que estar todos acaramelados en el transporte público. Tal vez, pensé, la marcha del orgullo los había envalentonado y querían provocar (guarda ahí ¿?) algún incidente para sembrar una narrativa, como que no pude soportar verlos darse un beso apasionado con lengua y les lancé un mochilazo, terminando en la comisaría y de paso en algún noticiero, cagado y acusado de facho.

Intuí la jugada y grité ¡baja en la esquina!, sentí que zafé, pero cualquier fanático de la política podía haber caído ese día. Como cayó el periodista en el bar La Noche de Barranco.

In fraganti también cayó César Iván Araujo Córdoba, sin mayor información sobre su persona, ninguna vinculación política ni aparente estado vulnerable de salud mental, fue encontrado borracho y vestido de mujer en un colegio privado miraflorino mientras se realizaba una actividad de fiestas patrias. Al ser descubierto, los padres de familia pensaron lo peor y lo agarraron a patadas, no es para menos, podría tratarse de un depravado. Pero fue liberado cuatro horas después. Y el Perú siguió su camino al desarrollo. La política de derecha tiene derecho a sembrar sus narrativas tal como lo hace la política de izquierda. Están empatados.  

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Opinión

Sinécdoque de ciudad

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Escribo mirando el papel digital blanco de mi laptop, frente a una ventana que —gracias a sus lunas polarizadas— me permite ver, como un gato de Schrödinger, dos instantes: el frontis de la casa del frente, bajo el cielo invernal y lila; y una pared blanca del cuarto donde, repito, agoto mis palabras.
     Aquí, en Seremsa, escribí poemas, novelas, mi primera obra de teatro a los 14 años, como tarea escolar.

     Escribir es una acción inexplicable, es decir, que no tiene otro fin que seguir autoafirmándose en su propio verbo. A veces, de palabra en palabra, sorbo un poco de mi brebaje de hierbas para mitigar una tos inevitable y pienso en la escritura —la pasión detrás (o delante) de la escritura—, y si mi gripe puede contagiar a mis lectores. Para Juan José Saer (2005), un escritor no se definía por salir a marchar a las calles, sino por ese deseo de escribir.

     En ese sentido, afirmo que escribo porque sí, inevitablemente. Por ese viejo y renovado conjuro de observar mi mente en palabras. Entonces imagino a tantos escritores diseminados por el planeta: Murakami acaba de pensar una nueva novela, Karl Ove Knausgard una nueva trilogía sobre cualquier tema o Ko Un siente la renovada inquietud de crear un nuevo poema.

     No solo estoy en mi barrio, sino en mi ciudad, Lima, a la que le debo el caos y la urgencia de mis primeros versos. Creo que hay poesía en la ciudad: su propio lenguaje florece entre versos y prosas.  

     La literatura es creación de las ciudades. Lima, con sus miserias, no pudo apagar el corazón de tantos creadores que, sorteando la marginalidad, ampliaron las páginas de la literatura nacional. La ciudad crea los oficios. En la ciudad se roba, se trafica, se asesina, se negocia, se muere y también se escribe.

      En el fondo, somos sinécdoques de nuestras ciudades: una parte del todo de un mosaico de símbolos vastísimos (Joyce, Marechal, Dos Passos, Vargas Llosa, Kaufman). La noche se impone y yo sigo aquí articulando estrellas en el cielo del papel virtual de Lima. Sigo aquí, todavía.  

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