I. La apuesta
Mis amigos y yo habíamos hecho una apuesta. La idea nació en un bar de última categoría, entre cervezas, bromas y la música de Charly García a todo volumen. Oye, Lalo, a ti que te gustan las maduritas, ¿por qué no le entras a la “Barbie” Antonieta?
Había conocido a Antonieta hacía un lustro. Fue mi profesora de Ciencias Naturales. Era menuda y risueña, de trato fácil y talla más bien tirando a baja. Sonreí a la propuesta de mis amigos. Pedimos más cervezas y, luego, ya estábamos hablando de otra cosa.
Al bordear la mañana, un cielo huérfano de nubes pronosticaba un día prometedor. Llegó el dueño del bar hasta nuestra mesa. Y nos pidió que, por favor, salgamos porque iban a cerrar. Les dije a mis amigos que ese año iba a pasar una fiesta pobre. No tenía dinero y tampoco, un plan de dónde conseguirlo. Cuando, bostezando, Shamuco se paró adelante y estiró sus manos hacia arriba, con un fajo de billetes. ¡Si quieres ganar toda esta plata, enamora a la “Barbie”!, me propuso de manera tajante. Y todos mis amigos soltaron una carcajada.
Hasta ese entonces, nunca había pensado enamorar a una mujer pasada en años. Pero, ya imaginaba todos esos cheques, gastándolos en butifarras, vino barato y cervezas. No le di más trámite al tema. Acepté la propuesta. Y empezó todo.
Antonieta era la hija de dos ancianos achacosos que, en sus años de juventud ‒a diferencia de la hija‒, habían sido buenos profesores. Su casa está enclavada en una calle estrecha, cerca del colegio donde Antonieta desperdiciaba su vida y cada día, cada mes, cada año que pasaba, veía hacerse mierda su más anhelado sueño: vivir en Europa.
Lo cierto es que Antonieta nunca brilló por su sapiencia y, en el fondo, sabía de sus propias limitaciones; pero, las disimulaba con bastante aplomo fingiéndose, a sí misma y ante los demás, de mujer elegante y de mundo. Eso lo constaté el día que fui a visitarla. Me abrió las puertas de su casa, una casa antigua, espaciosa, de techos elevadísimos. Me hizo sentar en una banca, y empezó a interrogarme. Justo, en ese año, daba la casualidad que mi tía, algunos años mayor que yo, había llegado de Europa con su esposo, un español bastante amable. De manera que me preguntó por mi tía y a qué se dedicaba su esposo. Le dije que tenía una empresa de jamones en Madrid, que era algo mayor que ella; pero, lo bueno de todo, le dije, que estaban muy enamorados.
Sabido era para el pueblo y sus amigos en general que ella, en sus vacaciones, frecuentaba la pequeña Suiza, y siempre volvía a contar maravillas. De manera que, luego de escudriñarme con los ojos, me dijo: ¡Se nota, por el cuero de tus zapatos y el corte de tu ropa, que no son peruanos! Fue una revelación, un cataclismo. La profesora que me llevaba más del doble de edad, actuando de manera superficial, como una quinceañera. Acto seguido. Te voy a pedir un favor; pero, cuidado con decirle a tu amigo Lucio. Pregúntale a tu tía cuánto me cobraría para un visado. Esto último me desencajó. ¿Acaso ella no tenía la oportunidad de decirles lo mismo a sus familiares? Por supuesto que no le dije nada de esas ñoñerías a mi tía (hubiese tenido una jaqueca hasta el día de hoy).
Para ser sincero, nunca me sentí cómodo con su presencia. Al verla, todas mis virtudes de seductor se me venían abajo. Me ponía nervioso. En realidad, no sabía cómo actuar y, si actuaba o participaba, lo hacía de manera mecánica, como un robot. Ella también era fría, demasiado pedagógica. Cuando estás con ella, no eres el Lalo que yo conozco. Parece que te da una mutación. No sé. Te vuelves parco, decía mi amigo Lucio.
II. Mi tía Julieta y mi abuelo
Mi tía Julieta ‒hermana menor de mi madre‒ que, por mala suerte, nunca tuvo sus propios hijos, nos veía a sus sobrinos (especialmente, a mí) como si fuéramos sus verdaderos hijos. De manera que yo me valía de ese amor que me tenía y me aprovechaba de su bondad. Pero, un día, llegó de la calle tan molesta que yo no la reconocí. Su dulzura se había transformado en griterío.
― ¡En dónde está ese blanquiñoso de mierda! ―escuché que gritaba desde el patio de la casa. Yo me encontraba en el segundo piso, tratando de resolver unas inecuaciones que una vecina me había encargado.
― ¿Qué pasa, hija? ―dijo mi abuelo. Estaba acostado en una perezosa de madera―. El cholo está arriba, practicando matemática.
― ¡Acabo de salir de la capacitación y mis colegas me han contado que está en amoríos con esa calandraca del Juan Ugaz! ―reveló mi tía―. ¿Acaso, no razona bien? Además, me han dicho que ustedes lo están permitiendo. Y hasta sé que llega a la casa. ¡Qué vergüenza!
Mi abuelo agarró su muleta y se puso en pie. Trató de calmar la situación.
― No te preocupes, hija ―la consoló―. El cholo lo hace para reírse.
― Ni en broma. Puedo permitir todo; menos, eso. ―dijo mi tía―. Si va a salir con esas cosas, que mejor se vaya con sus tíos a trabajar.
Mi abuelo se volvió a sentar. Botó la muleta con toda su fuerza, lo que hizo golpear la pared.
― ¿Acaso, no ves que su único trabajo es mirar esas películas que compra por montones y leer hasta la madrugada? Además, dice que él no ha nacido para esos trabajitos de mierda. ¡Dime si hay derecho! ―expresó mi abuelo.
― ¿Y el doctor Fernando?, ¿para qué les ha hecho llamar? ―preguntó mi tía.
― Hija, yo ya no he ido. Pero, la que sabe es su abuela, que es la que le hace sus gustos y le paga ese doctor.
― Pero, algo te habrá contado ―volvió a insistir mi tía―. Además, he visto que las terapias le están sentando de maravilla.
― Que dejemos de mimarlo, todos, sin excepción. Que todo le va a pasar cuando madure. Que dejemos de protegerlo y que le ayudemos a enfrentarse a la vida. ¿Escuchaste? Porque tú eres la primera que le regala sueldos enteros.
Luego, dejé las hojas de ejercicios en la mesa, bajé por las escaleras y ellos, como si hubieran visto un fantasma, tartamudearon una cosa que no entendí.
III. Un romance patético
Antonieta sabía de mis habilidades con la informática, usando de excusa ese tema. A veces, aparecía en mi casa: flaquísima, con el pelo suelto al viento y unos bluyín ajustados, que más parecía un avestruz perdida en un zoológico que nadie visita. Inventaba pretextos graciosos y otros, interesantes. Tengo que comprarles un pasaje de avión a Lima a mis padres por internet, decía la flaca y, luego, aprovechaba para revisar mis cosas. Dado que, en mi habitación, sólo pudo encontrar libros, un viejo álbum de fotos, películas en cajas de zapatos, un vetusto ropero, señalaba una foto en donde yo estaba disfrazado de médico y decía: Lalito, ¿cuántos años tenías ahí? Diez u once, le decía. Ay, me regalas esta foto, qué lindo que te ves. Conversábamos cosas de su trabajo en el colegio; de los chicos que, cada vez, le resultaban más insoportables; de sus amores perdidos. En fin, sobre la vida en general.
Y así, tantas visitas que mi collera más selecta se había enterado. Jehister me bautizó con un sobrenombre que nunca olvidaré. Me vio llegar al grupo y dijo a boca de jarro: Ahí, viene el lobo. ¿Por qué?, preguntaron los demás en coro. Porque se come a la abuelita. Pero no era así. Ni siquiera le había dado un beso. Y cuando me visitaba, trataba de no mirar su cuerpo. Sólo me consolaba mirando su rostro que, a pesar de su edad, me parecía algo agradable.
Nos hicimos amigos; pero, como tengo un carácter reservado, le daba tregua a mis inquietudes con las mujeres. Antonieta se mostraba interesada en saber mis aventuras con el sexo opuesto, pues yo jamás perdí los cabales; así que sólo atinaba a darle grandes rasgos en cuanto al asunto.
Valiéndome de mi astucia o mi destreza con las computadoras, le robé su cuenta de correo electrónico, y se abrió otra Antonieta. La Antonieta verdadera; no, la impostada mujer que había creado una personalidad distinta. Descubrí muchas cosas más respecto a este personaje. Los emails que le llegaban eran de sus hermanas y sobrinos. En un correo, versaba lo siguiente: “Hola, hermana. Ahora, te vas a Suiza; así que tienes que estar mosca para atrapar a algún europeo”. Y, en otro, decía: “Antonieta, ahí, te he enviado mil dólares para tus pasajes”. De modo que nuestra Madame Bovary de los Andes era la misma soñadora del personaje de Flaubert; pero, a diferencia de ésta, nació en un rincón olvidado del Perú y la otra, en Francia. Lo que sí se asemeja es que las dos son seres complejísimos, llenos de vanidad y de soberbia.
Ahorraba durante un año su modesto sueldo, como quien se iba a jubilar. También, buscaba socios para sembrar en una pequeña parcela que tenían sus padres. Hasta a mi viejo le proponía negocios agrícolas y mi padre se burlaba diciendo: Mi suegro tiene tantas fincas que ya no sé en dónde sembrar. Y, por último, no pudo con su genio y se puso a vender cosméticos para una revista de catálogo. No le importaba ejercer ese negocio en su mismo colegio donde laboraba. Pero, ella no daba puntazo sin hilo. Todo esto lo hacía con una sola finalidad: de gastar todo su sacrificio visitando el viejo continente.
A pesar de todo, nunca se molestó por haberle hackeado el correo. Tal vez, pensó que sus emails me abrían otras puertas respecto a ella, otra concepción…; en fin, no sé.
La primera vez que le di un beso, un beso trémulo y desconfiado, fue frente a un condominio del departamento donde ella se alojaba, en casa de su hermana, en Chiclayo. Las cosas sucedieron así: mi amigo Lucio y su familia se habían mudado a vivir a escasas cuadras del condominio. Antonieta aprovechaba para visitarlos. Y, de paso, claro, preguntar por mí. Yo estaba en mi casa, con mis papás y mi tía Julieta. Con toda la pereza del mundo, no sabía qué hacer con mi vida. Mi familia me había persuadido que estudie una carrera, de acuerdo a mi perfil, y que no dejara de escribir ya que, para ellos, supuestamente, tenía talento. Al respecto, Antonieta se mostraba parca y escéptica. No le gustaba que escribiese. Dándose de sabia, criticaba a los grandes escritores. Me causaba una risa tremenda. Pobre mujer, pensaba yo. Nunca ha leído nada en su vida y se atreve a criticar. Y, ahora que recuerdo, tenía estribillos en sus conversaciones y se le escapaba eso de “mejores familias”. Esta anécdota se la conté a mi abuelo y a mi tía Julieta. Les causó una gracia enorme. O sea, alucina, “la seca” se cree de la alta sociedad, me decía mi tía, riéndose. Y mi abuelo, desde su cama, afirmaba: a ver si esas “mejores familias” me pueden comprar una finca.
La mujer de mi amigo Lucio me llamó por teléfono, diciéndome que le haga un favor. Iban a preparar tamales y querían que les eche una mano con el molino. De manera que fui hasta su casa y, después de un rato, llegó Antonieta. Preparamos los tamales. Ella conversaba de cosas banales y sin importancia. Después, cenamos. Y la noche avanzaba cuando Antonieta se puso de pie y me dijo que la acompañe hasta su hospedaje. Fuimos caminando a la luz de los focos pálidos de la calle y, cuando ya habíamos avanzado dos cuadras, vi un hotel de aspecto elegante; pero de nombre plebeyo: Hotel El Pueblo. Y me dijo la siguiente frase: dice la Gauri (esposa de mi amigo Lucio) que me quieres traer a ese hotel. Yo, nunca, le dije de inmediato. Ella sonrió y me dio una palmadita en la espalda. El Lalito, tan respetuoso que es; yo tampoco creí, respondió la flaca.
Estábamos en el portal del condominio. Cuando ya nos disponíamos a despedirnos, me atreví a besarla y ella me correspondió. Nos besamos durante unos minutos y, luego, se percató de algo: mis sobrinos nos pueden ver. Quedamos en vernos al día siguiente. Mientras avanzaba con dirección a la casa de mi amigo para despedirme, otra vez, pasé por el hotel. Y sólo, en ese instante, me pude dar cuenta de la verdadera intención de Antonieta. Claro, yo era un tonto, le repetía a mi amigo Lucio. Ella lo que, en resumidas cuentas, quería era pasar la noche conmigo, en el hotel.
Al día siguiente, la vi al caer la tarde, después de hacerme esperar casi todo el día. Me encontraba en un estado absoluto de ira. No me gusta esperar; menos, por una mujer cuyo espíritu ya está por abandonar su cuerpo. Estaba enojado. La dejé en el parque y me fui a tomar una cerveza en el centro de la ciudad.
Los días que siguieron, di examen para ser admitido en una prestigiosa Escuela de Derecho. El resultado fue más que evidente: salí en los primeros lugares, después de estar casi cinco años vagando, leyendo novelas o viendo películas o rascándome los huevos. Mis padres y mi tía Julieta estaban felices. Mis tíos que viven en Europa, llenaron mi cuenta bancaria de propinas.
IV. Desenlace
A veces, ocurre que, cuando voy al pueblo, la veo pasar por la calle, flaca y elástica como si hubiese salido de un cuento de aparecidos. Camina dando pequeños pasos con ese cuerpo insignificante. ¿Qué será lo que piensa cuando se peina frente al espejo? A esta altura de su existencia, ¿aún tendrá sueños o, acaso, Dios tiene su panteón privado de sueños incumplidos?
Su comportamiento siempre me parecía al de Emma Bovary, ese famoso personaje de Flaubert que, al ver su sueño frustrado, terminó dejándose morir. La última vez que nos vimos fue en una parcela a las afueras del pueblo. Me recibió con una bofetada en la cara y me reprochó e hizo una escenita de celos, al imaginarse otra boca en mi piel, pues me había visto saliendo con algunas chicas. La tomé de la cintura y me di cuenta que era más liviana de lo que pensaba. La introduje hacia la choza de la chacra y empecé a besarla con pasión; de manera que la desnudé por completo. Su piel estaba seca como el cuero de un viejo tambor. Sus pechos eran de una forma extraña; casi se perdían entre su cuerpo y su vientre. Sus brazos y, en general, todo su cuerpo eran flácidos o gelatinosos. Esa imagen perturbó mis ansias carnales. La dejé sobre el camastro y salí de prisa. La escena terminó cuando ella, cubriéndose sus menudos pechos, salió hacia la puerta y, entre excitada y furiosa, gritó: ¡Maricón de mierda!