Julio Ortega (Casma, 1942) es, sin duda, uno de los críticos más importantes que tiene la literatura en lengua española. A pesar de haber emigrado a los Estados Unidos hace más de cuatro décadas, su fecundo quehacer literario y académico lo ha llevado a transitar por varias casas de estudios alrededor del mundo, como Harvard, Cambridge, la Universidad de Texas en Austin, la Universidad de Salamanca, y la Católica de Chile.
Además de la lucidez que proyecta en sus diversos ensayos y antologías, su obra narrativa y poética incluye destacados títulos como la colección de relatos Las islas blancas (1996), el poemario Canto del hablar materno (1991), y la novela Adiós, Ayacucho (2008), la cual ha sido magistralmente trasladada al teatro por el grupo Yuyachkani. Desde 1989, es profesor en la Universidad de Brown, donde ha estado a la cabeza del Departamento de Estudios Hispánicos y el Centro de Estudios Latinoamericanos.
Generoso y dispuesto a dialogar con los más jóvenes amantes de la literatura, Ortega hace gala de una vastísima cultura y una memoria privilegiada que le permiten evaluar las trayectorias de áreas tan diversas como el arte, la política y la problemática social. Conversamos con él en su última visita a nuestra ciudad para la vigésimo tercera edición de la Feria del Libro de Lima.
A lo largo de los años usted ha escrito varios libros de crítica como Retrato de Carlos Fuentes o El discurso de la abundancia. Y al mismo tiempo también ha publicado obras como su novela Adiós, Ayacucho y Canto del hablar materno. ¿Alguna vez ha sentido una especie de conflicto entre su labor como crítico literario y el haber cultivado otras formas literarias como la ficción y el teatro?
En realidad no, porque siempre he creído que los géneros son nada más unos formatos, y [que] los temas y problemas y dilemas que uno vive dentro del mundo de la representación literaria, se dan o terminan imponiendo sus propios formatos, para expresarse mejor. Entonces hay cosas que van mejor en el poema, otras que demandan el análisis crítico, otras que requieren una extensión narrativa dialógica, digamos. Y por eso yo creo en la flexibilidad e interconexión de los géneros. Y creo en un discurso literario que se organiza según las necesidades internas de la representación en uno u otro formato. Fundamentalmente creo que el mensaje es del formato.
Entonces en cierta forma son distintas maneras de relacionarse con el lenguaje…
Sí, exactamente. Y de utilizar el lenguaje instrumental para representar o explorar experiencias, visiones y preocupaciones. Hay cosas que tienen un nivel básicamente emocional, otras que son elaboraciones de la memoria, otras que son articulaciones de campos de atracción mutua, otras que son análisis de todo ese proceso creativo. Por eso quizá en la crítica me interesa cómo el espíritu creativo organiza el lenguaje y explora unas dimensiones de la experiencia humana cuya conciencia es el habla. Y esta exploración pues produce distintos despliegues genéricos. Y ahora, por ejemplo, he descubierto un formato que nunca había usado que es el de las memorias. Acabo de terminar mis memorias literarias que cubren 50 años de vida literaria. Del 61 que entro a la Universidad Católica, hasta hoy. Y que pues en tantos países y con tantos escritores que he conocido se convierten en un relato o un meta-relato sobre la literatura.
Remontémonos un momento a ese año 61 en el que usted ingresó a la PUCP para estudiar Literatura. ¿En ese tiempo ya se perfilaba como crítico literario o se veía más bien como escritor, solamente?
En realidad nunca he pensado en las divisiones genéricas como definiciones de identidad literaria. Siempre he pensado que uno escribe en un escenario de escritura, que a veces elige un formato u otro. Y algunos se dedican solamente a un formato, y otros exploramos a la vez distintas formulaciones. Quizá por la época mía (los sesentas) había como un optimismo en las posibilidades de la literatura casi como una disciplina del conocimiento y de la experiencia, que era al mismo tiempo personal, social, política, crítica, histórica, etc. Y nuestro trabajo por eso era intra-genérico… Una vez me preguntaron si tenía una obra de teatro para hacer un montaje en La Católica. Y me dieron unas semanas y unos cuentos los convertí en piezas de teatro. Y se hizo una presentación de tres o cuatro obras mías que me hizo explorar también la dimensión del teatro, que es como la escenificación del lenguaje. Y lo que más me pedían era crítica. Yo no pensé que era un crítico, para nada. Pero como me pedían eso, pues lo hacía. Me pedían más, y lo seguía haciendo. Hasta que armé un libro sobre el ‘boom’, que fue uno de los primeros libros que se hizo. Y ya después he hecho ediciones críticas y análisis formales, etc. Pero no he estado nunca adscrito a una corriente metodológica o teórica. Más bien he estado dedicado a una instrumentación analítica para un texto pluricultural, multi-escénico que es el texto latinoamericano, o el texto en español, en general.
Foto: Ricardo Flores.
Usted ha dicho que “Nunca habrá gran literatura si no hay grandes lectores”. ¿Cuál es el papel de los lectores o, en todo caso, como ve o califica a un gran lector?
Nosotros [los de mi generación] hemos vivido el optimismo en la lectura. Porque la lectura para nosotros ha sido siempre como multi-disciplinaria. Y los formatos disciplinarios de leer analíticamente han sido decididos por la institucionalidad de la lectura. Entonces, alguien se ha especializado en uno u otro método de leer. Pero, en verdad, la escritura creativa demanda su propio género. Hay tipos de experiencias que reclaman un lenguaje que es la poesía, otras el cuento, otra la novela, otras el teatro. Pero claro que algunos escritores encuentran que esas formas tradicionales procesan el lenguaje y definen una inscripción en un escenario de tradición. Pero en mi época el escenario de tradición era la ruptura. Que era la influencia de la poesía coloquial, la influencia del ‘boom’ de la novela latinoamericana, la idea de que el cuento es una extensión poética con su propio ritmo y necesidades. Yo viví, como toda mi generación, una especie de optimismo de las posibilidades expresivas de los formatos literarios. Y es por eso que la definición de poeta, narrador, autor de teatro parecían como muy escuetas para este discurso optimistamente creativo que se desencadenó desde los años sesenta, digamos.
Y partiendo de esa premisa de los “grandes lectores” que había mencionado antes, quizá la riqueza de la lectura recae en el hecho de que hay múltiples lecturas, o lecturas infinitas, para evocar un poco a Borges, ¿no es así?
La verdad es que sí, porque al final la literatura es un escenario de lectura. Si no se lee ese texto no hay literatura. Un texto desconocido se convierte en literatura cuando es leído, expuesto a la lectura. Y sí, la lectura es creativa. Y creo que todos los buenos lectores hacen que la lectura sea lo que es, con unas entonaciones de época distintas. Y se podría hacer una historia de la lectura, para ver los modelos que usa, los instrumentos que desarrolla, las opciones que prefiere procesar, y las imágenes de la comunidad de la lectura. La lectura es como otra república, bastante independiente, que ejerce su libertad analítica, crítica, etc. Y que es imprevisible, porque lo que nosotros creíamos que era una obra estándar, por ejemplo, ‘literaria’ de un país u otro, resulta que después la lectura se relaja, se desentiende, hasta que alguien después la recupera. No tiene una lógica de producción la lectura, sino una libertad creativa que supongo que depende de las calidades de lecturas que produce un texto u otro.
Entonces, la historia de un texto podría ser la historia de sus lecturas. Cosa que vemos ya desde las novelas del siglo XIX. Y más con la gran literatura de la ruptura, desde el Ulises de Joyce hasta Bécquer, etc. Y la novela nuestra es una novela sobre la lectura. ¿Qué es Rayuela sino una reconsideración del acto de leer? ¿Qué es Cien años de soledad? Un gran espacio de leer… cien años. (Se ríe). Una vez le pregunté a Borges: “Borges, ¿usted ha oído de una novela que se llama Cien años de soledad?” Me dijo: “Sí, pero me han dicho que toma cien años”. Le conté a Gabo, no se rio. Pero hay buena broma, ¿no? La lectura que toma cien años excede a una vida […] Es una metáfora porque ocurre todo en un instante. Y ese instante de la lectura supone el castillo de naipes que es la novela. Y tiene su epifanía que es Remedios la bella, que es el ángel de la lectura.
Al mismo tiempo, en la obra de García Márquez hay como una pluralidad de interpretaciones, ¿verdad?
Sí, exacto. Popular, política, social, histórica, narrativa […] Yo una vez le pregunté a Toni Morrison si los negros que regresan al África en sus novelas vienen de Cien años de soledad. Me dijo que no, que venían de Ohio. Porque resulta que cuando ella era estudiante graduada del estado de Ohio estudiaba Sociología y tuvo que hacer un trabajo de campo con la comunidad negra en las afueras de Cleveland, creo. Y descubrió que en varias familias había alguien que había volado de vuelta al África. Y descubrió que era un mito de control social. Que en vez de decir “mi padre se fue de juerga, tomó un camión y nunca más escribió” — [lo cual] era una herida social— se inventaban que se había ido al África. ¡Exactamente igual a Remedios la bella! [Esta] chica que desaparece de su casa robada por un agente viajero, y la familia por la vergüenza dice: “Se fue al cielo en cuerpo y alma” […] Pero, ¿cuál es el fondo de esas dos culturas? La cultura afroamericana, la de Estados Unidos, y la del Caribe. Entonces, yo pensé que el ángel de la lectura afroamericana se cruza con el ángel de lectura colombiana en su regreso al África, y se hacen adiós. Y uno es el ángel de la historia, The Benjamin, y el otro es el ángel de la fábula. Ese es un modo típico de leer asociativamente y tomar en serio la sublimación literaria, claro.
Cambiando un poco el tema, en los años sesenta e incluso en los años setenta había un muy rico y fecundo periodismo cultural que teníamos nosotros. Ahora, con este desarrollo galopante y desenfrenado de las comunicaciones y de la tecnología, ¿usted cree que ese tipo de periodismo se ha ido empobreciendo cada vez más?
La verdad que sí. Por ejemplo, en esta Feria del Libro en los periódicos no hay una sola nota […] En México todavía existe el ‘culto de la cultura’. El periodismo cultural es muy importante en México y hay muchos periódicos que se distinguen por su afán de ser productivos, explorando las cosas que la gente dice o hace en las ferias. Pero aquí hay una total indiferencia. Me sorprende muchísimo. Me han dicho que tal vez esté la parte de la feria en la edición digital del periódico local. No lo he comprobado, voy a mirar ahora… Pero es fascinante porque siempre ha habido un espacio cultural en los periódicos de aquí. Cuando yo era estudiante veíamos la cartelera del teatro, cineclubs… Vivíamos la cultura como una cosa cotidiana. Ahora está llena de jóvenes la feria. Es una buena señal. Pero que los periódicos no estén detrás de eso y que no estén atendiendo a ese público demuestra que han perdido horizonte.
Encontré un pasaje que podría sonar un tanto pesimista en una de sus entrevistas: “Lo que veo en nuestra literatura reciente es la pérdida del sentido de comunidad. Hay un quiebre en la idea de nación, de ciudad, de familia… el Perú es una casa en ruinas, poblada de fantasmas, de violencia y corrupción… A través de la escritura se están cicatrizando algunas heridas sociales”. ¿Podría explicarnos a qué se refería?
Ahora no recuerdo el contexto de esa declaración, pero siempre he tenido la preocupación de las funciones del lenguaje literario en interacción con los contextos sociales, políticos. Y lo que sí se ve es una descomposición del sentido comunitario. Y además una especie de fracaso del lenguaje para representar el drama cotidiano de la mayoría de peruanos. Por ejemplo, el año pasado que estuve aquí hubo la serie de huaicos […] Y se veía cómo los llamados ‘muros de contención’ eran llevados por el agua, y la palabra ‘muros de contención’ se desintegraba mientras el agua los llevaba. La corrupción demuestra que estaban mal hechos los muros, las tomas de agua, etc. La paradoja es que la gente pensaba que estábamos viviendo una modernidad productiva, que éramos ya parte del Primer Mundo, y que habíamos sobrepasado todas las precariedades del pasado. Pero no. Esto nos demostró que lo moderno es el control de la naturaleza. Sino no hay modernidad. Si la naturaleza no puede ser controlada, estamos en el mundo pre-moderno, estamos en el siglo XIX. O sea, estamos en el capitalismo salvaje, no en el capitalismo desarrollado, comunitario, responsable. Entonces, vivimos una ilusión de que la clase media domina la vida cotidiana. Pero lo que domina la vida cotidiana son los límites de la precariedad. Y vivimos en una inconsciencia precaria, que es el peor modo de precariedad, porque no es consciente de sus propias deficiencias y necesidades […] Y este fenómeno no es solamente peruano. Yo creo que es universal, porque el cambio climático afecta a medio mundo.
Y por otro lado, tenemos el tema de las migraciones que aquí es menos crudo que en Europa. Pero que en Europa también demuestra los límites de los sistemas. Y la comunidad europea se ha puesto de acuerdo en los precios de los bienes, pero no se ha puesto de acuerdo en una ley de migración común. Entonces, cada país tiene su propio reglamento, y unos son más tolerables que otros. Y por eso digo yo que la metáfora de nuestro tiempo, de hoy, es el muro. Porque nos hemos llenado de muros. No solamente el muro de Trump, que al final es un muro imposible de construir, como dicen los técnicos. Pero hay toda clase de muros. El más sofisticado es el de Brasil. Alguien que toca ese muro entra a un sistema de lectura donde toda su biografía, foto, DNA, aparece. Es un archivo de las ‘migraciones prohibidas’. La subdivisión de la vida social en muros reales, metafóricos, imaginarios, significa que el espacio de control estatal se ha duplicado en intensidad, y que vivimos en un estado policial, cuando creemos que estamos en el más desarrollado y democrático de los mundos. Entonces, el lenguaje ya no sirve para controlar, denunciar y explicar la realidad: sirve para encubrirla. Y ese el problema más serio que tenemos.
Julio Ortega dando una conferencia magistral en la Pontifica Universidad Católica del Perú, en el año 2010.
El año pasado, en la Feria del Libro de Lima, lo escuché hablar muy apasionadamente de su tocayo y quien seguramente es nuestro cuentista más famoso, Julio Ramón Ribeyro. Hace no mucho tiempo usted publicó una antología de cuentos mexicanos. ¿Cuál piensa que es la situación actual de ese género?
El cuento nuestro, el latinoamericano, ha sido un género privilegiado. Tenemos extraordinarios libros de cuentos, como los de Ribeyro, de Rulfo, de Arriola, de varios escritores argentinos (bueno, Borges), en Cuba, en todas partes hay extraordinarios cuentistas. E incluso jóvenes que siguen cultivando el cuento. Sigue siendo una breve licencia que suspende la crudeza de lo real, y que crea un lenguaje que es un flujo moldeable, plástico que puede formular, diríamos, un drama, un enigma, una experiencia crucial. Porque el cuento siempre es un lenguaje de la crisis. Y, por lo tanto, tiene una poética que contamina la imaginación, el lenguaje, la literatura, y es el género más próximo al lector. Y no es raro que haya un gran desarrollo hoy día del cuento. Ribeyro se sigue leyendo, y es magnífico.
Por otro lado, también sé que hay bastante obra suya inédita. Usted ha escrito varios microrrelatos, quizás obras de teatro, poemas, etc. ¿Por qué la mantiene inédita?
Pues porque nadie me la ha pedido. (Risas). Pero, a ver, tendría que reunir quizá los cuentos y los poemas. Tengo varios ciclos de poemas… Siempre estoy ocupado en algún otro proyecto. Ahora justo he acabado mis memorias literarias, finalmente después de dos años de trabajar en ellas. Y sí, me gustaría volver y reunir, por ejemplo, los relatos y algunos libros de poemas que tengo allí. Y simplemente tengo que sentarme y dedicarle atención especial a cada caso. Y seguramente que lo haré en una de estas pausas académicas.
Emigró a los E.E.U.U. allá por 1969, y luego de un tiempo pasó a ser profesor visitante de las universidades de Pittsburgh y Yale. Y desde 1989 forma parte del departamento de Estudios Hispánicos en la Universidad Brown. Además, ha pasado por otras casas de estudios norteamericanas y europeas, incluyendo Harvard y Cambridge. ¿Qué cree que le han aportado sus experiencias internacionales a la manera en que ve al Perú?
Bueno, el Perú siempre está allí. Como siempre digo, donde uno está, está el Perú. Y el Perú siempre ha sido para mí un enigma que he explorado en el análisis crítico, en la escritura biográfica, en los cuentos… Es curioso que el cuento más popular que yo he escrito se llame “Las papas”. Y en otras versiones iniciales se llamaba “West Avenue”. Y es un cuento sobre un padre que se queda solo porque su mujer ha vuelto al Perú. Y se queda con su hijo pequeño y decide cocinar algo que lleva papas. Y entonces, le cuenta al niño que la papa es originaria del Perú, y deciden sembrar una papa en el jardín. Es un cuento sobre raíces, orígenes, familia, digamos… exilio. Y ese cuento se ha publicado, pues, en cinco, seis idiomas. Porque parece que tiene algo que ver con una tradición moderna que es la migración. Por ejemplo, se ha publicado en iraní, en Persia. Y ahora se vuelto texto de los exámenes de fin de ciclo de la secundaria. O sea que cada año tiene tres millones de lectores. ¡Es una cosa extraordinaria! Y hay unas empresas que hacen esos exámenes que me han comprado varias veces, con nuevos contratos renovados, los derechos para publicar eso en español o en inglés que son parte de la acreditación de un examen de secundaria […] Un cuento que yo lo escribí así, en dos horas, de una experiencia personal. Pero sí toqué seguramente allí, como a veces ocurre sin pensarlo, un tema que es el de la migración, claro. Y la mayoría de chicos que están en la escuela secundaria en algunos estados son hispanohablantes o bilingües, y han tenido seguramente alguna experiencia similar. [Este relato] ha tenido una difusión extraordinaria, impensable. Más que mi crítica, digamos. (Risas).