Por Patricio Contreras Navarrete
Lo primero: agradecer el libro enviado. Con Julio nos conocemos hace cinco años, pero sólo nos hemos visto dos veces: en Valparaíso, en el cerro Los Placeres, y en Santiago, en la población La Bandera, ambas en Chile. Por lo mismo, hemos compartido correspondencia digital en los últimos tiempos, entre pandemias y revueltas, y agradezco que el vínculo se haya mantenido. Si no fuera así, no me habría enterado que publicó hace pocos meses Bolero, obra que me interesó de inmediato, ya que en 2022 publiqué el adelanto de un próximo título que lleva el mismo nombre (aunque su versión final se llamará Cancionero). Entonces le escribí, me lo envió y pude empezar a leer pocas horas después, sin mediación entre Lima y este rincón del planeta, una publicación destinada a sólo dos personas y editada bajo su propia editorial.
Esto último me parece clave. En el cierre del libro se explicita que “se editó en un tiraje de 2 ejemplares”. Le consulto al autor si es verdad y confirma. Entonces, Bolero es una carta de amor al que entramos como lectores intrusos, aunque no excluidos, ya que el lenguaje amoroso se revela universal y dos personas que se aman pueden ser sinécdoque del mundo, así en Chile, en Perú o donde sea. De hecho, para rematar justamente el poema titulado “Dos”, al inicio del conjunto, luego de relacionar cuerpos y palabras en su propia poética, quien canta solicita: “Dime el lenguaje infinito de la tierra/ dime el lenguaje salvaje de la música/ dime el lenguaje rabioso del viento”.
Hablo de alguien que canta porque desde un principio se relacionan poema y canción, palabras y música. Es decir, se tantea la musicalidad del lenguaje para expresar un amor que exige dicha forma. Sin ir más lejos, en el poema previo al anterior, titulado simplemente “Uno”, se apunta: “En el silencio, el peso del cuerpo y el vacío motivan palabras e imágenes: las fusionan en un canto, un impulso, un pentagrama, una canción”. Luego, ya sea a través de la imagen o del sonido, se aclara: “Mi mente galopa en el lenguaje”.
En ese mismo texto, me detengo especialmente en una imagen: “Huayco de palabras”. Así define el autor su estilo o la intención particular de este libro. En Chile pienso en Violeta Parra y Pablo de Rokha. En Perú recuerdo a José María Arguedas y Lucha Reyes. Esa palabra: “huayco”, una especie de socavón luego de la lluvia desbordada, un torrente de agua que baja de los Andes y traza un sendero entre el barro. Se vuelve explícito en el poema cuando dice: “La escritura fluye de mis manos como el agua de los ríos”. Forma un huayco.
En su sabor latinoamericano tan identificable, el bolero justamente es un desborde, un manantial desbocado de sentimiento y excesos donde nuestras palabras se encuentran para amar. En el fondo, allí se mezclan nuestras intenciones poéticas y amorosas, voces y discursos, para cantar poemas como estos. Por ejemplo, uno del libro que se llama “Sabor a mí”, en estrecho vínculo con el origen y los hitos de este sonido: “Nuestro amor se parece a las viejas canciones/ que sonaban en las rokolas mientras la gente/ bebía o moría o amaba o chillaba en las avenidas”. Porque también hay calles que cruzan este amor y un fuerte imaginario barrial que rememora los lugares donde nos amamos rabiosamente día a día.
En esa línea, cabe destacar que esta música tiene su situación y su lugar. Tal como pensé en Valparaíso cuando escribí Bolero, Julio escribe desde el Perú y en su poema “Lima” nos dice: “Nos encontramos en esta ciudad/ y ahora las flores cantan y yo reconozco/ apenas en el aire tu boca/ este ardor mío ahora tiene tu nombre”. En otras palabras, las cosas son nombradas con el lenguaje que cada pueblo enciende en su fricción, cuerpo a cuerpo, y las personas se aman a través de ellas, donde conviven, sin más. Por eso el poeta las usa y sus experiencias suenan y se leen así.
Por otro lado, explícitamente se tientan distintos elementos, variaciones y experimentaciones con la musicalidad del lenguaje. Como se aprecia en “Sabor a mí”, hay espacio para la reinterpretación de clásicos del género, como “La barca”, “Contigo en la distancia” y el poema ya aludido, e incluso del jazz, como “Flamenco Sketches” o “Blue in Green”. Pero también se busca un tono propio, se expande el campo semántico del bolero, se reflexiona en torno a la relación entre música y poesía y se indaga a ratos en la rima, como ocurre en “Frío”, escrito en clave de balada:
Esta mañana hace frío
y duele el amor, el amor.
Duele con sus manecitas
y su tumefacción.
Dueles, amor, por ternura
y maldición, dueles
en el ovillo dulce de mi corazón.
Dueles en la pupila de mi tristeza,
amor, ¿será que no sé
pronunciar tu canción?
En resumidas cuentas, Bolero es un libro compuesto por canciones de amor para una persona en particular, pero que se lee universal, aunque esté escrito en el español tramposo que tejemos verso a verso, cuerpo a cuerpo, en el transitar de nuestras calles y nuestro parlotear indígena, popular, de barrio. Sin ir más lejos, el propio Julio lo sintetiza muy bien en su poema “Bolero cósmico”, último del conjunto, cuando apunta:
[A]hora que cae la música sobre las cosas
y nuestro amor se parece, digamos,
a un bolero:
tuvo que suceder, fue
dos cuerpos
que al juntarse
juntan bocas
calles mentes
flores
que crecen como adentro
de los otros
en la pupila
de un ahora
que no termina.
Así, sin más, porque el lenguaje del bolero es abierto y busca que las palabras y los cuerpos se encuentren, se amen y deliren sin importar dónde. Tienen la violencia de nuestras calles y el ímpetu de nuestras palabras porque no puede ser de otra manera. Así aprendimos a amar, a vivir y a escribir en Chile, en Perú o donde sea que el amor cree su propia forma de cantar.