“Virgen María,
es un chiquillo
como fue tu niño,
castiga al que vende
la droga, el pitillo,
salva a mi hijo,
Virgen María”.
Salva a mi hijo.
Guiller.
El ángel de la rata
Tulio ya pasó los 40 años de edad, pero aún su madre lo sigue tratando como si fuera un bebé.
– Tulio, carajo, no te vayas a mover de la puerta de la casa. Que ya te he dicho que no se come con las manos. Que no se habla con la boca llena. Que no se le tira piedras a la gente. Que no se mata a los pajaritos. Que te cambies de ropa porque esa te la has orinado. Que no te pongas a tomar licor, Tulio, que luego pierdes los estribos. Que lávate la cara y las manos. Que no cojas el dinero de la gaveta. Que no te comas los marcianos de fruta. Que tu papá ya te dijo que no le cojas sus revistas. Que no se roba, Tulio. Que no se grita en la calle. Que no hagas la caca en la esquina. Que por el amor de Dios, no se toca a las chicas. Que no te masturbes en la ventana, Tulio. Que no escupas a la calle. Que no se le grita a la mamá. Que no se le pega. Que no se hace daño. Que no se miente, Tulio. Que cierra la boca, que se te cae la baba. Que hables bonito, que no se te entiende. Que la vida es así, Tulio. Que tienes que aprender. Que no te dejes agarrar de huevón. Que tu comida ya está lista. Que ya no llores, Tulio, que mañana será otro día.
Doña Filomena ya no sabe qué hacer con su hijo, desde que llegó al mundo solo le ha traído nada más que problemas.
– ¿Otra vez embarazada? Mujer ya te dije que te cuides. Renegaba Don Cirilo.
– Pero tú vienes todo borracho y no te digo nada, pues, “Chillo”, más bien dame plata para comprarle comida a tus hijos.
– Chola de mierda, yo no tengo plata para más hijos, por mí ya no tengo ni un hijo más. Deshazte de él, ya no nos alcanza el dinero. Total, ya tenemos varios hijos, sino, va ser tu problema. Dijo cobardemente.
Filomena agarró el florero de su mesa central y se lo tiró por la cabeza, escupiendo estas palabras: “Maldito seas, Cirilo, quieres matar a tu hijo, a tu sangre; no te lo permitiré, hijo de puta, lárgate de mi casa, borracho malnacido hijo de puta, lárgate”.
Luego de esta amenaza, Filomena se quedó sola con ocho hijos y un pequeño en la panza. Se dedicó a vender vegetales en el mercado, luego vendió pescado, después papas, camotes, verduras, choclos, zanahorias y arvejitas. Todo con su neonato en la barriga, sufriendo los trajines del embarazo y sacándose la mugre para darle de comer a su familia, hasta que un día no pudo más, y al sétimo mes de gestación, Tulio decidió expulsarse del útero sin medir las consecuencias.
“¡Ay, Dios, se me rompió la fuente!”, exclamó Filomena en el mercado de Viqui Victoria, y no tenía cerca a ninguno de sus hijos, para que la auxiliara.
Rosa, la señora que vende pescado y siempre anda bien perfumada, se le acercó y casi se desmaya cuando vio un rio de sangre que se escurría entre las piernas de su amiga.
“¡Ambulancia!”, gritó, pero esa palabra era desconocida en mi barrio. “Médico”, intentó, pero el más cercano aún estudiaba en la facultad de San Fernando de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
“Abre las piernas vecinita, puje nomás, puje fuerte que se muere el niño…Puje vecina, puje, ¡Puje pues, carajo!…”, gritaba Rosa, la pescadora, agarrando con sus dos manos a ese engendro que de un momento a otro solito se eyectó.
“Ya nació, está mojadito, dénselo a su madre”, advirtió Rosa.
El recién nacido se abría paso entre los trapos, pero su imagen no era la de un tierno bebé rosado, dócil, cándido, tierno, sino todo lo contrario, era gris, con moretones de color verde, cabello muy grueso, como si fuera piel de erizo, nariz semideforme, pómulos flácidos, extremidades cortas y algo extraño que se extendía al terminar la columna vertebral que dejaba ver su espalda.
“¿Es una cola?”, se preguntaron los chismosos del mercado, cuando un horroroso grito, entre humano y animal, irrumpió en la acústica del puesto de ventas.
“¡Euyiiiiiinnnnnnnn!”
Un grito macabro e inelegible se escuchó por todo el mercadillo, provocando que la gente cuchichee, murmure, prejuzgue, especule y pregunte.
“¿Qué es eso que está ahí? ¿Es un animal? ¿Es humano? ¿Tiene cola?”.
La madre, en evidente estado de shock, solo pedía abrazar a su bebé, mientras que Rosa, la pescadora, solo atinó a dibujar un gesto de asco en su rostro cuando lo dejaba en el seno de su progenitora.
Los ojos de Filomena devoraron el cuerpo de Tulio, un raquítico espécimen sietemesino que, desvestido, parecía una pequeña rata mojada. Su rostro era ovoide y dejaba ver su nariz pegada al mentón, con vestigios de bigote y orejas puntiagudas. Sus dos pies tenían cada uno seis dedos, los meñiques estaban pegados al anular. Sus manos eran escuálidas y velludas, su pecho tenía púas ensortijadas que abundaban hasta su espalda. El soporte de su columna vertebral terminaba en un apéndice que parecía moverse con voluntad propia. Efectivamente, era una cola.
Su madre lo miró con ternura, pasión, amor, dolor, pena, tristeza, melancolía, odio, rencor y resignación. Cerró los ojos y lloró para sí, como sabiendo lo que le esperaba a su pequeño amado, como entendiendo que la sociedad marginaría a su pequeño campeón. Y se tragó el llanto, y se tragó la hipocresía, el miedo al qué dirán, a la discriminación, a la burla, al desprecio y abrazó fuertemente a su hijo para decirle: “Te amo y como tú, nadie será más especial, mi Tulio, mi pequeño Tulio Armando”.
Años después era conocido como el niño-rata y presentó otras situaciones congénitas, consecuencia de su acrocefalopolisindactilia. Una rara enfermedad de origen genético y transmisión hereditaria autosómica recesiva, que se caracteriza por malformaciones del cráneo y fusión congénita de dos o más dedos entre sí.
El cerebro de Tulio estaba perdiendo la cordura, no razonaba con facilidad, y su habilidad motora se iba deteriorando mientras crecía, y Tulio, en plena flor de la vida, ya estaba empezando a morir, a envejecer, gracias a un trastorno de diferentes mutaciones que afectan su gen RAB23 situado en el cromosoma seis humano.
Pero nadie lo entendía, nadie lo sabía, ni sus propios padres. Por eso, los que se llamaban sus amigos se burlaban de él continuamente, no solo por su aspecto físico, sino por su retraso mental. Lo bañaban con lodo, lo embriagaban con alcohol, lo desnudaban en la calle, le pegaban con fierro, enviaban a los perros para que lo muerdan, le hacían robar y hacer obscenidades en la vía pública.
Su madre trataba de impedir esta agresión contra su hijo, pero él, ya con raciocinio para fugarse de casa, se escapaba sin importarle donde acabaría.
Fue de esta manera que descubrió el barrio, su delincuencia, sus personajes, sus amigos, sus enemigos, sus abusadores, sus protectores y el bendito alcohol, la droga, el pitillo y la mala maña. Herramientas que ha sabido utilizar para subsistir en este mundo lleno de prejuicios, maldades, separaciones, pero que poco le ha servido para cambiar esa mirada infantil perdida que se asoma cuando está muy bebido o drogado, o fuera de sí mismo, tal vez preguntándose, en su introspección, ¿qué espera el mundo de él?
Mientras tanto, su madre, el ángel de su vida, día tras día, año tras año, década tras década, sigue buscándolo en los arrabales para arrastrarlo hasta su lecho de amor y decirle, en su poca conciencia: “Mi Tulio, mi pequeño Tulito, mi Tulio Armando, ya pronto todo esto acabará y Diosito con sus alas nos recogerá. Pero ya, hijito, no te pongas malito”.