Las luces del set de televisión lo tienen cegado. Tiene tres cámaras apuntándolo, cada una desde una dirección distinta. Nunca se había sentido incómodo frente a ellas, pero ahora las siente como escopetas amenazando su vida. El ruido que viene de afuera del estudio ha ido creciendo a medida que pasaban los minutos. Es consciente de que no puede cancelar la entrevista y retirarse; sabe que ya es muy tarde para eso. Siente las venas de sus sienes latir más y más fuerte a cada segundo que pasa; el dolor de cabeza es inevitable, solo cuestión de minutos. El saco de corduroy marrón que tiene puesto no lo ayuda. La camisa de cuadros azul y blanco que le regaló su esposa la tiene pegada a la espalda. Tiene su portafolio encima de las piernas; lo aprieta hacia su pecho. Las gotas de sudor no demorarán en empezar a caer. El maquillaje que le han aplicado no será suficiente para esconder la transpiración.
Está sentado a dos metros de Luis Alberto Haacker, conductor de Directo a las 6, noticiero vespertino del canal del estado. Lleva puesto un traje azul y gemelos de imitación de oro. Tiene unos treinta años, nuevo en el cargo, y se le nota claramente preocupado. Conversa en secreto con algunos trabajadores del set. Intenta escuchar pero es imposible. Pregunta qué está ocurriendo afuera pero le responden con evasivas.
No debería estar nervioso, se dice a sí mismo, he hecho esto miles de veces, exagera. Por un lado es cierto, su carrera de treinta años como comentarista político y cultural había sido intachable hasta un mes antes. Se le acusa de que algunos comentarios que dio en una entrevista en televisión acerca de la vida privada de la actriz Mónica Huamán, quien intentó entrar en política y postuló para ser congresista de la República, fueron los causantes de su inesperada y trágica decisión de quitarse la vida. Dijo que una mujer que se involucra con hombres casados y que ha roto familias no debería ser servidora pública ni mucho menos pretender ser un ejemplo para la juventud. Un grupo feminista, asociado a unas cuantas ONGs, que tiene un poder considerable de convocatoria en redes sociales, lo acusó directamente de ser el responsable de la tragedia. Lo convirtieron en el símbolo de la opresión machista en el país.
Ahora se da cuenta que no debió justificarse, que debió haber cerrado la boca luego de esa entrevista. Las explicaciones fueron dadas con el mismo estilo ácido y encarador que siempre lo había caracterizado. El resultado no pudo ser peor. Como consecuencia de ese intento fallido y fútil de justificación (que él consideraba también como un intento de pedir perdón) un sector más radical del colectivo feminista de Lima declaró que Abel Dreyfus nunca más iba a salir en televisión a seguir denigrando y poniendo en peligro a la mujer peruana. Otro grupo investigó su pasado y encontraron (o creyeron encontrar) declaraciones pasadas que, según los colectivos feministas, eran considerados ofensivos. “De cada cien mujeres comediantes solo una da risa” y “Con mucho esfuerzo las mujeres podrán tener un protagonismo mayor en la política” fueron algunas de esas declaraciones. En su momento se defendió afirmando que habían sido tomadas fuera de contexto.
El ruido afuera del set se hace cada vez más alto. Voces femeninas gritando a todo pulmón. Los camarógrafos miran el suelo esperando las indicaciones del director a través de sus audífonos. El equipo de producción está más pendiente de la puerta del estudio que de atender las últimas coordinaciones antes de empezar un programa de televisión en vivo. El entrevistador traga saliva y lo mira a Abel. Es su invitado pero no sabe qué decirle. Están a pocos minutos de empezar la entrevista y pareciera que no tuvieran nada de qué hablar. Uno se arrepiente de haber invitado al otro mientras que este se arrepiente de haber aceptado.
Un hombre del equipo de producción ubicado junto a la cámara uno les indica que están a pocos segundos para salir al aire. Los gritos provenientes de afuera del set van aumentando en volumen e intensidad. El entrevistador lo mira a Abel, sus ojos están brillosos. Buena suerte, le dice. Abel no responde. Las gotas de sudor han empezado a descender y el dolor de cabeza ha empezado a atacar.
Ok, todo listo, dice el encargado de producción, un joven alto y flaco, con cara de niño. Se apagan varias luces del estudio excepto las que iluminan el set principal donde están sentados los dos protagonistas. Empieza a hacer el conteo regresivo, de forma lenta y profesional, pero cuando llega al número uno la puerta del estudio se abre de golpe, de par en par, y entra una turba de decenas de mujeres. Llevan consigo pancartas con mensajes como: ABEL DREYFUS A PRISIÓN, MACHOS ASESINOS o MUJERES LIBRES ¿PARA CUÁNDO? Gritan a todo pulmón cánticos anti machistas y anti Abel Dreyfus. Algunas están con el torso desnudo y están pintadas de rojo representando la sangre de su compañera caída. Están dispuestas a ir hasta las últimas consecuencias. La guerra ha sido declarada.
El entrevistador trata de tranquilizarlas, les dice que el canal las apoya y que están con ellas. Les promete que las llamarán para que alguna representante pueda ir al programa a dar su versión y expresar todo lo que le parezca pertinente. Algunas de las manifestantes lo interrumpen gritándole cosas como cómplice, traidor o falo opresor. Mientras el conductor del programa, con ayuda de algunos empleados, y las mujeres discuten y levantan la voz sin dejarse escuchar mutuamente, Abel continúa sentado en silencio viendo el espectáculo que tiene adelante suyo y preguntándose cómo fue que llegó a esa situación. Los asistentes de producción intentan convencer a las protestantes de retirarse del set pero se quedan en donde están; algunas se toman de los brazos armando paredes humanas. Los gritos son más altos y los insultos más contundentes. Algunas lloran, se tiran al piso y ruedan. Para Abel la protesta se está convirtiendo en un circo, en un intento de performance art llevado a cabo a costa suya.
Algunas de las agitadoras empiezan a escupir en dirección a Abel. Indignado ante tremenda falta de respeto se pone de pie y grita basta golpeando duramente la mesa con la mano. Por un momento cesan los gritos y los ataques. Abel cree que su protesta ha tenido éxito, pero luego de unos segundos las invasoras continúan con su protesta de forma más airada e intensa que antes.
La reacción de Abel envalentona a una de las agitadoras que tiene el torso desnudo pintado de rojo. Una mujer de cuarenta años con una gran cabellera rubia y erizada. Se acerca bruscamente a la mesa y empieza a golpearla con violencia, demostrándole que una mujer también es capaz de amedrentar de esa forma. No recuerda haber visto una mirada como esa. El odio y la repulsión que salen de esos ojos pueden partir la mesa en dos como una sierra eléctrica.
No se puede afirmar que lo que sucedió después haya sido consecuencia de aquella acción violenta y continua. Tampoco se puede negar que solo fue una trágica casualidad. Al décimo u onceavo golpe de la enardecida manifestante un tacho de luz se desprende de la parte superior del estudio y cae encima de ella quitándole la vida al instante ante el horror y el shock de Abel, el entrevistador, las mujeres y trabajadores del canal. Al momento del impacto, la sangre de la desafortunada manifestante salpica hacia todas las direcciones cayendo en varias de las mujeres y en el rostro de Abel. La sangre simulada en el cuerpo de algunas de las presentes se mezcla con la de la mujer. Las reacciones de espanto demoran en llegar unos segundos. Haacker empieza a dar de alaridos; pequeños gritos uno detrás del otro, como el llanto de un bebé. Algunas mujeres lloran ante la tragedia, otras se abrazan, mientras que unas cuantas empiezan a gritarle asesino a Abel. Nunca pensó que en algún momento de su vida, no una, sino varias personas, lo acusarían de asesinar a alguien. Para su suerte algunos asistentes de producción se interponen entre él y la turba. Las mujeres más enardecidas intentan alcanzarlo para, al parecer, hacer justicia por sus propias manos. ¿Realmente piensan en vengarse? ¿Hacerle daño? ¿Matarlo, acaso? Aprovecha los forcejeos entre las mujeres y los trabajadores del estudio para retirarse sigilosamente por un costado del set, pasando primero por detrás del petrificado y desafortunado entrevistador.
Cuando está a medio camino entre el set principal y la puerta de salida del estudio una mujer grita “Allá está”. Para su fortuna, en ese preciso instante, la policía entra en escena. Una brigada de quince oficiales, armados de palos y escudos anti disturbios repelen a las revoltosas. Para ellas la policía no las representa y esa noche son el enemigo que debe ser derrotado. El estudio de televisión se convierte en una zona de guerra, armándose una batalla campal. Un policía inescrupuloso lanza una bomba lacrimógena armando una estampida humana que busca desesperadamente la puerta. Manifestantes, policía, trabajadores del canal y el entrevistador, corren despavoridos causando más de un herido. Al día siguiente un tabloide publicaría el desafortunado titular: GUERRA DE LOS SEXOS EN SET DE TV.
Para ese momento Abel Dreyfus ya había escapado de aquel tormento. El eco de sus pisadas retumba a lo largo de los pasadizos. Corre lo más rápido que puede, sosteniendo su portafolio junto a su pecho, por los pasillos del canal. Los ve vacíos, como si una desgracia o catástrofe hubiera sucedido ahí y las fuerzas del orden hubieran evacuado a todo el personal del canal. Ahora que lo piensa bien sí sucedió una tragedia: su carrera había muerto esa noche y no había vuelta atrás.