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Opinión

De Aristóteles a Pedro Castillo

Lee la columna de Carlos Alfonso Villanueva.

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El filósofo Aristóteles (384 a.C-322 a.C.) es autor de un libro que reúne reflexiones, ensayos y lecciones sobre la política realizados a lo largo de su vida, de ahí que lleve por título: Política, considerado desde antiguo un tratado clásico de la teoría del Estado. En particular, volver a él, y más específicamente examinar el Libro V, Sobre la inestabilidad de los regímenes políticos resulta enteramente pertinente en esta difícil hora, toda vez que la postura reflexiva y los sólidos conceptos del filósofo, proyectados en el tiempo y el espacio, pueden ayudar a comprender la parte sustantiva en que radica el problema político peruano; y, por consiguiente, contribuir a entender lo que debemos hacer para superarlo con acierto, objetivo más que necesario, vital.

El Estagirita sostiene que no basta un régimen y el Estado cuenten con el mejor cuerpo de leyes para el logro del buen gobierno tanto como salvarlo de las asechanzas; son necesarios otros requisitos que juzga importantes. A estos denomina: Cualidades del hombre de Estado y que es imprescindible poseerlas si lo que el politikon pretende, sobre todo, es ejercer las «magistraturas supremas». ¿A cuáles se refiere en concreto? En primer lugar, que solo se puede ser hombre de Estado quien manifiesta «amor al régimen establecido»; o sea, quien respeta el orden legal. En tal sentido, debe «evitar con el más escrupuloso esmero el atentar contra este ni en poco ni en mucho», porque su encadenamiento solo conduce a la destrucción del sistema político y la anarquía social. Ahora bien, sostener esto no equivale a renunciar al propósito de modificar un determinado corpus normativo en busca de su mejora; sin embargo, es imprescindible hacerlo con versación sobre cada materia para acertar, estar en correspondencia con el contexto social y proceder de forma legal.

En segundo lugar, que esté dotado de capacidad administrativa; y entendamos bien, Aristóteles no se refiere a cualquier nivel de la misma, pues pone énfasis en que debe poseer la «mayor competencia en las tareas de su cargo»; tareas que solo son propias de los mejores, los más capaces. La meritocracia, se infiere, es la consideración para aspirar a participar en la administración de cualquier régimen político. De tal modo, el hombre de Estado no puede ser un inepto; muy por el contrario, requiere, necesariamente, encontrarse y ser reconocido entre los mejores, entendible, porque su ámbito funcional es el de la compleja solución de los problemas de la Rēs pūblica (cosa pública).

En tercer y último lugar —aspecto central en situaciones anómalas como la nuestra—, el hombre de Estado debe poseer y hacer demostración inquebrantable de virtud moral y observancia de la justicia. La justicia es parte integrante de las virtudes (Retórica), y la virtud en conjunto, la capacidad benéfica, cuya función es la vida buena, por lo cual es el bien perfecto (Ética Eudemia).  Aristóteles sostiene que el hombre, en principio, a diferencia de los animales, tiene la capacidad de actuar con moralidad toda vez que está dotado de razón y libertad; posee el hábito de obrar bien, tanto al elegir como actuar, sin necesidad de que lo haga por mandato de la ley, pues actúa en acatamiento de la razón natural, que juzga rectamente distinguiendo en toda circunstancia lo bueno de lo malo. Afirma, por tal razón, que el hombre de Estado debe mostrarse moral en su vida individual y, de manera muy especial, colectiva (pública), al par que su comportamiento en toda circunstancia ha de ser ético. Añade que, si bien la virtud moral se manifiesta en todos los seres, para él, y esto es capital, «el ser que manda debe poseer la virtud moral en toda su perfección», evitando con ello que se anteponga al bien común el particular; dicho de otro modo, que el interés personal prime o desplace al bien común. De ocurrir esto último, se colige, el mandatario quedaría despojado de autoridad, predicamento y la adhesión de los ciudadanos, que ya no lo seguiría porque habría dejado de ser spoudaios (ser valioso, confiable por ser virtuoso y dispuesto a servir). La virtud moral y la política, en conceptos del filósofo griego, no solo están estrechamente unidas, sino que además se condicionan mutuamente.

Para Aristóteles, el hombre de Estado, configurado como «hombre bueno» (u hombre de bien, valioso…), es la más efectiva garantía del objetivo central de la práctica política: la felicidad de los ciudadanos, el bien de la polis, que es traducción política de su pensamiento esencial: el fin supremo de la vida humana es la felicidad, o sea alcanzar la eudemonía. Esta calificación es tan importante para el destino de los pueblos que llega a estampar su famosa frase-concepto: «Un Estado es gobernado mejor por un hombre bueno que por unas leyes buenas». Dicho así, claro está, pero sin dejar de insistir y advertir, que «un digno gobernante es bueno y sabio» a la vez. Con ello, el filósofo pone al hombre de Estado, necesariamente datado de valores morales inquebrantables, como clave de la prosperidad social, y donde no de la desgracia de su sociedad.

Compulsorio

A la luz del pensamiento aristotélico, conocida a actuación pública de Pedro Castillo Terrones se ubica en la antípoda —en un punto diametralmente opuesto— de las indispensables cualidades que tiene que reunir un hombre de Estado, un presidente de la República. No es esta la ocasión de ocuparnos de sus múltiples muestras de ineptitud; pero sí de poner necesariamente en cuestión su moral pública, pues tras las investigaciones realizadas por el Ministerio Público, existe contra él el largo número de 191 elementos de convicción, calificados como graves y fundados, y que lo señalan, nada menos, como jefe de una presunta organización criminal, misma que ha dado lugar a la presentación por parte del citado organismo persecutor del delito de una fundamentada denuncia constitucional, ante el Congreso de la República, ya admitida a trámite por la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales.

Pedro Castillo Terrones, desde los presuntos ilícitos cometidos en la casa del pasaje Sarratea al inicio de su gobierno, como por la participación en ellos de su núcleo familiar, parte de cuyos miembros se encuentran prófugos o se suman como implicados, hasta las declaraciones, delaciones y pruebas aportadas por integrantes del entorno político administrativo más cercano a él, o por las empresarias López y Goray Chong, y las contundentes denuncias públicas y pruebas directamente comprometedoras ofrecidas el día de ayer por Fernández Latorre, ex jefe de la DINI, y el señor Butters, se muestra ante los peruanos como un ciudadano indigno de ejercer la presidencia del Perú. La revelación pública de estos hechos conduce a comprender la insólita fuga de implicados; la agresividad de Castillo y su Ejecutivo contra los poderes públicos encargados de investigar el delito e impartir justicia, y también contra miembros de la Policía Nacional; asimismo, sus constantes ataques a la prensa de investigación no adicta y hasta la inaceptable amenaza pública a los ciudadanos mediante la promoción y exhibición de grupos de cariz paramilitar; y, tras los reveces jurídicos experimentado por su defensa ante las autoridades competentes y las consecuencias derivadas de la colaboración eficaz, su intento ilegal de hacer confianza al objeto cerrar el Congreso y convocar a una asamblea constituyente de corte autoritario en busca de impunidad.

¿Qué hacer?   

Volvamos a Aristóteles. Si tenemos presente con él que el rasgo que mejor define al ciudadano es su participación en comunidad, y que «su tarea es la seguridad de esta», bien se sostiene, por extensión, que en actual problema político, nos compete el cuidado del régimen democrático, y por ello  exigir cívica y patrióticamente al poder legislativo, ante el cual se ventila la controversia, el cumplimiento de sus deberes de control y sanción del presidente de la República para que asuma las consecuencias constitucionales que se desprenden de su reiterada contravención a la moral pública, que supone la naturaleza y su grado de participación en la comisión de actos de corrupción. Y si bien es verdad que la Constitución señala que: «El mandato presidencial es de cinco años» (Art. 112), también lo que el cumplimiento de este periodo está condicionado a la observancia de una conducta moral pública impecable, pues de lo contrario, como ocurre con el presidente Pedro Castillo desde el inicio de su gobierno, se está sujeto a sanción, es decir, el presidente debe ser destituido del cargo: «La Presidencia de la República vaca por: […] 2. Su permanente incapacidad moral o física, declarada por el Congreso» (Art. 113)». Para tal objetivo, se cuenta con la Moción de Orden del Día 4904/2022, que precisamente propone declarar la permanente incapacidad moral del presidente de la República, que debatida en el pleno ha sido aprobada y notificada al mandatario, para que ejerza su defensa, el día de hoy, 7 de diciembre a las 15 horas.

Es esta una medida política excepcional, nada agradable, por cierto, pero absolutamente necesaria. Para su mejor comprensión, una vez más el Estagirita acude en nuestra ayuda a través de la repetida Política, al ocuparse De las cualidades naturales que deben tener los ciudadanos de la República. Sostiene: «Puede decirse sin temor de engañarse que un pueblo debe poseer a la vez inteligencia y valor, para que el legislador pueda conducirle fácilmente por el camino de la virtud». Pues bien, siguiendo este razonamiento, diríamos: inteligencia, para comprender, más allá de los intereses y e incluso errores cometidos, qué es lo que realmente está en juego y en peligro; y eso, con un mandatario y gobierno acorralado legalmente, es el régimen de libertad bajo el cual juramos todos vivir desde 1821, y que hoy compromete el futuro de más de 33 millones de peruanos. Por último, valor, para reaccionar y rectificarse. Esto es, ante la existencia de tan sólidos indicios o bien pruebas incriminatorias, el Congreso de la República reúna los 87 votos necesarios para, dentro del estricto orden constitucional, vacar al presidente Pedro Castillo Terrones, por su manifiesta incapacidad moral para gobernarnos.

 Será este el primer paso de una nueva oportunidad que debemos darnos los peruanos, y ha de ser seguido por una reforma política y electoral serias, el compromiso firme de llegar a un consenso sobre políticas públicas que siente las bases de una sociedad del bienestar, fruto del capital y el trabajo, liquidadora de la exclusión y pobreza; consenso a la vez, que de una la mayor eficacia y trasparencia de la administración general del Estado, favorezca la participación y renovación de los partidos políticos, y, sobre todo, se muestre muy duro con la corrupción que mina y frustra nuestro desarrollo, nos desmoraliza como sociedad y golpea sobre todo a los más pobres. Por sobre nuestras aflicciones, recordemos a Jorge Basadre: «El Perú es un problema, pero también es una posibilidad».

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El negocio de la ‘privatización de las cárceles’: presos convertidos en mercancía

Privatizar las cárceles en el Perú no es la solución mágica que algunos prometen. En un país con instituciones debilitadas, donde el lucro y la coima suelen imponerse al interés público, la privatización puede terminar siendo más cara, menos humana y significativamente ineficaz.

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El sistema penitenciario peruano es un reflejo del colapso institucional del Estado. Sumido en el hacinamiento, la corrupción estructural y una ineficiencia crónica, los penales del país se han convertido en verdaderos «resorts del crimen», espacios donde las reglas del Estado de derecho son fácilmente reemplazadas por sobornos, jerarquías mafiosas y abandono. Las cárceles, lejos de cumplir su función de rehabilitación, operan como “escuelas del delito”, sostenidas por una cadena de negligencia institucional que ignora la permanente “desactivación de los protocolos de seguridad”.

La situación es alarmante. Tomemos como ejemplo el penal de Lurigancho, el más grande del país y uno de los más sobrepoblados de América Latina. Inaugurado hace 51 años para una capacidad máxima de 3,200 reclusos, hoy alberga cerca de 10,000 internos. Es decir, una superpoblación de 190%. Algo indecible, que solo puede ocurrir en Perú. Este nivel de hacinamiento convierte a los penales en focos de violencia, tráfico de drogas, extorsión y fugas, como la reciente huida del interno venezolano John Kennedy Javier Sebastián, quien escapó de Lurigancho escalando un muro sin ser detenido por el personal penitenciario. ¿Es esta la señal definitiva del colapso del INPE?

El pasado lunes 21 de abril, el recluso venezolano John Kennedy Javier Sebastián fugó del penal San Pedro en SJL.

Frente a esta crisis y ante la presión mediática, el Gobierno de Dina Boluarte ha optado por una medida polémica: la privatización de las cárceles. El ministro de Justicia y Derechos Humanos, Eduardo Arana, anunció el 30 de abril ante la Comisión de Justicia del Congreso que se emitirá un decreto de urgencia para permitir la participación del sector privado en la gestión penitenciaria. Se argumenta que la intención es mejorar la infraestructura, implementar modelos de rehabilitación más eficaces y descongestionar los penales. Pero ¿es realmente la privatización la solución?

El mito del ahorro

Uno de los principales argumentos a favor de las cárceles privadas es que supuestamente resultan más baratas para el Estado. La lógica parece simple: las empresas privadas operan con mayor eficiencia, tercerizan servicios, construyen más rápido y se deshacen del pesado aparato burocrático estatal. Sin embargo, esa premisa se desmorona ante la evidencia internacional.

Estudios en países como Estados Unidos, Reino Unido y Australia han demostrado que los supuestos ahorros desaparecen cuando se consideran todos los costos reales: formación del personal, programas de rehabilitación, supervisión estatal, seguridad y administración. Además, los contratos con operadores privados suelen incluir cláusulas que aseguran altos pagos en todos los servicios.

Un informe del Departamento de Justicia en Estados Unidos, reveló que los presos en cárceles privadas sufren más incidentes violentos y tienen menor acceso a programas de reinserción. En Gran Bretaña, la compañía G4S —encargada de operar varios centros penitenciarios— fue acusada por negligencia grave en la gestión de seguridad. En tanto, surge una conclusión preocupante: las cárceles privadas definitivamente no son más baratas y muchas veces son peores que las estatales.

¿Lucro o rehabilitación?

Privatizar, implica necesariamente introducir una lógica comercial de mercado en un servicio que debería estar guiado por los ‘principios de justicia’ y ‘derechos humanos’. Entonces surge la pregunta: ¿puede una empresa privada cuya finalidad es el lucro, estar realmente comprometida con la rehabilitación del interno?

La experiencia demuestra que no. En la lógica crematística-empresarial, reducir costos y maximizar las ganancias quizá implique recortar en personal capacitado, en alimentación, en salud mental o en programas educativos. Y si mantener las cárceles llenas garantiza mayor rentabilidad y lucro, entonces hay un incentivo perverso que contradice los objetivos de resocialización.

A ello se suma un factor adicional en el caso peruano: la débil capacidad del Estado para regular y fiscalizar. En un país donde el control estatal es frágil, con instituciones penetradas por la corrupción y sin sistemas eficientes de auditoría, ¿quién garantiza que las cárceles privadas no se conviertan en un negocio más, sin rendición de cuentas?

Ante el hacinamiento en las cárceles del Perú, ¿construir más o privatizarlas?

El verdadero problema

La raíz del problema penitenciario no está solo en la infraestructura, sino en la corrupción sistémica que permea todos los niveles del Estado. Desde el Instituto Nacional Penitenciario (INPE), hasta la Policía Nacional, pasando por funcionarios de justicia y contratistas privados, existe una red informal que mantiene operativas estas “cárceles del crimen” a través del soborno, la inacción y el desgobierno.

El verdadero debate no debería centrarse en si privatizar o no, sino en cómo reconstruir las instituciones públicas. Lo que Perú necesita es una reforma penitenciaria integral, que incluya inversión en infraestructura, profesionalización del personal penitenciario, políticas efectivas de rehabilitación y, sobre todo, voluntad política para enfrentar la corrupción.

En ese contexto, una posible salida podría ser un modelo mixto de Asociación Público-Privada (APP), donde el Estado mantenga el control y la regulación, mientras que el sector privado se encargue de aspectos técnicos o logísticos. Pero esto solo funcionaría si existe un aparato estatal fuerte, transparente y con capacidad real de fiscalización. Hoy, ese no es el caso, porque la institucionalidad en el Perú se ha convertido en una “pita tan débil que se rompe todos los días”.

El ministro de Justicia Eduardo Arana anunció que el gobierno emitirá un decreto de urgencia para permitir que se privaticen las cárceles en Perú.

Privatizar las cárceles en el Perú no es la solución mágica que algunos prometen. En un país con instituciones debilitadas, donde el lucro y la coima suelen imponerse al interés público, la privatización puede terminar siendo más cara, menos humana y significativamente ineficaz. El camino tendrá que ser otro. Es exigible reforzar el Estado, combatir la corrupción y repensar el sistema penitenciario desde sus cimientos. Sin embargo, no solo en este gobierno, sino en los anteriores, ya se ha vuelto una mala costumbre, imponer paliativos, en lugar de tratar y resolver los problemas de fondo.

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Renovables ¿Energía limpia o ideología?  La lección de España y Chile

La seguridad energética es una cuestión todavía ignorada por las autoridades peruanas. El marketing de energías verdes oculta algo que los colapsos recientes en España y Chile revelan: son energías inestables.

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Durante muchos años un extraño consenso se ha manejado entre las derechas e izquierdas globalistas de España y Chile, así como de otros tantos países. Y es el consenso hecha política pública (que no se alteró ni con cambios de mandatos y partidos, lo cual revela que no hay una alternancia de poder sino una continuación de una misma común política), y es la consigna de que renovable es igual a bueno. Pues esta política ha seguido a pie juntillas como política de Estado los gobiernos de España y Chile. Resultado: apagones nacionales, algo jamás visto en toda su historia.

Antes el gran pero las renovables eran costosas, pero gracias a los subsidios de los Estados así como la participación masiva de China que viene abaratando los precios, no ha dejado de tener un enorme Pero en el campo práctico. Y es que las renovables son muy inestables. Es decir, que puede generar más inestabilidad a la red eléctrica, dicho de otra manera, hace más probable que ocurra un apagón como el vivido en España y Chile. Si bien las renovables podrían llegar a ser estables, esos proyectos están todavía en estudio e implementación, por lo que falta mucho para su inclusión realista en la red eléctrica.

Lo sucedido en España recientemente se puede explicar por la incorporación forzada de las renovables a la red eléctrica la cual no ha incluido las tecnologías todavía experimentales para su mejora. Por lo que a medida que más energía renovable se ha incorporado a la red eléctrica, más se hace vulnerable.

Conclusión. Sea energía nuclear, de carbón o provenga de gas o petróleo, la energía es energía y será tanto más segura en la medida en que su suministro sea estable. Y en tanto las renovables, sean de energía solar, algunas hidráulicas e incluso las eólicas (que para generar energía utilizan electrónica de potencia para ser más eficiente), no son estables. Poner toda la carne en el asador renovable es ideología y no eficiencia. Porque a medida que las renovables ocupen más espacio en la red eléctrica seremos más vulnerables. Entonces, bastaría que pase algo, un accidente, y la red eléctrica se vienen abajo. Y esto puede volver a pasar. La pregunta es: ¿Es seguro y confiable desconectarnos de las energías tradicionales?

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Motociclistas, una tribu con impunidad sobre ruedas

Han secuestrado el espacio urbano. Las pistas son suyas. El caos que antes se atribuía a las combis piratas y a los taxistas informales, ahora tiene un nuevo protagonista: el motociclista urbano, que ha hecho del desorden y el caos un estilo de vida y del irrespeto una “ideología”. Es decir, se han convertido en toda una fauna de desadaptados que le hacen daño a la sociedad.

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¿Qué daño ha cometido la ciudad para merecer semejante castigo? En el Perú, particularmente en Lima Metropolitana y el Callao, las calles se han convertido en territorio hostil: asfalto tomado por una tribu urbana que no responde a normas, ni reconoce autoridades. Son los motociclistas —una fauna cada vez más incontrolable— que circulan como si la ley fuera una sugerencia decorativa, desafiando a diario la seguridad ciudadana con una mezcla de temeridad, pedantería, informalidad e impunidad.

Cualquiera que haya caminado o conducido por Lima lo ha vivido: motos zigzagueando imprudentemente entre vehículos detenidos, invadiendo carriles, subiendo a veredas con total impunidad, ignorando los semáforos como si se tratara de simples adornos urbanos; sin respetar los límites de velocidad, ni las señalizaciones, ni el adecuado uso de luces, yendo muchas veces en sentido contrario. No es una exageración: es la cotidianidad. Una jungla sin reglas donde la motocicleta ya no es símbolo de eficiencia, sino de anarquía y peligro sobre ruedas.

Motorizados con maniobras temerarias bloquearon el tránsito en Miraflores.

Ante el creciente hartazgo ciudadano y la desesperación por el avance de la delincuencia motorizada, el Gobierno de Dina Boluarte —tras meses de silencio e inacción— emitió el Decreto Supremo N.º 046-2025-PCM. La norma, en efecto hasta el 16 de mayo del 2025 y con posibilidad de prórroga, prohíbe el traslado de acompañantes en motocicletas lineales en Lima y Callao, así como el uso de pasamontañas, y obliga a los repartidores a inscribirse en un registro oficial. Además, prohíbe el uso de cajuelas en la espalda, una medida orientada a identificar con mayor facilidad a los delincuentes que se escudan en el uniforme del delivery para delinquir.

Temporalmente se encuentra prohibido que una moto lineal se desplace con dos ocupantes.

¿La reacción? Predecible. Los gremios de moteros estallaron en redes sociales, en los micrófonos de los programas periodísticos y hasta en comunicados indignados. Se rasgan las vestiduras alegando su “clásico libreto” que tiene que ver con la violación de sus derechos fundamentales: el libre tránsito, el derecho al trabajo, la igualdad ante la ley. Todos tienen el mismo guion aprendido: que son padres de familia, estudiantes, trabajadores esforzados. Que llevan a sus esposas al trabajo, a sus hijos al colegio. Que no son delincuentes, sino ciudadanos de bien.

Nadie discute lo anteriormente mencionado. El punto no es ese. El problema es la masa crítica de motorizados que cree que las calles fueron construidas exclusivamente para ellos. Una tribu de anarquistas que actúa como si las reglas del tránsito no les aplicaran, y que, en la práctica, impone un modelo de movilidad basado en la ley del más vivo, el más fuerte y del más rápido.

Una epidemia en las calles llamada ‘motos’

La realidad es más cruda de lo que los defensores de las motos quieren aceptar: los motorizados, en muchos casos, son peores que los propios delincuentes que andan armados. Porque son más numerosos, más frecuentes, más visibles y más inacabables. Son los que invaden veredas a toda velocidad, los que no respetan semáforos, los que zigzaguean entre autos a centímetros de provocar una tragedia, los que se pasan en rojo sin mirar, sin frenar, sin pensar. Muchos no portan placas, no tienen licencia, no usan casco, no cuentan con SOAT y violan la ley con total desparpajo, seguros de que no serán sancionados.

En la práctica, han secuestrado el espacio urbano. Lima les pertenece. Las pistas son suyas. El caos que antes se atribuía exclusivamente a las combis piratas y a los taxistas informales ahora tiene un nuevo protagonista: el motociclista urbano, que ha hecho del desorden y el caos un estilo de vida; y del irrespeto una “ideología”. Es decir, se han convertido en toda una fauna de desadaptados que le hacen daño a la sociedad, porque tienen cero educación, cero conciencia, cero respeto y cero empatías.  

Y si esto no fuera suficiente, está el rostro más oscuro del problema: el crimen organizado sobre dos ruedas. Sicarios, raqueteros y extorsionadores se mueven cómodamente en motocicletas, muchas veces sin placa o con una placa robada, y escapan por calles sin control. La moto se ha convertido en el vehículo predilecto de la delincuencia urbana, y sin embargo, los gremios y asociaciones de motociclistas lo minimizan y le dan la espalda al problema. Se victimizan, se defienden, y lanzan un argumento tan falaz como peligroso: “como nosotros no somos delincuentes, no deben restringirnos”.

Ese inmoral argumento olvida un detalle clave: vivimos una emergencia. Y cuando la inseguridad afecta la vida de miles de personas, se requieren medidas excepcionales. ¿Es una solución perfecta prohibir los acompañantes? No. ¿Es suficiente? Tampoco. Pero es un paso. Uno que apunta a cortar, aunque sea parcialmente, la facilidad con que se cometen delitos desde una moto lineal.

El verdadero problema es estructural: un Estado ausente. Durante años, las autoridades permitieron que las motocicletas invadan las calles sin ningún tipo de control, sin fiscalización, sin regulación. La informalidad se volvió norma, y hoy vemos las consecuencias. No existen operativos permanentes, no se exige el cumplimiento del Reglamento Nacional de Tránsito, y las sanciones no se aplican con rigor. ¿Cuántos motociclistas infractores han terminado con la moto en el depósito? ¿Cuántos han perdido la licencia —si la tenían— por infracciones reiteradas?

Los moteros han tomado las calles de la capital con total impunidad.

Perú tierra de nadie

El país se ha convertido en tierra de nadie. Y los motociclistas han encontrado en esta debilidad gubernamental e institucional el terreno fértil para expandirse. Como si no fuera suficiente con la impunidad del tránsito, ahora también gozan de impunidad mediática: cada vez que se intenta regularlos, inmediatamente se agrupan y realizan un espíritu de cuerpo ilegitimo, gritan censura, discriminación y abuso de autoridad; cuando en el fondo, el motociclismo en nuestro país es sinónimo de peligro común, perturbación, temeridad, incultura e impunidad. Gracias a estos anarquistas urbanos de dos ruedas el número de siniestros viales es alarmante.

La respuesta del gobierno es tardía e insuficiente. El decreto de restricción puede ayudar a mitigar temporalmente el caos, pero no sustituye una política integral. Se necesita una reforma seria: educación vial desde las escuelas, control estricto del parque automotor, policías capacitados y suficientes para realizar operativos en todas las zonas críticas, y una alianza con gobiernos locales para fiscalizar y controlar el espacio urbano.

Y, sobre todo, se necesita un cambio cultural. Un mensaje claro desde el Estado de que las calles no son territorio libre para tribus motorizadas sin ley. Que el respeto por el otro es mucho más importante que la velocidad y la adrenalina. Que el derecho a circular libremente no puede estar por encima del derecho a vivir con seguridad.

Hasta entonces, la ciudad seguirá siendo rehén de los anarquistas con motor y peor aún, será testigo de las incidencias de esta horda de motos lineales que actualmente ha convertido a las calles en una jungla de animales sin control.

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SS Francisco, periodismo y el Sodalicio

Lee la columna de Edwin A. Vegas Gallo

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Por Edwin A. Vegas Gallo

Desde el pasado 23 de febrero, se inició en LR dominical, un pugilato periodístico con réplicas, dúplicas y demás yerbas, entre el periodismo de investigación de Paola Ugaz, Pedro Salinas y del otro lado, los representantes del disuelto Sodalicio de Vida Cristiana, SVC, representado por Percy García Cavero (Asociación Civil San Juan Bautista), el dimitente y expulsado ex obispo de Piura José Antonio Eguren Anselmi y el cura expulsado del SVC Jaime Bartle.

Han sido como 6 páginas completas, de cargos y descargos, en LR dominical, con dimes y diretes, que los sufridos lectores hemos leído, sin entender porqué la justicia ordinaria, no interviene cortando de raíz y sentenciando a quien haya delinquido, en contra de la buena fe de los católicos.

Lo cierto es que SS FRANCISCO, en su INFABILIDAD PAPAL, ante pruebas concluyentes, objetivas, fruto de la Misión pontificia Scicluna- Bartomeu, firmó el pasado 14 de abril la disolución total del SVC y de las congregaciones de monjas, adherentes a aquél.

Incluso ya desde tiempo atrás, de oficializar la disolución, monseñor Bartomeu ofició misa dominical en la parroquia Nuestra Señora de la Reconciliación, sede matriz del ex SVC, para que, como feligresía, entendamos la decisión infalible del extinto Francisco.

Al parecer las aguas dentro del ex SVC, no se calmaron y el pasado domingo en la misa de la parroquia, su párroco hasta ahora, el cura Juan Carlos Rivva, en insólita predica del evangelio, respirando por la herida del cierre, nos faltó el respeto a los feligreses o por lo menos a mí, con expresiones fuera de tono, en contra de la decisión ejecutiva papal del cierre del SVC, llegando al extremo temerario de señalar, “qué si el papa hubiera muerto una semana antes, tal vez el SVC no se hubiera disuelto” e incluso apostillando, que la muerte del Papa hay que tratarla “como un difunto más”.

Lamentable estos micro cismas en la iglesia católica, que a nada bueno conducen y que los pastores en lugar de guiar a la grey, hacen lo indecible por no saber acatar las decisiones pontificias, poniendo en tela de juicio la INFABILIDAD PAPAL (dogma en la Iglesia Católica desde 1870), y no haciendo mea culpa de sus actos indecentes e impropios.

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Una fosa común para la cultura

Lee la columna de Rodolfo Ybarra

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Lo ocurrido estos últimos días con el cuerpo de nuestro cófrade, el Tío Factos, el poeta Guillermo Gutiérrez con orden de ser lanzado a la fosa común, despertó todo tipo de indignación en las redes sociales, los periódicos y la televisión. Y nos hizo recordar también el caso del vate Juan Ramírez Ruíz arrojado a un lugar similar o el caso del poeta chiclayano José Eufemio Lora y Lora en un osario en París. Y cómo no, a un grande de la cultura y la música clásica, Wolfgang Amadeus Mozart extraviado en el cementerio Biedermeier de Viena.

Lo cierto es que todo ser humano merece una despedida digna, hasta las guerras se detienen cuando hay que recoger a los caídos. El caso de Aquiles que arrastra por nueve días el cuerpo de Héctor y lo martiriza en La Iliada ha pasado a la historia como un acto de humanidad y conmiseración. Príamo, el padre de Héctor, le ruega a Aquiles que devuelva el cadáver y Aquiles a pesar de aceptar, quedan en que son enemigos y que muy posiblemente se acuchillen si se vuelven a ver, pero eso no quita de que son humanos y el respeto exánime.

Los neandertales convivían con sus muertos y las culturas preincaicas tenían un fervor particular con el mundo inanimado y el Hanan Pacha. Y ese respeto no ha cambiado. No importa la religión a la que pertenezcas, así seas católico, evangélico, musulmán o vedanta. No importa si eres ateo. El respeto a los muertos, al entierro digno pasa incluso con las leyes. Existe, como nos explicó un abogado, un posible “Hábeas corpus post mortem” para recuperar un cuerpo lanzado a la fosa común.

Y nos apena que un poeta, alguien dedicado a la cultura por más de cincuenta años, esté pasando por esto. Es terrible y doloroso que las autoridades no hayan sido lo suficientemente humanas y flexibles para entender que GG no estaba solo, que había una familia y contaba con sus amigos: Mary Soto, Edián Novoa, Frido Martin, Blásica, Cassamar y este servidor para evitar que está afrenta se consumara.

En estos días se espera la despedida final de Gutiérrez, el “Tío Factos” que tanto sintonizó con los jóvenes a quienes les entregó cultura a raudales y cuyo único gran tesoro fue su biblioteca y cuyo único mensaje sería: ¡Lean!

Descansa en paz, mi amigo.

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Deja vú

El habitante del mundo necesita mayor sensibilidad espiritual. La ‘conexión’ existe en la medida que decidamos seguirla a través del sentido de la intuición.

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“La primera vez que visité Machupicchu, percibí una extraña presencia al ingresar a la ciudad inca y sentí un escalofrío. Era como si ya hubiera estado allí, con el mismo grupo de turistas y el mismo joven guía. Cerré los ojos y una visión me envolvió: la misma escena y el mismo aire fresco de la mañana. Mi mente y mi alma podían reconocerlos, y noté que aquello no era la primera vez”.

“En Lima, me tomé un café en una fuente de soda del recién inaugurado Centro Comercial Camino Real, y de pronto vi a una chica sentada en una mesa cercana, como si la hubiera visto antes, pero no la conocía. Se levantó y comenzó a bailar al ritmo de ‘Another One Bites the Dust’. Ese instante, lo sentí familiar. ¿Había estado en ese lugar antes? ¿Con la misma gente, mirando las mismas paredes de colomural y el poster de Farrah Fawcett?”

“En otro tiempo, cuando corría apurado para llegar a casa después de clases, escuché mi nombre, claro y nítido. Volteé, pero no había nadie. Solo el sonido del viento moviendo los arbustos. Era la misma experiencia… de haber vivido ese momento antes”.

El deja vú es esa sensación extraña de haber vivido previamente un momento presente, lo que desconcierta a nuestra racionalidad. Este fenómeno ha sido estudiado científicamente con diversas teorías. La “memoria dual” sugiere que el cerebro registra erróneamente una experiencia reciente como si fuera pasada. La “teoría del error” propone un desajuste temporal en la estructura cognitiva. La “teoría neurológica” lo vincula con disfunciones eléctricas en el hipocampo y la corteza temporal. Desde un enfoque psicológico, la “memoria implícita” apunta a que el subconsciente evoca fragmentos de experiencias previas.

Desde una visión espiritual y filosófica el deja vú trasciende a la perspectiva estructuralista y científica y se resume probablemente a vidas pasadas. Asimismo, podría ser un mensaje desde otra dimensión que nos advierte—qué camino seguir en ese preciso instante—.

El deja vú nos dota de extrañas emociones… fascinantes, tristes y alentadoras; pero también nos puede brindar una sensación de seguridad e intuición para lograr una conexión con “algo” quizá más trascendente.

(Columna publicada en Diario Uno)

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Sepultura para Guillermo Gutiérrez

Lee la columna de Edwin Cavello

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Guillermo Gutiérrez, a quien las redes sociales bautizaron cariñosamente como el «Tío Factos», no fue solo ese anciano hosco y agudo que desnudaba, con ironía punzante, las miserias del país en un canal de YouTube. Mucho antes, Gutiérrez Lymha había sido una voz esencial en la contracultura peruana: fundador del Movimiento Kloaka, aquel grupo insurgente de poetas que en los años ochenta —junto a Roger Santiváñez, Mariela Dreyfus y otros— desafiaba el orden establecido con versos incendiarios.

El pasado 5 de abril, Gutiérrez murió en el más cruel de los anonimatos. Durante días, su cadáver permaneció abandonado en la Morgue Central de Lima. Se temió, y no sin razón, que terminara arrojado en una fosa común, como tantos otros a quienes la indiferencia nacional entierra dos veces: primero en vida, luego en la muerte.

La movilización para evitar ese destino infame fue espontánea y conmovedora. Desde las redes sociales saltó a la prensa, la radio, la televisión. Escritores, editores, libreros, vecinos de Villa El Salvador y hasta burócratas de última hora se unieron en una campaña urgente, casi desesperada. La fiscalía, inflexible en un principio, acabó cediendo ante la presión. Hoy, finalmente, su cuerpo será entregado a sus familiares.

Este acto de dignidad colectiva no habría sido posible sin la solidaridad de muchos: Mary Soto, Rodolfo Ybarra, Edián Novoa, Frido Martín, Miguel Blásica, Fernando Cassamar, Miguel Fegale, el Gremio de Escritores, el Movimiento Cultural Lima Norte, Cirko Terror, los libreros de Amazonas, de la avenida Uruguay, de Alfonso Ugarte, y tantos otros que se rehusaron a permitir que el olvido lo consumiera en silencio.

Guillermo Gutiérrez nos deja tres poemarios: Ulkadi (1987), La muerte de Raúl Romero (2007) e Infierno Iluminado (2022). Tres gritos contra la abulia de un país que a veces devora a sus mejores hijos.

Vivía en Villa El Salvador. Era un hombre solitario, herido por la muerte de su madre y la depresión. La última vez que lo vieron en las calles, fue una feria de libros frente al Congreso. Caminaba despacio, como si presintiera que su final estaba cerca. Hoy, al menos, sabemos que no murió del todo: su nombre, su obra y nuestra memoria se encargarán de mantenerlo vivo.

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Opinión

Desde Pataz: Dicen que la tradición y las costumbres de los pueblos marcan con fuego el alma de su gente

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Por: Jorge Paredes Terry

Esta semana, Tayabamba, capital de la provincia de Pataz, se viste de fiesta. Las calles, antes silenciosas bajo el peso de la rutina, hoy retumban con el eco de las bandas, el zapateo de los danzantes y el aroma de la comida que llena el aire. Es tiempo de celebrar a Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, ese arzobispo de Lima cuyo legado atraviesa los siglos y llega hasta estas tierras altas, donde la fe y la tradición se entrelazan como raíces en la tierra.

Pataz es un lugar de contrastes. Fuera, en las noticias, solo se habla de los problemas, de la violencia que a veces ensombrece su nombre. Pero dentro, en el corazón de su gente, hay otra historia. Una historia de resistencia, de orgullo que no se doblega. Aquí, las tradiciones no son solo recuerdos, son el combustible que mantiene viva la esperanza.

Las danzas no paran. Los coloridos trajes de los huaris, los monterillos y los diablos giran al compás de la música, contando historias antiguas, mezclando lo sagrado con lo pagano. Cada paso es un acto de memoria, un juramento silencioso de no olvidar quiénes somos. En las mesas, los platos típicos —el ceviche de gallina, el guiso de cuy, los tamales, el pan de fiesta no solo alimentan el cuerpo, sino también el espíritu de comunidad. Aquí se comparte, se ríe, se llora, se vive.

Y está la devoción, esa fuerza invisible que mueve multitudes. Santo Toribio no es solo un nombre en un altar; es un símbolo de fortaleza, un recordatorio de que, a pesar de todo, Pataz sigue en pie. Los fieles caminan kilómetros, desde Tayabamba hasta Pegoy, desde Pegoy a Collay, cargando sus promesas como ofrendas, porque en esta tierra la fe no se pregunta, se siente.

Sí, Pataz tiene sus luchas, sus heridas. Pero también tiene esto: un pueblo que, cuando la vida aprieta, responde con fiesta, con música, con tradición. Porque aquí saben que las costumbres no son solo rituales, son el alma de un pueblo que se niega a rendirse. Y mientras suenen los bombos, las quenas, mientras haya un plato que compartir y una danza que bailar, Tayabamba y todo Pataz seguirá adelante, marcado con fuego en el alma.

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