A pocas horas de amanecer, saliendo bien enfundado del “Juanito”, me encontré después de mucho tiempo con el poeta Coco López. Marginado por su familia, rechazado por los vecinos, desahuciado por todo el mundo, estaba igualito que siempre: flaco, encorvado, anteojudo, tronado y sucio. Pero lúcido. En estado cuneiforme, además. Apenas me vio, sin saludarme siquiera, me soltó a boca de jarro una andanada de poemas míos escritos varios años atrás. Luego me dio un abrazo y declaró que nunca dejó de admirar mi estilo descarnado de escribir. “Despojado de cojudeces líricas”, remarcó. En un segundo me pareció que estaba enamorado de mí. O que al menos yo le gustaba, porque el resto de la noche no perdió la oportunidad de tocarme. Coco López es un poeta con tendencias muy respetables.
Me invitó a su casa. Una vivienda de 2 pisos, con amplios salones, enormes ventanales y patio interior. El curioso detalle era que no tenía un solo mueble. Resultaba obvio que en un tiempo había sido el hogar familiar, pero ahora tampoco se podía negar que todos habían huido, dejándola abandonada. Y a mi querido amigo junto con ella.
Lo primero que hizo al llegar fue mostrarme su dormitorio. Un espacio vacío rodeado de libros, sólo un colchón sin sábanas ocupando la mitad del piso. En un rincón un viejo televisor malogrado sobre una mesita con ruedas. El resto del decorado estaba compuesto por un abanico de lapiceros, ceniceros, vasos, botellas, cigarros, tragos y residuos de drogas desperdigados por todas partes. Lo que quedaba de la noche se perfilaba, con todos esos elementos alrededor, como una experiencia altamente productiva.
—Dirás que soy un loco o un huachafo —dijo Coco, sentándose sobre el descolorido suelo de parquet en posición flor de loto—, pero el único consuelo que tengo es que ninguna mujer se acercará jamás a mí por interés.
Yo lo imité, sentándome de la misma manera frente a él.
—Tengo mis dudas —dije—. Y muy serias, mi querido Coco.
—¿Por qué?
—Mis dudas nunca se ríen.
—Escucha bien esto, amigo: Para mí, hacer el mínimo esfuerzo es un gran esfuerzo.
—No pierdes la costumbre de ser un charlatán.
—Que desdeñe el apego por los bienes materiales no significa que me obsesione por vivir en la miseria.
—Entiendo muy bien eso.
Coco buscó una botella. Todas estaban vacías.
—Dame un minuto.
Se levantó y caminó unos pasos hasta el baño. Escuché que abrió y cerró una caja de metal. Regresó con un frasco de plástico en la mano. Etiqueta blanca, letras rojas.
—Es lo único que tengo. ¿No te molesta?
No me gustó mucho la idea, pero ya que estaba montado en el caballo había que continuar.
—¿Tienes algo con qué mezclarlo? —pregunté.
—Lo dudo, pero puedo buscar en la cocina.
Asentí. Se fue de nuevo y volvió al rato cargando una jarra de loza.
—¿Qué es? —indagué.
—Emoliente.
Tampoco me gustó mucho la idea, pero no quería volver a casa tan temprano.
—Ahora es cuando recién estoy completo —Coco trasegó el contenido del frasco a la jarra e hizo un movimiento circular para mezclar los líquidos—. No me falta nada: me han dicho que huelo mal, que me corte el pelo, que me asee; le debo a todo el mundo; me llevaron preso, pasé 12 horas en cana; en fin, ¿qué más puedo pedir? Llevo una vida de contrasuelazos. Para superarlo me he impuesto la misión de convertir toda la basura que me rodea en arte.
Entonces me extendió un vaso de plástico y me sirvió un trago.
—Hay errores en la vida que tienen efectos creativos —dije.
El emoliente estaba helado. Pero el alcohol yodado me hizo hervir las entrañas. Nunca antes había experimentado tal sensación de ardor en el esófago. Supuse que después de esa noche podía quedarme ciego. No entendía cómo Coco podía mantener el aplomo.
—Quiero sobrevolar por las cumbres, como los cóndores —ésa fue casi una declamación del gran Coco—. No reptar en los pantanos, como los gusanos.
—¿Sabes que no estás solo? —me atreví a animarlo—. Abraham Valdelomar era morfinómano, Cesar Vallejo fumador de opio…
—No tenía idea.
—Sin embargo hoy el Perú los admira y adora….
—¿Crees de verdad que el Perú los admira y adora?
—No lo sé. En todo caso, no importa. Lo realmente valioso es lo que nos dejaron a ti y a mí como ejemplo a seguir.
—Vallejo siempre me ha perturbado.
—¿Porque se drogaba como un demonio?
—No, porque no lo entiendo. Aristóteles decía que lo raro despierta admiración. Y Vallejo es absolutamente raro, ¿no te parece?
Coco extrajo de su bolsillo un panfleto escrito a mano. Los textos en rojo, me dijo, eran consecuencia de la producción y descripción de imágenes visuales desarrolladas bajo estado hipnoide. Explicó que eso sucedió durante una temporada que su familia lo internó a la fuerza en el hospital Larco Herrera.
—Escribir es mi único refugio —concluyó.
—Todo artista es el resultado de un sufrimiento existencial.
—Yo creo que una de las grandes razones por las cuales el hombre se entrega al arte es la timidez.
—Los artistas son personas elegidas por Dios para pegarles en el culo a los imbéciles.
—Cuando confiesas que eres un hombre culto, inmediatamente sospechan de ti y te consideran peligroso. Mis padres decían que alentaban mi vocación y mira lo que hicieron.
—La forma como reaccionamos ante las circunstancias es lo que nos hace seres ordinarios o diferentes. No somos seres comunes, Coco. Somos extra-ordinarios.
—Hombres ordinarios para situaciones ordinarias; hombres extraordinarios para situaciones extraordinarias. Más simple no puede ser. Romper estas equivalencias supone truncar los desarrollos humanos. De cualquier modo se los agradezco porque si no tuviera el tipo de experiencias que tengo, no podría ser escritor. Sería sólo un habitante más, común y corriente, de este hermoso planeta.
—Nadie dijo que escoger el camino del arte como forma de vida era la vía más fácil. Recuerda a Van Gogh, a Gauguin. Es más, ya viste que muchas veces la gente de tu propia familia, tus seres queridos más cercanos, aquellos que más te aman, son los que más te desaniman, los que más te presionan para que dejes de escribir. Te dicen “lo que más quiero en la vida es que sigas escribiendo” o “sería la persona más feliz del mundo si pudieras vivir de lo que escribes”, pero en el fondo, en su fuero más íntimo, sólo quieren que trabajes como los demás, en un trabajo vulgar, como la gente “normal”, porque -según ellos- ésa es la única realidad válida de la vida. Debido a esa mentalidad, el escritor peruano tiene que sobrevivir como las putas, haciendo cosas que no quiere y que no debe.
—Escribir es mi verdadero trabajo. He cometido siempre el error de decir que “trabajo y en mis momentos libres escribo”. Es exactamente al revés. ¿Sí o no? Sólo soy feliz y libre cuando escribo. Ahora claro, si escribir es un trabajo, digamos que para mí es uno eventual; una especie de cachuelo. Escribir, en mi caso, es sinónimo de meterse en problemas. De todo tipo: existenciales, familiares, sexuales, sociales. Pero es justo lo que deseo y necesito para sentirme comprometido con mi vocación. Eso significa para mí ser romántico. A la literatura hay que tratarla como a las mujeres: de lejos, nomás. Si se mezcla uno mucho con ella, está condenado a perder. Un escritor debe tratar a la literatura como a su querida, jamás como a su esposa; corre el riesgo de cansarse pronto y de buscar placer en otros menesteres. No es aconsejable estudiar demasiado a la literatura; es preferible que la literatura lo estudie a uno.
No sé por qué se me ocurrió en ese momento recordar una frase que Picasso dijo a uno de sus discípulos:
— “Para descomponer una cosa, primero hay que saber componerla”.
—Soy un genio cuando las ideas están en mi mente —prosiguió Coco, como si no hubiera escuchado una palabra—, pero cuando me pongo a escribir, entonces soy el hombre más desgraciado sobre la tierra. Me deprime descubrir a cada paso lo poco original que soy. Bastante basura se ha escrito en los libros hasta el día de hoy. Con mucho orgullo, puedo decir que yo también he puesto mi aporte. Mucha gente me pregunta por qué escribo así, tan desdichadamente. Yo respondo simplemente porque los tiempos no están para ricuras.
—Te conozco bien, Coco. La razón por la que nunca has ganado un concurso de cuentos es que un ají no puede jamás salir victorioso de una competencia entre mazamorras.
—Escuché una vez las declaraciones de una escritora famosa. Decía que al descubrir su vocación empezó a escribir, pero sólo se sintió escritora cuando comprobó que estaba viviendo de ello. ¿Te imaginas eso? ¿Significa que si no vivía de lo que escribía no se consideraba escritora? Una declaración como ésa deja fuera del mundo de los escritores a idiotas como Kafka, Joyce, Vallejo, Faulkner y demás papanatas que nunca lograron vivir de lo que escribían. Pobres infelices mediocres.
—La literatura es una forma de evitar decir idioteces en público, pero a veces ni la literatura puede impedirlo.
—Conozco muchos escritores que deberían avergonzarse de lo que escriben. Uno de ellos soy yo mismo. Cualquier persona que lea lo que escribo podrá darse cuenta de que no soy un intelectual.
—Los lectores no merecen ningún respeto, Coco. Los conceptos estéticos vienen de acuerdo a la inteligencia de las personas. El hombre luminoso apreciará lo interior, tendrá capacidad para reconocer, descubrir y amar lo raro, lo extraño, tal vez lo exótico. Al hombre estúpido, en cambio, le gustará lo simple y puramente bonito.
—Respeto las opiniones de amigos como tú, pero en realidad no cuentan para valorar mi trabajo. Precisamente porque son mis amigos y es muy poco lo que saben de literatura y del quehacer literario. La pregunta que yo mismo me hago y cae por su propio peso es: ¿sé yo algo de literatura y del quehacer literario? En realidad no me interesa ser parte de nada. Me refiero a la comunidad de escritores. No me atraen los grupos, salvo por la posibilidad de levantarme una buena hembrita. Una poeta, quizás, o una periodista. Una crítica no estaría mal. Pero después de eso, nada. Todo es un floreo mutuo entre amigos. Sólo escribo para entender mi propia vida y para rendir homenaje a cada una de las etapas que he vivido y a las personas que forman parte de ellas.
—Entonces hay que seguir adelante.
—Mañana inicio un nuevo proceso. Tengo la sensación de que otra vez me tirarán los originales por la cara. Con tanta gente estrecha en este país, todo es posible. Por lo pronto, ya me adelantaron que el presidente del instituto es un hombre muy fino y que, por tal razón, tal vez existan inconvenientes para que apruebe mis textos.
—Ya temías algo así, ¿cierto?
—Me pidieron que escriba una carta explicando la intención del libro. La última vez rechazaron la solicitud porque el material “se alejaba demasiado de lo que ellos buscan”. Después dijeron “sin comentarios”. Entre paréntesis agregaron “No se pueden romper tantos esquemas”. Finalmente dijeron que el destino del manuscrito, debido a la sobrecarga de papel, sería el incinerador, y me aconsejaron no regresar más.
—No tiene caso seguir buscando apoyo editorial en organismos gubernamentales. Lo más práctico es aceptar la realidad.
—No voy a escribir otra cosa sólo para satisfacer las expectativas de los demás. Comprendo que estoy fuera del circuito escribiendo lo que escribo. Pero, como dice Buñuel, “desafortunadamente no tengo otras ideas”. Tampoco me interesa escribir otra cosa. Tengo que ser honesto. Y escribir otra cosa, sólo para lograr aceptación de editoriales o agentes, sería como traicionarme a mí mismo.
—Bien dicho, mi hermano.
Coco sacó de alguna parte un viejo álbum de Eric Clapton. Pero no había tocadiscos a la vista.
—De todos modos, escuchar música es un placer máximo cuando se disfruta en soledad.
Entonces empezó a cantar “Wonderful tonight”. Su inglés era bastante bueno. Nos aproximamos mirándonos fijamente a los ojos. Nos desnudamos el uno delante del otro, en silencio, y nos tomamos de las manos. Coco rebuscó entre sus libros. Halló una revista que en una de sus páginas interiores albergaba una copia de “La mujer desnuda acostada” de Van Gogh. La modelo sin ropa, de espaldas al pintor, exhibía una larga trenza negra, pero también unas recias nalgas. El detalle más conmovedor estribaba en que Coco, usando un colorete rojo incandescente, había dibujado sobre la comisura de esos carrillos algo envejecidos unos labios perturbadores, parecidos a los de Marylin Monroe.
Muchas cosas aprendí aquella noche de la conversación con mi querido amigo Coco López:
-Hay gente que hace poesía sin saberlo. Mientras que otros, como yo, por más que nos esforzamos nunca lo conseguimos. Lo único que queda entonces es estar atento para registrar lo más valioso que se llega a escuchar y llevarse luego los aplausos. Creo que éste es, en el fondo, el trabajo de un escritor.
-Muchos tratan de escribir creando belleza. Intentan ser elegantes con el lenguaje que emplean. Pretenden ser finos. Pero se olvidan que la belleza y la elegancia actuales residen en la crudeza y la suciedad. La frescura del lenguaje está en la ironía, el caos, el absurdo. No en la intelectualidad asfixiante. La actitud es lo que realmente cuenta al momento de escribir. Las palabras son sólo vehículos. Un lenguaje fino, elegante, intelectual sólo consigue que el lector busque otra cosa que hacer. Drogarse, por ejemplo.
-En arte, como en cualquier otra disciplina, hay dos clases de maestros: los que simplemente hacen las cosas y los que las explican. Generalmente entre los que explican casi nunca están los verdaderos artistas.
-Para poder limpiarse el recto, primero hay que cagar. En eso consiste el arte de escribir.
-Con la frondosa e infinita imaginación que me manejo es inevitable que sea escritor. De hecho, con esta cualidad insuperable y exquisita, que muchas veces me lleva a vivir literalmente en otros planetas, no podría ser otra cosa. Bueno, otra cosa no soy. Si fuera una persona normal, racional, sensata, centrada, no sería escritor.
-Un escritor debe escribir lo que tiene que escribir; no lo que los demás esperan o desean que escriba. Un escritor debe ser fiel a sí mismo y expresarse por encima de lo que imponga la crítica, la moda o el mercado.
-Tienes que ser libre para escribir. Pero también tienes que ser libre para leer. Los intelectuales (o quienes creen serlo) lamentablemente poseen (o sufren) la cualidad de analizarlo (y arruinarlo) todo. Los intelectuales matan el arte.
-A los artistas, más que por lo que hacen, se les conoce por lo que piensan, por lo que sienten, pero sobre todo por la forma en que viven.
-Con la crisis económica actual se puede también aprender muchos conceptos nuevos. Inflación, circulación, recesión…son términos ahora fácilmente comprensibles puesto que forman parte de nuestras propias vidas. Éste es, sin embargo, uno de esos extraños procesos de aprendizaje en los que el estómago sufre más que la cabeza.
-Si eres artista, la plata nunca es suficiente para comprar ropa o comida, pero siempre alcanza para las pistolas.