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CUENTO: MI PRIMERA PARTIDA

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La partida había empezado sin querer, como quien mata el rato, luego de rehusarme varias veces.

–Mejor mañana, cuando nos juntemos con los demás –le dije a Gumer, pero él insistió y, sin darme cuenta, ya estábamos ahí, sentados en una banqueta de la plaza Francia.

Yo era joven, tímido, ajeno aún al rugido hambriento de la ciudad. Tenía veinte años. Habían transcurrido dos desde mi llegada a Lima. Me maravillaba el tranvía y las luces de noche, pero había demasiado movimiento. No lograba acostumbrarme.

-Mi reino por un caballo –dijo Gumer, mientras avanzaba su alfil negro, atenazando a mi caballo y amenazando a mi rey con un jaque. Barajé las posibilidades: podía librar a mi rey, pero mi caballo estaba perdido.

Lima también me tenía en jaque, pero yo seguía dándole pelea. Había conseguido un trabajo en el Arzobispado de Lima y fungía también como conserje en un pequeño edificio del Tambo de Belén a cambio de contar con un lugar donde vivir, cortesía de unas monjas que trabajaban conmigo en la sede religiosa. Raulito Saldarriaga, mi vecino del segundo piso, era quien prestaba su casa todos los viernes para nuestras reuniones. Éramos ocho o nueve personas las que nunca faltábamos a la cita. Gumer era el más entusiasta. Fue él quien propuso reemplazar los naipes por el ajedrez.

Debo reconocer que al principio me aburría. Era cansino esperar a que movieran las piezas; el juego era lento, complicado, demasiado analítico y silencioso, a diferencia del barullo que acompañaba a los dados y los naipes. Pero cualquier cosa terminaba siendo mejor que quedarme sólo en mi covacha, extrañando a la familia que había dejado tras las montañas. Gumer, Raulito: todos ellos se habían convertido en mi única compañía; los únicos que me aceptaban porque eran migrantes como yo; porque también habían crecido en el campo. Así que llegaba de mi trabajo en el arzobispado y subía a grandes trancos hasta el segundo piso para jugar con ellos. Finalmente el tablero y las fichas se impusieron.

Gumer había llegado hacía un par de meses, desde Piura. En todas las reuniones mostraba con orgullo su carné de la federación peruana de ajedrez y aseguraba haber logrado unos cuantos trofeos. “Es hora de hacer cosas importantes”, decía, señalando las piezas. Su esposa, Justina, que tenía ocho meses de embarazo, siempre se daba tiempo para visitarnos. Traía cerveza y bocadillos, y se quedaba viendo algunas partidas, en las que Gumer solía partirnos el seso, el orgullo y hasta el alma.

“Con esto te volverás un campeón”, me dijo Gumer un día, mientras caminábamos por el Jirón de la unión: En sus manos tenía una cartilla de ajedrez. “Es tuyo”, Te lo regalo.

Como si eso no fuera suficiente, me prestó un tablero y unas fichas. Decidí intentarlo.

Me encerré en mi covacha para aprender lecciones fundamentales y movidas maestras, aprendí muchas aperturas y movimientos de defensa. No era un prodigio y sin embargo, viernes tras viernes, mi pericia en las partidas iba en franco ascenso y mi gusto por el ajedrez crecía con ello. Ya no era tan fácil derrotarme. Ya podía darles lucha.

-¿Sabes por qué elegí el ajedrez? – me preguntó Gumer, mientras tomaba mi caballo y lo retiraba del tablero. La tarde había caído y las luces de la plaza Francia empezaban a encenderse.

-Ni idea –respondí.

-Porque es un combate fiero. Un combate arduo que solo gana aquel que tiene la mente lúcida y clara. No hay fuerza, destreza o factor externo que influya en el juego. Aquí se imponen las ideas. Es como la vida misma, es como lo que necesita este país, compadre.

Ya le había escuchado decir algo parecido una reunión anterior, cuando uno de los muchachos leía en el periódico las declaraciones del presidente Belaúnde. Gumer borró con su mano las fichas del tablero y despotricó en contra del gobierno. Después vitoreó al campesinado. Decía que las elecciones no habían sido claras, que le habían arrebatado el triunfo a Haya De La Torre, y con un golpe militar habían puesto a Belaunde en el trono. Yo le restaba importancia a sus rabietas, la política no me interesaba. Raulito Saldarriaga, sin inmutarse, recogió las piezas y pidió que siguiéramos jugando. Dejamos su rabieta de lado, bebimos, y nos olvidamos del incidente.

-Se me ha hecho tarde Gumer, debo ir a dormir –le dije, mientras lo veía guardar mi caballo blanco en la caja de fichas. Ya era de noche en la plaza. Algunas personas cruzaban presurosas regresando del trabajo, cargando bolsas de compras. –Mañana jugamos otra partida en la casa de Raúl, ¿Qué dices?

Gumer clavó sus ojos en mí.

-No. Esta partida está muy buena –respondió tras un momento-. ¿Ya has aprendido el cifrado?, ¿la nomenclatura? Apunta la partida y la continuamos mañana por la noche.

Apunté la posición del tablero tal como lo había aprendido en la cartilla de ajedrez. Gumer lo revisó y me miró mientras asentía con la cabeza. –Vas bien, compadre. Pronto te presentaré a Capablanca.

Dobló el papel y lo metió en el bolsillo de su saco. Yo no sabía quién era Capablanca. Caminamos hacia Tambo de Belén. Al llegar al edificio, Gumer me acompañó hasta mi covacha, estrechó mi mano y subió las escaleras. Antes de irse, me dijo:

-¿Sabes? Conversé con Justina. Quisiéramos que seas el padrino de nuestro hijo.

Asentí gustoso y nos dimos un abrazo fuerte. –Cuenta con ello, Gumer –le dije. Subió por las escaleras, pero se detuvo en el rellano: me saludó con el brazo izquierdo en alto y el puño cerrado.

Al día siguiente tuve que hacer algunas cobranzas extras para el Arzobispado, a solicitud de las monjas. No lograba desocuparme, miraba mi reloj con desesperación, con la certeza de que no llegaría a tiempo a la reunión de los viernes. Pensé en Gumer. Me estaría esperando para concluir nuestro duelo. Los minutos volaban y yo no terminaba de cuadrar los recibos.

Salí con dos horas de retraso del Arzobispado. Apuré el paso pensando en mi compadre Gumer y en las pocas cervezas que debían quedar en el departamento de Raulito Saldarriaga.

Al llegar, noté que la puerta del edificio estaba abierta. Supuse que los muchachos habían salido a comprar más licor. Me molestó su descuido. Subí a trancos hasta el segundo piso con el afán de increpar a los que se hubieran quedado, pero la puerta del departamento de Raulito también se hallaba abierta. La chapa estaba rota. Habían algunos naipes y piezas de ajedrez regados en la entrada. Empujé la puerta con cierto temor, y el silencio hizo que el chirrido de las bisagras tuviera un efecto tétrico sobre mí. Afuera, el ruido de los autos me devolvía a la realidad. Lo pensé un poco antes de entrar.

Lo primero que vi fue el piso: había vasos rotos y cervezas regadas por toda la sala; las piezas de ajedrez y los tableros también habían volado por doquier. La mesa de juego estaba echada y las sillas, tendidas por el suelo, lucían rotas, como si hubiera ocurrido una gran gresca. El resto de la casa lucía el mismo desorden: Los aparadores y cómodas tenían los cajones abiertos, vacíos; la ropa estaba regada por el piso. Había incluso unas manchas de sangre en el baño. Un destello de lucidez me puso en alerta. Decidí salir.

El pánico casi me mata al llegar a la puerta. En un principio la oscuridad no me permitió reconocer a la figura que yacía parada en la entrada. Era Justina, la esposa de Gumer.

-Se los han llevado a todos. Ha sido horrible –repetía mientras lloraba a mares. Traté de calmarla, pero era en vano.

-¿Qué ha pasado, Justina? ¿Quiénes han sido? –le pregunté.

-Los de la PIP. Los policías han venido y se los han cargado a todos.

Justina tenía las manos en su barriga, como protegiendo al bebé que cargaba en su vientre. Sin embargo vi que algo caía entre sus piernas. Era un libro. Lo recogí. Era un volumen de Carlos Marx. Justina se llevó las manos al rostro y entonces cayeron algunos libros más: Engels, Lenin. Eran libros rojos, lo sabía, pero mi cabeza no funcionaba con claridad. Justina me llevó al tercer piso, donde vivía con Gumer. Mi asombro fue mayor al ver fotos del Ché Guevara y muchos panfletos que hablaban sobre Hugo Blanco, el FIR, la revolución y el comunismo. Justina, en su desesperación, había intentado inútilmente pasar algunos de ellos por el wáter. Le dije que iría a la comisaría, que seguramente había algún malentendido.

-¡No vayas! –me suplicó- Ellos no entienden. Te van a encerrar con los demás. Por eso nos vinimos a Lima. Yo le pedí a Gumer que buscara un trabajo y que se olvide de estas cosas. Pero ya ves que él no puede, no entiende.

Un dolor la aquejó. Me pidió que la ayude a sentarse. Llevó las manos a su barriga y gimió. Rogué para que se tratara de otro libro, pero Justina había roto la fuente. Con mucha dificultad la llevé en un taxi a la maternidad de Lima. Pensé en dejarla internada e irme, pero no pude hacerlo. Decidí esperar mientras fumaba un cigarrillo tras otro.

Mientras fumaba, pensé en Gumer y en el resto de amigos. No podía explicarme qué había ocurrido, por qué se los habían llevado de esa manera. Le di muchas vueltas al asunto, recordando los libros rojos, los panfletos del FIR, hasta que me quedé dormido.

Luego de unas horas, la voz de una enfermera me despertó.

-¿Señor?

Abrí los ojos. No sabía dónde estaba.

-Es un niño precioso, señor. Lo felicito. ¿Quiere conocer a su hijo?

Supuse que sería un poco difícil explicar lo ocurrido. Gumer habría querido conocer a su hijo y, ya que yo era el padrino, pensé que debía hacerlo en su nombre. Asentí. La enfermera me llevó hasta la habitación de Justina.

El niño se parecía mucho a su padre.

-¿Qué nombre la va a poner? –preguntó la enfermera.

Le dije que la mamá tenía la última palabra. Justina, entre sollozos, pidió que le pusieran mi nombre.

-No merece llamarse como su padre –me dijo. Tomó mi mano.

Dejé a Justina en el hospital con la promesa de visitarla. Le juré que regresaría con rosas y un regalo para mi ahijado. Retorné al edificio pensando que las monjas del Arzobispado me echarían a la calle al encontrar los destrozos. Sin embargo, hallé la puerta cerrada. Luego escuché ruido en el segundo piso. Subí con cierto temor. La puerta seguía rota, pero ya no había naipes ni fichas regadas en la entrada.

–No te quedes ahí parado, cojudo –me dijo una voz-. Entra y ayúdame.

Era Raulito Saldarriaga. Estaba barriendo la sala. Me quedé mirándolo, incrédulo, como si se tratara de un fantasma.

-Ese Gumer era un extremista –me dijo-. La policía lo andaba buscando desde hace meses, cojudo. Has tenido suerte de no estar acá. Nos han levado, nos han sacado la mierda y luego nos llevaron al Sexto, ¿te imaginas?, ¡al Sexto!

Vi los moretones en el rostro de Raulito y sentí pena. Le conté sobre Justina.

-Pobrecita –me dijo-.. Dudo mucho que Gumer salga. Estaba bien metido con los rojos, compadre, hasta el cuello.

No me dijo más y siguió limpiando. Decidí echarle una mano. Barrí los vidrios rotos y recogí algunas piezas de ajedrez que guardaba dentro de una bolsa. Me senté en la mesa a contar las piezas: había reunido un juego de ajedrez completo. Aunque las piezas no eran iguales, tenía treintaidós fichas, lo cual bastaba para mí. Tomé un tablero. Luego metí todo en una caja. Raulito me miró y esbozó una sonrisa.

-Llévatelo si gustas. No quiero saber nada con ese juego de mierda.

Eso hice. Y pasé muchos días revisando jugadas y aprendiendo nuevas aperturas. Terminé todos los ejercicios del libro que me había regalado Gumer. Los fui practicando poco a poco, a veces en el hospital, mientras atendían a Justina; algunas veces en el trabajo, durante la hora del almuerzo y en las noches, sobre todo los días viernes, cuando comenzaba a sentirme solo y extrañaba las reuniones con los muchachos. A veces me topaba con Raulito Saldarriaga, que me saludaba nervioso y apuraba el paso. Supe que lo habían echado del trabajo. Supe también que, algunos días después del incidente en su departamento, la policía había empezado a liberar a todos los arrestados. A todos, menos a Gumer. Finalmente, las monjas decidieron contratar a un nuevo conserje y tuve que empezar a empacar las pocas cosas de valor que tenía. Hice mi último recorrido por el edificio y aproveché en recoger la correspondencia.

Había un sobre a mi nombre.

Era una carta de la penitenciaría, remitida por Gumer. Al abrirla, encontré una hoja sucia y arrugada donde estaba apuntado, de mi puño y letra, la posición de una partida pendiente. Gumer sólo había añadido una breve pregunta en el viejo papel: “¿La terminamos?”

Indagué por el día de visitas en la penitenciaría y acudí a pesar de las advertencias de Raulito Saldarriaga y de la misma Justina, de que me podía meter en serios problemas. En la penitenciaría había mucha gente esperando por familiares o amigos recluidos. Se abrió una reja. Vi a un hombre delgado, de rostro solitario. Sin quitarme la mirada de encima se acercó. Tomó asiento. Entonces hizo una mueca a modo de sonrisa y me habló con voz apagada:

-¿Listo?

Saqué mi tablero, acomodé las piezas y reiniciamos el duelo. Gumer arremetía, pero yo me defendía dignamente. Recordé lo importante que era controlar el centro del tablero, así logré tomar algunas piezas que le restaron ofensiva a mi contrincante. Tras cada una de mis jugadas, Gumer me miraba y movía su cabeza con un gesto de aprobación. Finalmente, entre mi torre y mi dama logré encerrar a su rey.

-Jaque Mate –le dije.

Sonó un timbre en el ambiente. Un guardia abrió una enorme reja y otros, que rodeaban la sala de visitas, empezaron a llevarse a los presos. Gumer acercó su mano ante el rey vencido y, con el golpe de un dedo, lo echó sobre el tablero.

Mientras el rey rodaba entre los escaques, Gumer se puso de pie y cerró por un momento sus ojos. Parecía meditar algo. Luego se retiró a paso lento. De vez en cuando volteaba a mirarme. Yo seguía ahí, seguro de que no volvería a verlo, pensando en mis maletas y en mi nueva covacha del Jirón de la unión. Luego me fui sin mirar atrás, con un extraño sabor a pena y orgullo. Había ganado mi primera partida.

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Luis Humberto Moreno Córdova (Lima 1979) Escritor, estudió Gestión de Recursos Humanos en la universidad de San Martín de Porres. Ha publicado su libro de cuentos "La horas imperfectas".

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Un marqués en Barrios Altos

Retrayéndose a aquella época cuando trabajaba en la Crónica, el novelista recorrió una vez más el barrio de Cinco Esquina solo para ver lo diferente que se encuentra. Solo él y sus contemporáneos recordarán aquel lugar donde era imposible no contagiarse del ritmo de la guitarra y el cajón peruano que se escuchaba en cada rincón de la entonces apacible zona.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Próximo a cumplir 89 años, el Nobel de Literatura 2010, Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, hijo ilustre del Misti, desde hace unos meses dedica su tiempo a recorrer aquellos lugares que le sirvieran de inspiración para sus obras. Pasando por el emblemático Leoncio Prado, escenario que le sirviera para que hasta ahora nos preguntemos quién mató al Esclavo; o sentarnos en la mesa del bar La Catedral para reflexionar sobre lo jodido que se encuentra el Perú; o tal vez acompañar al predicador Antonio Conselheiro en su recorrido por la selva brasileña; o cómo no erizarnos la piel, a salto de mata, con la historia del cabo Lituma y la aparición del grupo maoísta Sendero Luminoso.

Historias más allá de las fronteras, en pleno corazón del Cercado de Lima, en la selva virgen, o quizás ambientas en el norte del país, puede que el octogenario escritor arequipeño, marqués desde el 2011, haya dicho que todo lo que quiso escribir lo hizo de manera suficiente, y ahora solo quiera repasar aquellos sitios que ahora lucen muy distintos de lo que vio en su juventud.

Retirado ya del menguado oficio de contar historias, Vargas Llosa se apareció esta vez por el barrio de Felipe Pinglo y compañía, esos Barrios Altos de antaño donde la jarana empezaba el viernes y acababa un lunes, donde los galantes iban a cortejar, vistiendo sus mejores trajes y perfumes, a las damas de aquella época, ofreciendo coplas y miradas cómplices bajo el refugio de la noche estrellada.

Retrayéndose a aquella época cuando trabajaba en la Crónica, el novelista recorrió una vez más el barrio de Cinco Esquina solo para ver lo diferente que se encuentra. Solo él y sus contemporáneos recordarán aquel lugar donde era imposible no contagiarse del ritmo de la guitarra y el cajón peruano que se escuchaba en cada rincón de la entonces apacible zona.

Ya nos tocará a nosotros recordar con tristeza y melancolía cómo los lugares que solíamos frecuentar de niños o adolescentes ya no están más, siendo reemplazados por conjuntos multifamiliares o enormes edificios que se comen los cielos de la ciudad, imposibilitando la vista de una diáfana noche donde la luna se asome para recordarnos que todo en esta vida es pasajero, excepto las estrellas.

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Los hijos de Atahualpa

Pese a las insondables diferencias étnicas y culturales, Francisco Pizarro y el inca Atahualpa lograron forjar una curiosa amistad, pues ambos se debían mutuo respeto; uno al considerar al Hijo del Sol como una autoridad digna de estudiar y valorar, y el otro tomando al hombre con armamento plateado todo un misterio que tenía que descifrar.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Poco se ha dicho sobre el destino de los hijos, legítimos e ilegítimos, de quien fuera el decimotercer inca, quien, a la fecha de su ejecución, según cuentan los cronistas e historiadores, contaba con 14 descendientes reconocibles.

Pese a las insondables diferencias étnicas y culturales, Francisco Pizarro y el inca Atahualpa lograron forjar una curiosa amistad, pues ambos se debían mutuo respeto; uno al considerar al Hijo del Sol como una autoridad digna de estudiar y valorar, y el otro tomando al hombre con armamento plateado todo un misterio que tenía que descifrar.

Como producto de esa singular amistad, Pizarro, honrando la promesa que le hizo a su difunto amigo, se encargó de averiguar el paradero de sus hijos para brindarles protección y tutela, encargándole dicha tarea a Sebastián de Benalcázar y a Diego de Almagro.

De los catorce identificados por los historiadores, quedaron con vida once hasta la muerte de su padre; ellos habían sido llevados a la región de Yumbos, al oeste de Ecuador, sin embargo, por razones no determinables se conoció que llegaron a su destino solo ocho. Cinco de ellos pasaron a la custodia de los frailes del Convento de San Francisco de Quito y los restantes al Convento de Santo Domingo, en Cusco.

Existe mayor documentación solo de tres de sus hijos: Francisco, Carlos y Felipe, siendo registrados con el apellido Túpac Atauchi, o Topatauchi. Francisco y Carlos fueron los más beneficiados al recibir una pensión anual de 300 patacones de la corona española. El tercero de ellos, Felipe, lastimosamente no se cuenta con documentos reales que confirmen cualquier tipo de pensión. Muchos de los historiadores consideran que Felipe habría muerto antes de que se realicen los trámites para su pensión.

En tanto, Francisco y Carlos tuvieron una vida acomodada y llena de privilegios, como la entrega de encomiendas para el primero, y una renta vitalicia de 700 patacones anuales para el segundo, pagados por la Caja Real de Quito.

Fueron catorce, pero solo Francisco logró importancia política y económica en el aún insípido virreinato. Incluso, se menciona que bien pudo ser el único y legítimo sucesor de su padre. La descendencia de Francisco bien podría encontrarse desperdigada entre Ecuador y España, pero no existen pruebas que confirmen tal hipótesis. 

Columna publicada en el Diario Uno.

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Viaje al centro del Perú… en tren

Aunque no se trate precisamente del Tren Macho, el MTC informó que se abrirá una ruta de Lima a Huancayo para los turistas nacionales y extranjeros los días de Semana Santa y Fiestas Patrias, los mismos que podrán disfrutar, tal como lo hice en su momento, de los mágicos paisajes andinos que se iban descubriendo en mi camino.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Dos años atrás tuve la oportunidad de subirme en Huancayo a uno de los vagones del histórico Tren Macho, aprovechando que recientemente había vuelto a estar operativo. Mi intención era llegar hasta Huancavelica con ese medio de transporte, pero en ese momento solo llegaba hasta el paradero de Izcuchaca.

Tuve que madrugar para llegar a la estación del tren en Huancayo porque solo podían viajar como máximo 80 personas y afortunadamente conseguí ser el último de los pasajeros en obtener un boleto, sin embargo, mi felicidad era comparable o superlativa a la de los demás viajeros.

Colocándome en la cola del vagón pude apreciar la belleza del paisaje, atravesando laderas, quebradas, túneles y puentes, siempre acompañado de las retamas que florecían en el mes de junio.

En una parte del camino los que estábamos atrás pasamos a ser los primeros, situándome así a la cabeza junto al operador del tren quien me contaba que ya llevaba trabajando cerca de 30 años ahí, contándome además las incontables veces en que tuvo que retirar a pulso las enormes piedras que caían de los cerros. Asimismo, me confesaba que le encantaría que exista un mayor interés por parte del Estado en el mantenimiento de las vías y los rieles del tren que sufren año a año por las lluvias de temporada, los deslizamientos de tierra y por supuesto el olvido de sus gobernantes.

Aunque no se trate precisamente del Tren Macho, el MTC informó que se abrirá una ruta de Lima a Huancayo para los turistas nacionales y extranjeros los días de Semana Santa y Fiestas Patrias, los mismos que podrán disfrutar, tal como lo hice en su momento, de los mágicos paisajes andinos que se iban descubriendo en mi camino.

Y sí, en esta ocasión el tren partirá de la Estación de Desamparados, la misma que en la actualidad funciona la Casa de la Literatura, teniendo la chance tal vez los viajeros de bajar sus hermosas escaleras, pasar por sus enormes pilastras que conducen en lo más alto a un gran vitral de estilo Art Nouveau, hasta llegar a la parte inferior donde les esperará el tren.

Al menos una vez en la vida usted tiene que viajar al centro del Perú en tren.

Columna publicada en el Diario Uno.

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El fentanilo, la droga zombie

El fentanilo, o la denominada “droga zombie” viene llamando la atención de las autoridades, particularmente de los Estados Unidos, por su altísimo nivel alucinógeno, capaz de convertir a una persona ordinaria en un espectro que deambula por la calle en pleno mediodía.

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Por: Raúl Villavicencio H.

En este mundo donde todos quieren correr sin antes haber aprendido a caminar, donde la inmediatez y la presión social a veces resultan tan asfixiantes, donde muchos jefes quieren que se hagan las cosas “para ayer”, o donde sencillamente uno desea ‘bajarse del tren’ tratando de escapar de su realidad, han existido opioides capaces de procurarte esa falsa tranquilidad por un instante para luego expectorarte nuevamente en un mundo inclemente y retorcido.

El fentanilo, o la denominada “droga zombie” viene llamando la atención de las autoridades, particularmente de los Estados Unidos, por su altísimo nivel alucinógeno, capaz de convertir a una persona ordinaria en un espectro que deambula por la calle en pleno mediodía. Pero eso no solo pasa en el país norteamericano, sino que durante los últimos meses la presencia del fentanilo se viene registrando en países como Ecuador, Colombia e incluso Perú.

Y sí, los opioides son utilizados para aliviar dolores intensos, muchos de ellos asociados a procesos cancerígenos o postquirúrgicos, permitiendo que el paciente lleve un poco mejor su recuperación bajando los niveles de dolor mas no curando la enfermedad.

Es por ello que se ven en ciudades como Fhiladelphia (Estados Unidos) ‘ejércitos’ de personas, o lo que quede de ellas, arrastrándose o moviéndose torpemente como si se tratara efectivamente de un muerto en vida. Personas como cualquier otra, como nuestros vecinos, primos o hermanos, tratando de sostenerse de algo, con la cara babeando y la mirada perdida, abstraídos en un mundo que solo ellos pueden ingresar.

Esa ‘droga zombie’ proviene de manera ilícita de México, donde existen laboratorios clandestinos, los mismos que se encargan de inundar las principales ciudades de los Estados Unidos con ese potente alucinógeno, mucho más potente que la heroína. Sin embargo, como ya se indicó, esa droga ya viene apareciendo en Sudamérica en búsqueda de nuevos adictos.

De los tres mil muertos en el año 2012 por drogas se pasó drásticamente a más de cien mil en los últimos años solo en Estados Unidos encendiendo las alertas sanitarias en dicho país; setenta mil de las muertes ocasionadas por el fentanilo.

En nuestro país no sería de extrañar que dentro de uno o cinco años se pueda apreciar en las principales ciudades a los habitantes convertidos en zombies.

Columna publicada en el Diario Uno.

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La vida exagerada de Bryce Echenique

Amado y odiado en partes disímiles, el autor de Un mundo para Julius bien puede ahora sentirse un extraño en su propio país, aquel pedazo de tierra desigual que le permitiera ser fuente de sus magníficos libros, pero que el paso del tiempo se ha encargado de llevárselo de un sutil, gris y triste plumazo.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Anteayer el escritor peruano Alfredo Bryce Echenique estuvo de cumpleaños y seguramente lo habrá pasado entre Francia, Italia o las siempre resucitadoras aguas de La Punta, esas que en algún momento (esperemos muy lejano) se convertirán en el lugar elegido para que sus cenizas se pierdan entre la bruma marítima y los arrullos de un oleaje hipnotizador.

Seguramente el octogenario escritor habrá recibido su onomástico con una copa de coñac o brandy en una mano, mientras divisaba a lo lejos, como recordando tiempos pasados, aquellos lugares, amores y amistades de su juventud. O tal vez lo efímero y cansino que se ha convertido esa etapa de su vida donde poco le interesa hablar de literatura peruana. O sencillamente imaginando capítulos enteros de algún libro inexistente, con personajes extraordinarios, exageradamente melancólicos y extraviados, pero llenos de una personalidad que solo él es capaz de impregnarles.

Amado y odiado en partes disímiles, el autor de Un mundo para Julius bien puede ahora sentirse un extraño en su propio país, aquel pedazo de tierra desigual que le permitiera ser fuente de sus magníficos libros, pero que el paso del tiempo se ha encargado de llevárselo de un sutil, gris y triste plumazo.

Tal vez se atreva a recorrer esas viejas calles limeñas como hace poco lo hiciera Mario Vargas Llosa en distintos puntos de la ciudad, contrastando ese antes y después que siempre resultará inevitable experimentar. Y es que su vida, amoríos, y pasión por las bebidas espirituosas son una invitación a retomar nuevamente esa vieja costumbre de sentarse a escribir en la soledad de una habitación o frente al solaz refugio de algún yate en el medio del mar. Eso quisieran muchos que lo haga una vez más para placer de sus seguidores, aunque ya él indicara hace unos años su retiro definitivo.

Resulta paradójico que siempre aparezca rodeado de cientos de libros en las últimas entrevistas que se le ha realizado, pero que poco o nada le interese sumar uno más de su inventiva a su librería personal. Claro, no se considera su última recopilación de cartas con su amigo François Mujica porque eso fue una sugerencia de su editor. Mientras tanto más abriles continuarán pasando, preguntándonos si finalmente dejaremos de esperarlo un año más.

Columna publicada en el Diario Uno.

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Sueño abisal

«Los humanos no dejan de mirarme extrañados, espantados, manteniendo su distancia, iluminándome con unos bloquecitos negros, es lo único que pueden hacer… es lo único que harán; muchos de ellos continuarán con sus vidas sedentarias, engordando y envejeciendo, leyendo historias de un pez horripilante y diminuto que al menos puede jactarse de haber sido conocido por todos».

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Por: Raúl Villavicencio H.

Sí, soy un pez, de apariencia espeluznante y poco atractiva. Muchos me llaman diablo, otros me consideran como un ser terrorífico, emisario de los desastres naturales, cuando lo único que he hecho fue nacer distinto a todos, fuera de las evocaciones de ternura que puede ofrecer la estúpida sonrisa de un delfín o la solemnidad de una estrella de mar.

Entre mis anhelos siempre fue conocer el exterior del océano, qué hay más allá de esta eterna oscuridad, y para ello me he propuesto subir, si es posible, hasta la superficie. ¿Cómo será? ¿Será tan distinto? ¿Existirán gigantes similares a los grandes depredadores? ¿Podré, acaso, obtener la quintaesencia de la vida? Qué será detrás de ese inmenso velo de espuma y mareas lunares.

Estoy más que consciente que este será un viaje sin retorno, y que no podré volver a contarles a todos cómo es ese “más allá”, de qué vale vivir sin recorrer lo nunca antes visto. No pretendo quedarme mirando lo mismo una y otra vez, cuando allá a lo lejos existe un tenue brillo que me quita el sueño cada noche. No busco ser uno más del montón, algo o alguien desconocido que nadie se percató que por un breve momento también forme parte de la lista de los vivos. Sin embargo, ¿cuántos de esos “vivos” pasan sus días dando vueltas constantemente, desaprovechando el tiempo en conocer? Me pueden llamar ingenuo, soñador, o demente, pero jamás conformista y cobarde.

Subiendo y subiendo, descansando solo por momentos, ese brillo cada vez crece más a la vez que mis fuerzas decrecen de manera proporcional. Nuevas formas aparecen, cantos de bienvenida o despedida me reciben cuando asomo por primera vez mi brumosa boca en ese mundo de éter. Un dios luminoso reina en lo que no son los dominios de los siete mares. “Por fin”, digo para mis adentros, mientras siento una agridulce resequedad. Todo es tan brillante, áspero y cálido.

Los humanos no dejan de mirarme extrañados, espantados, manteniendo su distancia, iluminándome con unos bloquecitos negros, es lo único que pueden hacer… es lo único que harán; muchos de ellos continuarán con sus vidas sedentarias, engordando y envejeciendo, leyendo historias de un pez horripilante y diminuto que al menos puede jactarse de haber sido conocido por todos.

Columna publicada en el Diario Uno.

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La marcha del cangrejo

Puede que los cangrejos caminen de costado, pero los humanos desde hace mucho tiempo nos movemos hacia atrás.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Un proverbio chino dice que el delicado aleteo de una mariposa puede sentirse al otro lado del mundo, explicando de manera didáctica una teoría que muchos científicos han venido siguiendo, la cual es la Teoría del Caos.

Esos pequeños cambios, como el simple e imperceptible aleteo de esa pequeña mariposa, pueden conducir a resultados no tan predecibles a mediano o largo plazo, observándose ese fenómeno en el cambio climático como los tornados, lluvias torrenciales o incendios forestales.

Hace tan solo unos días se supo en las noticias el plan de la Municipalidad de Chorrillos en querer volver a recubrir de arena la recordada playa La Herradura, la que por intervención del ser humano terminó con piedras toda su ribera. Sin embargo, eso que en un principio resultaba beneficioso para los veraneantes capitalinos terminó siendo perjudicial para los pequeños cangrejos o “arañas de mar” que tenían como hábitat esa tranquila y empedrada playa.

Y es que los cangrejos habían encontrado desde hace décadas el lugar ideal para reproducirse y habitar en armonía con la naturaleza, palabra que muchos humanos vienen olvidando su relevancia para la preservación.

Desde la era de la industrialización el ser humano ha querido abarcar más espacios geográficos como lugares donde radicar y formar ciudades, talando árboles, desviando ríos, dinamitando cerros, o quemando grandes hectáreas de áreas verdes para que se eleven imponentes rascacielos, con piscinas, áreas de esparcimiento o demás comodidades de las supuesta “gente civilizada”.

Una vez más ha quedado demostrado la poca empatía hacia la naturaleza, hacia los animales y todo ese equilibrio que ha tomado millones de años en conseguirlo. En menos de 200 años la especie humana se ha encargado de destruirla por completo, alterando el ecosistema, todo para beneficio propio.

Puede que los cangrejos caminen de costado, pero los humanos desde hace mucho tiempo nos movemos hacia atrás.

Hay cosas dentro del Universo que funcionan con el caos, un hermoso y perfecto desorden que hace posible que todo se mueva como un impresionante ballet estelar, y no es la excepción nuestro planeta que requiere, y le urge, una desaceleración en la vorágine del consumismo creada por la humanidad. Menos es más, dirán algunos, bueno, otros más precavidos opinan que esto se trata de una cuestión de vida o muerte.

Columna publicada en el Diario Uno.

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De la Tierra a la Luna de Paulet

Su relevancia es tanta a nivel mundial, pues sus ideas pioneras fueron el verdadero derrotero para la carrera espacial. En la actualidad, se le recuerda en los billetes de 100 soles o en un peculiar comercial de una academia militar.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Antes de que el hombre colocara por primera vez su pie en la misteriosa, lejana y brillante Luna, hubo un inventor peruano, arequipeño él, que entre sus sueños, casi 70 años atrás, podía rozar con las yemas de sus dedos la agreste y fría superficie lunar; entre su mundo de fantasías, Pedro Paulet viajaba hacia el infinito encima de un “motor- cohete” a propulsión inventado por él. Sus sueños, con el tiempo y la ciencia, se hicieron realidad décadas después, por lo que en la actualidad se le considera como el ‘Padre de la astronáutica’.

Inspirado en el cuento ‘De la Tierra a la Luna’ (1865) de Julio Verne, el ingeniero químico, geógrafo, escritor, inventor, arquitecto, periodista characato supo colocar los primeros cimientos para los vuelos espaciales, plasmando en detallados planos todas sus invenciones para conseguir semejante proeza, sin embargo, los pocos recursos le impidieron que su “motor – cohete” alce vuelo ante el imponente Misti de su ciudad natal.

El sabio arequipeño, en 1901, mientras todo el mundo volaba con hélices y combustible sólido, había construido un “motor -cohete” de vanadio capaz de generar una presión de noventa kilos, produciendo trescientas explosiones por minuto, utilizando para ello gasolina como combustible y peróxido de nitrógeno como oxidante. Todo eso lo realizó mientras estudiaba ingeniería en la Universidad de Paris. Su “Avión Torpedo” había nacido.

Tuvieron que pasar más de 20 años para que destacados científicos europeos como el austriaco Max Valier calificara el cohete de Paulet con una “asombrosa potencia”, o Wernher von Braun le diera el justo y merecidísimo reconocimiento ante toda la comunidad científica a Paulet por haber inventado aquel motor capaz de elevar a la humanidad hasta aquella esfera luminosa que cada noche nos invitara a visitarla.

Su relevancia es tanta a nivel mundial, pues sus ideas pioneras fueron el verdadero derrotero para la carrera espacial. En la actualidad, se le recuerda en los billetes de 100 soles o en un peculiar comercial de una academia militar.

El genio falleció un 30 de enero de 1945, casi culminando la Segunda Guerra Mundial. Siempre se opuso a que su invento sea utilizado por los Nazis para fines bélicos. Sus restos se guardan en un mausoleo del Cementerio Presbítero Maestro de Lima.

Columna publicada en el Diario Uno.

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