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CUENTO: MI PRIMERA PARTIDA

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La partida había empezado sin querer, como quien mata el rato, luego de rehusarme varias veces.

–Mejor mañana, cuando nos juntemos con los demás –le dije a Gumer, pero él insistió y, sin darme cuenta, ya estábamos ahí, sentados en una banqueta de la plaza Francia.

Yo era joven, tímido, ajeno aún al rugido hambriento de la ciudad. Tenía veinte años. Habían transcurrido dos desde mi llegada a Lima. Me maravillaba el tranvía y las luces de noche, pero había demasiado movimiento. No lograba acostumbrarme.

-Mi reino por un caballo –dijo Gumer, mientras avanzaba su alfil negro, atenazando a mi caballo y amenazando a mi rey con un jaque. Barajé las posibilidades: podía librar a mi rey, pero mi caballo estaba perdido.

Lima también me tenía en jaque, pero yo seguía dándole pelea. Había conseguido un trabajo en el Arzobispado de Lima y fungía también como conserje en un pequeño edificio del Tambo de Belén a cambio de contar con un lugar donde vivir, cortesía de unas monjas que trabajaban conmigo en la sede religiosa. Raulito Saldarriaga, mi vecino del segundo piso, era quien prestaba su casa todos los viernes para nuestras reuniones. Éramos ocho o nueve personas las que nunca faltábamos a la cita. Gumer era el más entusiasta. Fue él quien propuso reemplazar los naipes por el ajedrez.

Debo reconocer que al principio me aburría. Era cansino esperar a que movieran las piezas; el juego era lento, complicado, demasiado analítico y silencioso, a diferencia del barullo que acompañaba a los dados y los naipes. Pero cualquier cosa terminaba siendo mejor que quedarme sólo en mi covacha, extrañando a la familia que había dejado tras las montañas. Gumer, Raulito: todos ellos se habían convertido en mi única compañía; los únicos que me aceptaban porque eran migrantes como yo; porque también habían crecido en el campo. Así que llegaba de mi trabajo en el arzobispado y subía a grandes trancos hasta el segundo piso para jugar con ellos. Finalmente el tablero y las fichas se impusieron.

Gumer había llegado hacía un par de meses, desde Piura. En todas las reuniones mostraba con orgullo su carné de la federación peruana de ajedrez y aseguraba haber logrado unos cuantos trofeos. “Es hora de hacer cosas importantes”, decía, señalando las piezas. Su esposa, Justina, que tenía ocho meses de embarazo, siempre se daba tiempo para visitarnos. Traía cerveza y bocadillos, y se quedaba viendo algunas partidas, en las que Gumer solía partirnos el seso, el orgullo y hasta el alma.

“Con esto te volverás un campeón”, me dijo Gumer un día, mientras caminábamos por el Jirón de la unión: En sus manos tenía una cartilla de ajedrez. “Es tuyo”, Te lo regalo.

Como si eso no fuera suficiente, me prestó un tablero y unas fichas. Decidí intentarlo.

Me encerré en mi covacha para aprender lecciones fundamentales y movidas maestras, aprendí muchas aperturas y movimientos de defensa. No era un prodigio y sin embargo, viernes tras viernes, mi pericia en las partidas iba en franco ascenso y mi gusto por el ajedrez crecía con ello. Ya no era tan fácil derrotarme. Ya podía darles lucha.

-¿Sabes por qué elegí el ajedrez? – me preguntó Gumer, mientras tomaba mi caballo y lo retiraba del tablero. La tarde había caído y las luces de la plaza Francia empezaban a encenderse.

-Ni idea –respondí.

-Porque es un combate fiero. Un combate arduo que solo gana aquel que tiene la mente lúcida y clara. No hay fuerza, destreza o factor externo que influya en el juego. Aquí se imponen las ideas. Es como la vida misma, es como lo que necesita este país, compadre.

Ya le había escuchado decir algo parecido una reunión anterior, cuando uno de los muchachos leía en el periódico las declaraciones del presidente Belaúnde. Gumer borró con su mano las fichas del tablero y despotricó en contra del gobierno. Después vitoreó al campesinado. Decía que las elecciones no habían sido claras, que le habían arrebatado el triunfo a Haya De La Torre, y con un golpe militar habían puesto a Belaunde en el trono. Yo le restaba importancia a sus rabietas, la política no me interesaba. Raulito Saldarriaga, sin inmutarse, recogió las piezas y pidió que siguiéramos jugando. Dejamos su rabieta de lado, bebimos, y nos olvidamos del incidente.

-Se me ha hecho tarde Gumer, debo ir a dormir –le dije, mientras lo veía guardar mi caballo blanco en la caja de fichas. Ya era de noche en la plaza. Algunas personas cruzaban presurosas regresando del trabajo, cargando bolsas de compras. –Mañana jugamos otra partida en la casa de Raúl, ¿Qué dices?

Gumer clavó sus ojos en mí.

-No. Esta partida está muy buena –respondió tras un momento-. ¿Ya has aprendido el cifrado?, ¿la nomenclatura? Apunta la partida y la continuamos mañana por la noche.

Apunté la posición del tablero tal como lo había aprendido en la cartilla de ajedrez. Gumer lo revisó y me miró mientras asentía con la cabeza. –Vas bien, compadre. Pronto te presentaré a Capablanca.

Dobló el papel y lo metió en el bolsillo de su saco. Yo no sabía quién era Capablanca. Caminamos hacia Tambo de Belén. Al llegar al edificio, Gumer me acompañó hasta mi covacha, estrechó mi mano y subió las escaleras. Antes de irse, me dijo:

-¿Sabes? Conversé con Justina. Quisiéramos que seas el padrino de nuestro hijo.

Asentí gustoso y nos dimos un abrazo fuerte. –Cuenta con ello, Gumer –le dije. Subió por las escaleras, pero se detuvo en el rellano: me saludó con el brazo izquierdo en alto y el puño cerrado.

Al día siguiente tuve que hacer algunas cobranzas extras para el Arzobispado, a solicitud de las monjas. No lograba desocuparme, miraba mi reloj con desesperación, con la certeza de que no llegaría a tiempo a la reunión de los viernes. Pensé en Gumer. Me estaría esperando para concluir nuestro duelo. Los minutos volaban y yo no terminaba de cuadrar los recibos.

Salí con dos horas de retraso del Arzobispado. Apuré el paso pensando en mi compadre Gumer y en las pocas cervezas que debían quedar en el departamento de Raulito Saldarriaga.

Al llegar, noté que la puerta del edificio estaba abierta. Supuse que los muchachos habían salido a comprar más licor. Me molestó su descuido. Subí a trancos hasta el segundo piso con el afán de increpar a los que se hubieran quedado, pero la puerta del departamento de Raulito también se hallaba abierta. La chapa estaba rota. Habían algunos naipes y piezas de ajedrez regados en la entrada. Empujé la puerta con cierto temor, y el silencio hizo que el chirrido de las bisagras tuviera un efecto tétrico sobre mí. Afuera, el ruido de los autos me devolvía a la realidad. Lo pensé un poco antes de entrar.

Lo primero que vi fue el piso: había vasos rotos y cervezas regadas por toda la sala; las piezas de ajedrez y los tableros también habían volado por doquier. La mesa de juego estaba echada y las sillas, tendidas por el suelo, lucían rotas, como si hubiera ocurrido una gran gresca. El resto de la casa lucía el mismo desorden: Los aparadores y cómodas tenían los cajones abiertos, vacíos; la ropa estaba regada por el piso. Había incluso unas manchas de sangre en el baño. Un destello de lucidez me puso en alerta. Decidí salir.

El pánico casi me mata al llegar a la puerta. En un principio la oscuridad no me permitió reconocer a la figura que yacía parada en la entrada. Era Justina, la esposa de Gumer.

-Se los han llevado a todos. Ha sido horrible –repetía mientras lloraba a mares. Traté de calmarla, pero era en vano.

-¿Qué ha pasado, Justina? ¿Quiénes han sido? –le pregunté.

-Los de la PIP. Los policías han venido y se los han cargado a todos.

Justina tenía las manos en su barriga, como protegiendo al bebé que cargaba en su vientre. Sin embargo vi que algo caía entre sus piernas. Era un libro. Lo recogí. Era un volumen de Carlos Marx. Justina se llevó las manos al rostro y entonces cayeron algunos libros más: Engels, Lenin. Eran libros rojos, lo sabía, pero mi cabeza no funcionaba con claridad. Justina me llevó al tercer piso, donde vivía con Gumer. Mi asombro fue mayor al ver fotos del Ché Guevara y muchos panfletos que hablaban sobre Hugo Blanco, el FIR, la revolución y el comunismo. Justina, en su desesperación, había intentado inútilmente pasar algunos de ellos por el wáter. Le dije que iría a la comisaría, que seguramente había algún malentendido.

-¡No vayas! –me suplicó- Ellos no entienden. Te van a encerrar con los demás. Por eso nos vinimos a Lima. Yo le pedí a Gumer que buscara un trabajo y que se olvide de estas cosas. Pero ya ves que él no puede, no entiende.

Un dolor la aquejó. Me pidió que la ayude a sentarse. Llevó las manos a su barriga y gimió. Rogué para que se tratara de otro libro, pero Justina había roto la fuente. Con mucha dificultad la llevé en un taxi a la maternidad de Lima. Pensé en dejarla internada e irme, pero no pude hacerlo. Decidí esperar mientras fumaba un cigarrillo tras otro.

Mientras fumaba, pensé en Gumer y en el resto de amigos. No podía explicarme qué había ocurrido, por qué se los habían llevado de esa manera. Le di muchas vueltas al asunto, recordando los libros rojos, los panfletos del FIR, hasta que me quedé dormido.

Luego de unas horas, la voz de una enfermera me despertó.

-¿Señor?

Abrí los ojos. No sabía dónde estaba.

-Es un niño precioso, señor. Lo felicito. ¿Quiere conocer a su hijo?

Supuse que sería un poco difícil explicar lo ocurrido. Gumer habría querido conocer a su hijo y, ya que yo era el padrino, pensé que debía hacerlo en su nombre. Asentí. La enfermera me llevó hasta la habitación de Justina.

El niño se parecía mucho a su padre.

-¿Qué nombre la va a poner? –preguntó la enfermera.

Le dije que la mamá tenía la última palabra. Justina, entre sollozos, pidió que le pusieran mi nombre.

-No merece llamarse como su padre –me dijo. Tomó mi mano.

Dejé a Justina en el hospital con la promesa de visitarla. Le juré que regresaría con rosas y un regalo para mi ahijado. Retorné al edificio pensando que las monjas del Arzobispado me echarían a la calle al encontrar los destrozos. Sin embargo, hallé la puerta cerrada. Luego escuché ruido en el segundo piso. Subí con cierto temor. La puerta seguía rota, pero ya no había naipes ni fichas regadas en la entrada.

–No te quedes ahí parado, cojudo –me dijo una voz-. Entra y ayúdame.

Era Raulito Saldarriaga. Estaba barriendo la sala. Me quedé mirándolo, incrédulo, como si se tratara de un fantasma.

-Ese Gumer era un extremista –me dijo-. La policía lo andaba buscando desde hace meses, cojudo. Has tenido suerte de no estar acá. Nos han levado, nos han sacado la mierda y luego nos llevaron al Sexto, ¿te imaginas?, ¡al Sexto!

Vi los moretones en el rostro de Raulito y sentí pena. Le conté sobre Justina.

-Pobrecita –me dijo-.. Dudo mucho que Gumer salga. Estaba bien metido con los rojos, compadre, hasta el cuello.

No me dijo más y siguió limpiando. Decidí echarle una mano. Barrí los vidrios rotos y recogí algunas piezas de ajedrez que guardaba dentro de una bolsa. Me senté en la mesa a contar las piezas: había reunido un juego de ajedrez completo. Aunque las piezas no eran iguales, tenía treintaidós fichas, lo cual bastaba para mí. Tomé un tablero. Luego metí todo en una caja. Raulito me miró y esbozó una sonrisa.

-Llévatelo si gustas. No quiero saber nada con ese juego de mierda.

Eso hice. Y pasé muchos días revisando jugadas y aprendiendo nuevas aperturas. Terminé todos los ejercicios del libro que me había regalado Gumer. Los fui practicando poco a poco, a veces en el hospital, mientras atendían a Justina; algunas veces en el trabajo, durante la hora del almuerzo y en las noches, sobre todo los días viernes, cuando comenzaba a sentirme solo y extrañaba las reuniones con los muchachos. A veces me topaba con Raulito Saldarriaga, que me saludaba nervioso y apuraba el paso. Supe que lo habían echado del trabajo. Supe también que, algunos días después del incidente en su departamento, la policía había empezado a liberar a todos los arrestados. A todos, menos a Gumer. Finalmente, las monjas decidieron contratar a un nuevo conserje y tuve que empezar a empacar las pocas cosas de valor que tenía. Hice mi último recorrido por el edificio y aproveché en recoger la correspondencia.

Había un sobre a mi nombre.

Era una carta de la penitenciaría, remitida por Gumer. Al abrirla, encontré una hoja sucia y arrugada donde estaba apuntado, de mi puño y letra, la posición de una partida pendiente. Gumer sólo había añadido una breve pregunta en el viejo papel: “¿La terminamos?”

Indagué por el día de visitas en la penitenciaría y acudí a pesar de las advertencias de Raulito Saldarriaga y de la misma Justina, de que me podía meter en serios problemas. En la penitenciaría había mucha gente esperando por familiares o amigos recluidos. Se abrió una reja. Vi a un hombre delgado, de rostro solitario. Sin quitarme la mirada de encima se acercó. Tomó asiento. Entonces hizo una mueca a modo de sonrisa y me habló con voz apagada:

-¿Listo?

Saqué mi tablero, acomodé las piezas y reiniciamos el duelo. Gumer arremetía, pero yo me defendía dignamente. Recordé lo importante que era controlar el centro del tablero, así logré tomar algunas piezas que le restaron ofensiva a mi contrincante. Tras cada una de mis jugadas, Gumer me miraba y movía su cabeza con un gesto de aprobación. Finalmente, entre mi torre y mi dama logré encerrar a su rey.

-Jaque Mate –le dije.

Sonó un timbre en el ambiente. Un guardia abrió una enorme reja y otros, que rodeaban la sala de visitas, empezaron a llevarse a los presos. Gumer acercó su mano ante el rey vencido y, con el golpe de un dedo, lo echó sobre el tablero.

Mientras el rey rodaba entre los escaques, Gumer se puso de pie y cerró por un momento sus ojos. Parecía meditar algo. Luego se retiró a paso lento. De vez en cuando volteaba a mirarme. Yo seguía ahí, seguro de que no volvería a verlo, pensando en mis maletas y en mi nueva covacha del Jirón de la unión. Luego me fui sin mirar atrás, con un extraño sabor a pena y orgullo. Había ganado mi primera partida.

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Luis Humberto Moreno Córdova (Lima 1979) Escritor, estudió Gestión de Recursos Humanos en la universidad de San Martín de Porres. Ha publicado su libro de cuentos "La horas imperfectas".

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Un cronopio en un mundo de famas

Así como el amor o la ternura, el dolor o la melancolía, un cronopio no puede ser descrito ni medido con simples palabras, o encasillado en una mera definición de diccionario. Ellos, por su naturaleza, representan lo contrario a lo formal y solemne, son pícaros e ingenuos, inventivos y despreocupados, pero sin desentonar en ningún momento. Sienten, viven, ríen y lloran, sin llegar a ser seres humanos. Serían, en palabras del autor de Rayuela, “un dibujo fuera del margen, un poema sin rimas”.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Una vez, el destacadísimo escritor argentino Julio Cortázar se refirió sobre los cronopios durante una entrevista con el periodista español Joaquín Soler Serrano, allá por el lejano 1977, explicando, muy a su estilo, que en realidad no puede dar una definición exacta sobre qué son los cronopios, pero sí una aproximación a los mismos, tal vez como pistas o un rompecabezas para que el lector pueda ir descubriéndolos a través de sus cuentos.

Así como el amor o la ternura, el dolor o la melancolía, un cronopio no puede ser descrito ni medido con simples palabras, o encasillado en una mera definición de diccionario. Ellos, por su naturaleza, representan lo contrario a lo formal y solemne, son pícaros e ingenuos, inventivos y despreocupados, pero sin desentonar en ningún momento. Sienten, viven, ríen y lloran, sin llegar a ser seres humanos. Serían, en palabras del autor de Rayuela, “un dibujo fuera del margen, un poema sin rimas”.

En contraposición, y por defecto lamentablemente en abundancia, se encuentran los famas, aquellos seres prejuicios y narcisistas que bien podrían estar representados en la figura de un presidente de una nación, un general que busca la obediencia de sus subalternos, o un adusto empresario que valora y toma atención de los demás por cuanto dinero hay en su cuenta bancaria.

Cortázar siempre deja un espacio en sus obras para la inventiva del lector, adrede, lúdicamente, con la única intención de que sean estos últimos los que terminen por completar sus escritos, para así dotarlos no solo de un final lineal, sino de muchos otros en los efectivamente participe uno como lector, sea el momento o el lugar que sea.

Puede que él sea un cronopio, pero sencillamente no quiso decirlo en su momento, o puede que usted, a leer sus textos se reconozca en ellos; o quizás reafirme su teoría (lo cual es extremadamente posible) de que pertenece a los famas y esperanzas, aquellos otros personajes que se encuentran en el medio de los dos, altamente influenciables. Pero descuide, que no siempre se puede llegar a ser un gran escritor, poeta o un músico que prefiere la simpleza de la vida, el remanso de una melodía, la compañía del silencio o el estruendo de un beso correspondido.

Columna publicada en el Diario Uno.

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Viejo, mi querido viejo

Padre es quien deja huellas de amor en el alma, aun cuando ya no está.

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Celebramos el Día del Padre como si bastara un regalo para resumir lo que significa tener un padre. A veces, olvidamos que están ahí presentes en lo cotidiano, en el silencio, en la mirada que guía sin palabras. Y solo cuando su ausencia golpea con fuerza inevitable, comprendemos cuánto necesitamos volver a escuchar su voz, sus consejos, su arrullo.

Tras la partida de mi amado padre lloré en silencio. Me dolía saber que nunca más podría abrazarlo. Pero con el tiempo aprendí a sonreír por su recuerdo. Porque él sigue aquí, conmigo, como lo estuvo desde el primer día y me ayudó en todas las formas en que uno puede ayudar a alguien que se ama con el alma.

Ser padre no es solo una condición biológica: es un compromiso profundo. Un padre genuino enseña, cuida y ama; a veces con dureza, otras con ternura. Una madre, un abuelo, un tío o incluso un amigo pueden encarnar con nobleza ese rol, si acompañan con amor y responsabilidad.

La figura del padre ha sido celebrada universalmente. El cantor Piero, inspirado en un poema del ruso José Tcherkaski, le cantó al padre sabio, lento, de historia sin tiempo. También lo han encarnado figuras célebres: Hugh Jackman, Tom Hanks, y Will Smith. Este último interpretando al perseverante Chris Gardner en ‘En busca de la felicidad’, donde dice a su hijo: —Nunca dejes que nadie te diga que no puedes hacer algo. Si tienes un sueño, protégelo. Las personas que no pueden hacer algo, te dirán que tú tampoco puedes. Si quieres algo, ve por ello—.

Incluso, el rey del terror, Stephen King, crió a dos hijos escritores con ternura y apoyo constante. Y Antoine de Saint-Exupéry, sin hijos biológicos, nos regaló ‘El Principito’, haciéndose padre universal de la infancia.

Pero, no todos los sabios han sido buenos padres. Rousseau, autor de ‘Emilio o De la educación’, escribió sobre la crianza y al mismo tiempo abandonó a sus cinco hijos en un orfanato. La erudición, está claro, no siempre garantiza la virtud.

Un buen padre no es un héroe perfecto. Es alguien que está, que protege, que enseña con el ejemplo. Que da amor, aún en silencio.

Donde estés, papá… gracias por cada paso.

Feliz Día del Padre.

(Columna publicada en Diario UNO)

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El Reloj del Parque Universitario

igo de protestas, revueltas, la recordada “Marcha de los 4 suyos”, el caos que originaban las famosas ‘lanchas’, los vendedores informales, los cómicos ambulantes, y hasta gatos que de noche hacen de ese espacio su refugio.

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Por: Raúl Villavicencio H.

La famosa Torre Reloj del Parque Universitario, ubicada en el centro histórico de Lima, se encuentra en estos momentos en reparación para que recobre su imponente aspecto de hace más de 100 años. Durante más de un siglo, el Reloj fue testigo de protestas, revueltas, la recordada “Marcha de los 4 suyos”, el caos que originaban las famosas ‘lanchas’, los vendedores informales, los cómicos ambulantes, y hasta gatos que de noche hacen de ese espacio su refugio.

Inaugurado el 10 de julio de 1923, este reloj, de diseño neoclásico, fue un obsequio de la colonia alemana de Lima con motivo del centenario de la independencia del Perú. La iniciativa surgió como un gesto de fraternidad y reconocimiento a la nación peruana, y la elección del Parque Universitario fue estratégica: situado frente a la histórica Universidad Nacional Mayor de San Marcos, se convertía en un símbolo de conocimiento, progreso y tiempo.

El diseño del reloj fue obra del arquitecto alemán Carlos Ziller, quien logró fusionar la arquitectura europea con elementos autóctonos de la ciudad, creando una estructura que armoniza con el entorno capitalino. De aproximadamente 29 metros de altura, la torre metálica fue construida en hierro fundido y pintada en un tono ocre y blanco que le ha permitido mantenerse visible entre la vegetación del parque. Su característica más destacada es su esfera de gran tamaño, que ha sido restaurada en varias ocasiones para garantizar su visibilidad.

Las campanas del reloj, que suenan cada hora, son otro de los elementos que lo hacen inconfundible. Estas campanas fueron colocadas originalmente en 1921 y, con el paso de los años, se han convertido en un emblema sonoro de la zona.

Con el paso de los años, el reloj ha sido objeto de varias restauraciones para evitar el deterioro que el tiempo y la contaminación han causado sobre su estructura original. En 2012, el Ministerio de Cultura del Perú reconoció al Reloj del Parque Universitario como un patrimonio histórico de la ciudad. Su restauración más reciente fue realizada en 2019, durante la cual se modernizaron ciertos componentes internos sin perder su estética clásica.

Se espera que dentro de poco vuelvan a sonar sus melódicas e inconfundibles campanadas, cantándonos una vez más la primera estrofa de nuestro hermoso Himno Nacional.

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Los cien de Nicomedes, el decimista del Perú

Nicomedes Santa Cruz no fue simplemente un poeta: fue, como algunos de los grandes hombres de letras, un constructor de identidad. Su obra, vasta y viva, sigue siendo un espejo donde, cien años después, el Perú se busca y se nombra.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Nicomedes Santa Cruz nació el 4 de junio de 1925 en La Victoria, un distrito limeño que, como casi todo en el Perú, cargaba con la contradicción de lo popular y lo invisible. Noveno de diez hermanos, hijo de herrero y herrero él mismo durante buena parte de su juventud, se formó no en las aulas ni en los círculos literarios, sino entre yunques, martillos y la cadencia de una oralidad que venía de lejos, de África, del Caribe, de los campos de algodón costeños y una voz reprimida durante siglos.

Su verdadera iniciación no fue académica, sino vital. El encuentro con Porfirio Vásquez en 1949 fue determinante. Bajo su guía, Nicomedes descubrió la décima, ese formato poético de origen hispano, injertado en el alma mestiza del Perú. Pero lo que para otros era técnica, para él fue destino. En la décima halló no solo una herramienta literaria, sino un instrumento de memoria, un arma de reivindicación. Comenzó a componer con disciplina casi religiosa, comprendiendo que las palabras podían resistir el olvido al que habían sido condenados los suyos.

En 1958, junto a su hermana Victoria Santa Cruz, fundó la Compañía Cumanana. Desde allí no solo promovieron el teatro afroperuano, sino que rescataron y revaloraron expresiones como el son de los diablos, la zamacueca y el zapateo. Su poesía era coral y personalísima: hablaba de esclavos, de abuelas sabias, de discriminación, pero también de orgullo, de ritmo, de país. Obras como Décimas, Canto a mi Perú, Rimactampu y su célebre álbum Socabón (1975) no solo son aportes literarios o musicales, sino verdaderos actos de reparación cultural.

En 1981 se trasladó a Madrid, donde continuó su labor como periodista y divulgador. A pesar de la distancia, jamás dejó de escribir sobre el Perú, sobre su gente, sobre esa otra historia que no figura en los manuales. Murió el 5 de febrero de 1992, víctima de un cáncer de pulmón, lejos de Lima, pero con el país entero latiendo en sus versos.

Nicomedes Santa Cruz no fue simplemente un poeta: fue, como algunos de los grandes hombres de letras, un constructor de identidad. Su obra, vasta y viva, sigue siendo un espejo donde, cien años después, el Perú se busca y se nombra.

Columna publicada en el Diario Uno.

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Los otros héroes del Perú

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Por: Raúl Villavicencio H.

En la escuela nos enseñan que Miguel Grau, Francisco Bolognesi o José Abelardo Quiñones (todos ellos militares) son los héroes del Perú, ya sea por su arrojo, valentía, sacrificio o patriotismo a la hora de entregar su vida por lo que hoy llamamos país.

Sin embargo, existen otros héroes que no llevan condecoraciones, ni espada ni un rifle, por el contrario, han hecho tanto o más por el país, pero desde la vertiente académica o desde su completo altruismo, o algo mucho más sencillo (pero que a muchos les cuesta toda una vida entenderlo), es no dejarse arrastrar por la corrupción.

El estudiante de medicina Daniel Alcides Carrión ofreció su vida al inocularse un suero extraído de verrugas de un paciente, consiguiendo con ello poder disipar las dudas científicas de lo que posteriormente sería conocida como la verruga peruana, producida por la bacteria Bartonella bacilliformis. Falleció a la corta edad de 28 años.

El ítalo-peruano Antonio Raimondi fue un gran amante de la flora y fauna peruana, el cual se ve reflejada en su magnífica obra ‘El Perú’, editada en seis tomos, invitándonos con ojos enamorados a conocer por cuenta propia las riquezas de nuestro país. Como reza un dicho popular, Raimondi era “más peruano que la papa”.

Habría que sacarse el sombrero cada vez que se menciona el nombre de María Reiche, germano-peruana que se pasó gran parte de su vida desenterrando los enigmas de las líneas de Nazca, llevando consigo todos los días hasta su vejez y muerte una escoba y un balde. Los lugareños la llamaban ‘la loca de la escoba’.

Si tenemos que hablar de historia del Perú es imposible dejar de mencionar a Jorge Basadre, considerado como el historiador y educador más importante del Perú Republicano. Se encargó de reorganizar y reconstruir la Biblioteca Nacional tras el incendio de 1943.

Así como ellos existen los guardianes de la selva, los que valoran más el agua que al mineral que se encuentra debajo de ella, al bombero que se adentra en la boca del infierno, al médico de un centro rural que no desmaya para atender con lo que tenga, al peruano embrujado por el mar que lucha, sea luna o sol, por evitar su contaminación. Son muchos, pero ahí están.

Columna publicada en el Diario Uno.

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El problema en la venta de boletos a Machu Picchu

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Por: Raúl Villavicencio H.

Machu Picchu antes del ‘boom turístico’

Cuatro décadas atrás el Cusco era una ciudad más dentro del Perú. Cada cierto tiempo llegaban turistas a visitarla, quedándose gratamente maravillados por sus apacibles y empedradas calles, sus viviendas, una lluvia reparadora o una buena conversación frente a la plaza, pero, sin lugar a dudas, el mayor atractivo era la ciudadela inca, entonces poco conocido y casi inexpugnable.

El terrorismo durante la década de 1980 estaba en su auge y acceder hasta la llaqta que fuera hogar de los últimos incas resultaba sumamente complicado y peligroso.  A pesar de que en el año 1983 la UNESCO la declarara Patrimonio Cultural de la Humanidad solo unos cuantos se aventuraban hasta la cima de la montaña, contemplando aquel paisaje que ahora resulta inconfundible a nivel mundial.

Plaza principal del Cusco a inicios de la década de 1980. Foto: Entren.

Fue durante la década siguiente cuando empezó a ‘redescubrirse’ para los nacionales y extranjeros. Se mejoraron los caminos, se levantaron modestos hospedajes —el lugar preferido de los mochileros que buscaban un lugar acogedor y barato— se construyeron las vías férreas, emergió un insípido comercio alrededor de la ciudadela.

Combatido y casi erradicado el terrorismo, regresó nuevamente la estabilidad en el país. Eso fue un gran incentivo para los extranjeros querer visitar el Cusco, atraídos por los misterios e historias contadas del boca a boca sobre tesoros aún ocultos en lo más profundo de la “Montaña vieja”.

El Gobierno Central empezó a voltear la mirada hacia aquella ciudad sureña y recóndita, otrora capital de la más grande y extensa civilización de Sudamérica, creando Promperú sobre las bases de la infructuosa Foptur (Fondo de Promoción Turística) que le tocó vivir los años más duros del terrorismo. Los turistas extranjeros empezaban a llegar en mayor cantidad y con ellos muchos miles de dólares, provocando que los propios cusqueños empiecen a organizarse para recibirlos. Fue ahí donde todo cambió.

El ‘ombligo’ que quiere ser el centro de todo el turismo

Durante los siguientes años el rostro del Cusco fue cambiando de manera radical. A pesar de que su centro histórico se encuentra protegido, inmensos hoteles fueron edificados en cuestión de años; se multiplicaron los hospedajes, en las principales avenidas se abrieron agencias de turismo, el metro cuadrado de las viviendas empezó a subir considerablemente, y como las expediciones no les dejaban a los viajeros extenuados, decenas de discotecas, pubs y restaurantes fueron apareciendo para goce y diversión de los más jóvenes e intrépidos. Tanto de día como de noche, la ‘maquinita’ no dejaba de ingresar dinero y muchas empresas también querían formar parte de la ‘fiesta’.

Solo el año pasado, el Cusco acogió a más de dos millones de turistas, entre nacionales y extranjeros, una cifra superior en casi el 40 % a la del año 2023. Siendo más específicos, el Santuario de Machu Picchu recibió el año pasado 1 508 300 visitantes, según datos del Ministerio de Comercio Exterior y Turismo (Mincetur), siendo solo superado por el Circuito Mágico del Agua, ubicado en Lima, con más de dos millones y medio de visitantes.

A modo de comparación, la región Amazonas, donde se encuentra otro lugar turístico como Chachapoyas, recibió algo más de 161 mil visitantes, de acuerdo a la información brindada por Percy Pilco Díaz, director ejecutivo de Proamazonas.

Arequipa, la denominada ‘Ciudad Blanca’, le abrió los brazos el 2024 a medio millón de turistas. Puno recibió a 1.4 millones de turistas; Cajamarca, 794 mil; Huancayo, 150 mil. La capital del Perú, ciudad donde es parada fija de los extranjeros, recibió a 3.7 millones, y su contraparte Huancavelica tuvo poco más de 5 mil visitantes el año pasado.

En esa última ciudad la diferencia es abismal si lo ponemos al lado del Cusco. Con los dedos se pueden contar a los turistas, a pesar de contar con diversos atractivos turísticos. A cuentagotas una agencia logra llenar una minivan durante el día y por supuesto no existen colas ni entradas agotadas con varios días de anticipo.

El oro y el moro por una entrada

En la actualidad, Machu Picchu es la ‘gallina de los huevos de oro’ para el sector público y privado, generando millones de soles año a año; y es que no se trata de solo ir y tomarse una foto al frente de la ciudadela, previamente los turistas han tenido que tomar un avión hacia el Cusco, hospedarse en un hotel de tres, cuatro o cinco estrellas, recorrer todos los sitios turísticos que puedan en su día de arribo para luego emprender el viaje a Ollantaytambo o directamente a Aguas Calientes, donde se subirán a un bus que los dejará en la puerta de acceso al santuario. Durante todo ese periplo ya consumieron en restaurantes, comprando artesanías, recuerdos, ponchos, telares y recuerdos, dejando tras de ellos una estela de billetes.

Ya casi en la entrada al mayor atractivo turístico, aquel que muchos visitantes eligen con semanas de planificación y que muchos vienen exclusivamente para verlo y regresarse a su país, se topan con una inmensa cola en su boletería.

Turistas realizan largas colas en la oficina de la Dirección Desconcentrada del Cusco intentando conseguir un boleto. Foto: Turiweb.

Cabe mencionar que al día se pueden ofrecer 4500 boletos en temporada regular, incrementándose a 5600 durante la temporada alta. De esa cantidad, mil se ofrecen de manera presencial o física, ocasionando una descomunal aglomeración y descontento, forzando a muchos de ellos tener que conseguirse un hospedaje cercano al santuario, eso sin contar con la alimentación.

Asimismo, no hay que olvidar que durante la gestión de la ministra Leslie Urteaga en la cartera de Cultura se aprobó mediante Resolución Ministerial n.° 000207-2024-MC el aumento del aforo, pese a que se viene evidenciando un constante deterioro en el patrimonio. Su sucesor, Fabricio Valencia, también estaría buscando incrementar mucho más su aforo a la increíble cifra de 27 mil visitantes por día. Entre las explicaciones brindadas por el actual titular del Ministerio de Cultura (Mincul) se indica que se abarataría el boleto de ingreso e incrementando la oferta para así darle más cabida a los visitantes, sin embargo, se reduciría el tiempo de la excursión a tan solo una hora.

Las molestias por parte de los turistas es pan de cada día, ya que tienen que prolongar más de la cuenta su visita en Machupicchu pueblo, desembolsando por ello más dinero de lo esperado.

Una solución para las largas colas

Al respecto, Lima Gris se contactó con Issac Aquise, guía de turismo que todos los años lleva a cientos de turistas a conocer esa maravilla del mundo. Él nos explicó que no solo la responsabilidad la tiene el Mincul, en cuanto a la parte administrativa, sino que también tiene que haber una mayor y mejor participación del Mincetur, ministerio que tiene a Úrsula León como su máxima autoridad.

El docente en telecomunicaciones y creador de contenido puso énfasis en que el Mincetur no viene informando de manera adecuada o eficiente a los turistas que vienen de otros países que pueden adquirir sus boletos a la llaqta desde la página Tuboleto.cultura.pe, planificando con bastante tiempo su visita al santuario.

“El problema con las colas es que los turistas no estaban enterados de que los boletos se podían adquirir desde la página web del Mincul, y cuando ya están en la entrada al santuario tratan de conseguir los tickets que se ofrecen en la boletería”, nos explica.

El también creador de contenidos sube videos sobre turismo en su cuenta de TikTok “Isaac Aquise & Co.”

Es cierto, la primera parada que hace el turista internacional es el ahora nuevo aeropuerto Jorge Chávez, recién ahí encuentran módulos de turismo a modo de bienvenida recomendándole conocer los lugares más pintorescos de nuestro país, entre ellos Machu Picchu; sin embargo, hace falta mayor difusión de los medios en línea que faciliten la adquisición de boletos. Lamentablemente, como suele ocurrir, los viajeros recién se enteran de la página web del Mincul en las escaleras para subir al santuario.

Realizando un breve ejercicio en las páginas del Mincetur y del Mincul se comprobó que resulta poco amigable para el turista extranjero, aquel que busca información en páginas oficiales del Perú, encontrar un enlace que le lleve a una ventana relacionada a Machu Picchu y todo lo relacionado a ese lugar. Así las cosas, es de esperar que el problema de los boletos continúe.

Para finalizar, el guía oficial de turismo desde el 2021 recomendó una mayor participación entre ambos ministerios, no solo para Machu Picchu, sino para mejorar los servicios que se ofrecen para llegar a ese destino, es debido a eso que varios viajeros recurren a agencias de turismo no oficiales del Mincetur que le ofrecen aligerar su travesía, ya sea trasportándolos al aeropuerto, reservándoles el hotel, las comidas, los pasajes en el tren y por supuesto, el ingreso a la ciudadela inca. En tanto dure eso, presuntas mafias continuarán especulando con los boletos de ingreso, ofreciéndolas a mayor precio o indicando que ya se agotaron.

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Columnistas

Lo viejo funciona

Resulta difícil encontrar ahora un aparato electrónico que tenga una larga duración, sobre todo en los celulares, los cuales año a año tienen una nueva versión, así sea el cambio de color o un mínimo detalle que vuelca a los consumidores a salir corriendo para comprarla. Y es que a las grandes empresas, sobre todo del rubro tecnológico, no les conviene que duren; al contrario, buscan vender más y para ello fuerzan a la persona a tener que renovar de equipo móvil.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Seguramente muchos ya habrán visto toda la primera temporada de la serie ‘El Eternauta’ y conocerán la trama de la historia. Es ahí donde se hace énfasis en los aparatos construidos hasta mediados de la década de 1980, esos que no requieren de una conexión a internet, de pantallas táctiles o de un sinfín de botones que lo convierten en polifuncionales. Cumplen su tarea de manera satisfactoria y lo más importante de todo: son duraderas.

Resulta difícil encontrar ahora un aparato electrónico que tenga una larga duración, sobre todo en los celulares, los cuales año a año tienen una nueva versión, así sea el cambio de color o un mínimo detalle que vuelca a los consumidores a salir corriendo para comprarla. Y es que a las grandes empresas, sobre todo del rubro tecnológico, no les conviene que duren; al contrario, buscan vender más y para ello fuerzan a la persona a tener que renovar de equipo móvil.

Los fabricantes intencionalmente utilizan materiales de baja calidad para que la duración de los equipos se reduzca, es lo que se llama obsolescencia programa y solamente busca fomentar una cultura consumista. Es así que vemos vehículos, televisores o refrigeradoras antiguas que fácilmente tienen un tiempo de vida útil superior a los diez, quince o veinte años, en tanto, los aparatos digitales ante una leve avería ya pasan a convertirse en chatarra. Repararlos nos costaría casi la mitad del precio de uno nuevo y es ahí donde nos inclinamos por adquirir uno nuevo.

En la actualidad muchos de los aparatos que usamos a diario funcionan con energía, sea el celular, una laptop, un automóvil, aparatos médicos, todo lo que uno se pueda imaginar. Pareciera que la humanidad estuviese condenada a depender de cientos de artilugios para vivir, resultando casi impensable ver a un joven en la calle sin estar pegado a una pantalla de celular.

El último apagón en España puede significar un aviso de que muchas cosas dejarían de funcionar si no volvemos a ver las cosas con mayor simpleza y volteamos la mirada nuevamente a lo esencial y práctico. Durante el corte de luz miles de habitantes se convirtieron en unos inútiles para la sociedad, olvidándose que pueden cumplir con todas sus tareas con un poco más de esfuerzo.

Columna publicada en el Diario Uno.

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El amor de familia en la televisión

La familia siempre fue un valor esencial en la vida real y en los medios televisivos, destacando amor, unión y enseñanzas.

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En las décadas de 1970 y 1980, la televisión fue más que entretenimiento: fue un espejo de los valores que definían a la sociedad. Entre ellos, el amor familiar ocupaba un lugar central. Las historias que llegaban a los hogares hablaban de unidad, respeto mutuo, fraternidad y superación de conflictos, transmitiendo enseñanzas que perduraban más allá de la pantalla.

¿Cómo olvidar a la familia Ingalls en “La casa de la pradera” (1974–1983)? En una pequeña comunidad del siglo XIX, se reflejaba la vida de una familia con valores de trabajo, solidaridad y amor familiar. De igual manera, “Papá lo sabe todo” (1954–1960) ofrecía un retrato entrañable del padre sabio y presente, Jim Anderson, siempre dispuesto a orientar a sus hijos con sentido común y ternura.

“Días felices” (1974–1984), con su espíritu rocanrolero de los años 50, mezclaba diversión con valores tradicionales, reforzando la amistad y la lealtad familiar. En “Ocho son suficientes” (1977–1981), un padre viudo enfrentaba, con humor y calidez, los desafíos de criar a ocho hijos, demostrando que el amor y el apoyo podían con todo.

Más adelante, “Tres por tres” (‘Full House’ 1987–1995) nos enseñó que las familias no siempre siguen un molde tradicional. Danny Tanner, junto a su cuñado y su mejor amigo, criaba a sus hijas con devoción. La secuela “Fuller House”, disponible en Netflix, continúa ese legado con las hijas ya adultas, ahora como madres. También “Grande, pa” (1991–1994), desde Argentina, conmovía al mostrar a Arturo, un viudo que, junto a su empleada, educaba a sus tres hijas con amor y mucho humor.

Emblemática serie ochentera «Tres por tres».

Hoy, la familia ya no responde a un modelo idealizado y se ha vuelto plural y diverso. Aunque las redes sociales nos conectan, también pueden aislarnos emocionalmente. Y ya no se espera que las personas sacrifiquen su felicidad por un tradicional rol familiar.

La autonomía personal y la búsqueda del bienestar individual son válidas, pero no deberían eclipsar la importancia de los vínculos afectivos. Porque, más allá del formato, el amor de familia —ese que se siente, que perdura y que sana— sigue siendo el mayor de los guiones posibles.

Columna publicada en el Diario Uno.

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