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CUENTO: MI PRIMERA PARTIDA

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La partida había empezado sin querer, como quien mata el rato, luego de rehusarme varias veces.

–Mejor mañana, cuando nos juntemos con los demás –le dije a Gumer, pero él insistió y, sin darme cuenta, ya estábamos ahí, sentados en una banqueta de la plaza Francia.

Yo era joven, tímido, ajeno aún al rugido hambriento de la ciudad. Tenía veinte años. Habían transcurrido dos desde mi llegada a Lima. Me maravillaba el tranvía y las luces de noche, pero había demasiado movimiento. No lograba acostumbrarme.

-Mi reino por un caballo –dijo Gumer, mientras avanzaba su alfil negro, atenazando a mi caballo y amenazando a mi rey con un jaque. Barajé las posibilidades: podía librar a mi rey, pero mi caballo estaba perdido.

Lima también me tenía en jaque, pero yo seguía dándole pelea. Había conseguido un trabajo en el Arzobispado de Lima y fungía también como conserje en un pequeño edificio del Tambo de Belén a cambio de contar con un lugar donde vivir, cortesía de unas monjas que trabajaban conmigo en la sede religiosa. Raulito Saldarriaga, mi vecino del segundo piso, era quien prestaba su casa todos los viernes para nuestras reuniones. Éramos ocho o nueve personas las que nunca faltábamos a la cita. Gumer era el más entusiasta. Fue él quien propuso reemplazar los naipes por el ajedrez.

Debo reconocer que al principio me aburría. Era cansino esperar a que movieran las piezas; el juego era lento, complicado, demasiado analítico y silencioso, a diferencia del barullo que acompañaba a los dados y los naipes. Pero cualquier cosa terminaba siendo mejor que quedarme sólo en mi covacha, extrañando a la familia que había dejado tras las montañas. Gumer, Raulito: todos ellos se habían convertido en mi única compañía; los únicos que me aceptaban porque eran migrantes como yo; porque también habían crecido en el campo. Así que llegaba de mi trabajo en el arzobispado y subía a grandes trancos hasta el segundo piso para jugar con ellos. Finalmente el tablero y las fichas se impusieron.

Gumer había llegado hacía un par de meses, desde Piura. En todas las reuniones mostraba con orgullo su carné de la federación peruana de ajedrez y aseguraba haber logrado unos cuantos trofeos. “Es hora de hacer cosas importantes”, decía, señalando las piezas. Su esposa, Justina, que tenía ocho meses de embarazo, siempre se daba tiempo para visitarnos. Traía cerveza y bocadillos, y se quedaba viendo algunas partidas, en las que Gumer solía partirnos el seso, el orgullo y hasta el alma.

“Con esto te volverás un campeón”, me dijo Gumer un día, mientras caminábamos por el Jirón de la unión: En sus manos tenía una cartilla de ajedrez. “Es tuyo”, Te lo regalo.

Como si eso no fuera suficiente, me prestó un tablero y unas fichas. Decidí intentarlo.

Me encerré en mi covacha para aprender lecciones fundamentales y movidas maestras, aprendí muchas aperturas y movimientos de defensa. No era un prodigio y sin embargo, viernes tras viernes, mi pericia en las partidas iba en franco ascenso y mi gusto por el ajedrez crecía con ello. Ya no era tan fácil derrotarme. Ya podía darles lucha.

-¿Sabes por qué elegí el ajedrez? – me preguntó Gumer, mientras tomaba mi caballo y lo retiraba del tablero. La tarde había caído y las luces de la plaza Francia empezaban a encenderse.

-Ni idea –respondí.

-Porque es un combate fiero. Un combate arduo que solo gana aquel que tiene la mente lúcida y clara. No hay fuerza, destreza o factor externo que influya en el juego. Aquí se imponen las ideas. Es como la vida misma, es como lo que necesita este país, compadre.

Ya le había escuchado decir algo parecido una reunión anterior, cuando uno de los muchachos leía en el periódico las declaraciones del presidente Belaúnde. Gumer borró con su mano las fichas del tablero y despotricó en contra del gobierno. Después vitoreó al campesinado. Decía que las elecciones no habían sido claras, que le habían arrebatado el triunfo a Haya De La Torre, y con un golpe militar habían puesto a Belaunde en el trono. Yo le restaba importancia a sus rabietas, la política no me interesaba. Raulito Saldarriaga, sin inmutarse, recogió las piezas y pidió que siguiéramos jugando. Dejamos su rabieta de lado, bebimos, y nos olvidamos del incidente.

-Se me ha hecho tarde Gumer, debo ir a dormir –le dije, mientras lo veía guardar mi caballo blanco en la caja de fichas. Ya era de noche en la plaza. Algunas personas cruzaban presurosas regresando del trabajo, cargando bolsas de compras. –Mañana jugamos otra partida en la casa de Raúl, ¿Qué dices?

Gumer clavó sus ojos en mí.

-No. Esta partida está muy buena –respondió tras un momento-. ¿Ya has aprendido el cifrado?, ¿la nomenclatura? Apunta la partida y la continuamos mañana por la noche.

Apunté la posición del tablero tal como lo había aprendido en la cartilla de ajedrez. Gumer lo revisó y me miró mientras asentía con la cabeza. –Vas bien, compadre. Pronto te presentaré a Capablanca.

Dobló el papel y lo metió en el bolsillo de su saco. Yo no sabía quién era Capablanca. Caminamos hacia Tambo de Belén. Al llegar al edificio, Gumer me acompañó hasta mi covacha, estrechó mi mano y subió las escaleras. Antes de irse, me dijo:

-¿Sabes? Conversé con Justina. Quisiéramos que seas el padrino de nuestro hijo.

Asentí gustoso y nos dimos un abrazo fuerte. –Cuenta con ello, Gumer –le dije. Subió por las escaleras, pero se detuvo en el rellano: me saludó con el brazo izquierdo en alto y el puño cerrado.

Al día siguiente tuve que hacer algunas cobranzas extras para el Arzobispado, a solicitud de las monjas. No lograba desocuparme, miraba mi reloj con desesperación, con la certeza de que no llegaría a tiempo a la reunión de los viernes. Pensé en Gumer. Me estaría esperando para concluir nuestro duelo. Los minutos volaban y yo no terminaba de cuadrar los recibos.

Salí con dos horas de retraso del Arzobispado. Apuré el paso pensando en mi compadre Gumer y en las pocas cervezas que debían quedar en el departamento de Raulito Saldarriaga.

Al llegar, noté que la puerta del edificio estaba abierta. Supuse que los muchachos habían salido a comprar más licor. Me molestó su descuido. Subí a trancos hasta el segundo piso con el afán de increpar a los que se hubieran quedado, pero la puerta del departamento de Raulito también se hallaba abierta. La chapa estaba rota. Habían algunos naipes y piezas de ajedrez regados en la entrada. Empujé la puerta con cierto temor, y el silencio hizo que el chirrido de las bisagras tuviera un efecto tétrico sobre mí. Afuera, el ruido de los autos me devolvía a la realidad. Lo pensé un poco antes de entrar.

Lo primero que vi fue el piso: había vasos rotos y cervezas regadas por toda la sala; las piezas de ajedrez y los tableros también habían volado por doquier. La mesa de juego estaba echada y las sillas, tendidas por el suelo, lucían rotas, como si hubiera ocurrido una gran gresca. El resto de la casa lucía el mismo desorden: Los aparadores y cómodas tenían los cajones abiertos, vacíos; la ropa estaba regada por el piso. Había incluso unas manchas de sangre en el baño. Un destello de lucidez me puso en alerta. Decidí salir.

El pánico casi me mata al llegar a la puerta. En un principio la oscuridad no me permitió reconocer a la figura que yacía parada en la entrada. Era Justina, la esposa de Gumer.

-Se los han llevado a todos. Ha sido horrible –repetía mientras lloraba a mares. Traté de calmarla, pero era en vano.

-¿Qué ha pasado, Justina? ¿Quiénes han sido? –le pregunté.

-Los de la PIP. Los policías han venido y se los han cargado a todos.

Justina tenía las manos en su barriga, como protegiendo al bebé que cargaba en su vientre. Sin embargo vi que algo caía entre sus piernas. Era un libro. Lo recogí. Era un volumen de Carlos Marx. Justina se llevó las manos al rostro y entonces cayeron algunos libros más: Engels, Lenin. Eran libros rojos, lo sabía, pero mi cabeza no funcionaba con claridad. Justina me llevó al tercer piso, donde vivía con Gumer. Mi asombro fue mayor al ver fotos del Ché Guevara y muchos panfletos que hablaban sobre Hugo Blanco, el FIR, la revolución y el comunismo. Justina, en su desesperación, había intentado inútilmente pasar algunos de ellos por el wáter. Le dije que iría a la comisaría, que seguramente había algún malentendido.

-¡No vayas! –me suplicó- Ellos no entienden. Te van a encerrar con los demás. Por eso nos vinimos a Lima. Yo le pedí a Gumer que buscara un trabajo y que se olvide de estas cosas. Pero ya ves que él no puede, no entiende.

Un dolor la aquejó. Me pidió que la ayude a sentarse. Llevó las manos a su barriga y gimió. Rogué para que se tratara de otro libro, pero Justina había roto la fuente. Con mucha dificultad la llevé en un taxi a la maternidad de Lima. Pensé en dejarla internada e irme, pero no pude hacerlo. Decidí esperar mientras fumaba un cigarrillo tras otro.

Mientras fumaba, pensé en Gumer y en el resto de amigos. No podía explicarme qué había ocurrido, por qué se los habían llevado de esa manera. Le di muchas vueltas al asunto, recordando los libros rojos, los panfletos del FIR, hasta que me quedé dormido.

Luego de unas horas, la voz de una enfermera me despertó.

-¿Señor?

Abrí los ojos. No sabía dónde estaba.

-Es un niño precioso, señor. Lo felicito. ¿Quiere conocer a su hijo?

Supuse que sería un poco difícil explicar lo ocurrido. Gumer habría querido conocer a su hijo y, ya que yo era el padrino, pensé que debía hacerlo en su nombre. Asentí. La enfermera me llevó hasta la habitación de Justina.

El niño se parecía mucho a su padre.

-¿Qué nombre la va a poner? –preguntó la enfermera.

Le dije que la mamá tenía la última palabra. Justina, entre sollozos, pidió que le pusieran mi nombre.

-No merece llamarse como su padre –me dijo. Tomó mi mano.

Dejé a Justina en el hospital con la promesa de visitarla. Le juré que regresaría con rosas y un regalo para mi ahijado. Retorné al edificio pensando que las monjas del Arzobispado me echarían a la calle al encontrar los destrozos. Sin embargo, hallé la puerta cerrada. Luego escuché ruido en el segundo piso. Subí con cierto temor. La puerta seguía rota, pero ya no había naipes ni fichas regadas en la entrada.

–No te quedes ahí parado, cojudo –me dijo una voz-. Entra y ayúdame.

Era Raulito Saldarriaga. Estaba barriendo la sala. Me quedé mirándolo, incrédulo, como si se tratara de un fantasma.

-Ese Gumer era un extremista –me dijo-. La policía lo andaba buscando desde hace meses, cojudo. Has tenido suerte de no estar acá. Nos han levado, nos han sacado la mierda y luego nos llevaron al Sexto, ¿te imaginas?, ¡al Sexto!

Vi los moretones en el rostro de Raulito y sentí pena. Le conté sobre Justina.

-Pobrecita –me dijo-.. Dudo mucho que Gumer salga. Estaba bien metido con los rojos, compadre, hasta el cuello.

No me dijo más y siguió limpiando. Decidí echarle una mano. Barrí los vidrios rotos y recogí algunas piezas de ajedrez que guardaba dentro de una bolsa. Me senté en la mesa a contar las piezas: había reunido un juego de ajedrez completo. Aunque las piezas no eran iguales, tenía treintaidós fichas, lo cual bastaba para mí. Tomé un tablero. Luego metí todo en una caja. Raulito me miró y esbozó una sonrisa.

-Llévatelo si gustas. No quiero saber nada con ese juego de mierda.

Eso hice. Y pasé muchos días revisando jugadas y aprendiendo nuevas aperturas. Terminé todos los ejercicios del libro que me había regalado Gumer. Los fui practicando poco a poco, a veces en el hospital, mientras atendían a Justina; algunas veces en el trabajo, durante la hora del almuerzo y en las noches, sobre todo los días viernes, cuando comenzaba a sentirme solo y extrañaba las reuniones con los muchachos. A veces me topaba con Raulito Saldarriaga, que me saludaba nervioso y apuraba el paso. Supe que lo habían echado del trabajo. Supe también que, algunos días después del incidente en su departamento, la policía había empezado a liberar a todos los arrestados. A todos, menos a Gumer. Finalmente, las monjas decidieron contratar a un nuevo conserje y tuve que empezar a empacar las pocas cosas de valor que tenía. Hice mi último recorrido por el edificio y aproveché en recoger la correspondencia.

Había un sobre a mi nombre.

Era una carta de la penitenciaría, remitida por Gumer. Al abrirla, encontré una hoja sucia y arrugada donde estaba apuntado, de mi puño y letra, la posición de una partida pendiente. Gumer sólo había añadido una breve pregunta en el viejo papel: “¿La terminamos?”

Indagué por el día de visitas en la penitenciaría y acudí a pesar de las advertencias de Raulito Saldarriaga y de la misma Justina, de que me podía meter en serios problemas. En la penitenciaría había mucha gente esperando por familiares o amigos recluidos. Se abrió una reja. Vi a un hombre delgado, de rostro solitario. Sin quitarme la mirada de encima se acercó. Tomó asiento. Entonces hizo una mueca a modo de sonrisa y me habló con voz apagada:

-¿Listo?

Saqué mi tablero, acomodé las piezas y reiniciamos el duelo. Gumer arremetía, pero yo me defendía dignamente. Recordé lo importante que era controlar el centro del tablero, así logré tomar algunas piezas que le restaron ofensiva a mi contrincante. Tras cada una de mis jugadas, Gumer me miraba y movía su cabeza con un gesto de aprobación. Finalmente, entre mi torre y mi dama logré encerrar a su rey.

-Jaque Mate –le dije.

Sonó un timbre en el ambiente. Un guardia abrió una enorme reja y otros, que rodeaban la sala de visitas, empezaron a llevarse a los presos. Gumer acercó su mano ante el rey vencido y, con el golpe de un dedo, lo echó sobre el tablero.

Mientras el rey rodaba entre los escaques, Gumer se puso de pie y cerró por un momento sus ojos. Parecía meditar algo. Luego se retiró a paso lento. De vez en cuando volteaba a mirarme. Yo seguía ahí, seguro de que no volvería a verlo, pensando en mis maletas y en mi nueva covacha del Jirón de la unión. Luego me fui sin mirar atrás, con un extraño sabor a pena y orgullo. Había ganado mi primera partida.

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Luis Humberto Moreno Córdova (Lima 1979) Escritor, estudió Gestión de Recursos Humanos en la universidad de San Martín de Porres. Ha publicado su libro de cuentos "La horas imperfectas".

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La vida exagerada de Bryce Echenique

Amado y odiado en partes disímiles, el autor de Un mundo para Julius bien puede ahora sentirse un extraño en su propio país, aquel pedazo de tierra desigual que le permitiera ser fuente de sus magníficos libros, pero que el paso del tiempo se ha encargado de llevárselo de un sutil, gris y triste plumazo.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Anteayer el escritor peruano Alfredo Bryce Echenique estuvo de cumpleaños y seguramente lo habrá pasado entre Francia, Italia o las siempre resucitadoras aguas de La Punta, esas que en algún momento (esperemos muy lejano) se convertirán en el lugar elegido para que sus cenizas se pierdan entre la bruma marítima y los arrullos de un oleaje hipnotizador.

Seguramente el octogenario escritor habrá recibido su onomástico con una copa de coñac o brandy en una mano, mientras divisaba a lo lejos, como recordando tiempos pasados, aquellos lugares, amores y amistades de su juventud. O tal vez lo efímero y cansino que se ha convertido esa etapa de su vida donde poco le interesa hablar de literatura peruana. O sencillamente imaginando capítulos enteros de algún libro inexistente, con personajes extraordinarios, exageradamente melancólicos y extraviados, pero llenos de una personalidad que solo él es capaz de impregnarles.

Amado y odiado en partes disímiles, el autor de Un mundo para Julius bien puede ahora sentirse un extraño en su propio país, aquel pedazo de tierra desigual que le permitiera ser fuente de sus magníficos libros, pero que el paso del tiempo se ha encargado de llevárselo de un sutil, gris y triste plumazo.

Tal vez se atreva a recorrer esas viejas calles limeñas como hace poco lo hiciera Mario Vargas Llosa en distintos puntos de la ciudad, contrastando ese antes y después que siempre resultará inevitable experimentar. Y es que su vida, amoríos, y pasión por las bebidas espirituosas son una invitación a retomar nuevamente esa vieja costumbre de sentarse a escribir en la soledad de una habitación o frente al solaz refugio de algún yate en el medio del mar. Eso quisieran muchos que lo haga una vez más para placer de sus seguidores, aunque ya él indicara hace unos años su retiro definitivo.

Resulta paradójico que siempre aparezca rodeado de cientos de libros en las últimas entrevistas que se le ha realizado, pero que poco o nada le interese sumar uno más de su inventiva a su librería personal. Claro, no se considera su última recopilación de cartas con su amigo François Mujica porque eso fue una sugerencia de su editor. Mientras tanto más abriles continuarán pasando, preguntándonos si finalmente dejaremos de esperarlo un año más.

Columna publicada en el Diario Uno.

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Sueño abisal

«Los humanos no dejan de mirarme extrañados, espantados, manteniendo su distancia, iluminándome con unos bloquecitos negros, es lo único que pueden hacer… es lo único que harán; muchos de ellos continuarán con sus vidas sedentarias, engordando y envejeciendo, leyendo historias de un pez horripilante y diminuto que al menos puede jactarse de haber sido conocido por todos».

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Por: Raúl Villavicencio H.

Sí, soy un pez, de apariencia espeluznante y poco atractiva. Muchos me llaman diablo, otros me consideran como un ser terrorífico, emisario de los desastres naturales, cuando lo único que he hecho fue nacer distinto a todos, fuera de las evocaciones de ternura que puede ofrecer la estúpida sonrisa de un delfín o la solemnidad de una estrella de mar.

Entre mis anhelos siempre fue conocer el exterior del océano, qué hay más allá de esta eterna oscuridad, y para ello me he propuesto subir, si es posible, hasta la superficie. ¿Cómo será? ¿Será tan distinto? ¿Existirán gigantes similares a los grandes depredadores? ¿Podré, acaso, obtener la quintaesencia de la vida? Qué será detrás de ese inmenso velo de espuma y mareas lunares.

Estoy más que consciente que este será un viaje sin retorno, y que no podré volver a contarles a todos cómo es ese “más allá”, de qué vale vivir sin recorrer lo nunca antes visto. No pretendo quedarme mirando lo mismo una y otra vez, cuando allá a lo lejos existe un tenue brillo que me quita el sueño cada noche. No busco ser uno más del montón, algo o alguien desconocido que nadie se percató que por un breve momento también forme parte de la lista de los vivos. Sin embargo, ¿cuántos de esos “vivos” pasan sus días dando vueltas constantemente, desaprovechando el tiempo en conocer? Me pueden llamar ingenuo, soñador, o demente, pero jamás conformista y cobarde.

Subiendo y subiendo, descansando solo por momentos, ese brillo cada vez crece más a la vez que mis fuerzas decrecen de manera proporcional. Nuevas formas aparecen, cantos de bienvenida o despedida me reciben cuando asomo por primera vez mi brumosa boca en ese mundo de éter. Un dios luminoso reina en lo que no son los dominios de los siete mares. “Por fin”, digo para mis adentros, mientras siento una agridulce resequedad. Todo es tan brillante, áspero y cálido.

Los humanos no dejan de mirarme extrañados, espantados, manteniendo su distancia, iluminándome con unos bloquecitos negros, es lo único que pueden hacer… es lo único que harán; muchos de ellos continuarán con sus vidas sedentarias, engordando y envejeciendo, leyendo historias de un pez horripilante y diminuto que al menos puede jactarse de haber sido conocido por todos.

Columna publicada en el Diario Uno.

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La marcha del cangrejo

Puede que los cangrejos caminen de costado, pero los humanos desde hace mucho tiempo nos movemos hacia atrás.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Un proverbio chino dice que el delicado aleteo de una mariposa puede sentirse al otro lado del mundo, explicando de manera didáctica una teoría que muchos científicos han venido siguiendo, la cual es la Teoría del Caos.

Esos pequeños cambios, como el simple e imperceptible aleteo de esa pequeña mariposa, pueden conducir a resultados no tan predecibles a mediano o largo plazo, observándose ese fenómeno en el cambio climático como los tornados, lluvias torrenciales o incendios forestales.

Hace tan solo unos días se supo en las noticias el plan de la Municipalidad de Chorrillos en querer volver a recubrir de arena la recordada playa La Herradura, la que por intervención del ser humano terminó con piedras toda su ribera. Sin embargo, eso que en un principio resultaba beneficioso para los veraneantes capitalinos terminó siendo perjudicial para los pequeños cangrejos o “arañas de mar” que tenían como hábitat esa tranquila y empedrada playa.

Y es que los cangrejos habían encontrado desde hace décadas el lugar ideal para reproducirse y habitar en armonía con la naturaleza, palabra que muchos humanos vienen olvidando su relevancia para la preservación.

Desde la era de la industrialización el ser humano ha querido abarcar más espacios geográficos como lugares donde radicar y formar ciudades, talando árboles, desviando ríos, dinamitando cerros, o quemando grandes hectáreas de áreas verdes para que se eleven imponentes rascacielos, con piscinas, áreas de esparcimiento o demás comodidades de las supuesta “gente civilizada”.

Una vez más ha quedado demostrado la poca empatía hacia la naturaleza, hacia los animales y todo ese equilibrio que ha tomado millones de años en conseguirlo. En menos de 200 años la especie humana se ha encargado de destruirla por completo, alterando el ecosistema, todo para beneficio propio.

Puede que los cangrejos caminen de costado, pero los humanos desde hace mucho tiempo nos movemos hacia atrás.

Hay cosas dentro del Universo que funcionan con el caos, un hermoso y perfecto desorden que hace posible que todo se mueva como un impresionante ballet estelar, y no es la excepción nuestro planeta que requiere, y le urge, una desaceleración en la vorágine del consumismo creada por la humanidad. Menos es más, dirán algunos, bueno, otros más precavidos opinan que esto se trata de una cuestión de vida o muerte.

Columna publicada en el Diario Uno.

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De la Tierra a la Luna de Paulet

Su relevancia es tanta a nivel mundial, pues sus ideas pioneras fueron el verdadero derrotero para la carrera espacial. En la actualidad, se le recuerda en los billetes de 100 soles o en un peculiar comercial de una academia militar.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Antes de que el hombre colocara por primera vez su pie en la misteriosa, lejana y brillante Luna, hubo un inventor peruano, arequipeño él, que entre sus sueños, casi 70 años atrás, podía rozar con las yemas de sus dedos la agreste y fría superficie lunar; entre su mundo de fantasías, Pedro Paulet viajaba hacia el infinito encima de un “motor- cohete” a propulsión inventado por él. Sus sueños, con el tiempo y la ciencia, se hicieron realidad décadas después, por lo que en la actualidad se le considera como el ‘Padre de la astronáutica’.

Inspirado en el cuento ‘De la Tierra a la Luna’ (1865) de Julio Verne, el ingeniero químico, geógrafo, escritor, inventor, arquitecto, periodista characato supo colocar los primeros cimientos para los vuelos espaciales, plasmando en detallados planos todas sus invenciones para conseguir semejante proeza, sin embargo, los pocos recursos le impidieron que su “motor – cohete” alce vuelo ante el imponente Misti de su ciudad natal.

El sabio arequipeño, en 1901, mientras todo el mundo volaba con hélices y combustible sólido, había construido un “motor -cohete” de vanadio capaz de generar una presión de noventa kilos, produciendo trescientas explosiones por minuto, utilizando para ello gasolina como combustible y peróxido de nitrógeno como oxidante. Todo eso lo realizó mientras estudiaba ingeniería en la Universidad de Paris. Su “Avión Torpedo” había nacido.

Tuvieron que pasar más de 20 años para que destacados científicos europeos como el austriaco Max Valier calificara el cohete de Paulet con una “asombrosa potencia”, o Wernher von Braun le diera el justo y merecidísimo reconocimiento ante toda la comunidad científica a Paulet por haber inventado aquel motor capaz de elevar a la humanidad hasta aquella esfera luminosa que cada noche nos invitara a visitarla.

Su relevancia es tanta a nivel mundial, pues sus ideas pioneras fueron el verdadero derrotero para la carrera espacial. En la actualidad, se le recuerda en los billetes de 100 soles o en un peculiar comercial de una academia militar.

El genio falleció un 30 de enero de 1945, casi culminando la Segunda Guerra Mundial. Siempre se opuso a que su invento sea utilizado por los Nazis para fines bélicos. Sus restos se guardan en un mausoleo del Cementerio Presbítero Maestro de Lima.

Columna publicada en el Diario Uno.

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La normalización de la basura

En la capital en muchos distritos se observan calles rodeadas de basura, dejadas por sus propios vecinos al frente de sus viviendas sin que nadie les diga que eso es incorrecto. Ellos, por costumbre y porque nadie les dice lo contrario, simplemente dan unos cuantos pasos y lo arrojan, despreocupándose de lo que pasará después.

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Por: Raúl Villavicencio H.

En el año 1969, el psicólogo de la Universidad de Stanford Philip Zimbardo realizó un experimento social que consistía en abandonar un auto deteriorado en una concurrida calle del Bronx, en Estados Unidos. Al poco tiempo, ese vehículo terminó siendo vandalizado por los sujetos que vivían por ahí, pues los sujetos entendieron que se trataba de un objeto de poca apreciación.

Similar ejercicio lo realizó esta vez en un vecindario acomodado, dejando un auto de idénticas características que el primero. Pasaron las horas, pero nadie se animó a tocarlo ni fijarse qué había dentro. Luego de varios días Zimbardo tuvo que intervenir golpeándolo con un martillo su carrocería y sus ventanas, rompiéndose varias de ellas. A las horas el destino de ese coche fue el mismo que el primero, siendo ‘canibalizado’ por los transeúntes.

Las conclusiones del psicólogo fueron más que reveladoras: no interesa el estrato social, si las personas ven que un objeto o inmueble luce descuidado, entonces su valoración hacia la misma se vuelve casi nula, haciendo lo que se les dé la gana con ella.

Años después, los criminólogos James Wilson y George Kelling, basándose en los experimentos de Zimbardo, elaboraron la famosa Teoría de las Ventanas Rotas, identificando los principios de la delincuencia callejera. Ellos explican que si una persona ve una vivienda con las ventanas rotas, o una calle poco iluminada, o un parque descuidado, esos espacios con el tiempo se pueden volver focos para la delincuencia, pues los sujetos identifican el desinterés como sinónimo de permisivo, y donde hay un lugar donde no hay mucho control y vigilancia esa zona es propicia para las fechorías y actos vandálicos, llegando a escalar incluso a delitos mucho mayores.

En la capital en muchos distritos se observan calles rodeadas de basura, dejadas por sus propios vecinos al frente de sus viviendas sin que nadie les diga que eso es incorrecto. Ellos, por costumbre y porque nadie les dice lo contrario, simplemente dan unos cuantos pasos y lo arrojan, despreocupándose de lo que pasará después. Así, viendo que el vecino bota su basura sin ninguna objeción, el vecino de al lado también lo replica. ¿Se entiende el símil?

Lamentablemente muchos ciudadanos han normalizado eso, sin percatarse de estar sembrando la semilla de la delincuencia.

Columna publicada en el Diario Uno.

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La fundación de Lima

En una soleada mañana de verano, ante la atenta mirada de los habitantes y curacas, Pizarro y demás autoridades militares y el clero dispusieron la colocación de una mesa en la Plaza Mayor, donde el escribano Real, Domingo de la Presa, escribía con tinta vegetal sobre un papel hecho de fibra de algodón el acta de fundación.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Los maravillados ojos de Francisco Pizarro apreciaron por primera vez a lo lejos el valle de Lima compuesto por extensos campos de cultivo, esplendorosas lomas tanto al norte como en el sur de lo que ahora es conocida como Lima Centro, frondosos bosques que se extendían cruzando el río Rímac hasta lo que hoy pertenece a la jurisdicción de San Juan de Lurigancho y demás distritos de Lima Este, apareciendo imponente el cerro San Cristóbal.

En ese entonces, los habitantes que se encontraban ocupando ese valle eran los Ichma (compuesto de varios curacazgos), originarios de ese lugar desde hace más de 500 años, quienes posteriormente fueron dominados por los Incas hasta la llegada de los españoles; sin embargo, su presencia no menguó pese al nuevo orden gubernamental impuesto por los vencedores.

Es ahí donde el conquistador peninsular, natural de Extremadura, un 18 de enero de 1535, luego de haber capturado en Cajamarca a Atahualpa tres años antes, funda la denominada Ciudad de los Reyes, en conmemoración a la festividad cristiana de la Epifanía.

Debido al pacifismo de los Ichma, los Incas les permitieron seguir con sus costumbres y administración, dejando que sus doce curacazgos continúen funcionando con total normalidad, eso sí, respondiendo finalmente a la autoridad del Inca todopoderoso.

Pizarro se encontró con todo eso. Las principales vías estaban destinadas para que los viajeros y naturales de la zona lleguen con facilidad a cada curacazgo, abriéndose los caminos entre la frondosa vegetación, llegando hasta las orillas del océano Pacífico donde los pescadores recogían la riquísima fauna marítima para transportarla a los Andes.

Los ríos Chillón, Rímac y Lurín, el clima, la generosa vegetación, la posición geográfica, y por supuesto su salida al mar por si se presentaba una rebelión, fueron las poderosas razones por las que Pizarro terminó por decidirse en cambiar a Jauja por Lima como nueva capital de lo que en 1543 será llamado oficialmente como virreinato.

En una soleada mañana de verano, ante la atenta mirada de los habitantes y curacas, Pizarro y demás autoridades militares y el clero dispusieron la colocación de una mesa en la Plaza Mayor, donde el escribano Real, Domingo de la Presa, escribía con tinta vegetal sobre un papel hecho de fibra de algodón el acta de fundación.

Columna publicada en el Diario Uno.

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Paremos a los Acuña o nos destruyen el país

Hagamos un llamado a los grupos políticos decentes, a esos que todavía les queda algo de moral, dejen de lado sus diferencias por un momento y enfrenten a esta mafia delincuencial que tomó por asalto el estado.

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Por: Jorge Paredes Terry.

El nombre de César Acuña Peralta se ha convertido en sinónimo de un oscuro capítulo en la historia política del Perú.  Su trayectoria, lejos de ser un ejemplo de liderazgo, se asemeja a una estela de escándalos de corrupción, nepotismo, autoritarismo y presuntos vínculos con el narcotráfico y el lavado de activos.  Desde sus inicios en la Universidad César Vallejo, una institución plagada de acusaciones de irregularidades académicas y financieras, hasta su paso por la alcaldía de Trujillo, la gobernación de la Libertad, el congreso y sus aspiraciones presidenciales, Acuña ha tejido una red de poder que ha dejado tras de sí un rastro de impunidad y desgracias políticas.

Las acusaciones contra Acuña no son nuevas.  El caso de la Universidad César Vallejo, con sus cuestionadas prácticas de admisión y sus presuntos manejos irregulares de fondos, es solo la punta del iceberg.  Su ascenso meteórico a través de la política, pasando por la alcaldía de Trujillo y la gobernación, ha estado marcado por denuncias de nepotismo, donde familiares y allegados se han beneficiado de su posición de poder, generando un círculo vicioso de enriquecimiento ilícito.  Su paso por el Congreso no ha sido menos controvertido, con acusaciones de obstrucción a la justicia y de utilizar su influencia para favorecer intereses particulares.

La más reciente acusación de proxenetismo, si bien aún se encuentra bajo investigación, añade una nueva capa de gravedad a las ya numerosas acusaciones que pesan sobre él.  Esta denuncia, junto a las anteriores, pinta un retrato desolador de un hombre que ha utilizado su poder para enriquecerse y mantenerse en el poder, sin importar las consecuencias para el país.  La presunta red de intercambio de favores con el poder Ejecutivo y Judicial, si se confirma, revelaría un sistema de corrupción sistémica que corroe las instituciones del estado y socava la confianza pública.

La impunidad con la que Acuña ha operado durante años es alarmante.  A pesar de las numerosas investigaciones y denuncias, parece que siempre ha logrado evadir la justicia, dejando una sensación de frustración y desánimo en la ciudadanía.  Su persistencia en la política, a pesar de las acusaciones, es una muestra clara de la debilidad de las instituciones y la falta de voluntad política para combatir la corrupción de manera efectiva.  La historia de Acuña es un llamado de atención sobre la necesidad de una reforma profunda del sistema político peruano, una reforma que garantice la transparencia, la rendición de cuentas y la aplicación de la justicia, sin importar la posición social o política del acusado.  Solo así se podrá romper el círculo vicioso de la corrupción y construir un futuro mejor para nuestra golpeada nación.

Las acusaciones de corrupción contra César Acuña Peralta son numerosas y abarcan diferentes etapas de su carrera política. Algunos ejemplos concretos son:

– Caso Universidad César Vallejo:  La universidad fundada por Acuña ha sido objeto de múltiples denuncias por irregularidades académicas y financieras. Se le acusa de prácticas de admisión cuestionables, manejo irregular de fondos y de otorgar títulos sin una debida formación académica.

– Nepotismo en la Alcaldía de Trujillo: Acuña fue acusado de favorecer a familiares y allegados durante su gestión como alcalde de Trujillo, otorgándoles puestos de trabajo y contratos sin un proceso transparente.

– Caso «Viteri»: Acuña fue acusado de negociación incompatible por supuestamente favorecer a una empresa en la adjudicación de una obra pública durante su gestión como alcalde. El Ministerio Público solicitó una pena de cinco años de prisión en su contra.

– Compra de panetones: Acuña fue acusado de usar fondos públicos para la compra de panetones a una militante de su partido durante una actividad proselitista. El Ministerio Público solicitó una condena de cuatro años de prisión.

– Red empresarial para ganar licitaciones:  Acuña y su hijo, Richard Acuña, fueron denunciados por presuntamente crear una red empresarial para adjudicarse obras públicas por más de S/ 10 millones en Trujillo.

– Caso «Plata como cancha»:  El libro «Plata como cancha: secretos, impunidad y fortuna de César Acuña», basado en la vida de Acuña, expone una serie de denuncias de corrupción, incluyendo presuntos vínculos con el narcotráfico y el lavado de activos.

– Condena por difamación:  Un juez condenó al periodista Christopher Acosta y a la editorial Random House por difamación agravada por las frases del libro «Plata como cancha» que mencionaban las acusaciones contra Acuña.  Esta sentencia ha sido criticada por atentar contra la libertad de expresión.

El Legado desolador de los Acuña

Las acciones de los Acuña no se limitan a un cúmulo de acusaciones de corrupción; representan un impacto devastador en la población peruana, un legado de desconfianza, desigualdad y sufrimiento que se extiende a lo largo de décadas.  Su trayectoria política, marcada por la opacidad y el enriquecimiento ilícito, ha minado la confianza en las instituciones, debilitando el tejido social y frenando el desarrollo del país.

La presunta relación de Acuña con el narcotráfico y el lavado de activos añade una dimensión aún más grave a su impacto.  Si se confirman estas acusaciones, se estaría ante un caso de corrupción que no solo ha robado recursos públicos, sino que también ha debilitado la seguridad nacional y ha contribuido a la proliferación de la violencia y la criminalidad.  El daño causado a la población peruana por las acciones de Acuña trasciende el ámbito económico; se trata de un daño social, moral y político que ha erosionado la confianza en el futuro del país.  Su legado no es solo una mancha en la historia política peruana; es una herida abierta que afecta profundamente la vida de los ciudadanos.  La lucha contra la corrupción no es solo una cuestión de justicia; es una necesidad fundamental para reconstruir la confianza y asegurar un futuro mejor para el Perú.

Un Llamado a la Unidad Nacional contra la corrupción

El Perú está en juego.  La corrupción, encarnada en figuras como César Acuña Peralta y su círculo, no es solo un problema político; es una amenaza existencial que está destruyendo el tejido social y económico de la nación.  Ya no podemos permitir que la impunidad prevalezca.  Es hora de dejar de lado las diferencias partidistas y unirnos en un frente común contra esta mafia delincuencial que ha tomado por asalto el país.

A los grupos políticos decentes, a aquellos que aún conservan un mínimo de moral y principios, les hago un llamado urgente a la unidad.  Dejemos de lado las ambiciones personales y las estrategias electorales mezquinas; la supervivencia del país está en juego.  Necesitamos una alianza estratégica, un pacto nacional contra la corrupción que trascienda las ideologías y las rivalidades.  Debemos construir un frente común que investigue a fondo las acciones de Acuña y sus cómplices, que exija justicia y que trabaje para recuperar la confianza de la ciudadanía.

No se trata de una lucha partidaria; es una lucha por la supervivencia de la democracia peruana.  La corrupción ha debilitado nuestras instituciones, ha generado desigualdad y ha robado el futuro de millones de peruanos.  Si no actuamos con decisión y unidad, si permitimos que la impunidad siga reinando, el país se desmoronará.  Es hora de actuar.  Es hora de exigir responsabilidad.  Es hora de construir un Perú libre de corrupción, un Perú donde la justicia prevalezca y donde la voz del pueblo sea escuchada.

Este llamado a la unidad no es una opción; es una necesidad imperiosa.  El futuro del Perú depende de nuestra capacidad para superar las diferencias y enfrentar juntos a esta amenaza.  Debemos exigir a nuestros representantes políticos que prioricen el interés nacional por encima de sus intereses personales y partidarios.  Es hora de demostrar que la corrupción no es invencible, que la justicia sí existe y que el pueblo peruano tiene el poder de recuperar su país.  ¡Basta de Acuña y de quienes como él se benefician de la impunidad! ¡Unidad por el Perú!

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La sombra de Nosferatu

El no muerto no ha llegado a entretenernos, así que esta película seguramente no será del agrado de la gran mayoría que solo quiere ir al cine a comer canchita, reírse e irse por donde vino.

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Por: Raúl Villavicencio H.

Cuando se anime a ver la nueva película de Robert Eggers no espere que una catarata de sangre, vísceras, y gritos despavoridos aparezcan cada cinco minutos. El silencio será una constante así como la oscuridad, invitando al espectador a querer acercar un poco más la vista para poder ver lo que se le presenta por delante. Sin embargo, el esfuerzo será muchas veces en vano porque así lo quiso el cineasta.

Esta representación cinematográfica trata de emular una pesadilla sumamente vívida, ese mal sueño que todos desean despertar pero no pueden, sintiendo estar atrapados en una secuencia de imágenes poco comprensibles, llenas de bruma y no del todo nítidas. Donde las voces se escuchan provenientes de otra habitación, llamándonos incesantemente por nuestro nombre, y aunque sabemos que eso está mal no tenemos otra alternativa que seguir avanzando, porque así es nuestra curiosidad.

El gran demonio que aguarda dentro de esa historia cubierta de espesura, típica del mundo onírico, es aquel que extiende sus extremidades hasta descubrirnos estáticos, desarmados por el miedo de lo desconocido y por aquel ser que invade nuestra privacidad en medio de la noche. Nada se puede hacer ante un ente capaz de estar y no estar, de descubrirse en el preciso instante donde volteamos la mirada para ver quién es ese que nos eriza la piel.

El Nosferatu de Eggers es horrendo, imponente y putrefacto, justamente para ocasionar el efecto necesario para que una persona se quedé inmóvil ante lo que ve, petrificado y tembloroso de pavor, sin mayor respuesta que una agitada respiración y el dilatamiento de sus pupilas.

Es de rescatar que en pleno siglo 21, donde ya incontables películas de terror recurren al grito inmediato para impresionar al espectador, (este, por decirlo de alguna manera, se encuentre “entrenado” y ya no le causa sorpresa un nuevo largometraje de corte oscuro) Nosferatu nos devuelve esa sensación extraviada entre tanto CGI de que aún quedan rincones en nuestra mente por explorar, y es precisamente en el plano subconsciente donde los demonios se encuentran liberados de cualquier atadura.

El no muerto no ha llegado a entretenernos, así que esta película seguramente no será del agrado de la gran mayoría que solo quiere ir al cine a comer canchita, reírse e irse por donde vino.

Columna publicada en el Diario Uno.

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