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Literatura

Cuento: Aquella Cosa Que Nunca Tuve

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CUENTO

AQUELLA COSA QUE NUNCA TUVE

Escribe Marilia Flores Franco


Ahora que estoy a puertas de la muerte siento la libertad que nunca tuve. Esa sensación de que el aire y yo somos uno, solo uno y de que no hay nadie más compartiendo mi empresa.

Antes de morir espero que llegue su visita. Pablo me ha avisado que llegará en Setiembre, y aunque falta mucho tiempo y el borrador de la pizarra no puede acortar esa línea negra tan larga, los días se están yendo como las estaciones se van de mi cabeza, sin ser sentidas.

Siempre tengo frío. Frío. Sea invierno o verano, el frío se ha apoderado de mí desde mi niñez y ahora es personaje importante de mi vida. Siempre con un gorrito en la cabeza porque las orejas, los oídos, el tímpano, todo se estrepita.

En estos días estoy esperando a mi madre, esperando a que haga lo que tenga que hacer y deje de hacer lo que le faltó hacer siempre en mi vida. En dos horas estaré en el psicólogo para una evaluación minuciosa de mi coeficiente intelectual, memoria y otros componentes que no puedo recordar porque hoy tampoco he dormido, ni una sola hora.

La ilusión que tuve en la mañana fue tan dulce y tan real que pudo haber sido un sueño, o quizá también uno de mis pensamientos recurrentes. Era una pesadilla, viva o muerta, una serpiente negra cogía la pierna de mi profesor de literatura… ¿qué más sucedió? Es tan complicado intentar conectar lo no conectable.

Estas pruebas neuropsicológicas se me tomarán en un tiempo de tres días, como dijo ayer la secretaria del psiquiatra que me está atendiendo por el momento.  Por el momento, porque mi negatividad continúa viva y me dice que no será fácil dormir uno de estos días.

Recuerdo cuando Pablo vino por primera vez  a mi casa. Tenía el corazón helado, pausado, pero no dejaba de sentirlo. Estaba en pijama por mi costumbre de recibir a mis amigos en pijama. A Pablo recién lo conocía de hace unos meses y lo invitaba a mi casa como queriendo dar un paso más, un poco temprano, pero quizá fue eso lo que le llamó la atención.

Abrí la puerta y su sonrisa fue lo único que pudieron captar mis ojos. Y seguía expandiéndose, delante del tronco y de las hojas que han seguido estando detrás de la casa de los vecinos. Había mucho sol y no podía abrir mucho los ojos, pero ahí estaba su sonrisa. Siempre su sonrisa.

Lo invité a entrar a mi casa mientras no podía dirigirle la mirada. No podía. Pisamos la sala principal de la casa y cuando quise cerrar la puerta, él cogió mi mano y la cerró por mí. Han transcurrido más de seis años y es difícil que los recuerdos bellos sean más bellos de lo que ya fueron.

Mi abuelo estaba sentado en el sillón de la habitación donde estaba la única computadora que teníamos en la casa por esos tiempos y al ver a Pablo se puso de pie al instante.

-¡Hola!

Un saludo iluso y desaforado salió de la boca de mi abuelo.

-¿Qué le pasó a tu mano?- preguntó.

Pablo tenía una de sus muñecas vendadas hasta la mitad del brazo. Pero él siempre la tenía vendada, también cuando lo veía de reojo en el colegio, así que no me preocupé.

Mientras él le explicaba a mi abuelo lo sucedido, yo los veía y ambos parecían amigos de toda la vida, riéndose, mirándose a los ojos. Ya se conocen, me dije. Por fin se conocen.

Pablo y yo seguimos de frente hacia mi cuarto. Era Diciembre, pasadas las Navidades, pasadas las fiestas y las alegrías, pero él llegó para darme la alegría más grande de mi vida.

No podíamos cerrar la puerta de mi cuarto porque ambos éramos pequeños y por esos tiempos yo no me permitía tanta privacidad con mis amigos, solamente para que la familia no pensara cosas que no debía pensar. Además, recién nos conocíamos.

Nos quedamos unos momentos en mi habitación. Él estaba nervioso, no sabía si sentarse o quedarse de pie. Eso es un comportamiento tan sutil en la vida de uno, pero cuando se comparte entre dos personas, suele volverse un poco complicado. Yo estaba tirada en mi cama porque era mi casa y así había que estar. Tenía quince años y toda una vida por delante.

Cuando pienso en él pienso en el amor de mi vida, en alguien a quién dejé ir y no sé si pueda recuperar.

Dicen que hay personas que se quedan con el recuerdo de su primer amor para toda la vida y que de viejos, sentados con un bastón en algún asilo para ancianos repiten y repiten el nombre de esa persona que les hizo ver la naturaleza y la vida viva. Parecerán locos a la vista de otros, pero dentro de sus corazones son solo amantes que nunca dejaron de amar.

Cuando pienso esto pienso que voy a terminar así. Que el paseo de ayer de dos horas en auto al hospital Larco Herrera fue un vaticinio de lo que se vendrá en algunos días y que yo quedaré encerrada en una habitación toda mi vida repitiendo el nombre de Pablo. Pablo, Pablo.

Pablo no fue mi primer amor, sin embargo es aquel que recuerdo con más simpatía. Me enseñó cómo jugar con papel periódico podía  traerme el mejor día de mi vida, me enseñó cómo ver una película varias veces con la misma emoción, como me dejó entrever él hace poco, en un correo electrónico que me fue difícil ver con ambos ojos.

Nunca le he contado a nadie que no pude olvidarlo, que han transcurrido seis años y sigue en mi memoria, que aunque no duerma todos los días, él está ahí acompañándome. Que aunque sienta dolor porque me dejó por irse a vivir a otra ciudad, él está en mi pequeño corazón.

Las lágrimas caen de mi rostro como todos los días, pero las de Pablo duelen más, porque solo necesito dos meses para volver a verlo y recordarle que lo quiero, que nunca voy a dejar de quererlo y que daría todo menos mis recuerdo de él porque se quedara a mi lado.

Él vive en otra ciudad desde hace ya varios años. Tiene una enamorada u otra enamorada, porque su mejor amigo me cuenta que cambia de pareja como de zapatos, pero utilizar mi tiempo pensando en él no es algo de lo que me arrepienta.

Ayer fui al hospital referido para poder conseguir unas pastillas con las que iniciaré un nuevo tratamiento, para ver si pueden alejar al insomnio de mí o si después de todo, mi razón nunca me abandonó y moriré en una triste muerte.

En el auto de mamá lloraba y lloraba porque recordaba a Pablo y a mi mejor amigo del colegio y pensaba estúpidamente que si llegara a estar en las condiciones exactas, vaticinadas para que me encierren en un hospital, sea normal, sea mental, ellos no me visitarían. Quizá sea verdad, quizá por la complicación del tiempo y del espacio, quizá por la complicación del qué dirán o por el miedo de acercarse a alguien que ya perdió la razón. Lloraba amargamente porque si pudiera traerlos de vuelta como dos pequeños llaveros y tenerlos en mi bolsillo, sería la persona más feliz de este vasto universo.

El insomnio se ha recrudecido y ya no es por ansiedad o por depresión, es puro insomnio. Eso es algo que mi psiquiatra no termina de entender, que yo cierro los ojos y con mi extraña habilidad de quedarme sin pensar me quedo sin pensar, pero que las horas transcurren y no me quedo dormida. Insomnio post trauma, querría decirle yo. Pero él es el doctor y yo ya no soy una paciente, hoy soy una persona que está en sus últimos días – duren lo que tengan que durar- y que quiere pasarla bien hasta que ya no pueda estar más en esta tierra.

Solo espero que mi muerte no le cause ningún daño a nadie o que nadie me extrañe, que, creo yo, será lo que sucederá.

El Hospital Larco Herrera me dio miedo, era de noche, y las curvas y las puntas afiladas de la edificación me hicieron remembrar  una película que vi sobre enfermos mentales. Una reja enorme constituía la puerta de entrada y no había, a mi vista, ningún guardia de seguridad. Un lugar desolado, en medio de la oscuridad que brinda la brisa del mar. Mi madre y yo esperamos en el espacio por unos segundos. Apareció una señora con una bolsa, apurada, como viniendo de alguna actividad que nadie quiere recordar. Mi madre bajó del auto y el guardia de seguridad apareció en sus ojos, ahí, escondido, en su pequeña casita, casi durmiéndose.

Decidí entrar aunque mi madre me dijo que me quedara en el auto. Decidí entrar con la idea de que algo más loco que yo podría alocarme más y así arrancar la locura de mí. Es decir, a partir del trauma hipotético de ver los interiores de un hospital mental al fin comenzaría a dormir como lo hacía antes. Entrecortado, poco, con pesadillas, pero de nuevo mi sueño.

 

Pablo y yo no podíamos permanecer en mi cuarto, porque la familia piensa mal y luego las explicaciones había que no darlas y esto y lo otro. Nos fuimos al escritorio de mi abuelo. Yo me senté en el sillón y él en la silla de la computadora. Como no podía verlo a los ojos, y esto él nunca lo ha sabido, cogí la nueva cámara de mis abuelos y comencé a tomarle fotos mientras él me miraba y no dejaba de mirarme. Y me sonreía. Sus ojos no eran negros, eran cafés y estaban clavados en mi mirada. Incluso con la cámara fotográfica interponiéndose entre los dos, incluso así, sus ojos estaban consumiéndome. Creo que lo notó, porque se sonrojó y no dejaba de reírse.

Antes de venir a mi casa, ambos habíamos hecho una apuesta divertida. No recuerdo los términos de la apuesta ni de qué trataba, pero yo perdí y él terminó con una bolsa de chupetes en la mano.

Esas fotografías tuyas continúan guardadas en mi correo electrónico y se van a quedar ahí hasta que tú regreses.

Como no sabíamos qué hacer y él no dejaba de mirarme, decidimos armar un rompecabezas. Para tener los ojos en las piezas y no en nosotros. Mientras conversábamos, mis mejillas seguían coloreándose más y más. ¿Cuánto rojo puede haber en esta tierra?

El sonido de un celular nos interrumpió. Era su mejor amigo, Diego. Sentí que estaban hablando de mí, porque él dijo “en su casa”. Ya. En esos tiempos todavía no conocía a profundidad a su uña y mugre, así que no le presté tanta atención a la llamada. Solo veía las vendas entreveradas en su muñeca y quería saber la razón de la lesión, pero no me atrevía a preguntarle. No me atrevía a preguntarle nada, pero quería decirle tantas cosas. Quise decirle tantas cosas.

El rompecabezas que armamos tenía de dibujo una casita roja rodeada por un campo lleno de árboles y rosas rojas. A ambos nos gustó la fotografía, lo que nos urgió a intentar terminarlo el mismo día. Pero ya era hora de almuerzo. Y yo siempre recuerdo las  “horas de almuerzo” como “horas desgraciadas de tener que mirar a tu amigo a los ojos” y qué se diga de los pies debajo de la mesa, si eso sucede.

Las manos me temblaron, ese día que le serví la comida, me temblaron. Aún recuerdo el plato de fondo, carne con arroz. Le pregunté si quería postre y me mató.

“Lo que me sirvan tus manos está bien”.

Esa es una frase que he podido reproducir fielmente por el resto de mis días.

Yo tuve que tomar una dieta porque estaba con mi famosa gastritis hundiéndome. Y aunque me demoraba mientras me metía cada cucharada a la boca, él me decía que me demorara lo que quisiera, que él tenía todo el tiempo del mundo.

Pero yo lo veía consultar constantemente su reloj. Pablo, ¿por qué siempre veías tu reloj?

 

Ya es tiempo de ir al centro psicológico a que me realicen la prueba de tres días. Pablo puede esperar. Eso pienso. Porque yo lo esperé por seis años. Y lo seguiré haciendo.

 

Mi madre y yo llegamos al centro antes de lo pactado. Entre su urgencia por llegar, lo único que nos esperó fue el televisor con la misma telenovela de siempre y la secretaria sentada detrás de su escritorio.  La cita era a las dos y siendo la una y cuarenta y cinco de la tarde, el aburrimiento me abatía. Son mis últimos días –pensaba- y me gustan las pruebas psicológicas. Aguardaba con impaciencia.

Para pasar el rato, le enseñé uno de mis escritos a mi madre, quien por segunda vez me dirigió esa mirada que ya le conozco desde que le enseño lo que escribo. Tragedia. Desazón. Un pensamiento de: Hijita, estás mal, ¿por qué escribes esto?

La discusión comenzó.

–          Mamá, nunca te gusta lo que escribo.

–          No se trata de gustarme o no gustarme, no me gusta pues, es deprimente.

–          Mamá, no es deprimente, ¡es feliz! -intentaba convencerla.

–          Es la vida de… comencé a contarle la historia con todas las alegrías que un nuevo escrito me traían, pero mi madre empeoraba la expresión facial a cada palabra que le decía.

–          Es deprimente.

–          ¡Mamá! ¿Entonces para qué te enseño lo que escribo? A nadie le va a gustar ahora –le dije tristemente.

–          Solo porque no me guste a mí no significa que no le guste a los demás. Quizá – y lo dijo como si quisiera que yo lo entendiera más que nada- hay personas como tú, muchas personas que SON COMO TÚ y les gustará lo que escribes.

–          Pero, mamá, Titanic es una obra maestra y es hermosa.

–          Es deprimente, no puedo, la película es deprimente. Esto deberías enseñarle al psiquiatra.

–          Pero si quieres se lo enseño. Además, ¿qué tiene que ver? Tienes que ser capaz de diferenciar un pensamiento de un libro.

–          Sí… sí – dos vagas afirmaciones salieron de sus labios  claro. Pero esto es lo que tú piensas de verdad pues.

–          Mamá, es simplemente un libro. La historia es linda.

–          Entonces debo ser yo la que está mal.

La conversación continuó, pero mi tristeza también. Mi madre nunca estará a gusto con lo que escriba, pensé.

Era la una y cincuenta y seis de la tarde y el presunto psicólogo no se aparecía.

–          Mamá, ¿no me van a atender?

Mi mamá se levantó del sillón en el que tan lindamente nos habíamos colocado y fue directamente hacia donde la secretaria, un poco presurosa. No porque mi madre cumpla fielmente las nociones de puntualidad y respeto, sino que tenía que regresar al trabajo en una hora y el estrés de no ser atendida comenzaba a subirse como una enredadera por sus sienes.

–          Señorita, ¿a qué hora van a atender a mi hija?

–          Este es el que le va a realizar las pruebas  – la secretaria entonces señaló a un hombre que estaba a su lado.

En mi afán por enseñarle un poco de mi arte a mi propia madre, había perdido de vista al hombre que había entrado al edificio minutos atrás. Pensé que era algún trabajador de ahí, de estatus bajo. El cargador de cajas.

Se había inmiscuido, quizá porque recién llegaba, quizá para ver a su paciente desde lejos sin que ella se sienta notada. Me pareció interesante su entrada.

Mi mamá también se sorprendió. Lo vi en su rostro.

–          Ah, ¿es él quien le va a realizar las pruebas?

–          Sí, señora – dijo el hombre cortésmente- yo soy el psicólogo.

–          ¿Y a qué hora se las va a tomar, ah? – preguntó mi mamá recelosamente.

–          A las dos en punto, señora – le respondió la secretaria.

Mi mamá regresó cabizbaja al sillón donde se encontraba todo mi cuerpo desparramado.

 

Pablo, Pablo. Acaba de llegarme un correo electrónico suyo. Pensaba que ya estaba mejor. Durmiendo sin pastillas. Nunca le dije eso. Espero verte pronto, le respondí entonces.

 

La secretaria del centro psicológico nos indicó que fuéramos subiendo por las escaleras. Al tercer piso, la tercera puerta a la izquierda. Sinceramente, parecía que me estaba mandando al baño, pero bueno, ¿quién era yo en esos momentos para no acatar órdenes?

–          Mamá, ¿dónde está la tercera puerta? – Le pregunté dubitativa mientras sentía un ligero temblor en el cerebro. No podía con las puertas, ¿por qué habían tantas?

–          Anabella.

Una voz dijo mi nombre, mi cabeza se asomó a la puerta. Ahí estaba el psicólogo sentado en su gran silla.

Cuando dijo mi nombre sentí algo extraño. No estoy acostumbrada a que se aprendan mi nombre a la primera. Siempre he tenido problemas con eso.

El psicólogo me llevó con un ademán de manos a mi respectivo asiento mientras invitaba a pasar a mi madre.

–          Siéntese, señora.

–          ¿Qué hace aquí? -pensé- Mi madre siempre dice cosas que no son…después va a decir que estoy resentida con el mundo, ay, ¿por qué no se va?

Y el psicólogo comenzó con las preguntas de rutina. Mencionarlas sería reproducir el monólogo clínico de mi abuela, así que en resumen pasamos del parto al nido, del nido a la primaria, de la primaria a la secundaria, de la secundaria al abandono de mi madre, y del abandono de mi madre de vuelta a su regreso ya para trabajar en el mismo centro en el que yo estudio. Desarrollo social, intelectual, conductual.

Mi madre se fue, porque el psicólogo la botó amablemente. Y entonces comenzó la diversión.

¿Por qué me afanan tanto los psicólogos? – pensé.

–          Ok. Empezamos -dijo él.

Me preguntó si ya me habían hecho ese tipo de pruebas antes y le dije que sí, que varias, pero nunca tan detalladas. Era la primera vez que me mostraban fotografías y me preguntaban que faltaba. Preveo que era para el tema del déficit de atención que refirió el psiquiatra que me trata y con el que concuerdo… al menos en eso.

Las imágenes se pausaban, se hacía la pregunta, se intentaba arduamente encontrar una respuesta, se encontraba la respuesta, a veces no, y la prueba terminó.

Terminó -pensé fatalistamente- Qué pena, yo que me estaba divirtiendo.

Pero la situación mejoró. Adicciones. De un tema a otro, de una naranja a un plátano, de izquierda a derecha, no sé cómo, pero siempre, siempre, llegamos al tema de las adicciones. Mi asunto favorito. El que me ha traído tantas felicidades. Las cosas malas, esas no las recuerdo.

–          ¿Dónde crees que nacen las adicciones?

La primera vez que me lo preguntó me quedé perpleja. El término “dónde” puede tener muchas significaciones. Bajé la cabeza.  Odio las preguntas sin respuesta. Me aclaró que se refería a la parte orgánica.

¿Dónde nacen las adicciones, en qué parte del cuerpo?

–          Ah, en el cerebro  –le dije.

Y entonces le conté de mis antiguas y amadas adicciones y de mis antiguas y amadas proezas, porque me las arranqué todas, todas, insulsamente todas.

 

A veces pienso que esperar a Pablo va a ser una tarea más complicada de lo que creí. Incluso cuando hemos mantenido el contacto, poco, pero las suficientes veces estos meses, incluso así, los días transcurren tan lento porque no duermo. Veinticuatro horas son las que siento en mi interior, conectadas a otras veinticuatro.

 

Ese día, que cayó día de los Inocentes, no le regalé a Pablo una de esas bromas pesadas que solía hacerle a mi abuela, colocarle una cucaracha o un escarabajo – hasta una lagartija- en el hombro para que se pusiera a gritar y a gritar como lo hacía todos los años, mientras viéndose al espejo intentaba quitarse la quimera cosa del hombro, sino que le regalé un llavero.

El día anterior la familia había salido de paseo conmigo. Extrañamente. A almorzar. Habíamos estado en Barranco. Y allí siempre encuentras lo que buscas. Yo encontré un llavero, me costó un sol, pero compré dos iguales y fue en ese preciso instante en que el llavero pasó de ser una nadería a ser algo preciado para mí. Y quizá una manera poco percatada de amarrar a alguien. Pensaba regalárselo a Pablo, pero me daba un poco de vergüenza.

Cuando terminamos de almorzar, regresamos a armar el rompecabezas. Yo me moría de sueño y él me decía: Anto, Anto no te duermas. Luego me decía, Anto, mejor duérmete, así te quedas dormida en mis brazos… Parecía la frase de otro galán más, pero la pausa con que me la dijo, esa no la he olvidado. Extendió sus brazos mientras yo intentaba encontrar una de las perdidas piezas del rompecabezas, de esas que siempre faltan en el borde. Y mientras intentaba por todos los cielos no quedarme dormida…

Tenía un polo negro, y su venda, su bendita venda me quería, o me lo demostraban. Me hice la loca, otra frase más, pensé. Y así continuamos armando el rompecabezas.

Luego se nos ocurrió la idea de ir al cine. Ir al cine en estos días es como leer un libro, ¿quién no lo hace? O más bien ¿quién, a causa de la depresión, no lo ha dejado de hacer? Quien como yo. Ir al cine para nosotros era toda una ilusión.

Veía su espalda acomodada en la silla de mi cuarto, polo verde, espalda, espalda…. mientras yo me acomodaba las pantuflas en la cama.

–          Pablo, ve a traer el periódico.

–          ¿Para qué?

–          Para ver las funciones, pues – le dije con cariño.

Y ya estábamos en el cine. Fue esa película que vimos la que nunca pudo borrarse de nuestras memorias. Elizabethtown. La película catalogada como la peor del año por no sé quien, pero era nuestra película.

Antes de que comenzara, en la tanda de propagandas y trailers, Pablo no dejaba de reírse con las escenas de una película cómica. Su risa se escuchaba en toda la sala. Varias personas le secundaron la risa mientras él se movía en el asiento desesperadamente. A punto de convulsionar estaba el chico. Y yo pensé: ¿Por qué se ríe tan lindo?

Él me miró como queriendo que me ría, pensando extrañado que no me reía. Pero es que la películas cómicas no me dan risa, le dije.. Pero no se inmutó. Al menos su mirada, seguía ahogada en mí.

Mientras veía de reojo a Pablo, como quien no quiere la cosa, me di cuenta de que las escenas del padre y del hijo en juventud  le hacían recordar a su papá, a quien no veía muy frecuentemente. Interiormente, mi preocupación pasó de la trama de la película a la trama del interior de la sangre de Pablo. La música de la película nos transportó hasta un mundo nuevo.  Las lágrimas cayeron de mi rostro, y esa primera vez él no se dio cuenta.

En el tiempo que transcurrió la película, Pablo con un ojo fijo en mí – habilidad que es inconcebible para cualquier ser humano- y el otro en el filme, me tocaba el hombro derecho con ese dedito índice suyo que ya todos le conocían en el colegio. Y eso que aún no tenía DNI.

Regresamos como dos tontos felices a mi casa, y entre el camino de la avenida, lleno de tiza azul grisácea y árboles, iniciamos  una vaga conversación sobre nuestras vida. Es una pena que no recuerde mucho de esa charla, pero sí de su caminar, lento y bailarín por toda la alameda.

Tengo deseos de llorar de nuevo, porque aunque solo hayan sido seis años, te sigo queriendo Pablo.

Mi madre llega a la casa, a la acostumbrada tarea de intentar tranquilizarme para adentrarme en el estado vegetativo de los sueños. Lo que olvida es que cuando pienso sobre Pablo no hay nada más sobre qué pensar. Y en estos días el pensarlo me deja un sentimiento dulce en el corazón. Porque me dejó, pero yo nunca lo voy a dejar de vivir en mi memoria.

He llorado, tanto esta tarde, tan tristemente porque el recuerdo de Pablo y de mi antiguo mejor amigo, Sebastián, me carcome por dentro.  Justo cuando pensaba mandarle un correo electrónico de auxilio a este último, porque necesito de su presencia cuando mis lágrimas caen por la noche, el gran Internet ha desaparecido. Desesperada le he dicho a mi madre que le dé una llamadita a Sebastián, que necesito verlo.

Ha sido tanto el llanto que me he ido a dormir y no he podido conciliar el sueño con la nueva pastilla. No porque no funcionase, pues hoy a las seis de la mañana al levantarme sentí un profundo cansancio y una sensación de que si me hubiera quedado en la cama hubiera entrado en sueño, sino porque de tanto llorar se me ha tupido la nariz y mi rinitis alérgica ha empeorado.

¿Qué estaría haciendo Sebastián ayer a las diez de la noche? Porque no contestaba el teléfono. A veces siento que tiene toda la razón del mundo para no hacerlo.

Fui hacia la cabaña de mi madre. Abrí la puerta. Ella todavía no había abierto el ojo. Su cuerpo tembló.

–          Ves hijita, por llorar es que tienes la nariz así.

Me quise reír, pero recordé que hace más de un año lloré por la misma razón, por extrañar a un mejor amigo que ya no puede seguir siéndolo. Y que esas lágrimas tardaron en terminar.

Mi madre me trajo un antialérgico, para lo cual se demoró mucho, mucho tiempo y luego me trajo el desayuno. Allí fue donde me perdí, porque yo seguía esperándola abrigándome como podía con todas las sábanas y frazadas en la cama y convirtiéndome en una empanadita… pero ella no llegaba… y entonces hubo un momento en que volteé a ver la mesa de noche de mi madre, con la lámpara y la siempre presente virgencita fluorescente, y el desayuno estaba metido ahí, casi cayéndose.  ¿En qué momento entró a la cabaña?, ¿me dormí por unos segundos?
Regresamos a la casa. Pablo y yo nos quedamos conversando un momento en la puerta principal y luego procedimos a entrar. Recuerdo que sacó su billetera y entonces me enseño la colonia que usaba. Llegamos a una riña de personas que se quieren.

–          A ver tu perfume.

–          Es colonia.

–          Perfume, colonia, es lo mismo.

–          No. Los hombres no usan perfume. Usamos colonia.

–          Lo que sea. A ver, échate un poquito.

Pablo se echó un poco de colonia en un su brazo izquierdo, el que no tenía la venda, y me lo puso rápidamente debajo de la nariz.

–          ¿Te gusta?

Yo no era una fanática de los perfumes o colonias, me producían alergia, pero comprendí entonces que ese era el olor que había estado disfrutando desde que él entró a mi casa.

Pablo seguía mirando su reloj. Y yo pensaba que era muy pronto para que él se fuera. Pero tenía un hermano pequeño que cuidar y su madre siempre fue estricta con él. Y yo era una pequeña niña tonta, así que no tenía ninguna buena razón para decirle que se quedara. Pero igual se lo dije.

–          Quédate.

–          No puedo, mi mamá me está llamando – me decía mientras veía su celular.

–          Vengo otro día.

Puse mi carita de puchero, porque siempre la pongo cuando quiero algo y no me hacen caso. Así funciona.

–          Ya, está bien. Un ratito más.

Fuimos al escritorio de mi abuelo y Pablo se sentó esta vez en el sillón. Se le notaba cansado y tenía ojeras rodeándole los ojos. Pero se echó ahí el desgraciado, como si fuera su sillón.

–          Voy a cerrar mis ojos –me dijo ese día que no olvido- Hazme lo que quieras.

Estábamos solos o relativamente solos. La empleada estaba rondando por otras habitaciones de la casa y estaba muy oscuro. Yo lo vi  y lo volví a ver y él seguía con los ojos cerrados.

–          Porsiacaso, yo estoy aquí a tu disposición…

–          ¿Sí?

–          Sí. Ya te dije que puedes hacerme lo que quieras.

Tragué saliva.

–          Pero – haciéndome la tonta- ¿qué te puedo hacer? O sea –estaba utilizando mi tono lineal de la alta sociedad limeña- no sé qué estás esperando…

–          Oh… – su rostro se entristeció- está bien, los abriré.

Y abrió sus pestañitas que eran más largas y gruesas que las mías. Era lo que más me atraía de su cuerpo, sus pestañas y su pelito enrulado. Nuestros ojos se quedaron en el otro por un largo tiempo.

Recuerdo cuando en el colegio, días atrás de su primera visita a mi casa, Pablo había estado siguiéndome solapadamente, como quien está interesado pero no termina de confesarlo. En ese sitio educativo siempre nos obligaban a formar filas y como ambos éramos de años diferentes, la fila india de su salón se formaba paralelamente a la mía.

Yo me quedaba estática. “No me miren”. Le preguntaba a cualquier amiga que estuviera delante o atrás de mí si Pablo me estaba mirando. Y la chica me decía que sí. Qué vergüenza.

Uno de esos días volteé, y lo vi. Sus ojos… no… todo su rostro estaba fijo en mí, su pelo enrulado y sus ojos caídos, su sonrisa que ya no podía ser más grande, y su manita levantada queriendo saludarme.

Por eso te dije que ese saludo impasible comenzó contigo. Levanté mi manita y te respondí el saludo, pero la sonrisa la tuve que inventar porque estaba tan caliente que ya no podía reaccionar.

Las filas indias comenzaron a moverse al mismo tiempo. Qué afán el de las profesoras por querer que continuáramos cerca si ya había acabado el recreo, ya había acabado el: “Antonella, ven, que Pablo quiere hablar contigo”.

Mis amigas mayores, las que estaban en su mismo salón, tenían como diversión unánime el  juntarnos a los dos en el recreo. Primero me lo presentaron. Al día siguiente, volvieron a presentármelo, y continuaban haciéndolo. Nunca las voy a olvidar. Me jalaban del brazo y aunque yo me detenía y no quería, me llevaban hacia él y hacia su mejor amigo. Hacia ese grupo de cuatro chicos, los chicos de cuarto de secundaria.

Ya estoy de nuevo donde el psicólogo. Necesito una inyección, no quiero, pero ya no puedo más. El cansancio es parte ya de mis piernas y me impide llegar con urgencia al tercer piso. Me he golpeado contra la pared. Mi madre camina firme detrás de mí.

Pruebas con números, pruebas con cubos, pruebas de memoria… ¿por qué llegamos a hablar de Pablo? Es un recurrente no pedido, pero es imposible no sonreír al mencionarlo.

Estoy preocupada porque Sebastián no le ha devuelto la llamada a mi madre. Más que por mí, porque le haya ocurrido algo a él. Siempre estoy pendiente de su salud como si fuera la mía y eso quizá no le guste mucho.

El psicólogo se ha quedado anonadado con mi idea de volverme loca. Es que siento que voy por ese camino. Que la voz de Pablo y una que otra canción del recuerdo me llevan a la cordura, pero que nada más me lleva a la cordura. Le conté que cuando inicié el tratamiento psiquiátrico, recibí una llamada de él, y que me fue imposible no alegrar mi voz. Estaba llorando en mi cama, pero su voz y su cuidado me dejan siempre apacible.

La inyección a la que me refiero es para dormir, porque a mi abuela le han colocado tantas que pienso yo, insistente e ingenuamente, ¿por qué no pueden ponerme una a mí también? Si la realidad cada vez se hace menos real, o ya ¿qué es real?, déjenme en el sueño, en ese profundo, que despertaré como un cielo nuevo, como un nuevo ser. Pensar en el futuro, en lo que se vendrá, en si funcionará el nuevo tratamiento luego del Valium que quiero que me metan a la vena es cosa del futuro. Si algo aprendí – y lo digo cómicamente- en la experiencia de mi vida, es que el futuro es futuro, y hay que vivir el día. Como una perdida. Pero… estoy perdida, ¿cuánta más perdición hay en este mundo?

En las pruebas psicológicas a las que me sometieron hoy hubo un cuestionario de preguntas que presumo son para definir la personalidad y trastornos patológicos, pero había una incógnita repetida: ¿le gustan las flores?, ¿le gusta plantar flores en su casa?

En ese momento pensé que habían escrito ese cuestionario para mí, porque amo la naturaleza y creo que comenzaré a plantar flores en mi casa. Claro, si es que la abuela no se enoja porque ya hay muchas plantas en la casa, o mucha vida, diría yo más bien.

La parte de los cubos, de formar figuras extrañas con los cubos que me iba dando el psicólogo me dio la certeza de que debía inyectarme el Valium pero ya, porque una de las últimas figuras que vi fue una casa abstracta que nunca pude formar con los cubos. Nunca.

Mi madre llama insistentemente al psiquiatra que me atiende para ver si me pueden “dormir a la fuerza” como ha referido ella. Porque, ya no doy, mamá. Estoy sentada en el sillón principal de la casa, en el que una vez estuvo sentado Pablo, esperando a que el psiquiatra se digne a contestar porque siento que ya no puedo más. ¿Dónde están todos?

Parece que me van a colocar tres ampolletas por tres días. Porque mis ojeras son más grandes que mis probabilidades de morir. Porque ya no puedo más, mamá.

Le he avisado a mis mejores amigos, antiguos, otros nuevos, que estén pendientes, que no se pierden, porque no quiero volverme una drogadicta. Una adicta a la solución más fácil para dormir. Veo las luces de mi cuarto y veo que juegan entre ellas, forman figuras geométricas y luego se deshacen en el espacio. Como los cubitos de hoy en la tarde. Los deshacía con mis manos.

Tengo miedo de no despertar después de una de esas inyecciones, o lo que es más temible, despertar muy temprano, a los ocho minutos de haberme quedado dormida, como sucedió con una operación  que me realizaron hace poco, o a las tres horas. Si es así, Dios, que no sea así, si es así, ya no sé qué voy a hacer. ¿En qué mundo de medicamentos me han metido?, ¿qué otros medicamentos existen para dormir? Siento que ya están gastando todas sus energías en mí y siento que hay algo que no están descubriendo. La razón de mi insomnio. Yo tampoco la encuentro.

Quiero avisarle a Pablo, pero un correo electrónico que leerá luego de semanas no es el medio más adecuado para hacerlo. Ya le avisé a Sebastián, pero parece que su celular ya no es suyo y es de otra persona, porque no me contesta. ¿Dónde estás, Sebastián?, ¿estoy tomando el camino adecuado? Porque me duele escribir. Y mis amigas dicen que es solo el camino hacia la decadencia.

Mi antiguo profesor de literatura ha sabido darme paz, por segunda vez. Me ha respondido el mail mandado pidiéndole ridículamente que rece por mí. Él no cree, a veces, ni en su profesión. Es que yo sigo diciendo que es un padre para mí.

Una de mis grandes amigas me hace recordar que hoy sentí  la muerte. Salí a la calle y el vapor, la neblina, el día frío, el invierno que llegó, llegó a decirme que este día se parece tanto al día en que sentí  que mi tía iba a morir, vi una sombra cubriéndole el rostro… y se parece tanto al día en que murió Heath Ledger por sobredosis de pastillas para dormir… Estoy atormentada y tengo pavor, pero mi profesor de literatura y nuestra pequeña cita de profesor-alumna este viernes me deja en calma, porque sé que aguantaré hasta el viernes.

Pablo me ha respondido por el celular, bastante preocupado y entonces, después de seis años lo valoro más que nunca. Porque Sebastián sigue sin aparecerse y Pablo fue el primero en responder. Siendo un mujeriego, y siendo aborrecido por mis mejores amigas que me decían por años que lo olvide, Pablo está ahí, lejos, pero cerca en el pensamiento.

La enfermera ha llegado. Traída a rastras a la casa porque ya son las once de la noche y hay que dormir a Antonella. Busca en su bolso de primeros auxilios una aguja que esté estéril, nueva o que parezca nueva. Me baja la pijama mientras veo su maquillaje de miedo pelo y me mete la punta filuda en la parte trasera. Para que me olvide del mundo. No lo sentirás, dijo.  No la sentiré, repito, mientras pienso que esa libertad que tanto anunciaba fue ilusión de mi mente, pues la visita fue concebida desde hace más de seis años y sigue siendo concebida.

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Literatura

«Un cadáver sobre la ciudad», por Ricardo Piglia

Un texto del libro Formas breves, del escritor y crítico literario argentino.

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Una tarde Juan C. Martini Real me mostró una serie de fotos del velorio de Roberto Arlt. La más impresionante era una toma del féretro colgado en el aire con sogas y suspendido sobre la ciudad. Habían armado el ataúd en su pieza, pero tuvieron que sacarlo por la ventana con aparejos y poleas porque Arlt era demasiado grande para pasar por el pasillo.

Ese féretro suspendido sobre Buenos Aires es una buena imagen del lugar de Arlt en la literatura argentina. Murió a los cuarenta y dos años y siempre será joven y siempre estaremos sacando su cadáver por la ventana. El mayor riesgo que corre hoy su obra es el de la canonización. Hasta ahora su estilo lo ha salvado de ir a parar al museo: es difícil neutralizar esa escritura, se opone frontalmente a la norma de hipercorrección que define el estilo medio de nuestra literatura.

Hay un extraño desvío en el lenguaje de Arlt, una relación de distancia y de extrañeza con la lengua materna, que es siempre la marca de un gran escritor. En este sentido nadie es menos argentino que Arlt (nadie más contrario a la «tradición argentina»): el que escribe es un extranjero, un recién llegado que se orienta con dificultad en el vértigo de una ciudad desconocida. Paradójicamente, la realidad se ha ido acercando cada vez más a la visión «excéntrica» de Roberto Arlt. Su obra puede leerse como una profecía: más que reflejar la realidad, sus libros han terminado por cifrar su forma futura.

Los relatos de Arlt (y en especial los extraordinarios cuentos africanos, que son uno de los puntos más altos de nuestra literatura) confirman que Arlt buscó siempre la narración en las formas duras del melodrama y en los usos populares de la cultura (los libros de divulgación científica, los manuales de sexología, las interpretaciones esotéricas de la Biblia, los relatos de viajes a países exóticos, las viejas tradiciones narrativas orientales, los casos de la crónica policial). La fascinación del relato pasa por el cine de Hollywood y el periodismo sensacionalista. La cultura de masas se apropia de los acontecimientos y los somete a la lógica del estereotipo y del escándalo. Arlt convierte ese espectáculo en la materia de sus textos. Sus relatos captan el núcleo paranoico del mundo moderno: el impacto de las ficciones públicas, la manipulación de la creencia, la invención de los hechos, la fragmentación del sentido, la lógica del complot.

Arlt es el más contemporáneo de nuestros escritores. Su cadáver sigue sobre la ciudad. La poleas y las cuerdas que lo sostienen forman parte de las máquinas y de las extrañas invenciones que mueven su ficción hacia el porvenir.

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Literatura

«La abeja haragana» de Horacio Quiroga

Un cuento del escritor uruguayo publicado en su libro «Cuentos de la selva».

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Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.

Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.

Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.

Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:

—Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.

La abejita contestó:

—Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.

—No es cuestión de que te canses mucho —respondieron—, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.

Y diciendo así la dejaron pasar.

Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:

—Hay que trabajar, hermana.

Y ella respondió en seguida:

—¡Uno de estos días lo voy a hacer!

—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le respondieron—, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar.

Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:

—¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!

—No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido —le respondieron—, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de abril. Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.

Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.

Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.

La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.

—¡No se entra! —le dijeron fríamente.

—¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita—. Esta es mi colmena.

—Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le contestaron las otras—. No hay entrada para las haraganas.

—¡Mañana sin falta voy a trabajar! —insistió la abejita.

—No hay mañana para las que no trabajan— respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.

Y diciendo esto la empujaron afuera.

La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.

Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, al tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.

—¡Ay, mi Dios! —clamó la desamparada—. Va a llover, y me voy a morir de frío. Y tentó entrar en la colmena.

Pero de nuevo le cerraron el paso.

—¡Perdón! —gimió la abeja—. ¡Déjenme entrar!

—Ya es tarde —le respondieron.

—¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!

—Es más tarde aún.

—¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!

—Imposible.

—¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:

—No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.

Y la echaron.

Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.

Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.

En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacía tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.

Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:

—¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.

Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró, sino que le dijo: —¿qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.

—Es cierto —murmuró la abeja—. No trabajo, y yo tengo la culpa.

—Siendo así —agregó la culebra, burlona—, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.

La abeja, temblando, exclamo entonces: —¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.

—¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero —. ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta?

—No, no es por eso por lo que nos quitan la miel —respondió la abeja.

—¿Y por qué, entonces?

—Porque son más inteligentes.

Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:

—¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate.

Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:

—Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.

—¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? —se rió la culebra.

—Así es —afirmó la abeja.

—Pues bien —dijo la culebra—, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como.

—¿Y si gano yo? —preguntó la abejita.

—Si ganas tú —repuso su enemiga—, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?

—Aceptado —contestó la abeja.

La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:

Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.

Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.

—Esto es lo que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien, atención!

Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.

La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:

—Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.

—Entonces, te como —exclamó la culebra.

—¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que nadie hace.

—¿Qué es eso?

—Desaparecer.

—¿Cómo? —exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa—. ¿Desaparecer sin salir de aquí?

—Sin salir de aquí.

—¿Y sin esconderte en la tierra?

—Sin esconderme en la tierra.

—Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida — dijo la culebra.

El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.

La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:

—Ahora me toca a mí, señora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga «tres», búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!

Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente:» uno…, dos…, tres», y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.

La culebra comprendió entonces que, si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde estaba?

No había modo de hallarla.

—¡Bueno! —exclamó por fin—. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?

Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita— salió del medio de la cueva.

—¿No me vas a hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con tu juramento?

—Sí —respondió la culebra—. Te lo juro. ¿Dónde estás?

—Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.

¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que, al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.

La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.

La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.

Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.

Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.

Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.

Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.

Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:

—No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos —la felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.

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Literatura

El viaje en el tiempo

Cuento infantil

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Por Alexander Derek Benites Negrete

Diario 1:

14/10/2058

¡Por fin! Después de años de investigación lo hemos logrado. ¡Creamos la máquina del tiempo! Nos hemos unido las mentes maestras del mundo Matías, Cristel y quien escribe esto, Alexander. Unos villanos, Pepe y Guillermo, también lo lograron, pero ellos han alterado el pasado. Tenemos tiempo limitado para arreglarlo o se alterará el presente. Todo esto estará en 3 diarios: el número uno está a mi cargo, el dos a cargo de Cristel y el tercero a cargo de Matías.

(Viajan en el tiempo)

16/09/1070

Primera parada, estamos aproximadamente por el año 1100 d.c. con los hermanos Ayar; en esta línea temporal, han alterado el canon al convencer a Ayar Manco, Ayar Uchu y Ayar Auca de no encerrar a Ayar Cachi; pero como no sabemos quechua no nos podemos comunicar con ellos.

17/09/1070

Nos quedamos el primer día practicando en duolingo, así que hoy Matías irá a convencerlos de encerrarlo, ya que es peligroso, mientras Cristel y yo nos quedamos protegiendo nuestra pequeña cabaña de madera, que se encuentra en un lugar montañoso, rocoso y con mucho sol, además de que tiene mucha vegetación.

(30 minutos después)

¡Matías ya volvió! Logró convencerlos, ya salvamos una de las líneas temporales, pero Pepe y Guillermo han alterado más……

Diario 2

11/08/1482

¡Hola!, este es el diario dos, soy Cristel y estoy a cargo de este diario, ahora hemos viajado a la época dorada del imperio incaico. En esta línea temporal han destruido los tambos, los cuales tenían muchas reservas de comida y, para rematar, también destruyeron los andenes y las qochas, dejando este imperio en cenizas. Ahora todo se ve gris, el suelo ya no es fértil, etc. Para ayudarlos iremos todos a apoyarlo a reconstruir; si lo hacemos bien, arreglaremos todo en menos de un año, tendremos que viajar por el Antisuyo, Collasuyo, Contisuyo y Chinchaysuyo.

(9 Meses y medio después)

¡Ya acabamos! Fue más fácil al ya saber quechua. Para no alterar el futuro, les dijimos que no nos den reconocimiento alguno; la misión fue un éxito y una delicia, ya que durante nuestra estancia comimos muchos alimentos, algunos de esos alimentos son la papa, el camote, la yuca, el chuño, el maíz, el cuy, la quinua, el pescado, la lúcuma, etc. Ahora sólo nos quedan dos líneas temporales más por salvar.

10/10/1524

En esta línea temporal, el trio de la conquista, conformado por Francisco Pizarro, Diego de Almagro y Hernando de Luque, fue convencido de no zarpar por ser muy peligroso. El plan será que Alexander los haga cambiar de opinión, ya que en la vida los riesgos son necesarios.

(30 Minutos después)

¡Funcionó!, Alexander ya volvió y logró convencerlos de partir, la misión fue un éxito. Vamos por la última línea temporal.

08/04/1533

Ya llegamos a la última línea temporal. Estamos en la batalla de los españoles contra los incas, pero antes de que pudiéramos reaccionar encontramos a Pepe. Con un ataque sorpresa, lo lograríamos atrapar. Él me comentó que por más que nos esforcemos no lograríamos cambiar nada porque tenían planes para neutralizar tres de las principales causas de la caída del Tahuantinsuyo, así que tuvimos una reunión de emergencia. Matías comentó que deberíamos dividirnos y lograr que no se ejecutaran los planes. Alexander y yo asentimos con la cabeza. Justo antes de que nos fuéramos comenté: “¡Esperen!, mejor dejemos a Pepe con un aldeano para evitar que escape”.

“Cierto”, dijo Alexander. Así fuimos rápido a dejarlo; luego, nos dividimos de esta manera: Matías se encargará de efectuar la captura de Atahualpa, yo de hacer que los pueblos se unan al imperio español y Alexander de evitar que el chasqui le lleve la información de la cura de las enfermedades al Amauta. El primero en completar su misión fue Matías, ya que le comentó a Francisco Pizarro el plan principal y los planes alternativos de tal forma que ganó mucha confianza y aceptó.

Yo fui la segunda, porque les hice acordar a los pueblos todo lo que sufrieron cuando los conquistaron, y todos nos reunimos para la misión de Alexander, ya que no teníamos forma de saber dónde se encontraba el chasqui o la casa del Amauta. Al final, llegamos después del Amauta y cuando creímos que habíamos fallado, nos dimos cuenta que a Guillermo se le había olvidado traducir todo al idioma quechua, entonces rápidamente nos llevamos las hojas y las rompimos. Misión Completada, además las consecuencias de la caída de este imperio fueron la expansión del castellano y la religión católica, también hay cambios en la gastronomía y finalmente la pérdida de oro y plata.

Diario 3:

¡Hi!, el que escribe esto es Matías, el cual está a cargo de este diario. Por fin volvimos a nuestro presente, sólo que nueve meses, dos semanas y tres días después, que es el tiempo que estuvimos en las líneas temporales. Nuestro presente está un poco cambiado, ya que nos demoramos mucho, ahora sólo toca esperar que todo vuelva a la normalidad. Alexander preguntó mientras tanto: “¿Por qué no vemos cómo cambió nuestro presente?”.

“Claro”, respondí. Así que fuimos a ver como cambió, primero observamos que al no zarpar los tres socios de la conquista, no trajeron alimentos esenciales como la lechuga, la uva, la lima (limón), el arroz, el trigo, el ajo, la cebolla, la carne de pollo y de vaca; luego, observamos que si el imperio incaico hubiera caído antes de la conquista por parte de los españoles, no llegarían a conquistar tanto, por lo cual no se juntarían con tantos pueblos, por lo que no tendríamos tan buena gastronomía, ya que este fue de los primeros sincretismos culturales del Perú. Cuando terminamos la caminata, Alexander dijo: “Bueno, finalmente lo logramos sólo queda esperar”.

“Sí”, dijimos Cristel y yo; de repente, Cristel dijo: “¡Esperen!, ¿Qué nos asegura que Guillermo no haya llevado cosas del presente para salvar a Pepe?” Hubo un silencio por unos dos segundos, hasta que comenté: “si ya lo han hecho tenemos que estar preparados, usaremos las botas voladoras y un gancho triple para cada uno, esto todavía no se ha acabado…” (CONTINUARÁ)

(*) Es el autor, nacido el 20 de abril del 2014. No envió su cuento inédito hasta el día de hoy, y espera que sea del agrado de todos.

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Literatura

Comenzó la Ruta Lectora en SJL: Biblioteca sobre ruedas de la «Ruriteca Móvil»

Nuevo espacio literario en SJL

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Con el objetivo de democratizar el acceso al libro y la lectura a la comunidad , la Municipalidad de San Juan de Lurigancho, a través de la Biblioteca Municipal Ciro Alegría inicia el recorrido de su servicio de extensión de biblioteca rodante.

RURITECA MÓVIL recorrerá  parques, colegios, losas, barrios llevando lectura, talleres, juegos, para miles de escolares y familias, complementando los servicios culturales que habitualmente ofrece la biblioteca municipal ahora en todas partes del distrito.

La RURITECA MÓVIL, es una iniciativa del Alcalde Jesús Maldonado que surge como una respuesta a la necesidad de fomentar la lectura y la educación en zonas donde hay dificultad a acceso a servicios culturales.

Conoce la ruta lectora de la RURITECA MÓVIL:

📚Viernes 29 noviembre

I.E. Antenor Orrego (Zárate)

8:00 am – 5:00 pm

📚Lunes 02 diciembre

I.E. Micaela Bastidas (Motupe)

9:00 am – 4:00 pm

📚Miércoles 04 diciembre

I.E. Antonia Moreno de Cáceres (Mariscal Cáceres)

9:00 am a 4:00 pm

📚Viernes 6 de diciembre

I.E. 052 José Carlos Mariátegui

(Av. Ampliación Oeste s/n)

10:00 am a 1:00 pm

Turno Mañana primaria

📚Miércoles 11 diciembre

I.E. Gotitas de Amor

(Av. Héroes del Cenepa)

9:00 am – 4:00 pm

📚Jueves 12 diciembre

I.E. San José Obrero

(Mariscal Cáceres)

9:00 am – 4:00 pm

📚Domingo 15 de diciembre

Festival de Mangomarca

Parque Cívico Mangomarca

8:00 am a 9:00 pm

📚Martes 17 de diciembre

I.E. 128 La Libertad

(Urb. Inca Manco Capac)

2:00 pm a 5:00 pm

Turno tarde secundaria

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Literatura

Padre e Hija Escritores Peruanos Reciben Distinciones Internacionales

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En un emotivo evento celebrado en el Hotel Crowne Plaza de Miraflores, el periodista y escritor peruano Richard Morris Riofrio fue reconocido con dos distinciones internacionales por su novela histórica de ficción, “Rosalba de Altagracia”. La Lic. Issa Arguetas tuvo el honor de entregar estos prestigiosos reconocimientos, uno otorgado por la Real Academia de Arte y Literatura, Filial de los Estados Unidos de América, y el otro por el Consejo Mundial de la Paz, en el marco de su participación en el 1er Congreso Mundial de la Paz y las Artes celebrado en Michoacán, México, en 2024.

Richard Morris, quien también es Mensajero para la Paz de la ONU, se encuentra en el proceso de lanzamiento de su nueva novela de autoficción, “La Noticia Inversa”, un proyecto que promete generar un gran impacto en la comunidad literaria. Su compromiso con la paz y la promoción del arte continúa marcando su carrera como escritor.

Por su parte, su hija, Kiara Morris Rodríguez, a sus 13 años, ya es una figura destacada en el ámbito literario. Actualmente, es embajadora cultural del Bicentenario y recibió la Distinción Internacional Infantil Líder de Paz en Ecuador, otorgada por su contribución a la paz y la cultura. Su obra “Érase una vez en Moore” ha sido adaptada al teatro, lo que subraya su talento y su capacidad para conectar con diferentes públicos a través de las artes.

Ambos escritores representan un claro ejemplo del potencial creativo peruano, mostrando que la literatura puede ser un vehículo poderoso para la paz y la cultura. Richard y Kiara se han comprometido a seguir promoviendo el arte y la literatura, con la esperanza de inspirar a las futuras generaciones.

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Literatura

Hijo de Mario Vargas Llosa afirma que su padre está bien de salud

Tras la cancelación del viaje de MVLL a Madrid para recibir un homenaje, y luego de filtrarse información que indicaba que su estado de salud se encuentra en un nivel muy delicado, su hijo Álvaro ha salido a responder que el Nobel ha tenido que reducir sus actividades debido a su avanzada edad.

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El escritor Mario Vargas Llosa no asistió a la gala de la ‘Catedra Vargas Llosa’ en San Lorenzo de El Escorial en Madrid, en la cual iba a ser homenajeado y se quedó en Lima tras cancelar su viaje. En tanto, en su representación asistió su hijo Álvaro Vargas Llosa, quien aprovechó para afirmar que su padre, se encuentra bien. A pesar que su familia desde hace algunos meses se ha resistido a comentar sobre su real estado de salud.   

«Mi padre tiene casi 89 años, está en el umbral de los 90 años, es una edad a la que uno tiene que reducir un poco la intensidad de sus actividades y él lo ha hecho», afirmó el hijo del Nobel de Literatura en un acto público.

El escritor MVLL ingresó a la Academia de la Lengua Francesa.

Álvaro, además mencionó que la familia está “muy unida” y que su madre Patricia, “está muy pendiente de su padre”, y que “probablemente estará en Perú hasta fin de año” y que no puede dar una fecha exacta para su próximo viaje.

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Literatura

Han Kang se convierte en la primera escritora surcoreana en ganar el Premio Nobel de Literatura

Escritora se impuso a autores como Can Xue, Haruki Murakami o Anne Carson, quienes se encontraban entre los más voceados.

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Contra todo pronóstico, la Academia Sueca decidió otorgarle el Premio Nobel de Literatura a la escritora surcoreana Han Kang, quien fue galardonada “por su intensa prosa poética, que saca a la luz traumas históricos y expone la fragilidad de la vida humana”, según declaró el secretario permanente de la Academia, Mats Malm.

Para los miembros del jurado, la autora ilumina la “conexión entre el cuerpo y el alma, los vivos y los muertos”, y su “estilo experimental” supone una innovación en la prosa contemporánea.

La escritora de 53 años es hija del también escritor Han Seung –won. Nació en Gwangju en 1970, pero creció en Seúl desde los once años. Estudió Literatura Coreana en la Universidad Yonsej de Seúl y se licenció en 1993. Debutó con poemas que aparecieron en la revista Literatura y Sociedad, pero se dio a conocer como prosista.

En 1994, ganó el premio literario del periódico Seoul Shinmun. Posteriormente, publicó varios volúmenes de relatos. En 1999, ganó el premio a la mejor novela coreana. En 2000, el «Premio para Jóvenes Artistas de Hoy», del ministerio de Cultura y Turismo. Y, por último, en 2005, el premio de Literatura Yi-Sang.

La reciente galardonada con el Nobel de Literatura ha trabajado como periodista para las revistas Water of the Deep SpringJournal of Publications y Spring. Su primera novela, La vegetariana (2007), fue llevada al cine en 2010 y recibió el prestigioso premio Booker Internacional en 2016. Está traducida al castellano, al igual que otra novela suya, La clase de griego. En la actualidad, Han enseña escritura creativa en el Instituto de las Artes de Seúl.

Foto: difusión.

Un galardón inesperado

Como todos los años, las especulaciones sobre los posibles galardonados no se hicieron esperar. El chino Can Xue, la canadiense Anne Carson, el escritor indio-británico Salman Rushdie y el japonés Haruki Murakami eran considerados candidatos prometedores. Algunos se consideran ya eternos favoritos y, una vez más, se han ido con las manos vacías.

Después del Nobel de la Paz, el de Literatura es el más reconocido. Los galardonados y sus editores también se benefician de ello gracias al aumento de la demanda de libros.

Según contó Mats Malm, secretario permanente de la Academia Sueca, cuando llamó a la autora para comunicarle la buena noticia, Han Kang estaba almorzando con su hijo. La escritora ha prometido acudir a Estocolmo para la ceremonia de entrega del galardón, el 10 de diciembre.

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Literatura

Jack Martínez, de mototaxista en SJL a ser catedrático de Literatura en Nueva York

Escritor peruano es en la actualidad profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Hamilton.

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Sus primeros diez años los pasó en las alturas de La Oroya (Pasco), entre recios obreros de la mina como su padre, bares de mala muerte donde no era extraño ver a uno que otro borrachín, olor a azufre y tierra recién escarbada. La madre de Jack Martínez siempre quiso una mejor vida para su menor hijo; es así que no lo pensó dos veces cuando la empresa donde laboraba su esposo le ofreció vivir en la capital.

Fue así que el pequeño Jack, ya de 11 años, y su madre llegaron al convulso y desordenado distrito de San Juan de Lurigancho (SJL).

“La primera vez que llegué nos bajamos en lo que era el último paradero de ese arenal, que hoy es la estación Santa Rosa. No recuerdo una noche tan oscura. Sin luz eléctrica, eran chozas y había que tantear con los pies para avanzar y así fue que llegamos. Al día siguiente, al despertar, lo primero que sentí fue el sol terrible sobre la arena (era verano). Fue un choque fuerte. No solo en lo material, sino también en lo cultural”, recuerda Jack.

De esta etapa rescata que pudo conocer un micropaís ahí y crecer con ellos positivamente; “había gente que venía del norte, del sur, de la selva. Gente que se veía diferente a mí y yo diferente a ellos. Crecí junto con el distrito. Recuerdo la primera vez que pusieron el agua y desagüe, fue una fiesta para todos”, relata el escritor para la agencia Andina. Hasta los 16 años, Jack fue parte de la educación estatal, y aunque su vocación y talento no afloraron de inmediato, fue la tradición oral la que lo hizo acercarse a este mundo.

Soñaba con ser periodista deportivo y Ovación era su dial favorito. La academia preuniversitaria era el paso obligado si quería estudiar Comunicación Social en la Universidad San Marcos.

Sin embargo, tuvo un extraordinario profesor que les narraba con gran habilidad diversos contenidos y que una vez delante del jovencísisimo Jack recibió su paga en efectivo.

“Dije , ¡wao! yo quiero que me paguen así… quiero ser profesor. Y comencé a leer. Así postulé a Literatura e ingresé… mis compañeros venían de distintas realidades. Fue impactante ver a compañeros que en lugar de una mochila llevaban sus libros en bolsas de plástico negras y otros que gozaban de muchas comodidades y vivían en lugares que jamás había visitado”. Fueron encuentros que la vida le planteó.

Sin tenerla fácil, en plena crisis, Jack tuvo en aquel entonces trabajar también como mototaxista para solventarse, contando con el apoyo familiar.

De ahí, el Icpna le abriría sus puertas y conocería el mundo de las exposiciones y así pasaron cinco años.

“Un amigo regresó al Perú tras estar becado y él me guió por ese camino y decidí apostar”. Dejó la zona segura, la locura de dejar todo lo establecido e irse a estudiar. “Creo que mi familia pensaba que bromeaba y no me tomaban muy en serio. Igual seguí adelante y cuando llegó el momento le dije a mi novia ´(hoy mi esposa) que me iba y si quería irse también”, recuerda.

“Después de seis años de ese primer viaje, logré invitar a mi mamá. Antes creía seguro que trabajaba en algo más y que lo de la beca era un invento para dorar la píldora, pero luego vio que todo era real”, señala con orgullo tras culminar su maestría en la Universidad de Connecticut.

Al año siguiente, obtuvo otra beca para el doctorado en Northwestern (Chicago). Durante sus años de doctorado, además de investigar y escribir la tesis, publicó su primera novela, Bajo la sombra (2014), que tuvo excelente recepción crítica. En el 2017 se gradúo como doctor y publicó su segunda novela, Sustitución. También ese año empezó como profesor en la Universidad de Hamilton, en Nueva York.

Su mejor novela. Jack es el personaje principal de su historia. Foto: Hamilton College.

En el 2024 acaba de publicar su tercera novela, Te he seguido. En la Universidad de Hamilton enseña escritura creativa, formando jóvenes escritores. También enseña literatura peruana, promoviendo nuestra rica tradición en los estudiantes estadounidenses.

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