AJENA
Por Luis Humberto Moreno Córdova
Jaime había insistido en juntarnos esa noche con unos amigos. Yo, la verdad, detestaba a la gente; no sentía necesidad de conocer a nadie más. Todos eran lo mismo, todos eran uno, todos estaban clonados. Aún así accedí y apenas si me puse algo de colonia. Llegué al bar. Jaime me pasó la voz. Me senté a su lado. Lo hice porque Jaime era de pocas palabras y eso para mí era el paraíso. Pedí una cerveza.
Mis amigos hablaban siempre de lo mismo. Trabajo, ascensos, maestría, despidos. Matrimonio o divorcio. Otra maestría. Vidas clonadas, mundos clonados, sueños clonados. Me aburrían. La mesera trajo mi cerveza.
Reparé en la mesa vecina. Una chica, sentada frente a mí, se abanicaba con una servilleta. Llevaba un polo manga cero a rayas, de color azul con plomo. Tenía un escote enorme por donde corría hilillo de sudor. Su cabello era negro, la piel canela y los ojos enormes se clavaban en mí como estiletes. Me detuve en sus ojos.
Nos miramos por un segundo. Luego, sin dejar de abanicarse, desvió su atención hacia la pista de baile. Era guapa. Sus manos delgadas ondeaban la servilleta con tal gracia, que convertía su bochorno en una agradable comezón entre mis pantalones. Arregló un mechón de su larga cabellera negra y volvió a mirarme. Esta vez no quitó la mirada de encima. Sus labios permanecían rígidos, sin expresión alguna. Pero sus ojos echaban una chispa gloriosa. Era como un animal furtivo, contemplando su presa.
-Si no la sacas a bailar a hora, te pasarías de huevón –me dijo Jaime. Mis amigos clonados seguían discutiendo sus desgracias.
-¿Tú crees? –le pregunté sin dejar de mirarla.
-Apúrate. No creo que tengas toda la noche.
Decidí arriesgarme. Prendí un cigarrillo y me puse de pie. No había reparado en que tenía que pedirle permiso a Jaime y a un par de amigos más para salir de la mesa, lo cual hice con mucha torpeza y dificultad. Cuando estuve fuera me sentí demasiado cojudo. Tenía dos opciones: ir por ella o irme al baño y olvidarme del asunto.
-Ya ve, carajo –me dijo Jaime con el rostro enjuto.
Fui. Me sentía demasiado cojudo.
-¿Bailamos? -Le pregunté, señalando con mi pulgar la pista de baile. Sentí que entre mi solicitud y su respuesta transcurriría un año.
-Claro –respondió y se puso de pie. Era bajita, llevaba un jean apretado que realzaba sus caderas.
Fuimos a la pista y bailamos. Simplemente bailamos. Ella se movía con un ritmo tendencioso y yo trataba de surcarla con lo mejor de mi repertorio, que era poco. Tenía olor a colonia de baño que sin embargo me excitaba más, violentaba mis entrañas. Vi como el pequeño rocío de sudor reaparecía entre sus tetas. Entonces la música entró en sus golpes finales. Di algo, pensé. Vamos, maldito inútil, di una puta palabra para que se quede a tu lado.
-Me llamo Adrián –le dije, sin dejar de bailar. Ella dio media vuelta y pegó su espalda a mi cuerpo. Luego se acercó de forma peligrosa y me susurró al oído.
-Yo soy Joana.
Sentí un cosquilleo en mi oreja que bajo por mi cuello, por mi espalda, por mi abdomen hasta traducirse en una gota que humedeció mi ropa interior. Apenas si pude esbozar palabra.
-Encantado de conocerte, Joana. ¿Quieres seguir bailando?
-La verdad, no.
Sentí un vacío, como cuando se baja por un ascensor de hospital o te botan del trabajo. Entonces me dijo:
-Me cago de calor. Quisiera salir un rato.
Reí. Le pedí que me esperara y fui a mi mesa por cigarros. De salida compramos un par de cervezas pequeñas en la barra. Nos sentamos en el parque. Unos skaters hacían piruetas cerca a la pileta, y en las bancas vecinas las parejas se devoraban a besos.
-¿Estás mejor aquí? – le pregunté. Hacía todo lo posible por no mirar más que su rostro.
-Más o menos –contestó, y sorbió su cerveza- Me jode ver tanta gente. ¿Quieres que te muestre un lugar?
-Seguro.
Terminamos las cervezas y me tomó de la mano. Cruzamos la avenida Pedro de Osma e ingresamos por una callecita desolada. Se sentía el olor del mar. Los postes alumbraban con miedo. Al fondo se divisaba una escalera que daba hacia la Bajada de baños. Los lugares oscuros siempre me ponían nervioso. ¿Qué estás haciendo, Adrián?, me preguntaba, ¿qué rayos estás haciendo?
Llegamos a las escaleras. Una pareja se besaba al final de éstas, maldito amor. Nos vieron y se marcharon. La música de las picanterías se oía a la distancia. Joana prendió un troncho.
-¿Y qué haces por la vida? –pregunté. Me sentí un clon. Como mis amigos.
-Pinto.
En mi cabeza corría la posibilidad de que sea cualquier cosa, menos pintora.
-¿Eres pintora?
-No lo sé. Pero me gusta pintar. Y eso hago –respondió mientras echaba una bocanada de humo que me mezclaba con el aire salobre.
¿Pero no trabajas en otra cosa? –insistí.
Joana rió. Me pasó el porro. Le di un par de pitadas y se lo regresé. Un grupo de borrachos cruzó a nuestras espaldas pero alargaron su rumbo. Tal vez querían un porro, como nosotros. Sentí que había dañado la conversación convirtiéndola en un interrogatorio. Intenté disculparme:
-Oye, discúlpame. No quise sonar a…
-¿Y a ti qué te gusta hacer por la vida? -me preguntó con una enorme sonrisa. Sus dientes parecían hechos de nieve. La yerba me estaba trepando.
-Trabajo en una consultora.
-No. Te pregunto qué es lo que te gusta hacer por la vida. -dijo, mientras volvía a pasarme el porro. Esta vez, el humo de su boca salió como un hilillo largo y pronunciado que se perdía al tocar la luz del único poste que nos amparaba. Terminé de fumarlo.
-Me gusta escribir –respondí
-¿Eres escritor?
Reí. Ella rió conmigo. Luego recostó su cabeza en mi hombro. La recibí con confianza y tomé su mano, como si la conociera de años. Ella frotó mi mano con su pulgar y yo correspondí. Tomé su rostro y recogí su cabello hacía atrás. Vi sus ojos, profundos, pero doblegados. Los dos olíamos a cerveza y marihuana. Nos besamos. Fue un beso húmedo, pronunciado y sereno. Un beso de manos quietas. Cuando nos dimos un respiro, Joana me preguntó, jadeando.
-¿Quieres que te pinte?
Asentí. Mi celular empezó a sonar. Era Jaime. No contesté. Antes de apagarlo, le envié un mensaje de texto: Todo bien, tío. No paso nada. Ya estoy en mi jato. Me despides de la gente.
Tomamos un taxi con rumbo a Surco. Llegamos a una casa de tres pisos. El tercer piso tenía una entrada independiente. Joana sacó sus llaves y abrió una rejita que daba paso a unas largas escaleras. –No te preocupes, creo tener un vino en la refri –dijo.
Al entrar a su casa, quedé impresionado. Era un solo ambiente separado por muebles. Había una pequeña cocina separada por un muro alto, como la división de un bar. La sala tenía un sofá y una mesa pequeña, llena de revistas. Al lado había una puerta que asumí sería el baño y otra más grande que podía ser su dormitorio. Luego había un gran espacio lleno de lienzos, caballetes, una mesa cargada de botes de pintura y pinceles remojados en disolvente. Habían también dibujos, muchos dibujos. Joana prendió unas luces tenues. Daba la sensación de que seguíamos sentados en las escaleras de Barranco. Saqué un cigarrillo y se lo mostré. “Voy por un cenicero”, me dijo. Me pidió que le regalara uno.
-Mis padres viven abajo. Me dieron este lugar cuando ya no pudieron soportar el desorden. Había amenazado con irme de la casa pero era pura pataleta. ¿A dónde me hubiera ido?
Me encogí de hombros. La sala me impresionaba. Había demasiado material para tratarse de pura afición. Contemplé los cuadros. Eran grotescos, cargados de colores intensos. Calaveras, borrachos, soldados, perros muertos y mucha sangre. Yo había pensado en rosas, bosques y ríos.
-Tu trabajo es… Interesante –le dije.
-Prefiero eso a que digas algo como “muy bonito”. No es necesario que opines.
Me sentí ofendido pero no le tomé importancia. Joana apagó su cigarro y fue por una hoja enorme y un carbón.
-Sólo voy a hacer un bosquejo y mañana pintaré –dijo-. No tardaré mucho.
-¿Y luego?
Joana bajó la hoja y me permitió verla. Tenía un cuerpo hermoso.
-Luego abriremos el vino e iremos a mi habitación.
Volvió a levantar la hoja y su figura desapareció. A ratos asomaba su cabeza y me miraba con el rostro inexpresivo. Entonces hacía unos cuantos trazos. Volvía a asomarse y volvía a dibujar. Le pregunté si podía prender otro cigarro y me dijo que no había problema. –Pensé que los modelos deben estar quietos- le dije.
-No es necesario que pienses –me respondió. Me volví a sentir ofendido.
Tras unos minutos, Joana tiró la hoja por el suelo y me tomó de la mano. Pasamos por la refrigeradora y descorchamos un vino. Entramos en su dormitorio. Había una ventana por donde entraba una luz blanca, que permitía reconocernos en la oscuridad. Cogió la botella y dio un gran sorbo. Luego me la entregó. Bebí también una buena cantidad. Sentí mis labios acaramelados. Vi que ella pasaba su lengua por los suyos. Nos besamos e hicimos el amor.
Desperté con la potente luz del mediodía colándose por la ventana. Vi la habitación con otro cariz: Fotografías, acuarelas, algunos adornos y muebles enormes. Había zapatos sencillos, sandalias y una caja llena de aretes. Me vestí y salí de la habitación. Joana estaba sentada frente a un caballete. Vestía un polo blanco, transparente, por donde se revelaba su desnudez. Pintaba.
-Hola –le dije -. ¿Estás terminando mi pintura?
Joana señaló la mesa de su sala, cargada de revistas. Encima había un lienzo cubierto por papel manteca. Sobre éste reposaba un hermoso cuaderno de tapas gruesas.
-Son tuyos –dijo. –ábrelos cuando llegues a casa.
Los tomé y me quedé mirándola. Había imaginado un desayuno, sonrisas, juegos. Pero Joana estaba ahí, con el rostro inexpresivo. Pintando.
-¿Volveré a verte? –le pregunté.
Joana no respondió. Mojó su pincel en una lata de óleo verde e hizo un par de trazos. Supe que debía irme.
Tomé mis regalos y me marché. Subí a un taxi y decidí descubrir el lienzo. Pero me contuve y esperé llegar a casa. Al llegar, rompí el papel manteca con violencia. Los trazos de óleo iban apareciendo hasta que se completó una figura.
Era el busto de hombre, sin párpados, con la mirada perdida, y con algunos trozos de piel arrancados de su rostro. Usaba corbata, camisa, saco. Y sus manos estaban asidas a una reja. En el pecho, su corazón estaba expuesto y sangrante. A cierta distancia, más allá de la reja, un ave alzaba vuelo y dejaba una pluma regada en el suelo cubierto por hojas de árbol.
Recosté el cuadro contra la pared y tomé el cuaderno. Lo abrí y vi que todas sus hojas estaban en blanco. Eran hojas muy hermosas, gruesas. Invitaban a ser llenadas con paciencia. Llegué hasta la primera página. Había una pluma. Una pequeña pluma de ave.
Supe entonces que volvería a verla.
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