Escribe: Eloy Jáuregui
(Fragmento del libro “Una pasión crónica”)
De las salas de redacción a la cátedra universitaria. Academia y experiencia para jóvenes periodistas. El método del rigor antes que la inspiración. En el periodismo nada está escrito. Cada quien es dueño de su estilo. Leer, escribir y vivir apasionadamente.
Para escribir hace falta el mismo esfuerzo que para informar: el esfuerzo de tener la boca cerrada y escuchar exactamente cómo habla la gente y qué es lo que dice.
Tom Wolfe
Una de las repuestas más difíciles, cuando un alumno me pregunta de dónde es que se logra consolidar un estilo, es en no dudar en decir que uno es su escritura y su escritura es la síntesis de su existencia. No conozco otra explicación que la de retroceder en su vida profesional y resumir una trayectoria. No creo que el estilo del hombre de prensa se obtenga solo en la sala de redacción y cuanto durante horas y días uno se la pasa persiguiendo noticias. Por ello, no me cansaré de citar a Ryszard Kapuściński, quien cultivaba un tipo de periodismo literario inclasificable. Aquello sin etiqueta que difería del Nuevo periodismo o las crónicas de principio del siglo XX en Latinoamérica.
El estilo Kapuściński fue esa conjugación de una simbiosis inédita en las técnicas documentales propias del periodismo de investigación, el ejercicio de observación característico de la crónica y la búsqueda de una especie de verdad poética que trascendía con guiño a la fabulación y la leyenda en el encuentro con la veracidad absoluta. Vaya tamaña hazaña.
Y fue aquel hallazgo que me perseguía en toda mi existencia profesional que viví en las salas de redacción de los medios donde trabajé desde 1980 hasta estos días. Pero más, ese ritual de la lectura y la “escuchura” que me ensordece hasta ahora. Cierto, primero el trabajo de campo y luego la templanza frente a la máquina de escribir (la computadora, ahora) para descargar ese trabajo con dos agobios. La búsqueda de la calidad y la pelea a muerte con el tiempo. Dos décadas después, la rutina de aquel trabajo y los espacios del periodismo de usanza me expulsó a otros ámbitos respetando mi compromiso con la prensa de la interpretación, con las crónicas.
Los talleres de periodismo
Fue así que, a principios del nuevo siglo XXI, comencé a dictar –no es apropiado el término, pero quién soy yo para oponerme– regularmente cursos y talleres de periodismo. No recuerdo de cuándo vino ese empeño, pero ya había participado en conferencias, charlas y disertaciones en torno al llamado periodismo literario. Hasta ese verano del 2000, cuando me nombraron profesor extraordinario de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima.
La noche anterior a mi primera clase me ocurrió lo mismo que al personaje del cuento de Julio Ramón Ribeyro, “El profesor suplente”: https://ciudadseva.com/texto/el-profesor-suplente/ “…se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro.
–¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante serás profesor. No me digas que no… ¡espera! Como tengo que ausentarme unos meses del país, he decidido dejarte mis clases de historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los emolumentos no son grandiosos, pero es una magnífica ocasión para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo podrás conseguir otras horas de clase, se te abrirán las puertas de otros colegios, quién sabe si podrás llegar a la universidad…”.
La página en blanco
Cuando uno escribe, además del pánico imperecedero de estar siempre frente a la página en blanco –la pantalla vacía, en este caso, de mi noble PC– a uno lo asalta la tentación de estar frente a la fundación de un universo y de enfrentar perpetuamente al maldito reto de estar a punto de colocar el punto final. El grado cero de la escritura se apodera de la experiencia y uno solo es dueño de un destino textual que se sospecha será exitoso, pero que al final casi siempre ese acaso no es el que uno planificó. No obstante, uno también siente que es dueño de las palabras tanto como un dios que dispone. Sin embargo, al día siguiente, apenas se llega a la conclusión de que uno es solo un experto en contar historias y apenas ducho en la gramática de las estructuras.
Enseñar era distinto. No tenía término. No había moraleja ni colofón. Sabía que los alumnos pagaban para que yo les muestre el secreto de unir palabras y que este matrimonio o himeneo les cambie la vida. Era diferente, lo juro. Unos meses antes me había divorciado y me dolía el corazón, y era tan sensible hasta cuando un mosquito aterrizaba en mi brazo. Toda mi confianza se había ido al carajo la noche anterior a mi primera clase, cuando apagué el televisor y quedé en vela de la propia vela apagada de mis temores. Ahora lo confieso porque han pasado sus buenos años y he trabajado en cuatro distintas universidades de Lima y el Perú y sé que he aprendido modestamente una técnica que es casi un romance con la nada y con el todo. Cierto, pero con una única satisfacción: el saberme amigo de mis alumnos, simplemente.
Me había acostumbrado a decir que uno podía escoger a sus amigos y no a sus familiares. Ahora digo que son los amigos los que lo escogen a uno y se vuelven su familia. Así, mis alumnos, hermanos menores, cómplices y secuaces del hurto de los afectos más intensos. ¿Y por qué yo, y no ellos? Así me preguntaba. No era cierto que ir a dictar un curso de Redacción Periodística, de Fundamentos de la Información o Nuevas Tecnologías de la Comunicación o mis Talleres de Crónicas y Entrevistas era un poco convencerlos que la profesión es un mar proceloso donde uno siempre naufraga.
El látigo del primer párrafo
Entonces qué decirles del lead o el látigo del primer párrafo. Qué de la sinalefa o la metáfora. Qué de la tropología y la retórica. Qué de la sindéresis y el discernimiento. Qué de la vida y las emociones fuertes. Qué de la valentía y la decencia. Qué de la vergüenza y la dignidad. Qué de la pasión y el compromiso. Qué de los valores y la consecuencia. Qué de las orgías de trabajo y el respeto perpetuo. Qué de la ciudadanía y el compromiso con la verdad. Qué de los artefactos mediáticos y la innovación. Qué del día a día febril y el silencio de la lucidez. Qué del país y su sinfonía callada en sus versos desesperados.
Entonces recordaba a mi maestro Hugo Neira cuando, entre unos piscos acholados y junto al calor de su adorada Claire, me contaba con ese esmero académico que tiene, la virtud de otro educador, el insuperable dómine peruano don Raúl Porras Barrenechea. Era embajador, catedrático e institutor. Pero, antes, era un ser vital. Aquel amaba su ciencia e ilustraba con fervor su tarea de pedagogo. En su casa, con los jóvenes discípulos, hablaba de Heidegger como de Nietzsche. Pero a las once de la noche, encabezaba la cruzada a los pagos de Surquillo y en el bar El Triunfo, el maestro Porras se despachaba con la técnica de Valeriano López para dominar la hipérbole del balón en la medialuna y su cabezazo certero y matinal. O cómo Toto Terry había domeñado la forma física de la constante en velocidad y había hecho con su cuerpo lo que Vaslav Nijinsky hacía con el suyo en el ballet El espectro de la rosa. ¡Qué maestro, por el amor de Dios!
En la Universidad de Lima, mientras escuchaba los herméticos secretos de la actuación del profesor Jaime Lértora, entendí después el por qué explicaba a los gritos que una clase era una puesta en escena. Era bien cierto que había que hipnotizar al auditorio, que había que desflorar a la pereza, que había que hacerle el amor a la ingeniosa virtud de la originalidad. Un guía académico no es más que un ser predestinado a la composición con palabras, gestos y símbolos. No hay mentor sin gracia ni consejero sin ciencia. Y el profesor es uno que sabe el orden de las cosas y nada más. Es sistémico e interpreta el repertorio de un saber. Construye y reconstruye el terciopelo de las rosas y el óxido de las historias. Habla con ardor de los arrebatos de la tecnología e interpreta con pasión el ardid de la travesía por los recónditos caminos que llevan a la ilustración.
De los grandes maestros
Tuve, tengo, grandes maestros y los admiro por su lucidez y perseverancia pero más por su creatividad. Desde el profesor Perales ¿Su nombre? Alejandro y el maestro Gregorio Goyo Martínez, en la Escuela Fiscal 401 de Surquillo, hasta los doctos Luis Jaime Cisneros o Juan Gargurevich, en la Pontificia Universidad Católica, y Desiderio Blanco, Raúl Bueno y Antonio Cisneros, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Y cómo no recordar a don Onorio Ferrero que me alimentó de belleza cuanto tuvo la paciencia de presentarme a los poetas Tasso, Petrarca y Ariosto y toda la poesía clásica italiana. Y sería injusto olvidarme de Ricardo Uceda y Edmundo Cruz, en la Escuela de Periodismo Jaime Bausate y Meza. Ellos me contagiaron con el virus del buen periodismo y las pautas de la investigación.
Entonces solo les digo que fui, que soy, ese alumno alunado que escuchaba la maestría de mis profesores, de todos los que se colocaron delante de mí y sin Power Point y me condujeron hasta esta estación donde me he detenido solo porque los quiero. Su elogio son estas líneas que no habitan más que como pretexto para escribir de mí, de mi entusiasmo por lo que hago, de mi desencanto cuando recuerdo que me olvido de todos los otros, que se me esfuman como espuma que inerte lleva el caudaloso río (“Flor de azalea”, dixit), y mi emoción cuando ingreso a la clase. Como ahora que anochece frente a los cerros de La Molina, en Lima, y escribo como que empiezo mi clase. Y hablo de la pasión, la de leer, la de escribir y la de vivir (y sin punto).