Por Tino Santander Joo
Crecí en un hogar profundamente católico. Leer e ingresar a la universidad me liberó de la superstición religiosa; sin embargo, recuerdo con nostalgia la alegría que tenían mis padres por la llegada de la navidad; desde noviembre se anunciaban numerosas celebraciones en la iglesia que no prestaba atención, porque me parecían reiterativas y aburridas; mi padre nos llevaba a misa de la 5am y hasta los 10 años la escuchábamos en latín y las liturgias eran solemnes, sobre todo la del 8 de diciembre que se conmemora la Inmaculada Concepción. Mis padres erar fervientes devotos de la virgen y siempre trataron de inculcarnos esa fe dogmática que en mis hermanos persiste.
La navidad, no era solo el acontecimiento, por el nacimiento de Jesús, sino el compromiso con una vida regida en los diez mandamientos, en el miedo al infierno y si mentías cuando te escapabas del colegio para ir a jugar fútbol o si no leías, ni estudiabas para ser el mejor, ser maleducado con los mayores, abusivo con tus compañeros del colegio o insolente con los maestros. Todo eso era pecado y Dios te condenaba al infierno. Teníamos miedo y mi hermano Javier me decía: “Te jodiste, Dios te va a castigar por pegarle a tus compañeros y escaparte del colegio”. El miedo se acabó cuando empecé a leer la literatura indigenista y a Manuel González Prada. La navidad empezó a tener otro significado más allá del religioso.
Ignoraba la situación de los pueblos originarios, no concebía que los patrones podían golpearlos y violar a sus mujeres, no entendía, porque tenían que arrodillarse y pisar sus espaldas para montar sus caballos, tampoco comprendía, porque los niños campesinos andaban descalzos y en los barrios populares hacían cola para recibir juguetes de plástico y una taza de chocolate, un trozo de panteón, cuando en mi casa teníamos todo.
Cuando le pregunté a mi padre por esta realidad, me dijo: “ahora empieza tu educación en la justicia social y en el antimperialismo”. Lo escuché absorto. No lo entendí, inocentemente pensé que se trataba de un nuevo enemigo de Batman y Superman; pero empecé a entender cuando leí a Ciro Alegría, a José María Arguedas, a Manuel González Prada, a Máximo Gorki, a Charles Dickens, a Fiódor Dostoyevski, que hasta ahora me conmueve. Era un niño y los profesores del SUTEP nos introducían en la lectura de José Carlos Mariátegui.
Mi padre un viejo militante aprista, creía fervorosamente en la Virgen del Carmen y en “El antimperialismo y el Apra”. Me regaló la biografía de Haya de La Torre de Felipe Cossio del Pomar “Víctor Raúl”, que me impacto mucho; parecía un personaje de Joseph Campbell. En el viejo local de Alfonso Ugarte se celebraba la navidad del “niño del pueblo” miles de hombres y mujeres hacían largas colas para recibir un regalo para sus hijos, un almuerzo para su familia en los comedores populares. En esos días pude ver las navidades populares.
Luego, en la universidad convertido en un “revolucionario” que quería ser como el “Che” cambiar el mundo a balazos y viví la navidad de los cerros y desiertos limeños. En esos lugares no estaba Jesús, no había misa en latín, ni solidaridad, ni curas, ni navidad del niño del pueblo, solo encontré rabia y esperanza.
Estos recuerdos vuelven siempre en estas fechas sensibles para la humanidad de rabia y esperanza; yo tuve mucha rabia, ahora, solo tengo esperanza en la lucha por un mundo mejor, se que los banqueros seguirán robando, sé que los políticos están podridos, se que la prensa esta vendida, sé que los curas y pastores son unos fariseos, pero, tengo la suerte de tener una mujer que entiende mi locura de seguir adelante en la lucha, por eso, ¡Feliz navidad para todos! y un año de lucha por un mundo mejor desde donde estemos.