I
La primera entrega de Blade Runner fue un cuasi fracaso cinematográfico. Los críticos de entonces le dieron con hacha, personajes acartonados, una comedia de detectives, androides con ínfulas y fenotipos nazis, mucho humo púrpura y un mundo chatarra donde el espíritu humano había sido abolido por el sueño de los androides bajo el cliché de Philip K. Dick: “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”. E incluso la recaudación de taquilla de ese año 1982 no alcanzó a cubrir lo que se había invertido en la filmación y fue aplastada por otra película menos ambiciosa, más simple y más popular como E.T.: El extraterrestre de Steven Spilberg [uno de los fundadores pioneros del nuevo Hollywood y que ya venía de hacer Tiburón (1975) e Indiana Jones (1981)]. Sin embargo, fue el viejo VHS y el LaserDisc lo que hizo que la balanza se compensara y BR se convirtiera poco a poco en lo que siempre debió ser: un clásico del cine.
También el peso de los actores jugó papel importante en ese entonces, sobre todo un novísimo Harrison Ford (Rick Deckard) o un empoderado Rutger Hauer (Roy Batty) haciendo gala de su versatilidad y su adopción a un personaje no humano antítesis del Terminator de Arnold Swazeneger; y, por supuesto, Sean Young (Rachael) siempre complicada, incluso en la vida real que la llevó a pelear con los otros actores. Y cómo no la música, sobre todo la partitura new age “Lágrimas en la lluvia” del compositor griego Vangelis que tardaría una década en ser editada, como para recordarnos que, a pesar de que todo el entorno de esta película se movía en la ciencia ficción, todavía vivíamos en un mundo analógico. Y el futuro seguiría siendo lo que apuntó Zizek en su libro “Viviendo el final de los tiempos”: “En una revolución radical la gente realiza no solo sus viejos sueños (emancipatorios), también tiene que reinventar sus mismo modos de soñar”.
II
No obstante, 35 años no pasan en vano y lo que pareció una aventura independiente encabezada por Ridley Scott en las postrimerías de la guerra fría USA-exUnión Soviética, hoy es parte de una franquicia, en la que se han invertido casi 200 millones de dólares. Y hay que responderles a la Sony, a la Warner Bros, a Alcon Entertaiment, a Columbia Picture, etc., que, en cierta forma, exigen que sus películas no solo tengan el talento del director, una cuota de creatividad en un mundo al servicio del mercado, sino que, por eso mismo, además sean éxitos de taquilla. Quizás, por eso, no sea gratuito que la posta haya sido transferida al director emergente Denis Villeneuves, alguien que ya venía demostrando lo suyo en películas como Maelström (2000), Polytechnique (2009) e Incendies (2010).
Pero analicemos un poco el guión y la trama. En más de tres décadas, en este mundo distópico, quebró la empresa Tyrell Corporation o, mejor dicho, fue absorbida por la omnipotente Wallace Corporation para seguir con la fabricación de replicantes esclavos y alimentos de origen plástico o artificial. No existen árboles, la madera es casi un objeto precioso, el agua está contaminada, la luz solar es apenas un espectro, solo unos cuantos gusanos sobreviven en una sanguaza o criadero y las calles o las ciudades (o Los Ángeles en vez del San Francisco original de la novela) son especie de campos de concentración donde los avisos luminosos interactúan, te hablan o te cuestionan por la vida que llevas o si estás solo y necesitas compañía, etc. Y el erotismo (vida/Freud) es solo un reflejo o una proyección de colores, incluso el amor que puede salir de un microchip y recrear una mujer a la medida o al gusto del cliente vivo o (re)creado. K (Ryan Gosling) amando a Joi (Ana de Armas) es no solo una escena del androide feliz (o con posibilidades de serlo), sino la aseveración de que la inteligencia artificial incluye, o debería incluir, la manifestación de los sentimientos.
Recordemos que en la anterior versión de BR los androides tenían fecha de caducidad: cuatro años, porque se pensaba que en ese tiempo algo dentro de lo que podemos llamar “cerebro”, “unidad central” o cpu, maduraba y podía desarrollar sentimientos o emociones, lo que iba en contra de los lineamientos de la empresa que los creó. Aquí queda más que claro la visión humana que ve a un androide como una especie de niño que entra en razón a partir de la maduración o “aparición” de los sentimientos.
El otro asunto es que el humano no admite competencia y tiene que marcar una diferenciación específica entre lo natural y lo inventando. Es por ello que la convivencia pacífica, en este maremágnum arquetípico distópico, parece que dependiera de que los replicantes hagan su trabajo para el cual fueron diseñados y no perturben la aparente paz establecida por una corporación donde incluso es “legal” la esclavización de niños recicladores de minerales raros o extinguidos. Ergo, si un humano esclaviza a otro humano es legal y permitido. Igual si sucede con los replicantes. Lo importante aquí es que el ejemplo signado por el replicante esclavo sea de eficiencia y gratitud sin ninguna posibilidad a la rebelión o a alguna incomodidad.
III
Pero, veamos. La película arranca con K buscando a un replicante subversivo (Dave Bautista, más conocido en el mundo de la lucha libre como “Batista”), que se niega a entregarse o a morir porque supuestamente ha presenciado un “milagro”, hecho que conoceremos conforme va avanzando la película cuya trama del sueño androide ha pasado a la reproducción o “milagro de la vida” y engendrar niños a partir de organismos artificiales. Es decir, del “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” (que nunca fue algo gratuito, ya que en ese mundo steampunk imaginado por Philip K. Dick –a quien la escritora y ensayista Ursula K. LeGuin considera “un Borges casero y americano”– los animales habían sido extinguidos y reemplazados por animales eléctricos) pasamos al concepto biológico de la creación, cuando no al concepto ontológico y/o teológico: el hombre crea a dios o si se quiere: ¿dios crea al hombre? Ergo, el hombre crea al androide.
O sea, si la problemática de la primera versión de BR fue una alegoría a las Meditaciones de Descartes, sobre todo la segunda meditación (recordemos que Pillips K. Dicks también había estudiado filosofía y es una temática recurrente en su obra escrita donde Descartes es una especie de deidad o ente tutor): “De la naturaleza de la mente humana: que es más fácil de conocer que el cuerpo”, en donde se apunta: ¿No hay algún Dios o cualquier otro poder que me ponga en la mente estos pensamientos?…Yo, al menos, ¿no soy algo?… Además de eso, consideraba que me alimentaba, que caminaba, que sentía y que pensaba, y atribuía todas esas acciones al alma; pero no me detenía, en absoluto, a pensar lo que era esta alma, o bien, si lo hacía, imaginaba que era alguna cosa extremadamente rara y sutil, como un viento, una llama o un aire muy dilatado, que penetraba y se extendía por mis partes más groseras. En donde la discusión del alma (o sobre el alma) planteada ya por Platón (que reconoce dos tipos de alma: el de aquello que permite a los seres vivos realizar actividades o moverse en el mundo, y, en el caso del alma humana, como el principio divino e inmortal que nos faculta para el conocimiento y la “vida buena”) van a ser las ideas fuerzas para considerar lo que es humano (ser) y lo que no lo es (no ser). Y si alguien sueña y tiene posibilidad de reproducirse, estamos hablando de alguien que existe, que es, que tiene una vida y tiene el derecho a asumirla como propia y a defenderla.
Cabe señalar, haciendo un pequeño paréntesis, que este tema durante la época de la colonia nos llevó incluso a plantearnos si los indios tenían alma. Y si no la tenían, pues eran dignos de esclavizarse. Hecho aprovechado por los españoles en la conquista para barrer con trece millones de andígenas. Solo basta recordar el debate Sepúlveda-de las Casas en donde se acabó aceptando que los indios sí tenían ese “soplo divino”, por lo tanto había que tratarlos mejor. Y los negros no tenían alma y por ende, debían explotarlos sin ninguna contemplación ni arrepentimiento.
O más claramente, como apunta Zizek que también ha visto la vena cartesiana en BR: En esto consiste la lección filosófica implícita de Blade Runner, atestiguada por numerosas alusiones al cogito cartesiano (como cuando el personaje replicante interpretado por Darryl Hannah irónicamente señala «pienso, por lo tanto soy»): ¿dónde está el cogito, el punto de mi autoconciencia, cuando todo lo que realmente soy es un artefacto – no sólo mi cuerpo, mis ojos, sino incluso mis más íntimos recuerdos y fantasías? En otras palabras, el alma está dentro del artefacto o el alma está en quien crea el artefacto con sus diferentes variables, incluso la vida que da vida o es que la independencia se realiza cuando otorgamos al creatio o constructo la voluntad para discernir y discrepar con su entorno y con su creador.
Y es en esta segunda parte, secuela o continuación, donde encontramos que la trama se centra en la reproducción de la vida hecha a partir de androides y (aparentemente) sin participación de los humanos. Motivo por el cual, señalada la diferencia y acercando las similitudes, el androide tiene derecho a su libertad y no ser un esclavo y más si tiene alma y puede reproducirse. Y, por tanto, decide ponerse en rebelión, no hacer caso de las órdenes humanas y luchar y perseverar en que pueden obrar “milagros”, dándonos a entender que, en una próxima entrega, la batalla final será entre el hombre y su réplica. Nótese que BR planteó desde un inicio la rebelión de la máquina contra el hombre, cuestión que se invierte, por ejemplo, en Matrix de los hermanos Wachowski, donde es el hombre que se enfrenta a la máquina o sistema.
IV
En suma, Blade Runner 2049, nos entrega una obra de alto tramado, siguiendo las pautas del cine clásico de ciencia ficción de los años cincuenta o directivas como las de Orson Wells, quien decía que “el escritor necesita una pluma, el pintor un pincel y el cineasta todo un ejército». Pues este ejército encabezado por el parsimonioso Denis Villeneuve no ha errado el camino, ha seguido los lineamientos bajo la sombra y batuta del BR de 1982. (Resáltese aquí el laborioso trabajo de Roger Deakins posicionado como el gran candidato al Óscar de este año por mejor fotografía). Quizás si se hubiera desprendido de la película original o se hubiera destetado (la demasiada responsabilidad a veces no otorga libertades), otro habría sido el resultado: lentitud a cambio de reflexión o velocidad y pirotecnia a cambio de reblandecimiento de los sentidos y de la razón. Pero se prefirió no correr el riesgo y hacer una cinta que cubre las expectativas pero nos devuelve al BR de los ochenta en los cines de barrio soñando con las ovejas eléctricas y un Rutger Hauer como un ángel caído declamando ese poema sin happy ending (como el título de esta película sacado de un texto de William Burroughs) que hasta el día de hoy parece seguir escuchándose cuando uno se sienta en una butaca del cine y ha ido a ver un film de cf pensando que el futuro no habrá fracasado y la muerte, como la muerte de la bella Joi, valga menos que pisar un cigarrillo al son de la música de Wagner: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.