(…y desde entonces está ahí…)
Técnica mixta (210 X 297mm.)
A Sebastián y Abraham Cisneros
No hacía más que pasearse de un lado a otro del taller, nervioso, sudoroso. Yo lo miraba sin decir nada, era mejor así. Buscaba entre sus cosas algo que le hiciera recordar, al menos vagamente, el color que le hacía falta a su lienzo. Buscó entre los zapatos, los pantalones de dormir, las cajas de acuarelas, el horno, bajo el lamparín, pero nada, ni un atisbo del bendito color. Poco a poco empezó a desesperarse, se volvía loco de rabia cuando no podía recordar algo que había tenido hacía poco en la mente y que era de vital importancia en ese momento.
Maldecía a cada rato y los días pasaban insolentes e intolerantes, surcando entre sus poros marcas de tiempo que ya no podría borrar. Y el bendito color no aparecía. Todo era culpa de Salvador, que no le había explicado bien cómo quería el cuadro. Por las tardes fumaba en el balcón, respirando campo y observando cuerpos, observando elementos, mezclando texturas. Sus pinceles se endurecían aquellas tardes, cuando eran abandonados sobre alguna superficie; y nuevamente se suavizaban cuando volvían a llenar de vida el lienzo. Pero él continuaba irritado permanentemente por la falta de ese color, ese tono, esa imagen del color. Empezó mordiéndose las uñas como un maniático, hasta sangrar, luego se frotaba los dedos cientos de veces entre sí. Hasta que un día se quedó sin huella dactilar. Sólo cuando se percató de esto, abandonó su búsqueda; no valía la pena matarse por un color de mierda, me dijo, entonces abandonó su taller después de mucho tiempo y sus pies supieron nuevamente de baches y basura, de papeles arrojados, de piedritas pateadas y de insectos aplastados. Salimos en silencio rumbo al bar, al llegar, nos separamos un momento, me encontré con Frida que celebraba su reciente exposición, y fuimos a beber unas copas cerca al mostrador.
–Cómo está él, se le ve recuperado… –susurró mientras se acomodaba el peinado de moño alto y luego colocaba el cigarrillo en la boquilla de marfil.
–Mejor, cada vez le duele menos – respondí admirando sus cejas oscuras y pobladas.
–Pobre, el amor le ha hecho tanto daño, cariño… ¿Porqué los hombres son así, puedes decirme? Una les da lo mejor que tiene y estas bestias lo estropean todo… –por un momento lo miró con desprecio– claro que en su caso es al revés… –luego suspiró– esa mujer es una idiota, no sabe lo que pierde…
–Así es, pues, amiga. Gabo tenía razón: el amor es una enfermedad mortal, imposible de curar, por eso los médicos la han elevado a la categoría de sentimiento… salud…
–Ji, ji, ji, Salud…
Mientras bebía, yo no dejaba de mirarlo, siempre tenía que estar al tanto de él y de lo que hiciera, Frida también lo miraba y, aunque no podía sacar de su mente el horror de su accidente automovilístico, se daba tiempo para cuidar de reojo los movimientos de nuestro amigo, mientras me conversaba de sus últimas pinturas y de la revolución.
El bar estaba repleto de gente, pero eso no importó, él se tomó seis cervezas heladas y salió dando tumbos entre las calles. De rato en rato se detenía a mirar el cielo, buscaba inconscientemente el color. Allá en Lima el cielo es gris, pero no por creación divina, sino porque a Julio Ramón le dio la gana, desde entonces camino bajo la panza de un burro. Él se detuvo frente a un cristal enorme, que proyectaba su reflejo de artista incomprendido. Se arregló el sombrero que estaba medio aplastado por un lado y se acomodó la venda que le cubría la oreja que se arrancó semanas atrás. Yo lo seguía a cierta distancia, en verdad lo quería mucho. Mientras se arreglaba, un tipo de traje oscuro se detuvo a su lado y lo saludó, él lo reconoció pero le devolvió un saludo mas bien parco. El hombre de traje oscuro se acomodó el cabello con un peine y dijo entre suspiros:
–¡Ahhh! Amigo mío, yo nací un día en que Dios estuvo enfermo, por eso moriré una tarde de aguacero…– y se alejó murmurando algo, sin despedirse.
Él lo vio alejarse y dijo: “¡Ah! César, nunca cambiarás… Estos poetas, tienen una necesidad tan grande de sufrir para poder crear, eso no es vida. Ni hablar, yo nací un día que Dios estuvo inspirado”. Y continuó su camino.
–¿Quieres que juguemos a las melodías? – Preguntó masticando las palabras.
–Dale, pero tú comienzas tarareando y yo adivino ¿Si?
–Bueno, pero esta vez voy a silbar, con esta turra que llevo encima no creo que pueda cantar. Adivina ésta… –y empezó a silbar. Quería hacerme caer nuevamente, ya había perdido en cuatro oportunidades pero esta vez, estaba preparado. Se detuvo y preguntó:
–¿Y?
–Tacea la notte plácida de Il Trovattore, de Verdi.
Me miró molesto y sin decir nada volvió a silbar. Pasado un momento preguntó:
–¡¿Y?!
–J´ai perdu mon Eurydice de Orphée et Eurydice, de Gluck.
–¿Cuándo aprendiste francés?
–Vamos dos a cero ¿quieres seguir?
Por toda respuesta silbó, pero esta vez su rostro tenía un gesto de furia. Antes de que preguntara algo le respondí:
–Bimba, daglio occhi pienni di malia, de Madame Butterfly, de Puccini.
Susurró algo, muy molesto. Creo que me mentó la madre.
–Ya no juego más, eso me pasa por dejar que uses mis discos, anda, vamos al taller…
Encendió un cigarrillo y caminamos mudos largo rato.
Cuando estábamos cerca al taller se detuvo en seco y, dirigiéndose a mí, dijo con tono de preocupación:
–Qué voy a hacer con este color… no puedo terminar mi lienzo… debería hacer retratos como todo el mundo… así conseguiría dinero más rápido y podríamos comprar algo más de pinturas y algo más de cerveza … – se llevó las manos a la cabeza y arrugó su sombrero, luego gritó: – ¡No!
Yo seguía callado, esta vez parecía estar dispuesto a lanzarle ajos y cebollas a todo el mundo.
–¡No puedo caer en eso! … cualquiera puede hacer retratos, es lo más sencillo del mundo, eso no es arte, es técnica; retratos, retratos, de viejas, de viejos, de gordas calatas, de familias que pronto dejan de serlo, retratos, retratos… son tantos los retratistas, que deberían hacer un maldito sindicato de tantos que son. Mira sino lo que hace Caravaggio, Gerard, Antonello da Mesina, Daunier, todos hacen retratos, bellos, sí, pero iguales, nadie innova, nadie puede ver más allá de la imagen concreta, de la representación tal cual de la naturaleza, del plagio visual del medio. Sólo yo lo hago, por eso me creen loco. Pocas personas entienden mi arte, ¿sabes qué quiero decir en mis pinturas?
–…Qué cosa…
–Algo consolador, como lo hace la música. Quiero pintar hombres y mujeres con un toque de eternidad, cuyo símbolo fue una vez el halo, lo que tratamos de expresar con el resplandor y vibración del color…Y ese color –suspiró –todo es culpa de ese color que me falta, todo es culpa de Salvador; caracho, si no le hubiera aceptado el encargo de su cuadro no estaría en éste problema existencial que me está sancochando los sesos.
Llegó a la esquina del taller, resoplando, su rostro estaba rojo por la cólera que le provocó el recuerdo de la falta del color, volteó a mirarme y sentenció:
–Recuerda una cosa, mi pintura revolucionará el arte, todos lo saben, por eso tratan de no darme importancia, de marginarme, llamarme loco, ya verán… mis pinturas son otra cosa, son arte, sino pues, hubiera sido fotógrafo de parque… – y empujó la puerta del edificio.
Yo sabía que lo que decía era cierto. Una noche, mientras él dormía, vi que James Ensor entraba por la ventana y miraba los cuadros, observaba los trazos y los colores; cuando me acerqué para descubrirlo, cogió uno de los lienzos y se escapó; al poco tiempo lo presentó con un título horroroso: Esqueletos disputándose un ahorcado, y fue muy famoso. Yo nunca lo acusé. Hasta ahora. En la salita de estar del edificio, estaba esperándolo un señor de terno. Cuando entramos se puso de pie y lo saludó.
–¡Mi querido amigo –dijo –lo he esperado toda la tarde, por lo visto y olido, ha estado celebrando!
–Así es, mi buen Paul. Ya tengo listo su encargo, quedó tal como usted lo pidió, espéreme un momento.
Subió al taller y bajó con el cuadro, casi corriendo.
–Aquí está –dijo orgulloso.
Paul lo examinó detenidamente, se alejó un poco y sentenció:
–Excelente, maestro, ¿Le ha puesto título?
–“El demonio sobre los barcos” – dijo él, elevando el mentón ligeramente, y se lo entregó en sus manos.
–Excelente, excelente, me voy directo a la oficina, con este magnífico trabajo ya puedo ser profesor de la Bauhaus, pero… ¿ya sabe no?
–Si, mi estimado Paul, no se preocupe, ni una palabra a nadie.
Se despidieron y Paul se fue, luego, mientras subíamos las escaleras le pregunté:
–Este Paul ¿Quién es?
–Klee, Paul Klee. Lo conozco hace algún tiempo, es un buen tipo, tiene un grupo que se llama Der Blaue Reiter, o algo así, está aprendiendo a pintar, le falta mucho todavía, por eso lo ayudé con ese cuadro, ni siquiera le cobré, es que ese cuadro no es arte, pues, es un cachivache geométrico como los que pinta Pablito, allá en España – Y nos reímos un rato.
–¿Cómo puedes hacer esos cuadros para otras personas, ah? ¿Cómo puedes soportar que otros brillen antes que tú?
–Sencillo, tu y yo sabemos quien hizo esos cuadros, por lo tanto queda en nuestras conciencias; además, eso demuestra que soy un iluminado luminoso y eso hace ciertamente soportable lo insoportable…
Nos reímos mucho mientras subíamos las escaleras. De pronto, apenas entramos al taller, sonó el teléfono. Todavía navegando en su mar de copas, levantó el auricular y, tras iniciar el rutinario diálogo, empezó a gritar, furioso:
–¡Cómo es posible Salvador!, ¡De qué voy a vivir!… Si, entiendo… Ya, bueno, en fin,… sí, si sé que ese Kokoschka le debe plata a todo el mundo. Bueno pues… entonces termino tu cuadro y… Sí, el mío ya está listo, sólo le falta un maldito color y eso es culpa tuya, si no me hubieras enredado tanto con eso de la Galatea de Esferas, no hubiera… sí, sólo es cuestión de tiempo… listo, ya… adiós, ojalá que se incendie tu maldito set …
–¿Qué ocurre? –Pregunté.
–Este Salvador se pasa, dice que aplique su método paranóico–crítico para encontrar el color, ¡qué tontería! Y yo aquí, con este maldito color que no aparece. Ahora Salvador me sale con que no tiene dinero porque ha invertido todo en una película sobre un perrito andaluz, con un tipo con apellido de dulce ¡Buñuel! ¡Eso no es apellido, es un apodo!… caracho… –de pronto, mirando a través de la ventana, dio un giro sobre sí mismo, cerró los ojos y exclamó –¡Apareció! ¡Lo tengo! ¡LO TENGO!
–Hombre, ¿qué es lo que tienes?
–El Color… –dijo –detrás de la cabeza, en lugar de pintar la pared ordinaria de un cuarto común, pintaré el infinito, el fondo plano del más rico, intenso azul que puedo forjar, y por la simple combinación de la cabeza luminosa sobre el azul del fondo, lograré un misterioso efecto, como el de una estrella en las profundidades del cielo azulado…
Cerró los ojos fuertemente y estuvo así largo tiempo. Su rostro adquirió un brillo grandioso, el color que andaba buscando se le vino a la cabeza de repente, sin más ni más. Sonrió, luego esa sonrisa se convirtió en luz y se vio envuelto en mareos que lo hacían sudar, se acercó a su cuadro y lo miró con una convicción que me asustó. Siguió riendo cada vez más fuerte, un remolino de alegría lo envolvió y se sintió feliz, estiró los brazos y los colores lo envolvieron como un capullo de mariposa. Fue la última vez que lo vi.
Desde entonces, no hemos vuelto a conversar, no he vuelto a oír su voz y su cuadro sigue allí, precioso, en el bastidor. Ya está completo. De tiempo en tiempo algo cambia en su interior, un guiño, un cabello fuera de lugar, un gesto del personaje o un brillo en sus ojos. Es él, que está atrapado en su pintura, sin poder salir ya nunca jamás, formando parte incluso del bastidor, atrapado en ese lienzo maldito que lo arrancó de mi lado por culpa de un color, un color que, finalmente, era él mismo, no la figura, no el gesto, sino el fondo, el realce de la imagen, el alma donde se cobija el cuerpo. Sin embargo, a pesar de todo, sé que es feliz… pues a veces me sonríe.
Post – Data:
Recién ahora he aprendido a escribir, no fue fácil. Salvador no volvió a llamar jamás. Por favor, si llegan a ubicar al señor Dalí, díganle que su cuadro de la Galatea ya está listo desde hace tiempo; que mi querido Vicente terminó su lienzo precioso de nombre horrible: “Autorretrato con la oreja cortada”, así se llama y ahí está atrapado. Díganle también que tengo mucha hambre, que estoy muy flaco, que ya ni siquiera puedo ladrar, y que cuando venga al taller a recoger su cuadro y a sacarme, no se olvide que mi correa de paseo sigue colgada tras la puerta… como siempre.
.Cuento de la colección «Canto en el infierno», 2002.