Sin pena no hay gloria
Escribe Fernando Morote
3 y 30 en punto. Lleno total. Sol apabullante. Nadie presagiaba entonces que el alto matón moreno que le rompió el ojo de un cabezazo a Cachito Ramírez, no bien iniciado el partido, se convertiría apenas unos cuantos años después en el gran José Velásquez, patrón del medio campo peruano por su estampa imponente, su gallardía al llevar la pelota, y esa solvencia impresionante en los desplazamientos, que le permitía comerse la cancha de arriba abajo durante los 90 minutos de juego.
Mi padre solía llevarme los domingos al Estadio Nacional para ver los partidos del Descentralizado. Compraba boletos de Occidente intermedia. Llegábamos temprano a fin de no perdernos los preliminares. A veces algunos terminaban siendo más movidos y emocionantes que los de fondo. Pero el plato fuerte estaba siempre por supuesto en el restaurante “5-0”: frejoles con seco de res, salsa criolla y chicha morada.
Después que el árbitro expulsó a Velásquez, el estadio empezó a venirse abajo. En la cara de los policías, pertenecientes al batallón de la guardia de asalto, se adivinaba un nerviosismo que rápidamente me contagió. Mi papá me alentaba a no dejar pasar ni un detalle de lo que estaba sucediendo. Pero yo estaba ya muy compungido. El zapateo masivo en las tribunas me hacía pensar que en cualquier momento podía desencadenarse una verdadera catástrofe.
El reportaje de televisión sobre la tragedia de 1964, durante un partido que enfrentaban Perú y Argentina, donde centenares de personas perdieron la vida por un incidente menor ocurrido en la cancha, que de pronto se transformó en un maremágnum entre los aficionados y acabó aplastando a muchos contra las puertas cerradas de metal en su ruta de escape, cobró actualidad en mi memoria.
Levanté la vista al cielo en un intento de respirar aire puro. Fue entonces cuando el techo se desprendió de su base, cayó en bloque sepultando la zona alta, dio luego un vuelco completo rebotando sobre los espectadores de intermedia para precipitarse finalmente encima de los hinchas que ocupaban la parte baja. Una demolición absoluta. Ni un solo vendedor de maní quedó en pie. Las graderías repletas de cáscaras y cadáveres.
—¡Despierta, hijo! —gritó mi papá, sacudiéndome la cabeza.
Lo primero que advertí, al volver en mí, fue otro cabezazo. Digo, más bien, una cabecita. Terrible, desafortunada, infeliz. Porque fue involuntaria. Fernando Cuéllar colgó de la manera más espectacular a Humberto Horacio Ballesteros con ese pase de cabeza hacia atrás. La intención fue buena –dejar la pelota lejos del alcance del delantero contrario-, sólo que lo hizo con los ojos cerrados. Entonces le salió un autogol de antología. Si hubiera pertenecido al equipo rival hubiera sido un golazo.
Poco a poco me fui calmando. Las multitudes siempre me han atemorizado. Sentirme en medio de ellas inmediatamente me hace pensar en desastres. Éste no era uno tan grave todavía, pero le estaban ganando 1-0 a mi equipo y no se habían cumplido aún ni siquiera 15 minutos de juego. Además Alianza tenía un jugador menos desde el principio y la “U” venía de ser sub-campeón de la Copa Libertadores.
Soy crema de corazón. Me hice hincha de Universitario viendo jugar al extraordinario plantel de 1972. Al año siguiente la formación seguía siendo prácticamente la misma. En ella destacaban y alternaban Humberto Horacio Ballesteros, Luis Rubiños, Eleazar Soria, Fernando Cuéllar, Julio Luna, “El Granítico y Gran Capitán” Héctor Chumpitaz, Carlos Carbonell, Miguel Ángel Bustos, el uruguayo Rubén Techera, “El Cachorro” Hernán Castañeda, “El Colorado” Luis Cruzado, “El Jet” Juan José Muñante, “El Trucha” Percy Rojas, Oswaldo “Cachito” Ramírez, “El Loco” Héctor Bailetti y “El Ciego” Juan Carlos Oblitas. Afortunadamente esa tarde el equipo reaccionó y terminó volteando el partido. Inolvidable cuadro de la “U”.
Hoy en día, en cambio, en cuestiones de fútbol veo que un mínimo interés incluso es demasiado. Al parecer lo único que funciona bien es la indiferencia absoluta. Así como no tenemos auténticos artistas cómicos –sólo hombres y mujeres desinhibidos que carecen de escrúpulos para hacer el ridículo frente a un montón de gente- tampoco nuestros futbolistas merecen llamarse de ese modo. Se trata en gran medida de una mentalidad y una actitud nacional. ¿Qué es lo que proclaman por todos lados, sin un ápice de vergüenza, nuestros políticos, empresarios, padres de familia, amas de casa, maestros, policías, jóvenes, adultos, periodistas, artistas, deportistas? Mejor que hagamos poco, que pensemos en chico, porque somos pobres y carecemos de recursos. Somos un país de egoístas e indiferentes. Es muy difícil que algo, cualquier cosa, prospere en medio de un clima mental y emocional de esta naturaleza. Yo mismo me siento muchas veces como el campeón del fútbol peruano: dominante en el plano doméstico, pero insignificante en el ámbito exterior. Destaco en el medio nacional, pero en el internacional soy objeto de burla.
“Las cosas que no te generan paz son justamente las que no necesitas”, declaró tiempo atrás, increíblemente, una ex vedette y posterior animadora de televisión. Aplicado al fútbol, eso significa que ya ni siquiera molesta que la selección pierda. No importa. Simplemente desapareció el interés. Espero los partidos para no verlos. Llegado el momento, busco la forma de encontrar algo diferente y productivo que hacer en vez de sentarme frente al televisor. Los futbolistas peruanos son tan o más buenos que cualquiera en el mundo, sólo que la falta de autoestima y el complejo de inferioridad superan largamente al talento. La consecuencia es un inquebrantable espíritu de derrota reinando en su interior. No es incomprensible, bajo estas condiciones, que sean capaces de hacer maravillas con el balón en sus pies y conseguir resultados aparentemente inalcanzables cuando nada se espera de ellos, pero cuando todas las esperanzas caen sobre sus hombros –justamente a causa de sus descuellos anteriores- lo único que atinan a hacer es demostrar con descaro su eminente incapacidad física, intelectual y emocional.
La ansiedad sólo se neutraliza con serenidad. Ningún buen resultado se puede obtener actuando bajo el imperio de la desesperación.
Un comentarista dijo durante la transmisión de un partido: “El desorden normalmente no es efectivo”. Sin querer –estoy seguro-, estableció un principio de vida. El estado ideal para nuestros futbolistas es la humildad. De ese modo pueden hasta romper los esquemas y tener libertad para improvisar. La improvisación, aunque parezca contradictorio, es también una premeditación, sólo que acelerada, violenta y luminosa. No es en ningún caso algo que se hace por hacer (o que se dice por decir). Es por eso que sólo improvisan los mejores. En ese sentido, nuestros futbolistas no necesitan entrenadores, estrategas o directores técnicos sino líderes espirituales que los guíen en el camino y les enseñen cómo adoptar una actitud triunfadora en las situaciones adversas.
Mientras nuestros clubes profesionales se pelean por contratar al jugador extranjero más desconocido, tal vez nuestros dirigentes podrían esforzarse por estimular en nuestros jóvenes deportistas un toque de originalidad; el sello del genio que llevan dentro.