No es un secreto que Roger Waters, el ex líder, compositor principal de la legendaria banda de rock progresivo Pink Floyd, es un artista político, interesado en desafiar el statu quo, en poner el dedo en la llaga al mostrar las distintas taras de la sociedad y en enfrentarse a los poderosos. Lo demostró desde el clásico álbum The Dark Side of the Moon (1973), uno de los más vendidos de todos los tiempos, criticando al capitalismo en la canción Money, o al juzgar a la misma industria musical, de la que continuó siendo parte durante las siguientes décadas, en el álbum Wish You Were Here (1975); como no mencionar su Orwelliano disco Animals (1977), donde los empresarios y los políticos fueron comparados con perros y cerdos; y por último, The Wall (1979), para muchos su mayor logro conceptual, una mirada amplia, casi comparable a una novela total, una aproximación al inevitable aislamiento a la que todos, de alguna forma u otra, sufrimos a causa de la guerra, la modernidad, la historia y nuestros propios traumas.
Por eso, hace aproximadamente un mes atrás, no fue una sorpresa que Waters le haya dado un duro mensaje a Bolsonaro, el ultra conservador nuevo presidente de Brasil, en el concierto que ofreció en la ciudad de Sao Paulo, acusándolo de fascista y comparándolo con otros líderes autoritarios como Vladimir Putin y Rodrigo Duterte. Y puede que también haya sido una sorpresa para Waters la respuesta de una parte del público, que lejos de apreciar el mensaje, evidenciaron su incomodidad mediante silbidos y hasta, en algunos casos, dejando el estadio donde se llevaba a cabo el concierto.
Algo parecido sucedió en algunos de los conciertos que el ex líder de Pink Floyd dio en Estados Unidos. Era de suponerse que el objetivo iba a ser Donald Trump, se podría afirmar que estaba cantado. El desprecio por el actual presidente norteamericano ha hecho que la actual gira de Waters sea una de la más políticamente cargadas de su carrera, llegando al punto de armar todo un despliegue audiovisual con el solo objetivo de ridiculizar al mandatario, convirtiéndolo, a través de imágenes creadas por computadora, en un bebé berrinchoso, en un cerdo –haciendo alusión directa a la canción Pigs– y hasta llegando al punto de graficarlo desnudo y luciendo un miembro exageradamente diminuto. De igual manera que en Brasil, a una parte del público, republicano y conservador, no le dio mucha gracia y se lo demostraron a través de abucheos y silbidos (no se reportaron abandonos como en el caso de Brasil).
Pero Waters no es el único artista que ha atacado de forma contundente a Donald Trump. A él se le han sumado varios artistas que, desde el primer día que Trump asumió la presidencia, no dudaron en afilar sus punterías contra el magnate inmobiliario y estrella de televisión. Un caso representativo es el del galardonado actor Robert de Niro, que, desde que Trump anunció su candidatura a la presidencia, no paró de criticarlo apenas tuvo la oportunidad, tildándolo de payaso barato y llegando a insultarlo dos veces: primero en un video que el actor subió a la web y por segunda vez en los últimos premios Tonys ante millones de televidentes con un sencillo pero contundente “Fuck Trump”.
Robert de Niro.
En un plano un poco más ligero, Saturday Night Live, programa humorístico norteamericano que data desde los años setenta, ha tenido como blanco habitual a Trump a través de la hilarante imitación que realiza el actor Alec Baldwin, exagerando sus manierismos, su acento y el color naranja de su tez.
Tanto Waters, como De Niro y Alec Baldwin son aplaudidos por el sector más liberal de la sociedad norteamericana, pero el otro lado, aquel sector rural y conservador, los ha empezado a ver con desdén y resentimiento. Aquellos artistas que antes admiraban, escuchaban y veían actuar en películas y series de TV, son ahora rechazados y tildados de elitistas y de no entender a la clase trabajadora. En otras palabras, de ser parte del vil establishment. Como el comediante Jimmy Kimmel, conductor del talk show nocturno Jimmy Kimmel Live, que desde que tomó una postura no solo anti Trump, sino también anti republicana, perdió gran parte de su audiencia conservadora, afectando los bolsillos de la CBS, su casa televisiva.
Admiramos a nuestros ídolos musicales, actores y demás artistas, pero ¿queremos que tengan una opinión? ¿Nos interesan sus posturas políticas? ¿Queremos que nos digan cómo pensar? Lo que se está demostrando, en este mundo cada vez más polarizado, que no admite tonos grises, es que ni las grandes estrellas se salvan de las críticas y del rechazo al no alinearse con las ideas de cada uno de sus admiradores.
En el Perú podemos tomar de ejemplo (guardando las distancias con Robert de Niro y Roger Waters) a Christian Meier y Pedro Suarez Vertis, hasta hace un tiempo queridos por varias generaciones, personajes alejados de polémicas mayores, salvo algún reportaje malintencionado en algún programa de espectáculos, pero que ahora son vapuleados por mostrar posturas conservadoras o, para algunos, hasta filofujimoristas. No faltaron las proclamas para nunca más escuchar la música del pobre Pedrito ni ver una telenovela de Meier.
¿Será que el problema radica que todas las opiniones personales o posturas en cuestiones políticas, sociales o ideológicas que expresan los artistas son tomadas de manera automática como actos propagandísticos? ¿Qué el público se pone a la defensiva apenas cree que el artista no solo lo quiere entretener y distraer un momento, sino que también lo quiere convencer de algo? Nadie puede negar el claro mensaje político y social que se presenta en varios conciertos de bandas como U2 o músicos como Morrisey, que en cada concierto de su última gira latinoamericana, ante la mirada atónita de sus incautos seguidores (incluido el autor de este artículo), mostraba en una pantalla imágenes sin censura de un matadero para profesar de manera cruda el veganismo.
Para algunos, la música, y en ese sentido todo género artístico, debería venir siempre de la mano de un mensaje político y social, eso la eleva a otro nivel de grandeza, aumenta su relevancia y la convierte en trascendental; en cambio, para otros, el arte debería ceñirse a crear un efecto sensorial, a estimular el intelecto a un nivel más instintivo, sin interpretaciones claras y únicas.
Nos podemos preguntar qué hubiera pasado si Roger Waters hubiera lanzado un mensaje en contra de Fujimori, como se rumoreó que podía pasar pero que al final nunca sucedió. ¿Parte del público hubiera abucheado al músico o abandonado el mejor concierto de los últimos años si en la pantalla gigante hubiera aparecido la frase RESIST FUJIMORI o RESIST KEIKO?