«¡Loco, insensato! ¿Quieres perecer?
En vano tienes oídos para oír,
o has perdido la razón y la vergüenza»
Homero- La Ilíada
Réquiem habanero por Fidel de J. J. Armas Marcelo es una singular novela de dictador, ya que añade a una severa crítica social de un régimen tirano, elementos de humor y celebración de la vida generalmente ausentes en este tipo de propuestas narrativas. El tema o nervio del libro es la lucha por no desmitificar la Revolución a pesar del desmoronamiento paulatino y evidente que impone el contexto por constricción.
Esta lucha es protagonizada por Walter Cepeda, coronel retirado de la Seguridad del Estado quien es símbolo, testigo y mártir a la vez de la asfixia social, económica y sobre todo moral que significó sostener y seguir sosteniendo una revolución que comenzó del pueblo cubano y que terminó secuestrada en la chaqueta verde oliva de Fidel Castro. Cepeda es una especie de Quijote cubano que se resiste a morder el polvo luego de que sus gigantescos molinos de viento lo han hecho volar por los aires y caer sin pena ni gloria en medio de la ardiente arena habanera.
El primer golpe se da al abrir el libro: Belinda, la hija de Walter, una bailarina residente en Barcelona, le asegura por teléfono que Fidel ha muerto. El impacto lo lleva al pasado y allí, casi a ciegas, o estúpidamente a ciegas por sus viejas convicciones, el héroe o paladín de pacotilla sigue librando su batalla personal. Al igual que en Conversación en La Catedral la historia se descompone en diversos fragmentos narrativos para diagnosticar la corrupción íntegra del presente y de un pasado reciente. A diferencia de la novela vargallosiana, Armas Marcelo no apela a los diversos puntos de vista, sino que concentra el foco de interés en la mente monologante de Walter, quien nos va llevando de la mano por una fauna revolucionaria donde las rencillas, los intereses subalternos hieden a cada momento. Pero nuestro hidalgo sin armadura resiste la fetidez del bestiario, él confía, él cree, él tiene aún fe. La virtud del autor es saber atenuar las duras críticas con guiños permanentes de humor, que de alguna forma hacen tolerables los calores de un infierno individual. El revolucionario grita solemnemente Patria o Muerte, pero el pueblo en jocoso habaneo corrige: Patria y heriditas leves, mejor.
El segundo y tercer golpe se lo dan de ida y vuelta los seres queridos de Walter: su hija y su mujer. Ambas lo someten a un permanente confesionario donde el ex coronel de la Seguridad del Estado, los ojos y oídos de Raúl Castro, como el coronel Aureliano Buendía de Cien años de soledad, pierde todas las batallas que emprende. Las mujeres que más ama son implacables, le restriegan en la cara o por teléfono, la condición en que se encuentra. La retrospectiva de Walter se vuelve por momentos patética, su hija tira al suelo los ideales revolucionarios que podría ella haber continuado. Prefiere ser una bailarina famosa en España a ser doctora que cure a los revolucionarios en Cuba; desprecia el amor de un connacional y se va con un español a quien lo usa casi como pasaporte conyugal. Ya en Europa, deja a su primer marido y se entiende con otro. Manda dólares a su madre y conservas (enlatados). Por su parte, Mami, la mujer de Walter es el revés de estos golpes, su réplica y constatación más inmediata. Lo desacredita como compañero: “a partir de ahora cada quién se hace la comida”. Ellos que tan bien se llevaban fuera y dentro de la cama, ahora se niegan, se oponen. Mami le reprocha la ingenua honestidad de su marido en no hacer lo que el resto, llevarse pedazos aprovechables de una revolución que hace rato se ha derrumbado. Así, tenemos a nuestro aquijotado personaje desacreditado no solo como padre, como formador de “nuevos hombres”, sino también como simple y elemental marido.
El cuarto golpe es una patada de taekwondo al mentón moral del Quijote. Como en La muerte de Artemio Cruz los personajes que llevan consigo los principios más puros de la revolución (Regina, primera mujer de Artemio y Lorenzo, hijo de Artemio) son asesinados, en la novela de Armas Marcelo sucede de manera similar. Dos de los hombres más celebrados, reconocidos y seguidos, hombres de lucha que brillaron en Angola, Ochoa y Tony de La Guardia son traidoramente asesinados en nombre de la revolución. No solo eso, Fidel manda que le lleven el video de la ejecución. Walter no puede, no quiere, finalmente no debe asimilar semejante ignominia. Aparece el tormento del yuyu, una suerte de ataques oníricos.
La versión pesadillesca de la culpa y la vergüenza. La carga sicológica lo atormenta, está en declive. Raúl le dice que se vea aquello, lo manda a curar. La sicóloga Darsy Galarza lo ve, lo quiere redimir a partir de una terapia que combina la racionalización de sus pesares y una sutil pero cautivante seducción. Pero pareciera que Walter supiera que como el Quijote si se cura, muere. Por eso, no asume su error, su equivocada convicción. Insiste hasta el fin, deja pasar la oportunidad de estar con la mujer que lo arrebata, la que le podría dar una dosis adicional de vida nueva. Pero las Dulcineas, para Walter como para cualquier Caballero de Triste Figura, tienen y deben ser inalcanzables para subrayar su épica. La doctora se va y deja a su enamorado cliente en La Habana, escuchando esos cantos perrunos de María Callas. La voz de la soprano, aguda, hiriente que se instala en su mente como el símbolo más directo del cambio que exige el pueblo. Esa protesta permanente y anónima que le sigue y sigue hasta el final de la obra traspasando primero las lunas de su casa y luego el alma.
El quinto y último golpe, el que agudiza las arremetidas de los sueños como al Raskolnikov de Crimen y castigo, Walter no encuentra otra salida ni siquiera en una Darsy dostovieskiana y esquiva, la sicóloga que se fue de él y de su Cuba revolucionaria. Asiste medio dormido o medio despierto a la caída de su eje moral, de Fidel. Se desvanece desde dentro y fuera de la literatura y la historia. Al igual que en Yo el supremo, otra obra importante dentro de las novela del dictador, la utilización alternada de referencias tanto históricas como ficticias en el desarrollo de la novela, logran una narración efectiva y contundente del derrumbamiento del mito de Fidel y de toda mitología revolucionaria en torno a él. Mezclando la imaginación y los datos verídicos, se narra el suceso del caso Padilla, las críticas de Edwards, Cabrera Infantes y burlas de Carlos Fuentes grabadas por micrófonos clandestinos.
La presencia de Virgilio Peña, de las averiguaciones de Vázquez Montalbán para un libro. También la crítica por los malos manejos de oscuros tentáculos de personas de entera confianza con Fidel, el caso del chileno Max Marambio y la gran estafa y posterior huida a Chile, las atrocidades cometidas por el teniente Álvarez, el suceso de la improvisada orgía en una pileta por parte de algunos ilustres mandos revolucionarios, la contradictoria llegada del Papa a la isla, el mito de los huevos de oro de Fidel, y finalmente la aceptación por parte de Walter de un taxi Mercedes Benz (Merceditas) que es lo que corresponde por toda una vida dedicada a la revolución. Un taxista que ahora tiene que soportar los alardes de un pequeño empresario de origen polaco dando consejos que nadie ha pedido, comparando Cuba con Rusia, avizorando una Perestroika, simplificando vulgarmente el fin del castrismo. Y al borde del precipicio vital, aislado, viejo, el aprendiz de Quijote, vacila y piensa por última vez en Fidel, en la Revolución, en los rumores sobre su muerte, en esa andanada de voces colectivas que se disfrazan detrás del canto perruno de María Callas. Y se niega a sí mismo, ya no es el negrón, el mulatón rebajado por su mujer, ya no es el coronelucho ingenuo de su hija, ya no es ni siquiera los ojos y oídos de su jefe, es la sombra de sí mismo, el espectro que prefiere mil veces que se hunda la isla antes que el capitalismo la reclame y conquiste. De golpe, este último arrebato de egoísmo, estupidez y amor no lo redime, sino lo hunde primero a él. Quizá pensando como en Los inmortales de Borges, que los seres que no mueren quizá sean, en el fondo los más desgraciados, los que no han podido humanamente dejar de vivir, de singar y bailar. Los que estúpidos y tercos escuchan sus propios réquiem y se tapan las orejas con cera, a lo Ulises, para seguir aferrado al madero central de su embarcación. Así sus banderas estén podridas y arrasadas, así su ruta sea a ninguna parte.