El hombre
corre lo más rápido que puede, su frente está marcada con letras que él no
entiende, tiene el torso desnudo, está descalzo, solo lleva un taparrabo de
tela de tocuyo. Sus muñecas y tobillos tienen campanillas adheridas en forma de
pulseras que suenan como una horda de grillos chirriantes cantando al mismo
tiempo. La suma de las numerosas costras salpicadas, enlutan su espalda. Ha
perdido la orientación pero se introduce apremiante en selva virgen. Su
fallecido abuelo, siempre le enseñó que, si un día se perdía en el monte, debía
caminar sin claudicar hasta toparse con un pequeño arroyo ya que, siguiendo su
corriente, este lo conduciría a un riachuelo que a su vez terminaría por
desembocar en un generoso río y, en sus riberas, de furiosa belleza, tarde o
temprano se cruzaría con embarcaciones o pobladores que lo pusiesen a salvo.
Parece
escuchar el ladrido de los perros a lo lejos, vuelve a correr otra vez y siente
que van disminuyendo absorbidos por el viento. Toma un poco de aire, se inclina
ligeramente, pone las palmas de sus manos sobre sus rodillas. En la hacienda,
aún no se han dado cuenta de su ausencia. Probablemente lo hagan en la revisión
al ponerse el sol, y para eso, él ya estaría a varios kilómetros selva adentro.
A la altura de la cintura, tiene sujetada una bolsilla en cuyo interior se
encuentran unas semillas.
Al anochecer,
preguntaron a su compañero de campo si sabía algo, pero al no empeñar
respuesta, lo castigaron dándole a latigazos para abrirle la piel y sangrarlo
hasta que se le vieran los huesos, hasta matarlo, como lo hicieron con su
abuelo. En ese momento nadie podía dar con su paradero, ni siquiera él mismo
que, se aceptaba perdido después de haber andado tanto.
No logra ver
mucho a través de los soplidos del viento negro, los tupidos árboles se vuelven
impenetrables a la luna ceniza. Se siente débil, exhausto. El cuerpo rechupado
de hambruna y, el alma, de dolor. Las manos le tiemblan, emite un gemido: es un
sonido feo, bajo y áspero. Trepa a una copa muy alta para descansar y evitar
ser devorado por las bestias salvajes, pues, de noche, en la selva, el suelo es
traicionero. Recuerda cómo llegaron aquellos hombres blancos que con engaños
les prometieron riquezas a cambio de sus tierras. Parecían amables las primeras
veces, pero cuando se negaron a aceptar sus peticiones, cambiaron
drásticamente. Incendiaron sus tambos, los separaron de sus familiares, mujeres
e hijos. Los amarraron, los dejaron sin agua ni comida para someterlos. Se les
agotaron las fuerzas, no opusieron más resistencia. Los trasladaron a enormes
campamentos obligándolos a trabajar a espinazo partido, al punto de caer
inconscientes, recién ahí les daban de beber y alimentarse, solo lo suficiente
para reincorporarse y continuar abriendo campo a machetazos pos del tesoro
lechoso.
-Me voy a
escapar.
-No, no lo hagas. Nos castigarán a todos.
-Peor que eso es seguir aquí.
-Te van a encontrar, a donde vayas o te escondas.
-No me importa, si es así, al menos por un tiempo, habré sido libre.
-Me dejarás sin compañero de campo.
-Baja la voz, es hora de irme.
-Fede iima ziyi. (Vuela hombre pájaro)
-Iobidicué. (Te agradezco)
En medio de la
copa, elige la rama más ancha y dura. Tiene la cara terrosa. Unta sus brazos
con las cidras del camino para repeler a los insectos e isulas. De lo único que
no puede protegerse es de la shushupe, la serpiente más letal del oriente,
ruega al Yacuruna para que no coincidan en el mismo árbol a pasar la noche. La
oscuridad lo ahonda todo, vuelve profunda cualquier superficie, incluso hasta
el sendero más llano se torna peligroso. Con el cuerpo tibio, perdido y
terriblemente solo, se recuesta, está tan cansado que no se percata cómo se le
desprenden algunas costras de la espalda. Respira penosamente, con método, con
cuidado. Empalado en lo alto, con los ojos entrecerrándose, las manos detrás de
la cabeza, distribuye su peso por partes iguales, así conserva el equilibrio,
rumiando palabras que apenas puede articular por sentirse desfalleciente. Anhela
ver palidecer la madrugada, que rápido amanezca para poder llegar a aquel río
caudaloso, erizado de espumas y corrientes desenfrenadas. Todos sus empeños,
han terminado arrinconados por el tedio y se entrega sin atenuantes ante un
espeso sueño.
Durante algunos
días caminó sin estaciones, sin horas, sin climas, hacia ningún lugar, como en
círculos infinitos y malditos que al parecer lo dejaban de nuevo en el mismo
punto de donde había partido. A veces sentía que después de sortear rutas
agrestes durante el día, volvía a dormir en el mismo árbol todas las noches.
Era igual siempre, no se develaban paisajes diferentes ante sus ojos que le
hicieran pensar que ya estaba en otro lugar. Sobrevivió con frutos amargos e
insípidos que no brindaban al hambre sino un ardor más atroz, mitigaba la
garganta reseca de sed lamiendo el rocío matinal en las hojas, llevándose
insectos a la boca que también a él lo comenzaron a devorar. De a pocos se
llenó de agentes extraños que anidaban en su piel, recomido por fuera, poroso, como
si lo hubiesen atacado las termitas. Tenía que salir de allí y encontrar un
poblado rápido. Pero no fue así, en ese estado, con los sentidos afectados, era
imposible darse cuenta de cuán lejos o cerca se encontraba. El arroyo no
apareció, tampoco el riachuelo, y el río solo existía en sus recuerdos. Sus
piernas no resistieron más, desmayó afiebrado.
Amanece, un
pescador lo ve tendido en la orilla, inmóvil. No tiene arrestos en cancelar su
pesca y subirlo a su canoa. Lo lleva a una chacra río arriba donde él vive. Le
da de comer y beber, limpia su piel. Tras unas horas, le baja la fiebre, pero
aún balbucea palabras al azar y luego las mezcla con otras, en una lengua que,
al pescador, le resuenan en la cabeza. Lo observa, es como él. Las manos son
las suyas, la forma del rostro también. Se saca las sandalias y compara los
pies, idénticos, como un pariente lejano o quizá un primo o, mejor aún, un
hermano; como que si ya lo conociera de antes y ahora se han vuelto a
encontrar. Es como verse en un espejo, experimenta una extraña cercanía, algo
en su interior se alegra de haberlo podido divisar tendido en la orilla. En ese
momento tocan la puerta.
-Guardián, escuche atentamente.
-Lo que usted diga, patrón.
-Hace unos días, robándome unas semillas de caucho, se escapó un esclavo. ¿Ha visto algo por el Putumayo?
(Cuento publicado en la revista impresa Lima Gris N° 16)