POETAS SUICIDAS
Ellas decidieron irse…
Escribe Luis Humberto Moreno
Sylvia Plath
“Morir es un arte, como todo lo demás. Yo lo hago excepcionalmente bien. Lo hago para que se sienta como el infierno. Lo hago para que se sienta real. Se podría decir que he recibido un llamado”, dice Sylvia Plath en su poema “Lady Lazarus”, como dejando sobre un altar su pulsión desesperada por alejarse, de forma perentoria, de un mundo en el que sentía que jamás podría encajar. Al igual que Sylvia, muchas mujeres entregadas a las letras terminaron siendo dueñas absolutas del punto final, luego de danzar durante tantas noches con la tentativa de la muerte entre páginas cargadas de tormento y melancolía.
La soledad no sólo se ceñía sobre su oficio: la soledad era para ellas un absoluto, era el mundo por completo, cargado de sinsabores. Prisioneras en su tiempo, visionarias en una sociedad que las relegaba constantemente, buscaron siempre una manera de aplacar la carga que significaba pulular sin sentido a través de esa realidad insoportable.
La peor soledad, dicen, es aquella que te acompaña incluso cuando estás rodeada de mucha gente.Esta, sumada al desamor, tiende el puente perfecto para el paso final. Sylvia Plath (Boston, 1932) tenía 30 años cuando decidió suicidarse, luego de sucesivos intentos en diferentes etapas de su vida en el que la constante era esa marcada distancia que tenía con una sociedad que creía farsante y congestionada por reglas absurdas, y una sobrecargada melancolía que la llevaba a profundos niveles de depresión.Ya de joven había intentado tomarse una botella completa de tranquilizantes, pero fue salvada a tiempo y tuvo que estar internada en un manicomio donde recibió terapias de electroshock. Alumna sobresaliente, siempre distinguida, trabajaba de manera compulsiva por pulir su estilo. Esa exigencia la llevó a buscar una conexión perfecta entre la realidad y sus poemas, aunque nunca pudo alcanzarla. ‘El no ser perfecta me hiere”, escribió en su diario en 1957. Ese aire de desánimo condujo a que, en 1963, luego de su terrible fracaso amoroso (su esposo Ted Hudges la abandonó por otra mujer) y sumida en una profunda perturbación melancólica, se encerrara en su cocina luego de servir el desayuno a sus hijos, sellara la puerta y metiera su cabeza en el horno, muriendo por envenenamiento con gas. Plath dejó una obra cargada de un aire siniestro: un cuarto oscuro apenas iluminado por una luz ambarina que batalla duramente contra la penumbra. (‘Ahora yaces bajo una lápida / quieta, más allá del frío, /más allá de los voltios azules, mas allá / de tu luna perturbadora.’, escribió en ‘Piedras y Rosas’, como si se tratara de una bola de cristal.
Once años después, su rival literaria y amiga Anne Sexton (Massachusetts, 1928) haría algo similar inhalando monóxido de carbono en el garaje de su casa, sentada en su Cougar rojo modelo 1967, con un vaso de vodka en la mano y la música de The Doors en la radio. Sylvia y Anne, ganadoras del Pulitzer por su obra (Plath lo recibió de forma póstuma), hicieron migas rápidamente por sus interminables veladas de copas en las que conversaban sin tapujo alguno sobre la depresión, la desdicha y la muerte. Sexton, si bien dejó testimonio de lo mucho que amó a su familia, nunca pudo acoplarse al rol de esposa, ni silenciar los fantasmas que la atormentaban desde el nacimiento de su primera hija. Sus poemas son un canto penoso a la carga que sentía por ser mujer, y en muchos de sus versos coquetea tenazmente con la muerte (basta con leer su poema “Herkind”, sobre todo el final: ‘Una mujer así no se avergüenza de morir. Yo he sido una de esas’). Anne perdió el control con el alcohol y la ingesta de sedantes, hasta que finalmente, luego de pasar una tarde con su mejor amiga Maxine Kumin, regresó a su casa y se aisló de todo aquello que la lastimaba, para siempre.
La lucha interna puede ser una batalla de toda la vida, como un cilicio permanente que afecte el espíritu de acuerdo al momento. Sin embargo, a veces la salud termina quebrándose, creando la grieta por donde se cuela la decisión del suicidio. Alfonsina Storni (Suiza, 1892), aquejada por los dolores del cáncer, termina con toda la morfina que queda en su pensión de Mar de Plata. “Gracias. Adiós. No me olviden. No puedo escribir más”, son sus últimas grafías antes de perderse entre las aguas de la playa La Perla. La poetisa argentina había luchado toda su vida por mantenerse con la cabeza erguida en una sociedad machista e ingrata. Despreciada por Borges –no así por Horacio Quiroga-, Storni crea una poesía pionera, adentrada en el manifiesto del deseo. El suicidio de Quiroga la devastaría eternamente. ‘Si él llama nuevamente por teléfono le dices que no insista, que he salido…’ escribe en su poema “Voy a dormir”, cinco días antes de su muerte. Tenía 46 años.
Alejandra Pizarnik
Su compatriota, Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936), de infancia difícil, severa autocrítica a su físico y consumidora compulsiva de anfetaminas, dedicó su oficio a reverenciar la soledad, el dolor y la muerte. Sus continuos cuadros depresivos la llevaron a buscar el punto final para su vida en dos ocasiones, sin éxito. Siempre de cara a la pobreza y a la frustración de tener que optar por trabajos lastimeros para poder ganar algo de dinero, cultivó sus mejores momentos poéticos en un pequeño cuarto en Francia, donde logra una nutrida amistad con Octavio Paz y Julio Cortázar (a quien luego critica sardónicamente por su politización a favor de la Cuba comunista). En sus últimos días, ya en Buenos Aires, la depresión que la aquejó durante toda su vida se intensifica a pesar del tratamiento recibido para su crisis dramático-emocional. Sus últimos libros publicados dejan claras alusiones al suicidio (‘el soplo de la luz en mis huesos cuando escribo la palabra tierra. Palabra o presencia seguida por animales perfumados; triste como sí misma, hermosa como el suicidio’). En 1972 es internada en el hospital siquiátrico de Buenos Aires pero, aprovechando un día de permiso para descansar en casa, realiza un tercer intento por acabar con su tormento, e ingiere una sobredosis de Seconal. Había dejado de creer en la poesía y la posibilidad de que la literatura la hiciera notoria entre sus conocidos. Tenía 36 años.
La pobreza no sólo fue un lastre para Pizarnik, también hizo mella en el cuerpo y la mente de Marina Tsvietáieva (Moscú 1892), poetisa rusa que tuvo que ver morir a su esposo –partidario del ejército blanco antibolchevique- ante un pelotón de fusilamiento y que, sumida en la miseria, tuvo que dejar a su hija en un orfanato ya que no contaba con los medios para mantenerla. Devota a pie juntillas de la poesía, amparada por la dimensión de su lenguaje –la simbología y profundidad de idioma ruso-, sufrió un golpe contundente cuando Nabokovla criticara sin miramientos: ‘Leerla solo causa estupor y dolor de cabeza’). Los problemas de su esposo con el gobierno ruso la condenaron a una desaprobación oficial, que le impidió conseguir vivienda y trabajo. Luego de la muerte de su esposo, su hija Adriana sería arrestada y su hija Irina, ya en el orfanato, moriría de hambre debido a las pésimas condiciones del lugar. Terminó exiliada en Tarataristán mientras Moscú sufría el férreo bombardeo de las tropas Nazis. En 1941, Marina se ahorca usando la cuerda de su maleta de exilio (‘Hace mucho pongo la vida y muerte entre comillas, como chismes notoriamente vacíos’, escribe en su ‘Carta de año nuevo”). Su obra, finalmente, ha sido traducida al español y es considerada como un tesoro cargado de musicalidad como nunca antes lo hubo en la poesía rusa.
Virginia Woolf (Londres 1882), figura destacada del modernismo literario, no pudo lidiar con la muerte de sus familiares, en especial la de su padre, lo cual afectó drásticamente su estabilidad mental. Afectada por estados de psicosis breves, trastorno bipolar: “un mundo de histeria, desesperación y violencia”, en palabras de su esposo Leonard, Virginia inició su flirteo con la muerte a los 13 años, cuando se arrojo por una ventana, momento desde el cual estuvo internada en un sanatorio en diversas ocasiones. En 1913 se brinda una segunda chance tras ingerir Veronal, pero es salvada de milagro. Dos años de fuerte reclusión en el sanatorio le brindaron la estabilidad necesaria para empezar su rica producción literaria, que no la abandonaría hasta 1936, año en el que recaería temporalmente, para luego escribir “Los años” y “Entre actos”. Finalmente, en 1941, Virginia, se ahogaría en el río Ouse. Le encontraron piedras en sus bolsillos.
Todos los que la conocían sabían que la situación de Virginia era crítica: incluso en sus momentos de estabilidad, Virginia afirmaba oír voces demoníacas, voces que la atormentaban, que no la dejaban en paz. Por momentos risueña, muchas veces pesimista y depresiva, Virginia decidió ponerle fin a ese conflicto en su cabeza y acabar con el desencanto que le producía la vida (“Esto es lo que me espanta de mi melancolía: ves pasar una aleta a lo lejos, un atisbo de la esencia de la realidad”, escribió en “Mrs. Dalloway”). Tenía 59 años.
Una fuerte depresión fue, según quienes la conocieron, la que llevó a María Emilia Cornejo (Lima, 1949) a ingerir una sobredosis de pastillas a los 23 años. Dicen que un embarazo fallido fue el detonante de una crisis existencial que la sumió en una vorágine de excesos para paliar la melancolía que la acechaba. Finalmente las fiestas y el alcohol no lograron mermar el deseo suicida que crecía en su interior. Tres poemas la hicieron famosa (“Soy la muchacha mala de la historia”, “Como tú lo estableciste” y “Tímida y avergonzada”), y la elevaron casi de forma mítica como la voz enarbolada del feminismo. Mucho se habló de su potencial, de la promisoria condición poética truncada por su muerte prematura en 1972 hasta que, 17 años después, el Centro de la Mujer Flora Tristán publicó todos los poemas de María Emilia, en un libro dividido en cinco partes, ubicando los tres poemas consagrados en la parte final. Los versos intimistas, cargados de sensualidad y erotismo, son el reflejo fiel de los apuntes que María Emilia había hecho en su cuaderno de notas.Y sin embargo el contraste con sus tres poemas emblemáticos, ubicados en el final del poemario, salta a la vista.Los lectores minuciosos repararon rápidamente en una serie de versos repetidos, en una diferencia marcada entre sus poemas consagrados, que arrostran al machismo con desenfado, y el resto de escritos, sumisos, quejumbrosos: apuntes timoratos similares a los que cualquier adolescente atormentada haría sobre su diario (claro que con un poco más de consecuencia).
La explicación tardó algunos años en llegar. José Rosas Ribeyro contó que, junto a Elqui Burgos, armaron tres poemas con el material que Hildebrando Pérez, amigo de María Emilia, les alcanzó un año después de su suicidio. Fueron estos tres poemas los que, hechos a manera de homenaje, consagraron a una muchacha cuya vocación no estaba del todo decidida. Ni José Rosas, ni Elqui Burgos imaginaron la trascendencia que tendrían estos tres poemas, ni la significancia que cobrarían para la voz poética femenina. María Emilia, a diferencia de las otras poetas aquí citadas, se marchó inédita, y, dadas las circunstancias, es difícil saber cuál hubiera sido el derrotero de su novicio talento. “Es sólo el tiempo que viene en mi contra y no me deja morir porque ya no, ya no le temo a la muerte…”, escribe en el último verso de su poemario.
Dueñas de un talento particular, imposible de determinar si este fue afectado o no por la vida caótica en la que estuvieron sumidas, estas mujeres dejaron para la posteridad obras con una voz que fue más allá del simple oficio de escribir: páginas cargadas de sentimiento, de dolor, de pesadumbre, como si cada hoja en blanco fuera una ventana a esa libertad que tanto ansiaban; un paliativo a su dolor, una bandera de tregua a esa lucha tenaz que libraron contra la desolación, la locura y el desamor y, como dignas contendientes, vendieron cara su derrota, y no permitieron que la vida se saliera con la suya y las doblegara. No sólo supieron huir de ella, supieron plasmar su verdadero rostro –ese que el común de los mortales nunca quiere ver- de distintas maneras, creando una justa simbiosis entre talento, carácter y obra. La muerte, lejos de acallarlas, sólo consiguió elevar sus voces al lugar que ellas querían, a ese espacio entre la perfección y la inmortalidad.