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Opinión

Pedro Castillo, el chicote que castiga a la derecha y a la izquierda progresista

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Mientras la izquierda progresista se preocupaba por cojudeces —como el lenguaje inclusivo— y la derecha empresarial dosificaba su veneno entre las tres cepas del fujimorismo; Pedro “Speedy” Castillo corría de rincón a rincón, conquistando desde abajo —a punta de anacronismo, ira y populismo— al elector mayoritario del país. No lo empelotó la gran concentración y lo basureó la izquierda barranquina. Hoy el desconcierto cunde en los limeños que confunden el Perú con La Planicie y en los intelectuales que siguen esperando el voto de Nueva Zelanda.

El Perú parió a Pedro Castillo dos veces. Su primer nacimiento se dio en el marco de la lucha por la educación, los intríngulis del enfoque de género y la pauperización del magisterio.  Su retorno se produce en un país desangrado por la pandemia, que día a día bate el record de tener la peor gestión sanitaria, con un pueblo que descree de su clase política y de la política en general. En un país que ha hecho de la indecisión una costumbre, el voto es una veleta y se entrega de acuerdo al humor del momento. El boca a boca y el rechazo prenden más que los planes de gobierno, que nadie lee porque nadie tiene tiempo de leer. Todos los candidatos remontaron —en su momento— la ola, pero el crecimiento incontenible del profesor cajamarquino se produjo días antes de los comicios. Y llegó a las elecciones en la cresta misma de su popularidad. Ya nadie lo podía desbarrancar.

El padre de Pedro Castillo es la derecha despiadada, que lucra con la miseria de los peruanos, robando oxígeno y engordando sus arcas con la pandemia. La madre de Pedro Castillo es la izquierda hipster, enfocada en cojudeces como el lenguaje inclusivo y asuntos no prioritarios como el matrimonio igualitario y el aborto. Ya la encuesta del IEP, realizada a fines del año pasado, trazaba el sentir y las filias del pueblo peruano ad portas del bicentenario. ¿Y qué quería el pueblo peruano? Mayor intervención del estado en la economía, autoritarismo y respeto por los valores culturales tradicionales. Es decir: autoritarismo de izquierda, una izquierda conservadora. Una lectura atenta y desprejuiciada de esa encuesta hubiera diseñado, en mejor medida, la estrategia electoral de los políticos que hoy siguen desconcertados con el ascenso de Castillo. Pero los políticos tradicionales tienen los ojos puestos en su ombligo, cuando no en su pincho o su chucha: ombliguismo, alpinchismo y quechuchismo son las divisas de nuestros padres y madres de la patria.

¿Y dónde estuvo, todo este tiempo, Pedro Castillo? Decir que el profesor cajamarquino representa una novedad es mentir; encumbrar a Castillo como un purista identificado con el pueblo es hablar a medias. Y es que el profesor chotano es un zorro viejo de la política profunda, un equilibrista de la política regional, esa política que la caviarada limeña mira sobre el hombro y que hoy le patea el culo. Sin embargo, su incursión en Perú Libre —debido a la indisposición para postular del líder Vladimir Cerrón— no fue nunca un proyecto veterano, sino un recurso de último momento, para que el partido no pierda la inscripción. Castillo no es un improvisado en política de base; pero su fórmula electorera y con la cual aspira a ponerse la banda presidencial es un sancochado, un ceviche cuajado de mala manera, un tocosh que se desparrama por los bordes de la olla. Castillo y su discurso rupturista sintetizan, simplemente, los anhelos de una gran parte de los peruanos contemporáneos. Tan simple, tan arcano y tan verídico como eso.

No es menos verdad que la “Caperucita” Mendoza sintetizó mayoritariamente, allá por el lejano 2016, los anhelos del peruano profundo. Y siguió aglutinando dicho caudal en estos últimos comicios. Pero el terruqueo de la derecha, el sabotaje de los medios de prensa, el desprecio de sus enemigos y el ombliguismo de sus fanáticos impidieron que ese proyecto se concrete a cabalidad. ¿Castillo le quitó votos a Mendoza? ¿O Mendoza le regaló los boletos del pase a segunda vuelta? La respuesta tiene varias aristas, pero la desconexión entre Mendoza y el peruano de a pie se hizo sentir. Sí, la extrema derecha la terruqueó; sí, fue ignorada por los medios y sí, el progresismo liberal de derechas se cebó en su candidatura a punta de chongo y joda; pero no se puede negar que fueron sus propios fanáticos los que sabotearon su campaña. Fue su propia gente la que profundizó el abismo que la separaba del peruano de a pie. Y además, hay que decirlo claramente: el apoyo de la intelligentsia nacional a Mendoza no le endosó votos en lo absoluto. Los intelectuales, los artistas, los escritores, los académicos y politólogos no leen correctamente al Perú. Su opinión no importa. No tienen capacidad de endose. No son. No pintan. Es más: casi nadie los conoce.

Fue la misma gente de Mendoza quienes destiñeron su caperuza. Y frente a Castillo, ella se vio como la derecha de la izquierda. Con un candidato al congreso que funge como la Paisana Jacinta en versión travesti, con una candidata salida de la prensa concentrada, que vacaciona en Miami y desprecia a las universidades misias, con una candidata que ya no es virgen en política y que, por eso mismo  —con las mañas de los viejos zorros— basurea a su caudal de electores. Y con fanáticos trenzados de heroísmo, déspotas y distantes, que despreciaban a quienes no veían la superioridad moral de su candidata. Fue la misma gente de Mendoza quienes le dejaron la tierra arada a Castillo. Porque Mendoza dejó de hablar del agro y pregonó el lenguaje inclusivo, porque Mendoza mostró como una medalla el apoyo de los economistas gringos y olvidó al votante del sur profundo. Como si el voto en el Perú se decidiera en Barranco, en los yunaites o en las europas. Se dirá: pero eso es caer en dicotomías, se pueden hacer ambas cosas. Se dirá que Mendoza era la promesa de llevar a cabo reformas en varias direcciones. Y no es, necesariamente, así.

El progresismo de izquierdas debe entender que sus teorías y propuestas no le interesan a la mayoría del pueblo peruano. Que el peruano de a pie ve sus prédicas como cojudeces. Si se parte de ese punto la estrategia podría cambiar y en lugar de salir con la pata en alto, a batutear a la ciudadanía, podrían tender puentes con el electorado. Pero no, su estrategia fue confrontar, imponer y censurar. Y ajustar su argolla de superioridad moral, claro está. El progresismo liberal de izquierdas le comió el corazón a Verónika Mendoza y la alejó del peruano profundo. Castillo cosechó las flores que se deslizaban por la cesta mendocista. Cuando las flores que caen no se recogen… como decía Heraud. Y Castillo recogió y recogió bien.

Hoy el progresismo liberal de izquierda dice que el Perú se perdió a Verónika Mendoza. Y sí, en parte es cierto. Pero no es menos que verdad que fue ese mismo progresismo quien la alejó del Perú. Y es que en plena pandemia ¿A quién carajo le importa el lenguaje inclusivo? ¿Qué le importa el matrimonio igualitario a un hombre del Perú profundo? ¿Acaso el campesino, que envía a su hijo al colegio, desea escuchar las prédicas del enfoque de género?

Un hombre pasa con un pan al hombro/¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?/Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su axila, mátalo/¿Con qué valor hablar del psicoanálisis?/Otro ha entrado en mi pecho con un palo en la mano/¿Hablar luego de Sócrates al médico?/Un cojo pasa dando el brazo a un niño/¿Voy, después, a leer a André Bretón?/Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre/¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?/ Otro busca en el fango huesos, cáscaras/¿Cómo escribir, después del infinito?/Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza/¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora?/Un comerciante roba un gramo en el peso a un cliente/¿Hablar, después, de cuarta dimensión?/Un banquero falsea su balance/¿Con qué cara llorar en el teatro?/Un paria duerme con el pie a la espalda/¿Hablar, después, a nadie de Picasso?/Alguien va en un entierro sollozando/¿Cómo luego ingresar a la Academia?/Alguien limpia un fusil en su cocina/¿Con qué valor hablar del más allá?/Alguien pasa contando con sus dedos/¿Cómo hablar del no-yó sin dar un grito?

Pero los progresistas liberales de izquierdas no leen a Vallejo, pues se masturban con Michael Foucault y ven los campos de Bordieu hasta en la sopa; leen a Judith Butler y siguen creyendo que Simone de Beauvoir dirigió alguna vez la Biblioteca Nacional.

Esto no es desmerecer los ideales progresistas, claro está. No se puede caer en el esquematismo de quienes se pasan a la otra acerca y creen que la tradición es canon o que el orden cultural debe seguir tal como está. Y que el machismo, el autoritarismo y el culto al caudillo son valores nacionales que se deben respetar. Pero no se puede intentar un cambio cultural con imposiciones, con censuras y considerando a todo aquel que disiente como un potencial enemigo. Los progresistas liberales —que han copado diversas instituciones del estado— han arado sus feudos en base a ideologías progresistas, con las que el pueblo nunca comulgó. De ahí las premiaciones del estado a cualquier cojudez que ostente el lenguaje inclusivo, de ahí el poco consenso a la hora de discutir el enfoque de género, de ahí el plato servido que le dejaron a la extrema derecha para que los moteje como defensores de ideologías divorciadas del pueblo. De ahí nace Porky y su ataque a los caviares. Y es que, debido al puritanismo y a la argolla del progresismo liberal, el candidato de apariencia porcina pudo blandir el cuco del progresismo como el mayor enemigo del país. Si el progresismo liberal se hubiera abierto en pleno diálogo, en lugar de encerrarse en argollas para esquilmar del estado, si hubiera escuchado los intereses de la ciudadanía; entonces Verónika Mendoza sería más. Pero el progresismo liberal jugaba sus propios intereses y eso solamente conduce a un Pedro Castillo, a una Keiko Fujimori, a un Rafael López Aliaga o Hernando De Soto.

Y Pedro Castillo es el cuco que la gran prensa ahora no quiere ver. Porque Castillo es el cuco que construyó la gran prensa concentrada, ocupada como estaba en terruquear a la “Caperucita” Mendoza. Castillo es el engendro de los periodistas que emplazaban a la caperuza con preguntas sobre Venezuela como si la Mendoza fuera contendiente de Maduro. Y fue esta misma prensa la que ayudó a diseñar un candidato que sí reivindica a Maduro, que sí quiere disolver el Tribunal Constitucional y sí está dispuesto a cerrar el parlamento, como en los mejores tiempos del chino. Porque el muñeco cobró vida propia y ahora mantiene en ascuas a los amos. Y es que detrás del muñeco está el peruano de a pie, invisible pero decisivo en disputas electorales.

Pero nada más lejos que intentar ahora un elogio a los pergaminos de Castillo. Pues Castillo será novedoso para los limeños apitucados, pero es un zorro viejo de la política nacional, con todas las taras y filias de los viejos políticos. Un político que no dudó en tranzar con el fujimorismo durante las protestas del magisterio, saliendo con la sonrisa amplia al costado del indescriptible Becerril. Un viejo zorro que ha transitado por diversas tiendas políticas y cuyas conexiones o infiltraciones, en su círculo, del ala “institucionallizada” del senderismo siembran más sombras que luces. Un viejo político que recurre a la ira y al populismo para catequizar a su electorado. Y el representante de la izquierda más anacrónica, más macha, más medieval; en suma, más peruana.

Y si Castillo es un viejo zorro de la política regional,  su propuesta electoral es una suma de improvisación y de anacronismo: Castillo cree que seguimos en la Guerra Fría. Y el más grande pergamino que se cuelga y que sus seguidores le cuelgan, es el de ser el representante de la izquierda más sufrida. Y que por ese hecho tiene el deber moral de conducir los destinos del país. Que entonces, el Perú debe ser su chacra y que toda desviación se castiga a punta de chicotazos. Porque él es campesino, porque él es rondero, porque él es maestro: porque es un peruano del Perú profundo. Y si la credencial más importante para regir los designios de nuestro país es ser un peruano sufrido, entonces que sea presidente Tongo.

Algunos progresistas liberales han comenzado un mea culpa diciendo que no vieron al elector de Castillo. Y los izquierdistas recalcitrantes ya comienzan a elogiar un andinismo esencialista. Como si ser cholo, pobre y misio le otorgara, ipso facto, las credenciales democráticas. Nos movemos rápidamente al otro extremo: pasamos de los que han hecho de lo gay y del feminismo algo sagrado, a los que hacen de lo cholo y del andinismo lo sacrosanto. Pero quienes recurren a esos ejercicios de culpa y de mala fe son los mismos que viven desconectados del pueblo, aquellos que, enclaustrados en cómodos pupitres, no conocen las peripecias del peruano. Su culpa les hace sacralizar al cholo, que conocen a través de Quijano, Nugent o Bruce. Su penitencia es divinizar al cholo, porque solamente lo reconocen por manuales. Pero quien conoce las dinámicas populares no sufre de ese tipo de neurosis y sabe que ser cholo, como ser gringo, como ser negro, como ser chino, no implica un heroísmo atávico. Quienes paternalizan lo cholo son los que se sienten lejos de las dinámicas cholas, su mala fe y su distancia les hace ser acríticos e hipócritas. Y entonces, cuando lo cholo es criticado, sacan el dedo acusador del ¡clasismo, clasismo! para disimular su desconocimiento de las dinámicas peruanas. Según ellos, lo cholo es una categoría sagrada. Es más fácil, entonces, decir que Castillo es un fascista de izquierdas, o un autoritario de izquierdas, que decir que el grueso del electorado que votó por Castillo tiene el germen y el combustible del pensamiento autoritario. Porque Castillo no se representa a él mismo, sino al peruano de a pie, aquél peruano sobre el que trabajó, a medias y en vano, el caviarismo y al que despreció la derecha durante tantos años.

Y ahora se tiene que elegir entre la hija de un mafioso dictador y un autoritario de sinuosa carrera política —y representante del esencialismo andinista— que tranzó con la bancada del mafioso dictador. Entre el plomo y el chicote; entre la coca y la hoja de coca; entre “la letra con sangre entra” y el “nosotros matamos menos”. Entre la yakuza y los herederos de Benel; entre la derecha autoritaria y la izquierda intransigente. Entre la china hipócrita, que se calza un chullo para verse como peruana y el cholo, que dice representar – solamente él – al verdadero peruano.

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Roberto Ramírez Manchego. Egresado de derecho de la UNFV y actualmente estudia filosofía en la Universidad San Marcos.

Opinión

El Partido Cívico Obras es el Partido del Pueblo 

Lea la columna de Rafael Romero.

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Por: Rafael Romero.

A diez meses de las elecciones el Partido Cívico Obras (PCO), liderado por Ricardo Belmont Cassinelli (RBC), sigue sumando adherencias de buena voluntad, con ciudadanos transparentes, colectivos gremiales y de vecinos, agrupaciones populares y frentes regionales; y esa sumatoria no para, pues al pergeñar estas líneas nuestra agenda está recargada con la audiencia ininterrumpida junto a bases juveniles y asociaciones de emprendedores de nuestra patria.

Por lo pronto, no podemos dejar de informar la emocionante y patriótica actividad realizada el pasado sábado 28 de junio, cita en la cual RBC inauguró un nuevo local de los espartanos del Perú, esta vez en el Jr. Caylloma del Cercado de Lima.

En dicho evento partidario, con la presencia del secretario general del PCO, Daniel Barragán Coloma, se sumaron líderes sociales, intelectuales y empresariales de la patria, como Luis Thais, Juan Alejandro Zec Bejar, Hilario Rosales y Henry Shimabukuro, haciendo suyas las 10 vigas maestra del partido.

Cada uno de los citados líderes populares tiene más que un cargo, un encargo por el desarrollo humano y el crecimiento moral del Perú, siendo oportuno destacar la experiencia de Lucho Thais, quien comandará el equipo de Plan de Gobierno del PCO, partiendo precisamente de las citadas vigas maestras, a saber:

1.- No prescribirán los delitos contra el Estado y los funcionarios sentenciados serán inhabilitados a perpetuidad.

2.- Desarrollo de una televisión que promueva valores y sanciones severas a quienes no cumplan la Ley de Protección al Menor.

3.- Obligación de los medios de comunicación de promover cultura y distribución de forma equitativa de la publicidad del Estado.

4.- Educación pública gratuita, de calidad y obligatoria.

5.- Prestación de servicios de salud universal de calidad, otorgando prioridad a la población más necesitada.

6.- Promoción de una economía social de mercado, sin monopolios ni oligopolios.

7.- Garantía de transparencia en contrataciones y licitaciones del Estado.

8.- Promoción de la formación integral del ser humano a través del deporte y la cultura.

9.- Establecer niveles dignos para las pensiones de los jubilados.

10.- Revisar y renegociar los contratos sobre recursos naturales cautelando los intereses del país.

A la parte técnica de estos pilares, se suma la voluntad de combate por una patria sin corrupción, sin impunidad; también la mística que une al hombre con el ser superior que irradia la moral y fortalece la ética; y el liderazgo de un estadista y periodista como Ricardo Belmont, que lleva más de medio siglo hablando y haciendo por una patria con paz, desarrollo, educación, salud, justicia, trabajo, ciencia y arte para todos los peruanos sin excepción ni discriminación.

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Opinión

¿Silenciar a los que saben demasiado?

En el Perú, saber demasiado puede costarte la vida. Andrea Vidal, Nilo Burga y José Miguel Castro conocían información clave que pudo desentrañar graves casos de corrupción. Hoy están muertos, y sus muertes siguen rodeadas de sospechas e impunidad.

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¿Qué está pasando en el Perú? ¿Nos hemos acostumbrado, como sociedad, a ver morir a quienes tienen información clave sin exigir justicia con la firmeza que corresponde? ¿Es esto una nueva modalidad de silenciar a las voces incómodas? Las recientes muertes de Andrea Vidal, Nilo Burga y José Miguel Castro no solo han estremecido al país, sino que también nos obligan a preguntarnos con crudeza si estamos frente a un patrón de impunidad sistemática.

El 10 de diciembre de 2024, la abogada Andrea Vidal Gómez de 27 años, fue acribillada en La Victoria. Más de 40 balazos impactaron contra el vehículo donde viajaba. El taxista murió al instante; ella, tras seis días de agonía, falleció en el hospital.

Sin duda, no fue una víctima colateral porque la precisión de los disparos, varios en la cabeza, indica que era el verdadero objetivo. Vidal Gómez no era una chica cualquiera; era exasesora del Congreso de la República y conocía a fondo los engranajes de una presunta ‘red de prostitución’ que presuntamente operaba al interior del Parlamento, dirigida —según sus propias denuncias— por un operador político de Alianza para el Progreso (APP), el inefable Jorge Torres Saravia. Sin embargo, hoy ya casi no se habla de este lamentable episodio.

Andrea Vidal Gómez fue acribillada antes que pudiera declarar.

Su muerte no solo apagó una vida; también sepultó información valiosa sobre un caso que tocaba las fibras más podridas del poder. Hoy, las hipótesis van desde un crimen por encargo, hasta un intento burdo de encubrirlo con la narrativa de un crimen pasional. ¿Hasta cuándo se permitirá que hechos de esta naturaleza queden sin responsables?

A los pocos días, el 25 de diciembre del 2024 en un hospedaje del distrito de Magdalena del Mar, fue hallado sin vida Nilo Burga Malca, presidente de la empresa Frigoinca, clave en la investigación sobre el caso ‘Qali Warma’, donde se descubrió la distribución de alimentos malogrados a niños escolares. Burga Malca tenía mucho qué contar; demasiado, quizás.

Lo encontraron con heridas profundas de arma blanca en el cuello, pecho y abdomen. Según el peritaje, era prácticamente imposible que él mismo se haya causado tales lesiones. Las manchas de sangre y la posición del cuerpo evidenciaban que fue movido. ¿Alguien intentó simular un suicidio? La respuesta parece obvia: sí. Y, sin embargo, nadie ha sido procesado.

Una excolaboradora lo dijo claramente: «Yo creo que a él lo mataron». ¿Por qué? Porque sabía demasiado. Porque podía exponer la cadena de responsabilidades detrás del negocio sucio que compromete a funcionarios públicos del Midis y proveedores del Estado. Su muerte —como la de Andrea Vidal— tuvo el mismo patrón: alto perfil, información delicada y una escena sospechosa.

Fiscalía investiga muerte de Nilo Burga, ligado al Gobierno de Dina Boluarte.

Más reciente aún, el domingo 29 de junio de 2025, el país amaneció sorprendido con la noticia de la muerte de José Miguel Castro Gutiérrez, de 51 años, exgerente municipal durante la gestión de Susana Villarán y colaborador eficaz en el caso Lava Jato. Él estaba bajo arresto domiciliario en Miraflores y lo encontraron muerto con un corte en el cuello de 14 centímetros, con un cuchillo plateado cerca y señales claras de manipulación del entorno. Aunque no había reportado amenazas, sí mostró preocupación en su última visita al Ministerio Público. El fiscal José Domingo Pérez lo confirmó: “Castro temía por lo que sabía”.

Su testimonio era clave para el juicio oral contra su ‘intima’ Villarán de la Puente, previsto para septiembre. ¿Coincidencia? Difícil creerlo. Castro Gutiérrez había entregado pruebas valiosas sobre los millones de dólares que Odebrecht y OAS entregaron a la campaña política de la exalcaldesa, a cambio de concesiones. Su muerte representa no solo una pérdida humana, sino un daño gravísimo al proceso judicial más importante del país.

José Miguel Castro, exmano derecha de exalcaldesa Susana Villarán.

Tres personas claves. Tres muertes en menos de un año. Tres historias que apuntan a una misma dirección: el silenciamiento. No es paranoia, ni teoría conspirativa. Es la realidad que, con pruebas y documentos en mano, ha ido construyendo una narrativa inquietante: “en el Perú, saber demasiado puede costarte la vida”.

¿Existe en el Perú una nueva modalidad de encubrimiento extremo? ¿Estamos ante una estrategia sistemática para callar a los que pueden revelar nombres, vínculos y tramas enteras de corrupción? Los casos de Andrea Vidal, Nilo Burga y José Miguel Castro no son hechos aislados. Son piezas de un rompecabezas mayor. Uno donde el crimen organizado, los tentáculos del poder político y el desgastado aparato judicial conviven, se protegen y se fortalecen en la impunidad.

Aquí no se busca acusar sin pruebas, ni promover el sensacionalismo. Pero sí se exige, desde un mínimo de decencia ciudadana, que se actúe con contundencia. Las autoridades —el Ministerio Público, el Poder Judicial y la Policía Nacional— tienen la responsabilidad histórica de llegar al fondo. No se puede permitir que estos casos terminen archivados. No más “carpetazos”, no más extrañas muertes sin justicia.

En Congreso habría operado una ‘red de prostitución’, y Andrea Vidal ya no está para contarlo.

La ciudadanía, los medios de comunicación y la sociedad civil, debemos mantener la presión. Porque si dejamos que estas muertes pasen como una estadística más, habremos perdido algo más que vidas: habremos perdido el derecho a la verdad.

¿Qué está pasando en el Perú? Está pasando que matar a los incómodos parece más rentable que enfrentar las consecuencias. Está pasando que el silencio de un testigo vale más que su palabra ante un fiscal. Y está pasando que la impunidad, mientras no se le ponga freno, seguirá devorando la democracia.

Ya no se trata solo de justicia. Se trata de dignidad. Por Andrea Vidal, por Nilo Burga, por José Miguel Castro y por cada persona que ha sido callada para proteger a los intocables. Exhortamos a las autoridades a dejar la indiferencia, a comprometerse verdaderamente con la verdad y con el país. Porque ningún sistema democrático puede sostenerse sobre cadáveres incómodos.

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Enrique Polanco: el pintor que escucha el latido de la ciudad

Sus colores conmueven y guardan la memoria de lo que fuimos y aún somos.

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Hay artistas que desaparecen con el tiempo. Y hay otros que, como Enrique Polanco, se convierten en cronistas del alma urbana, en testigos fieles del cambio y de la memoria. Su obra no solo persiste: sorprende, interpela y nos recuerda que el arte puede ser un lugar donde la ciudad todavía respira.

Desde sus primeros pasos en la Escuela de Bellas Artes, el destino de Polanco estuvo marcado por un encuentro: Víctor Humareda, el solitario de La Parada. Con él descubrió los barrios que Lima esconde. El Porvenir en La Victoria, ese corazón caótico y vital que late fuera de los catálogos turísticos. “Humareda me llevó a un barrio totalmente marginal como La Parada. Caminábamos en silencio, absorbiendo los olores y los colores del mercado”, recordaba Polanco con una sonrisa nostálgica en una antigua entrevista que me brindó.

En una de esas caminatas subió al cerro San Cosme y fue testigo de una escena cruda: dos meretrices ‘faites’ peleando en un bar de la calle San Pedro, una de ellas con la cara cortada por el filo de un pico de botella. Esa imagen punzante no desapareció. Solo cambió de forma y se transformó en pintura.

Luego vinieron los bares del Callao, los rostros ‘chuzados’, la niebla espesa y los muros con historia. Todo quedó atrapado en su paleta texturada. Pero también hubo silencio. China lo marcó con su contemplación. Allí aprendió a escuchar los espacios, a mirar desde adentro.

Durante años, Polanco se mantuvo alejado de las galerías. Desde 1983 hasta 2002 trabajó con ellas, pero luego tomó distancia. “Ellas perdieron interés, y yo también”, dijo con serenidad.

Hoy, su fabulosa obra vuelve con fuerza en una exposición que conmueve: “Dos décadas de color y memoria (2004-2024)”, una selección de 60 lienzos que resumen su viaje por la alegoría social del siglo XXI, está en el ICPNA de Miraflores hasta el 20 de julio.

Es una cita con el tiempo, con las calles y con la verdad pintada sin ornamentos. Y es también, un reencuentro con un artista que nunca se fue, porque sus obras continúan perennizadas en la retina del público y solo esperó el momento justo para volver a hablar con el pincel.

(Columna publicada en Diario UNO).

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Machu Picchu en la blacklist

Lee la columna de Edwin Cavello

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Por más que nos duela, Machu Picchu ya no es lo que era. No porque el tiempo haya carcomido sus muros, sino porque el abandono y la ineptitud han terminado por mancillar lo que la naturaleza y los incas preservaron durante siglos. La inclusión del santuario en la lista negra de destinos turísticos, elaborada por una de las principales plataformas internacionales de viaje, no es solo una advertencia ecológica: es un diagnóstico moral del país.

¿Cómo hemos llegado a esto? La respuesta se llama desidia, y tiene nombre propio: Fabricio Valencia. Ministro de Cultura de un gobierno sin brújula, sin alma y sin vergüenza, el señor Valencia es la encarnación de esa burocracia inútil que, en lugar de custodiar nuestro patrimonio, lo oferta al mejor postor o lo abandona hasta que se desplome. No bastó con la omisión criminal ante el turismo descontrolado en Machu Picchu; ahora arrastra también la ignominia del caso Shirley Hopkins y el recorte de las Líneas de Nasca y Palpa, mutiladas como si fueran tierra baldía y no vestigios sagrados de nuestra historia. ¿Qué hace mientras tanto? Nada. Ni siquiera se atreve a renunciar.

Congresistas, arqueólogos, trabajadores del propio Ministerio y hasta instituciones culturales han pedido su salida. Los empleados de la Dirección Desconcentrada de Cultura del Cusco, exhaustos y humillados, claman a la presidenta Dina Boluarte que lo reemplace. Y como si el drama fuera aún poco, lo último que se sabe es que estos trabajadores planean tomar Machu Picchu. No por vandalismo, sino por desesperación. Porque el Estado los ha dejado solos, igual que al Santuario.

Machu Picchu, ese milagro de piedra, sobrevive por inercia. Pero ya no es eterno. Está cercado por el turismo irresponsable, por la incompetencia institucional, por la indiferencia de quienes deberían defenderlo. Y mientras tanto, el ministro sigue allí, aferrado al cargo como si la historia no lo fuera a juzgar. Pero lo hará. Como juzga siempre a quienes traicionan a su país.

En julio de 2022, durante una conferencia en Cusco, la exdirectora de la DDC, Mildred Fernández, denunció irregularidades en la venta de entradas a Machu Picchu e indicó que no toleraría actos de corrupción. La red fue previamente señalada por Alfredo Cornejo, presidente de AOTEC. Tres años después, debido a la desidia del Mincul, Machu Picchu aparece en la lista negra.

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Día de la Infamia en la Amazonía: crímenes de Lesa Humanidad en Loreto

Lee la columna de Jorge Linares

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Por Jorge Linares

El 29 de junio de 1985, en una noche serena del pueblo de Lagunas, en la región Loreto, la tranquilidad fue arrancada de raíz. Exactamente a las 11:00 p.m., desembarcaron en el puerto Santa Gema más de 50 terroristas encapuchados y fuertemente armados, quienes tomaron por asalto la Plaza de Armas con la ayuda del Dr. Castillo —médico del pueblo— y de otro grupo de senderistas que se encontraban atrincherados en las cuatro esquinas del centro.

Los terroristas tenían por objetivo asaltar, robar e incendiar todas las oficinas del Estado, además de asesinar a las personas que se opusieran a sus peticiones. La comisaría, en ese momento, estaba resguardada por el policía Luis García Ramírez, quien valientemente repelió el numeroso ataque, llegando a generar seis bajas y un herido en el bando criminal. Lastimosamente, fue abatido sanguinariamente por estos delincuentes.

El mismo fatal desenlace tuvieron los pobladores Javier Arévalo Guzmán, empleado del Banco Agrario, quien recibió un certero disparo en el pecho que acabó instantáneamente con su vida, y el joven ingeniero agrónomo Pablo Teodoro Inga Vásquez, quien recibió dos disparos en el cuerpo, quedando tendido en la Plaza de Armas. Acercándose, el médico terrorista pisó el pecho del joven caído, quedando registradas las huellas de su zapato en la camisa ensangrentada de la víctima.

Al pasar las horas, Pablo Inga fue rescatado por su primo y conducido a su casa para curar las heridas de bala; pero el destino ya estaba marcado para este joven profesional: había perdido mucha sangre y murió en los brazos de su madre, ante la mirada iracunda de su padre y de sus familiares, en la madrugada del 30 de junio, a las 4:00 a.m.

Esta escena desgarradora quedó en la memoria de tres familias que, hasta ahora, cargan la cruz de la infamia terrorista. Una verdad que se cuenta a medias o con falsos testimonios. La familia Inga está sorprendida porque hay variaciones en el informe de este hecho sedicioso presentado ante la Comisión de la Verdad, como fechas y nombres que generan confusión respecto de la realidad.

Tula Inga Vásquez de Iglesias manifiesta:

—Yo sé quién mató a mi hermano. Yo le enfrenté más de dos veces en las calles de Iquitos al criminal Martín Reátegui Bartra. Él debe vivir agradecido a mi madre, porque no quiso proseguir con el juicio, ya que ella decía que nunca le iban a devolver a su hijo. A mí me llama la atención que las autoridades municipales, el Ministerio de Cultura y las universidades, como la Universidad de Lima, le brinden espacio a este terrorista y asesino para ser conferencista o profesor. Él debe mantenerse alejado de los niños y de los jóvenes, porque va a querer inculcar su ideología genocida. Las nuevas generaciones deben crecer sabiendo el terror que sembraron Sendero Luminoso y el MRTA en todo el país, para que no se repita.

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¡Viva el Perú!, ¡Viva la justicia!

Ningún otro país en la historia moderna ha logrado lo que el Perú ha demostrado al mundo: someter a la justicia a todos sus expresidentes vivos en un periodo tan corto.

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Por Jorge Paredes Terry

No es un relato de venganza, sino de equidad ante la ley. No es persecución política, sino la afirmación rotunda de que nadie está por encima de la Ley. Mientras otras naciones luchan contra la impunidad de sus élites, el Perú ha convertido sus tribunales en un faro de esperanza para las democracias que anhelan justicia.  

Desde Alan García, quien optó por el suicidio antes que enfrentar las pruebas en su contra por el escándalo de Odebrecht, hasta Pedro Castillo, encarcelado por intentar cerrar el Congreso de la República, pasando por Alejandro Toledo, extraditado desde Estados Unidos para cumplir una condena de 20 años; Ollanta Humala, sentenciado a 15 años por lavado de activos; Martín Vizcarra, se libró por el momento de una prisión preventiva por corrupción; Pedro Pablo Kuczynski, bajo arraigo domiciliario por sobornos; y Alberto Fujimori, quien murió sin limpiar su nombre tras años en prisión por crímenes de lesa humanidad. Siete expresidentes, siete personajes que los libros los retratarán como lo más ruin y deshonroso de la historia moderna del Perú.

Este fenómeno no es casualidad, sino el resultado de una sociedad que ya no tolera la impunidad. Mientras en otros países los poderosos negocian su libertad, en el Perú la justicia ha hablado con pruebas, no con privilegios. La detención de Castillo en pleno ejercicio del poder, en menos de tres horas después de su intento de cierre del congreso, demostró que las instituciones peruanas actúan con autonomía, salvo excepciones donde se observa que algunos magistrados se inclinan por alguna de las partes.

¿Es nuestro país un modelo perfecto? No. Persisten la polarización, las críticas por selectividad y la lentitud de algunos procesos. Pero mientras en México, Argentina, Colombia o Brasil los expresidentes se pasean libres pese a escándalos millonarios, en el Perú la cárcel no distingue colores políticos. La justicia, aunque tardía, ha sido implacable.  

“El Perú ha demostrado que ni el poder absoluto, ni el tiempo, ni siquiera la muerte borran los crímenes de los gobernantes. Es una lección para la humanidad», escribió The Washington Post en 2024. Y es cierto. Nuestro país, golpeado por crisis, corrupción e inestabilidad, ha dado al mundo una enseñanza invaluable: la democracia no se defiende con discursos, sino con hechos.  

Hoy, mientras Toledo, Humala pagan sus condenas; mientras Castillo enfrenta su juicio por rebelión; mientras Fujimori murió sin rehabilitación y García solo escapó de la justicia por su propia mano, el mensaje es claro: en el Perú, el poder ya no es un salvoconducto, mensaje directo también para la actual mandataria Dina Boluarte y la exalcaldesa de Lima Susana Villaran, las cuales, si la justicia prevalece, seguirán el mismo camino.

Mensaje a la juventud peruana.

Hermanos y hermanas de la nueva generación:  

Miren bien lo que está pasando en nuestro país. Siete expresidentes, los hombres más poderosos de su época hoy están muertos o presos. Alan García prefirió el suicidio antes que la cárcel. Fujimori murió sin limpiar su nombre. Toledo, Humala, Castillo ven el amanecer tras las rejas. PPK, en arresto domiciliario y Vizcarra más tarde que pronto será el nuevo inquilino del Fundo Barbadillo.

¿Qué nos enseña esto?  

Primero: El poder no los hizo invencibles. Creían que sus títulos, sus contactos, su dinero mal habido o su popularidad los salvarían. Se equivocaron.  

Segundo: La corrupción siempre termina en derrota. Esos mismos que robaron millones hoy no pueden disfrutarlos, salvo Nadine Heredia que logró burlar a la justicia, pero esperemos el cambio de régimen en Brasil y dicha señora tendrá que retornar y cumplir su condena.

Tercero y más importante: La justicia existe cuando el pueblo la exige. Estos casos no avanzaron por magia, sino porque ciudadanos como ustedes, estudiantes, trabajadores, jóvenes indignados salieron a las calles, fiscalizaron, no se callaron.  

A ustedes les toca escribir el siguiente capítulo.

No repitan los errores del pasado. No idolatren políticos corruptos, aunque les repitan mil veces que «roban pero hacen obras». No normalicen lo injustificable.  

El Perú que heredarán será el que construyan HOY con sus acciones:  

Viva el Perú! ¡Viva una justicia que no se inclina! Porque cuando la ley triunfa sobre la impunidad, no solo gana un país, gana la dignidad de toda una región y gana la humanidad.

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Opinión

Tocar con los ojos (sobre Una ballena blanca…, de Mario Castro Cobos)

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Por Salvador Carrillo

“Una ballena gigante, una ballena blanca, en la niebla” (2025) es un filme
experimental que busca educar al espectador en una forma estética de percibir
el mundo. La obra obliga a detenerse, a contemplar planos de nubes, texturas
de hojas, globos: un reencuentro con lo cotidiano desde una perspectiva
eminentemente visual. Revaloriza la mirada, como si intentara adentrarse en la
experiencia mística y contemplativa de aquello que se observa. Podría decirse
que el director ha intentado filmar el silencio y enseñar lo que significa tocar
con los ojos.

Podemos clasificar las escenas, principalmente, en dos tipos: la contemplación
de las texturas de los objetos y la de los seres humanos. Casi pareciera que la
contemplación de los primeros funcionara como una antesala para aprender a
mirar a las personas más allá de los marcos mentales, y así redescubrirlas
desde una dimensión estética.

Aunque no existe aquí una narrativa en el sentido convencional, se percibe una
suerte de hilo conductor en esta sucesión de imágenes contemplativas: una
mujer que reaparece en distintas situaciones —sentada absorta en sus
pensamientos, o interactuando de manera singular dentro de un grupo—. Su
figura adquiere un protagonismo sutil, destacándose sobre las demás escenas
en las que intervienen personas, como si encarnara el núcleo emocional y
simbólico de la obra.

Ella remite a los experimentos audiovisuales de Warhol, quien detenía la
cámara para filmar el rostro de una persona en estado de quietud. Del mismo
modo, el director, a través de diversas experiencias contemplativas, busca
inculcar una forma de ver. En este sentido, resulta especialmente significativa
la escena en que la mujer habla sin que se escuche lo que dice: solo su sonrisa
y sus gestos permanecen. Es una invitación a privilegiar lo visual, a persistir en
la contemplación, no desde la comprensión racional, sino desde la vivencia
estética.

La dinámica en la que, en varios pasajes del filme, ella aparece junto a otros,
colocándose mutuamente las manos sobre el pecho y sosteniendo la mirada,
responde a la misma lógica pedagógica: una educación sensorial y estética. Se
transita así desde la observación de objetos hacia la apreciación visual de los
seres humanos, ahora resignificados como presencias artísticas: tocar con los
ojos.

Es una producción audiovisual en la que el autor intenta revelar cómo
experimenta visualmente el mundo, en qué elementos se detiene, cómo
contempla estéticamente a los seres humanos. Más que una película en el
sentido convencional, podría tratarse de una composición de videoarte que
persigue desestructurar la experiencia directa de la realidad, basándose en el
principio esencial del cine: imágenes en movimiento.

Película

Películas

https://www.youtube.com/@marszproject7155/videos


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Opinión

Como un gamonal del siglo pasado, César Acuña se hace cargar por campesinos

Lee la columna de Jorge Paredes Terry

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Por Jorge Paredes Terry

El “plata como cancha” en su última visita a Pataz, volvió a escenificar un viejo ritual del poder peruano: el político que se hace cargar por los pobres para demostrar que es “uno más del pueblo”. En imágenes que rápidamente se viralizaron, el líder de Alianza para el Progreso (APP) apareció siendo transportado en hombros por campesinos, sonriente, repartiendo  promesas, como si el tiempo no hubiera pasado. La escena, grotesca y humillante, parece sacada de un archivo del siglo XIX, cuando los hacendados exhibían su dominio montados sobre los hombros de los indios. Pero hoy, en lugar de látigos y tierras, el gamonal moderno usa su cargo y la plata del estado.

Acuña, dueño de un imperio educativo y con décadas en la política, no es nuevo en este tipo de teatros. Su carrera está construida sobre el clientelismo descarado: regala dinero en efectivo, becas de dudosa calidad, materiales de construcción y hasta medicinas a cambio de lealtades. En Pataz, como en tantos otros pueblos, la fórmula se repite: llega con fanfarria, reparte promesas como si fueran caramelos, posa para las fotos abrazando a ancianos y niños, y luego se va, dejando atrás más pobreza que soluciones. Es el mismo juego de siempre, pero con selfies y redes sociales.  

Lo irónico es que, mientras Acuña se hace cargar como un cacique de antaño, su partido controla municipios y gobiernos regionales con una red de favores que poco tiene que envidiarle al gamonalismo clásico. Antes, los terratenientes mandaban con el látigo y la amenaza; hoy, lo hacen con contratos públicos, empleos temporales y la promesa de una beca en una universidad de garaje. La esencia es la misma: el pobre sigue siendo usado como animal de carga, solo que ahora, en lugar de arar la tierra, aplaude en mítines.  

Pero hay algo aún más cínico en este espectáculo. Mientras Acuña juega al “hombre del pueblo”, su fortuna,amassada gracias a universidades que venden títulos como pan caliente, lo delata como parte de una élite que disfraza su explotación de filantropía. El hacendado de antes al menos no fingía: sabías que te explotaba. El nuevo gamonal te vende la ilusión de que algún día, si le eres fiel, tendrás una migaja de su riqueza.  

La imagen de los campesinos cargando a Acuña no es solo un acto de sumisión: es un símbolo de cómo el poder en el Perú nunca ha dejado de humillar a los más pobres. La Reforma Agraria acabó con los terratenientes, pero no con la mentalidad que los sostenía. Hoy, los nuevos gamonales no necesitan haciendas; les basta tener un puñado de billetes y una cámara cerca. Y el pueblo, como en los tiempos de Max Uhle, sigue cargando el peso de quienes dicen gobernarlo.

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