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MARTÍN ADÁN Y YO EN LAS CALLES DE LIMA

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UNO

Solitario. Vagabundo. Cinéfilo. Curioso. Tímido. Así era yo adolescente metido en un cuerpo andrógino. Iba al colegio (a La Recoleta, hasta el primero de secundaria, al San Andrés, donde sufrí dos años y, finalmente, al de Aplicación de la Universidad de San Marcos, para pasar los dos mejores años de mi escolaridad) y tenía unos cuantos amigos compañeros de clase, muy pocos, menos que los dedos de una mano.

Fuera del colegio no veía a nadie y nunca  invité a ninguno de esos amigos escolares a que viniera a mi casa ni visité yo la casa de alguno de ellos. Yo vivía en La Colmena, una avenida que en verdad se llama Nicolás de Piérola, pero nadie la denominaba con el nombre del caudillo. En el cuarto piso, departamento 411, del edificio que hace esquina con Wilson, avenida que todavía no se llamaba Inca Garcilaso de la Vega. Justo al frente se construyó el edificio que durante cierto tiempo fue el más alto de Lima y de todo el Perú. Abrió también sus puertas un nuevo cine, el cual adoptó el nombre corriente -que no el oficial- de la avenida. Esa sala de estreno alimentó mi apetito cinematográfico, al sumarse a los cines pulguientos Alfa, Rívoli, Moulin Rouge, Astral y otros más, en los que veía películas antiguas, y a las demás salas de novedades cinematográficas del centro de Lima: Metro, San Martín, Colón, Le Paris, Bijou, Tacna, Lido, en las que trataba de saciar mi hambre de imágenes en movimiento; mi enorme curiosidad, y olvidar mi desastrosa vida familiar.

Al lado del cine Colmena, en un edificio viejo que aún está en pie, pero ahora abandonado, estaba Radio Lima donde de niño vi llegar sobre un caballo blanco a Poncho Negro y sobre uno pinto a Calunga, su fiel compañero de aventuras, personajes que hasta entonces sólo conocía de oído; es decir, a través de las transmisiones radiofónicas. También se hicieron realidad allí, enfrente de mi casa, los Teens Tops y su vocalista Enrique Guzmán, que interpretaron “Popotitos”, entre otros temas que yo escuchaba hasta el cansancio en Música para la Juventud, un programa de radio 1160. Sobre el techo del edificio de Radio Lima volaban negros gallinazos de la ciudad gris de metal y melancolía. Allí, en la azotea,  entre cachivaches de todo tipo, vivían y se reproducían.

Como yo era tímido, y solitario. Un solitario al que le gustaba vagabundear por las calles del centro, dentro de un circuito que iba por La Colmena a la Plaza San Martín, y al Parque Universitario y luego, por calles y jirones y avenidas, abarcaba todo el llamado “damero de Pizarro”. En mis vagabundeos nocturnos solía detenerme durante un tiempo largo en la librería Época de la calle Belén, que estaba abierta hasta muy tarde.

Allí mis vagabundeos callejeros se convertían en vagabundeos poéticos y/o intelectuales, ya que me pasaba horas leyendo los libros argentinos, chilenos, mexicanos, españoles, que no podía comprar por falta de medios. Allí, además, mi infantil afición a robar caramelos y chocolates en las Tiendas Tía del jirón de la Unión (afición en la que involucraba  como cómplice a Virginia, mi hermana pequeña), la transformé en la sustracción de libros ante los cuales no podía evitar el deseo de poseerlos.

Otro alto en mi incesante vagabundeo solitario lo hacía en el jirón Azángaro, en la librería de Juan Mejía Baca de la calle Huérfanos. Allí descubrí los muy pulcros Cuadernos de Hontanal que publicaba el poeta Javier Sologuren; la revista Haraui que editaba Francisco Carrillo, y muchas otras publicaciones peruanas que era casi imposible hallar en otro lugar. A veces ingresaba a la Biblioteca Nacional de la avenida Abancay para descubrir ediciones de libros míticos: no olvidaré jamás que en una de las mesas de la biblioteca desplegué las páginas acordeonadas de Cinco metros de poemas de Carlos Oquendo de Amat y leí también, en un ejemplar con páginas manchadas de grasa y corroídas por el tiempo, esa pequeña gran maravilla literaria que es La casa de cartón de Martín Adán.

Dos

El muchachito andrógino que era yo en aquel tiempo no sabía que por esas mismas calles vagabundeaba incansablemente nada menos que el autor del “Poema Underwood”. Él había nacido y vivido su infancia en el centro de Lima, pero su familia se mudó a Barranco y el joven Rafael de la Fuente Benavides en ese distrito, que le sirvió además de inspiración; escribió La casa de cartón, aquel poema-novela que yo leía y releía frenéticamente en la Biblioteca Nacional. Nunca imaginé, sin embargo, que podría encontrarme con Martín Adán en las calles del centro de Lima.

Porque en esa época yo no sabía que este hombre de “buena familia” había renunciado a todos los privilegios de su clase, su apellido y su formación académica, para vivir en permanente estado de poesía y ebriedad vagabundeando por calles y bares céntricos. Púdicamente a eso le llaman hoy “su bohemia”, aunque nada en Martín Adán hacía de él un bohemio. Ocurre, sin embargo, que yo encontré al poeta sin saberlo, sin ser consciente de ello, como dos vagabundos que se cruzan sin conocerse, uno camino a la vejez, el otro jovencísimo.

En mi deambular me cruzaba con gente que terminaba conociendo sin conocerla. El pianista Drácula, por ejemplo, que me daba miedo, a tal punto de que, cuando lo venía venir, cruzaba yo a la acera de enfrente para no darme con él cara a cara. Los luchadores, tan pintarrajeados y afeminados como llenos de músculos, que se reunían en la entrada de Mario, a dos pasos de mi casa aunque ya en la avenida Tacna, donde a menudo detenía unos instantes mi trajinar para comprarme una sabrosa empanada.

El loco Valdés, que así llamaba mi madre a un hombre cuarentón, regordete, siempre vestido de terno y corbata, que seguía a cuanta mujer se le cruzara en su vagabundeo por La Colmena y la Plaza San Martín: iba detrás de una y, de repente, al cruzársele otra, dejaba a la primera para seguir a la segunda, y así durante horas, desde  que el Sol se acostaba hasta bien entrada la noche. Entre esos incansables vagabundos había un señor sesentón que a mí me parecía un anciano viejísimo, tenía aspecto de mendigo orgulloso y vestía siempre un abrigo muy gastado, que le cubría todo el cuerpo, pero ya no tenía botones, por lo cual lo cerraba con un imperdible de esos de los grandes. En la cabeza, ese extraño señor llevaba un sombrero, cosa rarísima porque en la Lima de mediados de los años sesenta del siglo pasado ya nadie usaba sombrero. Ese hombre, siendo casi un adolescente al empezar el siglo XX, como lo era yo pasada la primera mitad del mismo siglo, había escrito:

Me gusta andar por las calles algo perro, algo máquina, casi nada hombre.

No estoy muy convencido de mi humanidad; no quiero ser como los otros.

No quiero ser feliz con permiso de la policía.

Ahora en las calles hay un poco de sol.

No sé quién se lo ha llevado, qué mal hombre, dejando manchas en el suelo como un animal degollado.

Pasa un perrito cojo –he aquí la única compasión, la única caridad, el único  amor de que soy capaz.

Los perros no tienen Lenin, y esto les garantiza una vida humana pero verdadera.

Andar por las calles como los hombres de Pío Baroja -(todos un poco perros)-.

Pero yo, en aquel entonces, ignoraba por completo que ese caballero que vagabundeaba como un perro por las calles del centro de Lima, había escrito un pequeño libro que me encandilaba con cada lectura, y se llamaba La casa de cartón. Para mí ese viejo mal vestido que olía a alcohol y ropa sucia era un maricón que me seguía por las calles sin decirme nunca nada. Solo me seguía un rato, mientras podía, con cara lánguida y como suplicante, porque en determinado momento yo apuraba el paso y me distanciaba de él.

Una noche, cansado de su acoso, le hablé o, más bien, le grité: “¡Ya para de seguirme viejo maricón!”. El ni se inmutó, no dijo nada, sólo se quedó de pie, paralizado, y ya nunca más me siguió cuando me cruzaba con él. Me pregunto ahora si durante sus vagabundeos tenía siempre la costumbre de seguir a los adolescentes solitarios con los que se cruzaba. Nunca me planteé antes la pregunta y ahora que lo hago me parece que es muy probable que así fuera. La bohemia vagabunda de Martín Adán combinaba, creo, soledad, alcoholismo y homosexualidad.

 

Tres

Tiempo después -creo que ya estaba en la universidad-, paseando por uno de los parques de la avenida Wilson, no sé si el de la Reserva o el de la Exposición, me di con una exposición de fotos en blanco y negro acompañadas con poemas. No recuerdo si todas las imágenes que se mostraban eran de Machu Picchu, pero sí me acuerdo muy bien que con algunas en las que se veía la maravilla de piedra del Cuzco se podían leer unos versos que a mí de entrada me impresionaron. Ya por esa época conocía yo “Alturas de Machu Picchu”, el poema que Pablo Neruda incluyó en su Canto general.

Ese texto me había parecido verboso, grandilocuente, como era a  menudo la poesía del chileno, y solo me había deslumbrado por momentos. Empero, allí en aquel parque, los versos inspirados en Machu Picchu eran muy diferentes. Como si el monumento de piedra, levantado entre la alta serranía y la majestuosa selva verde, lo hubiera empujado al poeta ya no a cantar épicamente los vestigios del pasado histórico precolombino, sino hacia una introspección, a preguntarse qué somos y de dónde venimos. Me llamó también la atención el título porque en mi ignorancia quinceañera de alumno bastante bueno en el curso de castellano, “desasida” era un error porque, según yo en ese momento, debía decirse “deshecha”. Al volver a casa, el diccionario me convenció de que el error era mío, y no del poeta, y aprendía además un nuevo verbo: “asir”. Desgraciadamente, ahora que escribo en París estos recuerdos, no tengo cerca La mano desasida, es decir, el libro del que forman parte esos versos que me estremecieron, me golpearon, y me hicieron perder piso.

Si no eres nada sino en mí mi sima,
Si no eres nada sino mi peligro,
Si no eres nada allá sino mi paso,
Que vengan todos, con su hedor y siglo
¡Que venga el extranjero que me extraña!
¡Que venga el mal hallado!
¡Que baje el buey subido desde arriba
El del belfo verde, desde humano vacío!
Y que ronca y remira porque nace
De vientre ajeno, que jamás es mío.
¡Aquí estoy muriéndome!
¡Así es toda vida!
¡De buey que rumia y que remira
Y de yo que agoniza, que agonizo!
Tú no eres bello porque no soy bello,
Yo Mismo. Eres apenas profundo estar arriba
De todo un vuelo interminable
Y que bate todavía.
Eres el ala que voló.
Cuando tú mueras, morirá el Hongo
Y morirá el Aire. Y morirá el Día.
¡Pero será la Noche, el otro tiempo
De vivir la vida!
¿Y cuándo volveré a donde nunca estuve?
¿En transporte de orgasmo y alegría?
¿Cuándo será mi ser? ¿Cuándo mi mano
Ha de asir su ventura fortuita?

No tengo acá esa primera edición de La mano desasida pero la recuerdo: era de formato cuadrado, con una foto en blanco y negro en la portada y tapas duras. Allí en el parque, por supuesto, no pude verla, pero al día siguiente, con la urgencia con que un drogadicto va a conseguir su dosis, fui en su búsqueda a la librería de Mejía Baca. En las estanterías bastante polvorientas de ese templo la encontré, la tomé entre mis manos y leí el largo poema de principio a fin, pese al temblor de mis manos y la mirada inquisidora de un empleado.

Al consultar, medio siglo después, las antologías de la poesía peruana elaboradas por Ricardo González Vigil (Petroperú, 1999 y Edubanco, 1984)) constato horrorizado que no aparece ni un verso de este largo poema quitasueño que Mejía Baca publicó acompañado de un disco en el que el propio Martín Adán lee fragmentos en alta voz. Sorprendido por semejante “olvido”, busco algo, sin saber qué exactamente, en mi abundante pero desordenada biblioteca, y encuentro el primer volumen de la antología de la poesía peruana realizada por Alberto Escobar (Peisa, 1973) y allí sí, en las páginas 84-85, releo fragmentos de La mano desasida. Voy luego a internet y, en blogs y diversas publicaciones virtuales encuentro el poema entero, o fragmentos seleccionados por diversos lectores.

¿Cuándo, Machu Picchu, cuándo
Montaña, llegaré a la orilla?
Pero cuando tu mueras, Machu Picchu,
Dónde me iré, con qué iré, con mi sonrisa
Y con mi carne y con mi hueso y con mi casa
Y con mi herejía,
Y con mi traducir lo del latín gorrión,
Y con mi misa,
Y con no sé qué porque me llegó tarde el ser
Al no ser la hora
Al caerse de abajo la vida.
¡Y este no ser nada sino hablar ante el verso!…
¡Y este temblar ante Dios que es la vida!
¡Y este mirarte y muerte, Piedra
De allá arriba!…
¡Este sentirse uno Dios ante la propia conciencia
Y ante la propia herejía!…
¡Este haberte hecho un humano como yo,
Que no era el profeta de la Biblia,
Ni el hombre de las Nieves,
Ni el Gorila!…
¡Este tu ser a mi medida humana,
Sin suelo, sin habitantes y con sola tu agonía!

Fue aquella vez, leyendo La mano desasida en la librería de Juan Mejía Baca, que hice la relación entre el señor de sombrero elegantemente vestido, que aparecía en una foto que adornaba aquel templo de la lectura de la calle Huérfanos, y el viejito desarrapado, alcoholizado, hediondo, maricón, y con sombrero también, a quien yo había mandado a la mierda para sacármelo de encima. En ese momento me sentí muy mal, y hasta hoy no puedo perdonarme por lo que dije sin saber a quién se lo decía. Pero es verdad que el acoso termina molestando demasiado.

Cuatro

Hace dos años, creo, compré en Lima el libro en el que Andrés Piñeiro recopila las pocas entrevistas que concedió Martín Adán a lo largo de sus casi 80 años de vida. Ahora me he puesto a buscarlo entre los volúmenes que están de pie y muestran sus lomos para identificarlos fácilmente, y aquellos que se acumulan formando rumas en mi desbordante y caótica biblioteca que ocupa casi todos los muros de mi departamento. No lo encuentro, pero en cambio me doy con Obra poética (1928-1971), el libro en el que el Instituto Nacional de Cultura reunió en 1971 el conjunto de la obra poética de Martín Adán hasta ese año y que lleva como añadido una selección de juicios y comentarios críticos sobre el autor de Travesía de extramares.

Dentro de él me doy con la sorpresa de hallar una hoja de periódico amarillenta, del diario La República del jueves 31 de enero de 1985, doblada en ocho. La despliego con enorme curiosidad y veo que, en un lado, trae una nota sobre el velatorio y el entierro de Martín Adán escrita por quien entonces era un respetable poeta joven y, desde ya, un mal periodista (desgraciadamente, mal periodista sigue siéndolo aunque ya no en el mismo diario, y no me pregunten cómo se llama, prefiero olvidar su nombre). Y, en el otro lado, viene una nota que ocupa toda la página (salvo el espacio de tres fotos) titulada “Aproximación a Martín Adán”, que firma José Luis Sardón, nombre que hoy no me dice nada.

El artículo recorre a vuelo de pájaro la vida y obra del poeta vagabundo y recuerda la importancia que tuvieron en su niñez sus tres tías “enérgicas y solteronas”, ya que Rafael de la Fuente Benavides era huérfano desde pequeño, y sobre todo la tía Tarcila, con la que dejaría el centro de Lima para mudarse a Barranco e ingresar al Colegio Alemán, donde escribió, a los 16 años, La casa de cartón, su primera y precoz obra maestra. Señala también que estudió Derecho en San Marcos obligado por la feroz Tarcila pero que, en cuanto ésta se fue al cielo (o al infierno, ¡quién sabe!), se pasó a Letras y se graduó con la tesis De lo Barroco en el Perú, la cual, pese a su gran calidad, no fue muy bien vista por los académicos acartonados de entonces (y sigue habiendo muchos así).

Un aspecto que yo había olvidado por completo, Sardón me lo regresa a la memoria: el corto periodo de su vida, entre 1934 y 1935, durante el cual Rafael de la Fuente Benavides trabajó, en Arequipa, nada menos que ¡en un banco! Quizás ese medio en el que lo único que cuenta es el dinero, las finanzas, las inversiones, el lucro y la usura -me digo yo ahora- lo disgustó a tal punto que lo fue alejando para siempre del mundo laboral formal y acercando a esa vida de libertad, alcohol, anhelos sexuales y constante vagabundear por las calles de su niñez en el Cercado de Lima que fue la suya hasta que decidiera pasar gran parte de su existencia en un hospital siquiátrico.

Volviendo a algo que anotaba antes tras leer el artículo de Sardón me doy cuenta de algo que no creo que sea una simple coincidencia: Rafael de la Fuente Benavides fue un niño huérfano y, luego, ya mayor, instalado en esa vida errante, desordenada y alcoholizada, que por falso pudor muchos denominan “su bohemia”, encontró a una especie de padre adoptivo llamado Juan Mejía Baca -quien era, sin embargo, cuatro años menor que él-, y fue el protector de su obra y su editor, a la vez que regentaba una librería que se convirtió en su refugio, y su lugar de encuentros. La librería de Juan Mejía Baca estaba ubicada, nada menos, que en la calle Huérfanos. ¿Es acaso una pura coincidencia?

Cinco

Ingresar a la universidad, a San Marcos, a la Facultad de Letras, la misma en la que se graduó Rafael de la Fuente Benavides, pero ya no en la casona del centro, sino en la ciudad universitaria aún a medio construir, me hizo menos solitario pero no menos vagabundo. El deambular colectivo de aquel entonces, nos llevaba a veces a un bar cercano a la facultad al que bautizamos Los Agachados; pero con mayor frecuencia a las cantinas del centro, varias de las cuales estaban situadas en La Colmena y en los alrededores del Parque Universitario.

Algunas de ellas tienen cierta celebridad, como El Palermo, El Cordano y El Queirolo; otras aparecen en algún poema, como El Chino-Chino; y otras como que ya nadie las recuerda: El Cuchitril, La Llegada, El Bonzo, y otras más que yo también olvido. Una noche íbamos por esas calles un grupo de tres o cuatro compinches con la salvaje avidez de emborracharnos y, de repente, en una mesa en la que había una botella de cerveza negra y un vaso, encontramos a un señor solitario que llevaba sombrero y un largo abrigo oscuro. Tenía bigote, la barba a medio crecer y un aspecto descuidado. Era Martín Adán en persona. Nos acercamos a él, violando inconsciente y juvenilmente su soledad. Le declaramos nuestra admiración por su poesía y uno de nosotros, que siempre se caracterizó por su solemnidad impostada, se hincó de rodillas frente a él mientras exclamaba teatralmente “¡Maestro! ¡Maestro!”.

Recuerdo que le hacíamos preguntas relacionadas a su relación con Mariátegui, la revista Amauta y los intelectuales y escritores con los que pasó su juventud. Martín Adán respondía a algunas de esas cuestiones siempre con ironía, irreverencia y hasta en tono burlón, muy pausadamente. De Mariátegui  dijo: -recuerdo- que era “un muchacho inteligente” y luego, sin que lo interrogáramos sobre él, añadió que, en cambio, Riva Agüero era “un cojudo”. Le pedimos que nos leyera un poema y Martín Adán, con mucha parsimonia, metió la mano derecha en uno de los hondos bolsillos de su abrigo y sacó una de esas cajas grandes de fósforos La Llama.

Luego la abrió y extrajo de ella un papel doblado no sé cuántas veces pero muchas, lo desplegó y nos leyó un poema que nos dejó mudos, anonadados, perdidos en nuestro propio estremecimiento. Terminada la lectura y mientras volvía a doblar el papel meticulosamente, para meterlo en la caja de fósforos y luego devolverla al bolsillo del que la había sacado antes, nos dijo con voz suave, pero muy decidida: “Quiero estar solo”. Y no nos quedó sino retirarnos. Para mí se había rizado un rizo: había vuelto a ver a Martín Adán en carne y hueso pero en circunstancias muy diferentes. Esta vez yo formaba parte de sus acosadores.

Seis

Volvamos un poco para atrás. En mayo de 1961, una escritora argentina llamada Celia Paschero, de la que ahora ya casi nadie se acuerda, le escribió una carta  a Martín Adán solicitándole una entrevista. Quería la ingenua que el poeta le suministrara “datos sobre su vida” y que se los contara “con toda la sal que usted sabe poner en cuanto dice y escribe”. Hoy releo esa carta en el libro en el que Andrés Piñeiro ha reunido una selección de la correspondencia del poeta y de algunos de sus allegados, y me da risa; tal es el desconocimiento de la argentina de lo que es la vida cotidiana del poeta; y no sé si por iniciativa propia o si alentado por Mejía Baca, Martín Adán contesta la carta de Paschero con un largo poema, Escrito a ciegas, que es para mí lo mejor de su obra.

¿Quieres tú saber de mi vida? 
Yo sólo sé de mi paso,
De mi peso,
De mi tristeza y de mi zapato.
¿Por qué preguntas quién soy,
Adónde voy?… Porque sabes harto
Lo del Poeta, el duro
y sensible volumen de ser mi humano,
Que es cuerpo y vocación,
Sin embargo.

Si nací, lo recuerda el Año
Aquel de quien no me acuerdo,
Por qué vivo, porque me mato.

Mi Ángel no es el de la Guarda.
Mi Ángel es del Hartazgo y Retazo,
Que me lleva sin término,
Tropezando, siempre tropezando,
En esta sombra deslumbrante
Que es la Vida, y su engaño y su encanto.

Me imagino la cara de la Paschero al abrir el sobre en el que le llegaba a Buenos Aires la respuesta a su ridícula demanda. Un rostro de asombro y quizás, de inmediato, la conciencia de su propia estupidez. Ella quería chismorreo, tal vez anécdotas de la “vida bohemia”; frases graciosas, humor pícaro; todas esas cosas que tanto suelen gustarles a los periodistas. Y no, no y no. Martín Adán nunca se prestó a las payasadas promocionales que aceptan por lo general los escritores que ven en la literatura un camino hacia la celebridad y, por qué no, la fortuna.

Nada de autobombo en este poeta auténtico que vivió hasta las últimas consecuencias,  la poesía y la existencia en que ésta se sustentaba. ¡Qué diferencia si se lo compara con todos esos buscadores de prestigio que más que a la literatura, les rinden culto a sus propias personas! Y justamente en el libro de cartas vemos la indiferencia con la que Martín Adán recibió “honores” como el Premio Nacional de Literatura, e incluso su incorporación a la Academia de la Lengua, a los cuales respondió con cartas de “agradecimiento” de una gran formalidad que transmiten un marcado desinterés. Si recuerdo bien, encargó a Mejía Baca que recogiera el premio y en la Academia nunca puso los pies; no hizo discurso de orden y, como lo dice en una carta, se consideró siempre “miembro no incorporado”. ¡Ah esos poetas de hoy que por ser “académicos” le arrancarían los ojos a un concurrente! Y se vanaglorian de sus premios, sus condecoraciones, sus cátedras, sus relaciones y su reconocimiento por las autoridades políticas. De otro mármol estaba hecho Martín Adán.

Poco es lo que me parece interesante en las Cartas escogidas de Martín Adán (Fondo Editorial PUCP, 2015). En su gran mayoría es correspondencia burocrática, generada por una necesidad inmediata o, como lo decíamos antes, para cumplir una formalidad social. En muy pocas de las seleccionadas aparece el poeta auténtico, irónico, jodedor en su total desesperanza. En una misiva dirigida a su amigo Estuardo Núñez se refiere a Allen Ginsberg, con quien había bebido en algunos bares como El Cordano y compartido cama y probablemente cópula: “Homosexual, pasivo, según lo dice a gritos” (…) “Si es loco está cuerdo como Sancho en Yanquilandia” (…) “me dijo muy seriamente, y en voz baja, que él había nacido en un manicomio estando su madre internada”.

Otra  vez, en una carta a Mejía Baca, le solicita que, debido a algo que ha dicho Luis Alberto Sánchez, su exprofesor en el Colegio Alemán, haga lo necesario para eliminar los prólogos y “toda dedicatoria o referencia mía a Sánchez en las reediciones de textos que contigo he contratado”.  Y luego precisa: “la amistad de Sánchez conmigo nunca fue entrañable, como él afirma, que sí lo fue… sino simple relación formal y  habitual como la que puede existir entre profesionales de la literatura, nacidos de clases sociales y con ideas políticas diferentes y, a veces, encontradas”.

Luego, tras una carta aclaratoria que le envía Sánchez, Martín Adán le escribe unas cuantas líneas el 6 de diciembre de 1970 que, según yo, es lo mejor de la selección de Piñeiro: “Volvamos al tuteo constitucional nuestro. Ya te desahogaste tú ya me desahogué yo: somos dos peruanos inteligentes -yo más que tú por si aca-, y ya pasó el lío y dejémonos de cojudeces. Venga el contrato. Y quedamos como antes, tan formalmente enemigos en lo político como entrañablemente amigos en lo personal. No estamos ya para rencores: ya salimos del colegio”. Allí está el Martín Adán al que una vez escuché discurrir en un bar sobre sus amigos poetas e intelectuales y sus compañeros de generación: cáustico, deslenguado, irreverente.

En dos ocasiones Martín Adán en sendas cartas promete viajes que él sabe muy bien que nunca realizará. Al estudioso británico John Kinsella le escribe: “Ya conversaremos de viva voz, que así lo deseo vivamente; no aquí, por cierto, sino acaso en Inglaterra, acaso pronto”. Esta es una forma muy suya de acallar sus requerimientos de entrevista, de sacarle el cuerpo al asunto sin decir necesariamente no, pero sí una mentira, ya que ni por un segundo ha pensado viajar a Inglaterra. Algo parecido hace con José Dammert Bellido, obispo, “pariente y amigo”: “Ojalá pueda yo algún día visitarte en Cajamarca, tierra a la que estoy muy vinculado como nieto que soy de una Santolalla y biznieto de una Iglesias”.

Por supuesto, nunca fue a Cajamarca, es más, nunca pensó ni remotamente hacerlo. Después de unos viajes juveniles a Pacasmayo, de donde provenía una parte de su familia, y su “aventura” laboral en Arequipa, el ámbito vital del poeta, que yo sepa, quedó reducido hasta su muerte a la ciudad de Lima. En el Cercado, primero; en Barranco luego, como lugar de residencia, y en el centro como espacio de vagabundeo y “bohemia”; en Magdalena, donde está el Hospital Psiquiátrico Larco Herrera donde vivió por largos periodos y en el Rímac, donde se sitúa el Albergue Canevaro en que falleció.

Siete y fin

13 de febrero de 1970, revista Oiga: “La nueva y violenta poesía peruana”. Un periodista anónimo nos entrevista a tres de los jóvenes poetas que hemos publicado en la que será la última entrega de la revista sanmarquina Estación reunida: Tulio Mora, Elqui Burgos y el que esto escribe. Tanto Tulio como yo mencionamos en nuestras respectivas respuestas a Martín Adán. Mora señala “el escapismo” del poeta y yo digo: “…Martín Adán se conserva aún como el mejor poeta joven. ¡Y es un anciano reaccionario!”

Hoy al releer mi declaración digo que, por una parte, me sigue pareciendo válida y que, por otra, estaba completamente equivocada. Era cierto -y creo que sigue siéndolo- que Martín Adán, con libros extraordinariamente rompedores como La mano desasida y Escrito a ciegas, era y es un poeta joven, si entendemos por joven poeta a aquel que es atrevido, provocador, transformador y que, en el caso de Adán, lleva el verso libre a sus extremos, y no se priva de mezclar niveles de lengua, lo cual, no se veía en la poesía peruana desde Trilce, el libro más revolucionario de César Vallejo. Pero yendo más lejos, me atrevería a afirmar que cuando escribe encerrado dentro de formas tradicionales de la poesía castellana como el soneto, igual da muestras de juvenil rebeldía; pues desde dentro de una forma poética rígida, con un número de versos, sílabas por verso y estructura de rimas previamente determinada, logra dinamitar esta forma, y hace de ella una creación absolutamente suya: un soneto de Martín Adán es un soneto explosivo que con su estruendo le quitará el sueño a cualquiera de sus lectores.

Donde sí metí la pata en mis declaraciones juveniles fue al afirmar que Martín Adán era “un anciano reaccionario”. Mi militancia izquierdista de entonces, marcada sin que yo me diera cuenta por un sectarismo bastante cerrado, me llevó a utilizar esa  calificación basándome, es probable -me lo digo ahora-, en el origen de clase, burgués,  de Rafael de la Fuente Benavides, y en una posición política suya que yo deducía de manera automática y arbitraria, pues, el propio poeta no parece haber hecho explícito nunca nada al respecto. Preciso, sin embargo, que en aquel corto diálogo que un grupo de jóvenes sostuvimos en un bar con él, su incisiva ironía la dirigió hacia un derechista como Riva Agüero, mientras que a Mariátegui, el izquierdista, lo calificó de “muchacho inteligente”. Aparte de eso, lo único que sé a ciencia cierta es que no simpatizaba con el aprismo, pues lo dice de manera clara en la carta a Luis Alberto Sánchez que evocábamos antes.

Hoy no creo que Martín Adán haya sido un “anciano reaccionario” sino todo lo contrario: probablemente es el escritor peruano más antiburgués que hayamos tenido: rompió radicalmente con su clase, con su familia, e incluso con la idea misma de esa estructura burguesa y patriarcal de la familia; no se le conocen afirmaciones patrioteras ni nacionalistas; su homosexualidad fue antisistema, marginal, no integrada de ninguna manera en el orden establecido (el cual condena oficialmente la conducta homosexual pero protege con un manto de hipocresía a quienes la practican desde el poder político y eclesiástico); solo durante un año, en una vida de casi ochenta, trabajó de manera formal en una institución bancaria; el resto del tiempo dilapidó su herencia entre bares y vagabundeos callejeros dedicado al oficio nada rentable ni lucrativo de la poesía, aplicando en su vida aquello que Paul Lafargue llamó el derecho a la pereza; es decir, en su caso, al ocio creativo y, finalmente, hizo caso omiso de los honores, y nunca se integró en la por entonces muy reaccionaria Academia de la Lengua para la cual había sido elegido con el voto de algunos señorones intelectuales que eran -o habían sido- sus amigos. Es verdad, me equivoqué en toda la línea: Martín Adán al dejar de ser durante gran parte de su vida Rafael de la Fuente Benavides negó lo reaccionario de su clase de origen y tanto con su vida como con su obra, reafirmó que la poesía -la verdadera poesía- es fuego y quema; es explosiva y hiere, no es sustancia adormidera, sino brebaje para quitar el sueño, como lo quería también ese otro poeta homosexual y antiburgués del Perú que quiso llamarse César Moro.

(Publicado en la revista impres Lima Gris número 11)

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