Malcolm Lowry / 1909 – 1957
Hay libros que son como una fruta exquisita en la mesa de trabajo y otros como un revolver temible en la mesa de noche. Cuando el 19 de febrero de 1947, el editor Jonathan Cape, al fin, se atrevió a publicar “Bajo el volcán” de Malcolm Lowry, nos condenó a esa dilema. La agonía violenta de su protagonista, el ex cónsul británico Geoffrey Firmin, tiene la categoría de ser un pasaporte al infierno. Desde el principio, la novela tiene el poderío de un poema que es casi una tortura en medio del fuego. La primera traducción al español la realizó Raúl Ortiz y Ortiz en el año 1964 para Ediciones Era y hasta ese momento yo recuerdo ser feliz pero luego no. Cuando uno abre sus páginas se encuentra con la tempestad que no es una metáfora sino más bien es un texto hermético y profético, atiborrado de claves cabalísticas y de una inacabable borrachera en un viaje que nunca termina con todo la luminiscencia de un suicida.
Malcom Lowry estaba seguro que los muertos vivían en las entrañas de los volcanes. Igual que el maestro Máximo Damián quien me confesó hace unos días que los muertos no se van a ningún lado salvo a morar en justicia en las profundidades de las montañas y señalaba sereno el nevado Corpuna que estaba imponente en un retrato en la sala de su casa. Y desde México se informaba hace unos meses que el volcán Popocatépetl registraba una nueva explosión que despedía una columna de ceniza de tres kilómetros y lanzaba fragmentos incandescentes a más de una legua.
Estaba vivo, no hay duda, con todos los muertos en asamblea. Ahí figura seguramente, como en la tumba donde yace un amigo, el cónsul Geoffrey Firmin, muerto ilustre en el anochecer del 1 de noviembre de 1938, “Día de los muertos”, persiguiendo su borrachera final, arruinado por los fantasmas de su mente y su sentimiento de culpabilidad que lo llevaron a la autodestrucción. El libro originalmente fue un cuento que Lowry fue ampliando con el paso de varios años. Existen hasta tres versiones de “Bajo el volcán”. Todas ellas, rechazadas hasta por distintos editores. Lowry fue un alcohólico empedernido pero aquella vez que estuvo en su sano juicio y alejado del ginebra –su trago favorito–, en un bosque de la Columbia Británica, al fin terminó la edición definitiva.
Lowry era adicto (Cheshire, 28 de julio de 1909 – 26 de junio de 1957) y Bajo el volcán es una novela adictiva. Hoy sigue en mi mesa de noche como una infinita resaca que sospecho alguna vez se detenga. Y solo hay un trago para ello. El libro es aquel que se mete en uno como larvas de la holganza. En la edición de Tusquets de 1997, la novela tiene 415 páginas fuera del prólogo. Cada página es intensa y punzante, dolorida y atormentante. Cierto, existen relatos de 7 segundos como los de Tito Monterroso y otros, cual la misma eternidad como los de Tolstoi. Solo el Ulysses de James Joyce recorre un día completo en la vida de esa caterva de personajes de Dublín. En “Bajo el volcán” el cónsul Geoffrey Firmin agoniza en apenas doce horas –son también doce capítulos—donde el personaje ve sus fuerzas al interior de sí mismo y se asusta y sigue bebiendo y describe aquel remordimiento y su caída en una luz malva bajo el peso de su pasado. Terrible.
BOTELLA CONTRA LA PARED
Pero Lowry siempre será noticia. Desde aquella vez que Margerie Bonner, su segunda esposa, estrelló por enésima vez la botella de ginebra contra la pared del estudio del escritor. Y así, Lowry comprendió que ya no había razón para vivir y esa misma noche se murió ahogado de tristezas. Así, cuando se cumplía los cien años de su nacimiento, la señora Bonner permitió que la editorial Tusquets publique “Piedra infernal” (o “Lunar caustic”, su título original) como rescate de un libro sorprendente, breve y mítico –traducido por Juan de Sola–que Lowry jamás lo pudo terminar y que vendría a ser el hermano menor de “Bajo el volcán”. Y otra vez, es un texto genial, de escritura ebria, de personajes desequilibrados, harto delirium trements y de pasajes sin retorno, escalofriantes remates, en síntesis, un libro para leer con una sola mano y la otra con un buen trago.
En peruano, “Bajo el volcán” podría ser el recorrido de un relato como una borrachera con Ron Pomalca rubio y puro. La lucidez viene ultrajada por los ‘diablos azules’. Hay subidas y caídas. Fijeza en la idea y vapor en el raciocinio. Ernest Hemingway –otro ebrio ilustre–, con el acento de sus mujeres, decía que no se podía escribir ebrio. Por ello se levantaba a la 5 de la mañana a domar su genio frente a una vieja máquina de escribir colocada en una repisa a la altura de su pecho como quien le apuntaba a un león. Donald Goodwin, psiquiatra de la Washington University dice en su libro “Alcohol and the Writer” que: “Escribir es una forma de exhibicionismo, el alcohol desinhibe y saca fuera ese presuntuosidad. Escribir implica imaginación, el alcohol promueve la fantasía. Escribir requiere confianza en uno mismo, el alcohol genera esa sensación. Escribir es un trabajo solitario, el alcohol mitiga la soledad. Escribir demanda una intensa concentración, el alcohol relaja”. Hay un detalle, estimado Goodwin y déjate de huevadas, el alcohol desquicia y perturba. Solo Lowry fue un predestinado, Por ello su libro es un trago, un largo trago de 12 horas.
En la edición de Bajo el Volcán de noviembre de 1997 de Tusquets Editores, traducción de Raúl Ortiz y Ortiz, se lee: “Malcolm Lowry nació en Birkenhead, Gran Bretaña, en 1909, en una familia acomodada que nunca vio con buenos ojos su vocación de escritor”. Tenían toda la razón. Lowry, que había estudiado en la Law School y el Christ’s College de Cambrigde, sabía que por más pruebas y ensayos un escritor tiene un solo libro. Él que ya había publicado “Ultramarina” –su vida a los 18 años como aprendiz en el buque de carga Oedipus Tyrannus viajando por Bombay y Singapur en medio de una tripulación bronca y obscena, en travesía por bares y burdeles de los puertos chinos— su primera novela, buscó su obra mayor, la única, “Bajo el Volcán”. Ese libro que edificó la vida de un sujeto infeliz, que construyó a un tipo de una infancia incomprendida para añadir un halo de patetismo a su biografía.
EL HEDOR DE UN GENIO
Lowry vivió persiguiendo ese único libro que empezó a escribir cuando tenía 26 años y tardó diez años en recién perfilarlo. Todo ese tramo es aciago. Al interior de este caos, él construye a un personaje desagradable que arruinaba todo lo que estaba a su lado. Su primera mujer, sus amigos, su familia. Entonces apestaba literalmente como apestaba su presencia de uñas sucias y tufo infernal. Pero tenía su gracia. Tocaba el ukelele, una guitarra que sueña con ser guitarra pero apenas tiene 4 cuerdas y es popular solo en Hawái y la Polinesia. Y vaya uno a saber por qué diablos escogió ese instrumento que acompañaba sus jaranas. Si uno repara en sus fotos observará que es un “colorado” simpático aunque descuidado. Uno no teme a las fotos. Pero sí a Lowry que era una persona desagradable con una ira de búfalo que lo iba consumiendo y que tras cada juerga, donde padecía del roche delirante, uno sospechaba que se iba a morir luego del siguiente trago.
En su prólogo a la edición francesa de “Bajo el volcán” de 1949 –traducción al español de Carmen Virgili— Lowry escribió: “En 1945 mi libro recibió por parte de una firma inglesa (que luego me hizo el honor de publicarlo) una acogida muy poco entusiasta. A pesar de que mi obra fue considerada por los editores como “importante e integra” se me sugería grandes correcciones que yo me resistí a llevar a cabo. Todos hubiesen reaccionado del mismo modo si un libro escrito hubiese atormentado durante largo tiempo y hubiese sido rechazado y reescrito varias veces”. Cierto, su novela fue rechazada por doce editoriales. Pero él jamás desmayó.
Siempre existieron borrachos en la tradición literaria. Los judíos del Antiguo Testamento bebían para encontrarse con la verdad y el propio Noé, quien tuvo poder de convocatoria, dicen que sembraba viñas y fabricaba su propio vino como mi primo Pedro Peves. Los griegos ni que decir, empezando con Dionisio que cierta vez, borracho, equivocó su nombre y en una redada dijo llamarse Baco. Aquello le dio fama y seguidores. De los chinos ni hablar, comenzando con Li Po, gran poeta, quien quiso encontrar la luna en las profundidades del mar. En París, ya lo decía Hemingway, la fiesta era interminable y en el Perú tenemos nuestros ebrios gloriosos con el perdón de los presentes: A Martín Adán a quien le apestaba el genio y a Juan Gonzalo Rose, tan caro a nuestra amistad pero que perdía la cordura sin un buen trago y muy temprano.
BEBER Y NO DEJAR DE BEBER
Insisto en que el alcohol en sí mismo es también un personaje de la literatura. Hunter S. Thompson nos abre los whisky en cada capítulo de toda su literatura como antiguo, los piratas de “La isla del Tesoro”, se ahogaban en ron y hasta Robinson Crusoe lleva su naufragio bien borracho y ni que decir de Raymond Chandler en “El Largo adiós” donde investiga, pelea y bebe. El argentino Horacio Oliveira de “Rayuela” de Cortázar quien en París y obsesionado con la Maga, se emborracha con el grupo de amigos que forman el Club de la Serpiente, es todo un caso. Igual, el personaje de Lowry, perseguido por los demonios, durante doce capítulos en una novela endiabladamente genial, bebe y no deja de beber.
Leer a Lowry es remitirse a otros tantos libros, el estudio serio de Douglas Day, “Lowry, a Biography”, de 1973 y “Perseguido por los demonios” de Gordon Bowker veinte años después, cabe en el retrato dramático. Lowry muestra entonces su atribulada vida que comenzó en 1909, en la región de Chesire, cosa curiosa, la misma zona de otro genial escritor, Lewis Carroll. Y termino con esta historia. Al recordado actor mexicano Emilio El Indio Fernández ¡Qué personaje! también le gustaba el mezcal y le fascinaba Lowry. Cuando John Houston terminó la película fallida “Bajo el volcán” –soy injusto pero equitativo—en 1984, El Indio fue más que feliz. Ahí está en la historia junto a Albert Finney, en el papel de Firmin; Jacqueline Bisset, en la mujer del cónsul, y Katy Jurado como doña Gregoria e Ignacio López Tarso como el doctor Vigil. El Indio apenas fue un Dios dado segundón pero dichoso. Él sabía que cualquier intento de acercarse a Lowry era un fracaso. Tenía razón. Ya lo griegos aseguraban que la razón de lo perfecto es que es inmodificable. Lowry, borracho o no, era perfecto, perfectamente borracho, como se dice en ese descomunal libro sobre los ebrios. Finalmente, Lowry hizo de su tragedia un método ‘escribal’ y no se privó de ninguna dolencia real ni imaginaria. Así, en la montaña, terminó también oscuro como la tumba donde yace su amigo.
PUBLICADO EN LA REVISTA IMPRESA LIMA GRIS N°6