Opinión
Lou Ferrigno, el hombre increíble
El gigantesco ‘personaje verde’ de la televisión se volvió muy icónico y dejó una huella indeleble en la cultura pop.

Desde las entrañas de Brooklyn, Nueva York, emergió Lou Ferrigno, un coloso de ascendencia italiana que transformó su físico monumental y su carácter silencioso en leyenda televisiva. Fue en la icónica serie ‘El Increíble Hulk’, emitida entre los años setenta y ochenta por la cadena CBS, donde su figura verde, imponente y taciturna, conquistó al mundo entero. La serie, basada en el cómic de Marvel, supo mezclar acción y drama con un trasfondo humano conmovedor. No era solo el espectáculo de músculos y destrucción: era el retrato de un alma errante y triste perseguida por su propia tragedia.
El toque melancólico lo ponía Bill Bixby, en su papel del atormentado Dr. David Banner, y juntos —Bixby y Ferrigno— tejieron una simbiosis actoral inolvidable. La serie fue un fenómeno mundial, y su melodía final de piano titulado ‘El tema del hombre solitario’, quedó grabado en la memoria de generaciones. Ferrigno, campeón de Míster Universo, obtuvo con esta serie una victoria y revancha sobre Arnold Schwarzenegger, quien le ganó en el Olympia, pero fue descartado del casting por su baja estatura. El destino le reservó a Lou un lugar privilegiado en la historia televisiva.
En 2024, Ferrigno había prometido visitar Perú para el Día del Cómic Festival, pero una cirugía de rodilla mal curada frustró el anhelado encuentro. Con humildad, envió un mensaje respetuoso a sus seguidores, lamentando su ausencia. Sin embargo, había un capítulo pendiente.
Y se escribió en 2025. Desde el 1 al 4 de mayo, en el distrito de Jesús María, Ferrigno, ya con 74 años, llegó para saldar su deuda emocional. Lo recibieron como se recibe a un viejo amigo: con ovaciones, abrazos y ojos brillantes. Firmó autógrafos, posó para fotos y respondió, paciente, las preguntas de fans que aún lo ven como aquel imponente titán de piel verde.
Pero lo que más sorprendió fue su sencillez: esa calidez de hombre bueno, que no necesita rugir para hacerse notar. Porque, aunque en la pantalla gritaba con furia, en la vida real Lou Ferrigno habla con gestos suaves, sonrisa honesta y una humanidad que, como su personaje, sobrepasa cualquier ficción. No cabe duda que su corazón es más grande que todo lo que le rodea en el mundo.
(Columna publicada en el Diario Uno).
Opinión
Ricardo Belmont con los niños, adolescentes y jóvenes del Perú
Lee la columna de Rafael Romero

Por Rafael Romero
En la elección del 12 de abril del 2026 se juega el futuro del Perú porque el modelo existente, en lo moral, en lo político y en lo económico, ha colapsado. En todos sus niveles el establishment o status quo se agota y empeora, porque encima el propio sistema de abuso genera la proliferación de las mafias y la corrupción.
No obstante, el único líder social y el único partido político que señalan la necesidad de una Segunda República y de un reseteo nacional es Ricardo Belmont y el Partido Cívico Obras, con el objetivo de poner orden en las instituciones del Estado, pues habría que ser un iluso si alguien pretendiera negar que hoy existen fallas estructurales en el sistema socioeconómico del Perú.
Eso es innegable y el pueblo elector de más de 20 millones de votantes debe ser serio y consciente de ello, dándose cuenta de que no se puede continuar con problemas estructurales que hacen peligrar la vida peruana. Lamentablemente a gente del tipo Toledo, Humala, Villarán, etc., jamás le importó la niñez y usaron a los peruanos para sus beneficios personales, y para ello contaron con aliados corruptos del sector público y del capital privado, fomentando de consuno los vientres de alquiler para que hagan de las suyas y la prueba es el abyecto Congreso que tenemos, el peor en la historia parlamentaria del Perú.
Esa mala gente llega a la política sin conciencia, sin honor, porque solo les mueve el aprovecharse del Estado, coronando el latrocinio, envileciendo la función pública y reformulado las normas legales a su medida para gozar de absoluta impunidad. Y lo peor, lo más grave e inadmisible, es que esa gente con codicia y avaricia no debe estar en la política porque es a la que menos le importa el futuro de la patria. No entienden lo que es la niñez, la adolescencia y la juventud, menos comprenden que estos son los componentes más importantes en la dinámica de recambio de una nación.

Es decir, esos politicastros al lado de sus millonarios paneles, de lujosos souvenirs de marketing político y de “publicherries” en la radio y televisión, solo tienen telarañas en su mente, además de cero preocupaciones por la niñez, los adolescentes y los jóvenes. En puridad, para los malvados metidos en política, sobre todo después del golpe fujimontesinista del 5 de abril de 1992, no hay nada de atención sincera y efectiva en provecho de ese segmento de la población.
Pero el único ciudadano que por más de 50 años de su vida habla y lucha en favor de la niñez, de los adolescentes y jóvenes, es Ricardo Belmont Cassinelli. Las pruebas y evidencias saltan a la vista, porque es un personaje conocido, con trayectoria positiva al frente de “Habla el Pueblo”, de la Teletón, de RBC Televisión y del Movimiento Cívico Obras, fundado el 8 de julio de 1989, hoy denominado Partido Político Cívico Obras (PCO).
En ese contexto, es también el periodista Ricardo Belmont el único que pone los puntos sobre las íes frente a las estadísticas nacionales (INEI) que documentan la realidad caótica que rodea a la niñez y juventud de nuestra patria; y esa problemática estructural no puede continuar así. Los que defienden ese status quo son cómplices del 43% de pobreza de los niños del Perú de 0 a 6 años, etapa donde los pediatras afirman que se desarrolla las capacidades cognitivas (inteligencia) de los infantes.
En otras palabras, el modelo mantiene a casi el 50% de niños de 0 a 6 años en la pobreza. Pero esta constante negativa no cambia en el segmento de niños de 7 a 11 años, pues la pobreza entre ellos es de 39%. Y como para no negar la gravedad del problema, los adolescentes entre los 12 y 17 años están en un 37% en medio de la pobreza. El promedio de esas cifras para los niños y adolescentes (0 años a 17 años de edad) es de 38% en guarismos redondos.
Esa es la realidad de la cual nadie habla porque no tiene el conocimiento ni el expertise de Ricardo Belmont, quien ya actuó en provecho de la niñez peruana, porque él toda su vida defendió con amor y pasión a esa población vulnerable. Pero también Belmont se ocupa de la juventud con sus mensajes, sus editoriales y su filosofía de vida espartana, buscando cambiar el hecho de que el 38% de los jóvenes de 15 a 29 años están sin estudiar.
Por tanto, siendo la niñez, los adolescentes y la juventud el futuro del Perú, resulta que ese futuro está en crisis a la luz de las cifras de pobreza. Por eso, para dar un golpe de timón y que el Perú salga airoso frente a esa triste realidad, el 12 de abril del 2026 se tiene que elegir a una persona como Ricardo, que sabe del problema, que conoce de las alternativas y que tiene ejecutoria de vida y de gestión pública honrada para darle un futuro promisorio al Perú.
Finalmente, sería deplorable que el voto vaya a los vientres de alquiler, porque así solo se empeorará el olvido y el abandono de la niñez, de los adolescentes y la juventud de nuestra patria.

José de la Roca, en Flores de plástico (2024, Editorial Ítaca), da un paso decisivo en la formación de una voz poética. Con una mezcla de imágenes prehispánicas y contemporáneas, sus poemas son burbujas, piscinas, bolsas de cemento, mensajes para los padres, círculos, aromas: elementos articulados desde una mirada crítica, donde lo puro se descompone.
Lo que queda es una madura conciencia estética: “La rosa le dice al jilguero siénteme, pero no sé si se refiere a su aroma o a sus espinas” (pág. 33). Así, estas rosas plásticas no huelen a inocencia, sino a conciencia. Esa ironía parece resonar con lo que algunos sociólogos llaman nuestra “edad líquida”: “Leer no te hace especial, al contrario, solo te hace darte cuenta lo solo que estás. Y lo sabes: los extranjeros y tú son los únicos que leen en los buses y los aeropuertos” (pág. 39).
Como en Simio meditando, de Mario Montalbetti, aquí hay burla personal. Así, el yo poético no propone una visión idealista, sino retrata sus tribulaciones. La poesía muestra la resaca: la monotonía, la distancia entre los ideales y la brutalidad diaria. Es la gran aguafiestas (Tilsa Otta, dixit), ya que introduce lo incómodo. Las influencias trazan un mapa donde resuenan autores latinoamericanos como Antonio Cisneros, Nilton Santiago, Rafael Robles Olivos, Kevin Castro o Nicanor Parra. Una poesía sarcástica, que aborda la utopía desde lo doméstico: “La profunda tristeza enseña profunda alegría./ Ves dulzura en el machacamiento de la carne, en cenizas de ficus, en desmontes,/ belleza en flores de plástico” (pág 59).
Sus acertadas metáforas y su humor corrosivo, que se articula desde lo cotidiano (ya sean las culturas prehispánicas o las mototaxis que deambulan por los arenales de Ica) corroboran que la búsqueda no es para plantear jerarquías entre lo culto y vulgar, sino para establecer estados armonizadores. Junto al autor ubicamos a otros jóvenes como Rubén Centeno y Moisés Jiménez en Arequipa; Eduardo Saldaña, Ray Paz y Andrea Cruzado en Trujillo; o J. Steven Medina en Andahuaylas… Una constelación de poetas que viven la modernidad de forma sui generis y la interpretan-trituran-canalizan desde las dimensiones asfixiantes y plásticas.
Opinión
Los intocables del Congreso: con proyecto de ley buscan el retorno de la inmunidad
La Comisión de Constitución le da la espalda al país y aprueba el dictamen de retorno de la inmunidad: un blindaje exprés contra la justicia. Los congresistas buscan protegerse a sí mismos. Temen ser investigados, juzgados y, sobre todo, enfrentar a una ciudadanía harta de impunidad. Esta no es una defensa institucional, es una confesión de culpa con firma congresal.

El Congreso del Perú vuelve a mostrar su rostro más cínico, más descarado y más peligrosamente autista frente a la indignación ciudadana. La Comisión de Constitución, bajo el mando del fujimorista Fernando Rospigliosi, acaba de aprobar el predictamen que restituye la inmunidad parlamentaria, ese escudo legal que durante años sirvió de refugio para corruptos, criminales y oportunistas con curul.
Con 15 votos a favor, 3 en contra y 4 abstenciones, los representantes del desprestigio nacional –incluidos no solo fujimoristas de línea dura como Alejandro Aguinaga, Patricia Juárez o Martha Moyano, sino también los otrora rivales ideológicos de Perú Libre (Waldemar Cerrón), Renovación Popular (Alejandro Muñante y Noelia Herrera), Acción Popular y demás siglas descompuestas– decidieron que su prioridad no es legislar para el pueblo, sino blindarse entre ellos. Un pacto de impunidad transversal, camuflado de «defensa institucional».

Según el dictamen que propone modificar el artículo 93° de la Constitución, los senadores y diputados que entren en funciones en 2026 no podrán ser procesados ni detenidos sin autorización de su cámara o de la Comisión Permanente. Y si estas no responden en 30 días al pedido del Poder Judicial, se activa el llamado «silencio administrativo positivo», que no es más que una maniobra leguleya para lavarse las manos mientras los acusados ganan tiempo. Solo la Corte Suprema podrá entonces decidir si procede el proceso penal.
Pero aún en casos de flagrancia, el propio Congreso se convertirá en juez y parte y tendrá la última palabra. En 24 horas deberá autorizar –o negar– la detención. La puerta sigue abierta a la impunidad exprés, disfrazada de procedimiento democrático.

¿Y qué dice la Comisión de Constitución? Que este atropello constitucional busca «proteger el normal funcionamiento del Parlamento». Una frase que en boca de nuestros congresistas suena a burla. Lo único que en realidad funciona con normalidad en este Congreso es la indecencia y el cálculo político. Lo que buscan proteger no es la democracia, sino sus espaldas.
Como era de esperarse, el presidente del Congreso, Eduardo Salhuana, de Alianza para el Progreso (APP), salió en defensa de este despropósito disfrazado de dictamen. Con la típica retórica que subestima la inteligencia ciudadana, intentó justificar lo injustificable, asegurando que “la inmunidad no es impunidad”, y que se trata simplemente de una “protección frente a denuncias de tinte político”. Una frase vacía que no resiste el menor análisis, especialmente en un Parlamento donde más de la mitad de sus miembros arrastra graves procesos judiciales. En realidad, no buscan blindarse del abuso, sino del castigo legal. No temen a la persecución política, temen a la justicia.
¿Y qué hay de las múltiples denuncias que pesan sobre más de la mitad del Congreso? Nada menos que 82 de los 130 congresistas están involucrados en investigaciones abiertas por la Fiscalía. La lista de delitos no es menor: corrupción, tráfico de influencias, abuso de autoridad, pertenencia a organizaciones criminales, terrorismo, lavado de activos, violación sexual y concusión, esta última por el infame recorte ilegal de sueldos a trabajadores del Parlamento.

Mientras tanto, el país sigue sumido en crisis, con hospitales colapsados, escuelas en ruinas, y millones luchando por sobrevivir, gracias a una presidenta como Dina Boluarte que en términos reales no gobierna y se aferra al cargo, escudándose también en la malsana ‘inmunidad presidencial’ que le otorga el artículo 117° de la Carta Magna. La señora chalhuanquina es la administradora del caos y lo alimenta con su silencio, su cinismo y su servilismo al Congreso; y no cabe duda que pasará a la historia por convertir el despacho presidencial en un lenocinio del poder sin vergüenza y sin moral.

Pero los parlamentarios hacen lo suyo y no pierden el tiempo en debates sobre educación, salud o lucha contra la criminalidad. No. Porque prefieren legislar a su favor, apurados por asegurar que, si la justicia llama a su puerta, puedan simplemente esconderse detrás de una pared de procedimientos hermenéuticos.
Este infeliz retorno de la ‘inmunidad parlamentaria’ no es una medida institucional. Es una burda confesión: nuestros legisladores temen ser investigados. Temen rendir cuentas ante la justicia y también temen que la ciudadanía los juzgue, no solo en las urnas, sino también en los tribunales.
El Perú no necesita más inmunidad —ni presidencial, ni parlamentaria—. Lo que urge es integridad, decencia y autoridades que comprendan que el poder es un servicio al pueblo, no un escudo personal y mucho menos un privilegio. Pero exigir eso a un Congreso que ha hecho del cinismo una política de Estado, es demasiado pedir… es casi un acto de ingenuidad. Aquí, la decencia es vista como defecto y debilidad, y la impunidad, como un derecho adquirido y una forma de vida.

Lo que han aprobado por el momento en la ‘Comisión Rospigliosi’ no es una reforma, es una bofetada directa al rostro del pueblo. Y lo más indignante no es el golpe, sino la sonrisa con la que lo dan. Porque ni siquiera disimulan; a ellos les da exactamente igual. Burlarse del país y blindarse les parece más urgente que legislar, y la impunidad, más valiosa que la propia justicia. En suma, nada les importa.
Opinión
La peligrosa cultura de los motociclistas en Lima defendida por su gremio
Ante las nuevas restricciones del Gobierno, los motociclistas se victimizan y denuncian discriminación. Pero, ¿por qué no promueven educación vial, ni condenan las infracciones de sus propios miembros? Exigen comprensión, pero callan ante el caos que ellos mismos alimentan. ¿Son víctimas de abuso o cómplices de la anarquía vial?

La reciente protesta de los voceros de la Asociación de Motociclistas del Perú frente a las nuevas medidas del Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC) ha vuelto a poner en debate una realidad que ya resulta insostenible: el caos sobre dos ruedas que se vive a diario en Lima.
Con gritos de “discriminación” y alegatos de violación a sus derechos humanos y a su derecho al libre tránsito, los motociclistas nuevamente han reaccionado airadamente contra las disposiciones que los obligan a portar chaleco y casco con la placa visible, y a restringir el número de pasajeros en las unidades. Según ellos, estas medidas los convierten en chivos expiatorios de una crisis de seguridad que el Estado ha sido incapaz de controlar. Pero, ¿realmente son víctimas o parte del problema?
La victimización de los gremios de motociclistas no es nueva. Cada vez que se plantea alguna regulación que busca ordenar el uso de motocicletas, la reacción es inmediata, organizada y visceral. Es decir, creen que las calles son suyas a sus anchas y que bajo ninguna circunstancia se les debe poner restricciones.
Argumentan que son ciudadanos decentes, trabajadores, padres de familia, que no deben pagar por los delitos de otros y que por ello no se les debe regular. Y tienen razón, en parte. No todos los motociclistas son delincuentes; pero ese no es el punto. El verdadero problema es que la mayoría de ellos se mueve bajo una cultura vial anómica, temeraria y peligrosamente irresponsable, que hace imposible distinguir al ciudadano decente, del criminal en potencia.

El doble rasero de los gremios de moteros tiene dimensiones alarmantes, porque de forma unilateral se defienden mediante un inmoral ‘espíritu de cuerpo’ incondicional, porque hay que reconocer que para ello sí son unidos; pero si de educación vial se trata y de respeto a las leyes del Reglamento Nacional de Tránsito, ellos no existen y callan y solapan la pésima cultura que tienen en sus conducciones.
A diario se observan motocicletas zigzagueando entre autos detenidos, circulando en sentido contrario, invadiendo veredas con total impunidad, pasándose semáforos en rojo y usando luces altas que enceguecen a los demás conductores. No es una exageración: es la cotidianidad. Una jungla sin reglas donde la motocicleta ya no es símbolo de eficiencia, sino de anarquía y peligro sobre ruedas. Pero a pesar de eso, ellos siguen reclamando que se les discrimina y que se les estigmatiza.
¿Dónde están los gremios cuando se trata de promover una cultura de respeto y seguridad en las vías? ¿Por qué no se les escucha organizando campañas de educación vial? ¿Por qué no levantan la voz contra sus propios miembros que infringen las normas con total desparpajo? Porque, en el fondo, mantienen una complicidad que los lleva a callar ante las faltas propias, mientras que con indignación exigen comprensión ajena.

Y no solo eso. En las redes sociales, cualquier crítica razonada es respondida con insultos, ataques personales y una postura agresiva que busca silenciar el disenso. Se han convertido en una tribu digital de troles que reacciona con virulencia ante cualquier cuestionamiento y se niegan a reconocer que son anarquistas con motor. Pero la libertad de tránsito que tanto defienden no puede ser una licencia para la anarquía, ni un escudo para ocultar la ausencia de responsabilidad.
Sin embargo, el mayor pecado no es solo de los motociclistas, sino del Estado. El gobierno de Dina Boluarte, como tantos anteriores, ha optado por emitir normas sin capacidad ni voluntad de hacerlas cumplir. Se ha prohibido que los deliverys circulen con cajuelas portadas a la espalda. Se ha restringido la circulación de acompañantes en motos en ciertas zonas. Se ha ordenado el uso obligatorio de chalecos y cascos con placas visibles. Pero la realidad es que esas normas se cumplen solo en el papel, porque en las calles reina la impunidad. No hay operativos constantes, no hay fiscalización territorial efectiva, no hay una estrategia clara ni sostenida. El gobierno legisla para los titulares, pero no gobierna para las calles; sino para los reflectores.

La informalidad ha sido una política de Estado no escrita. Se permitió por años que las motocicletas invadieran el espacio urbano sin control alguno. Se vendieron motos a diestra y siniestra sin control del parque automotor. Se otorgaron licencias con una laxitud vergonzosa. Y hoy, cuando el crimen organizado ha adoptado a la moto como su herramienta predilecta, se pretende imponer orden con decretos ineficaces, sin infraestructura ni voluntad política detrás.
Mientras tanto, el crimen sobre dos ruedas está como se dice coloquialmente, “ñato de risa”. Los sicarios, raqueteros y extorsionadores, continúan moviéndose cómodamente en motocicletas, y encuentran en ella un vehículo ideal para el escape, el anonimato y la rapidez. Muchas de estas motos no tienen placas visibles, o las usan robadas. Y cuando la Policía logra identificar a los responsables, ya están lejos, amparados por la alta velocidad y la ausencia de control urbano. Sin embargo, los gremios y asociaciones de motociclistas lo minimizan y le dan la espalda al problema. Se victimizan, se defienden, y lanzan un argumento tan falaz como peligroso: “como nosotros no somos delincuentes, no deben restringirnos”.
¿Cómo pueden los gremios motociclistas cerrar los ojos y alegar que las medidas son injustas? ¿Es discriminación pedir que los chalecos y cascos tengan la placa del vehículo? ¿Es abuso impedir que dos personas circulen en una moto en zonas con alta criminalidad? Claro que no. En realidad, hay un intento desesperado por frenar una emergencia de seguridad pública.

No se criminaliza a los motociclistas por lo que son, sino por la manera en que, en demasiados casos, se comportan en el espacio público. El problema no es la moto, sino su uso irresponsable y delictivo. Y mientras sigan escudándose en el discurso de “nosotros no somos delincuentes”, sin mostrar la más mínima disposición a colaborar con soluciones reales, seguirán siendo parte del problema. Su grado de empatía es tan nulo e insólito que se resisten a colaborar con las nuevas disposiciones de la PCM y del MTC, así sean populistas y demagogas, pero que, por lo menos en algo pretenden mitigar cualquier antijuricidad que ha invadido las calles.
Si bien, las temporales medidas del Gobierno son, en el mejor de los casos, parches mal colocados. Lo que se necesita es una reforma estructural, que incluya educación vial desde la escuela, control riguroso del parque automotor, formación policial adecuada para fiscalizar el tránsito, y una estrategia coordinada entre municipios, ministerios y ciudadanía. Pero, sobre todo, se necesita una transformación cultural. Hay que devolverle al espacio público el orden y el respeto que hoy ha perdido.

No podemos seguir tolerando que las calles se conviertan en una jungla sin reglas, donde la ley del motorizado más rápido y más ruidoso imponga su voluntad. Tampoco podemos seguir cediendo ante los chantajes emocionales de gremios que no reconocen sus propias responsabilidades. La libertad de circular no puede ser más importante que el derecho a vivir en seguridad. Es hora de trazar límites claros. Y que esos límites se respeten, sin excepción. El mensaje es claro: las calles no son territorio libre para tribus motorizadas sin ley.
Mientras tanto, la ciudadanía tiene el deber de no callar. Porque las calles no son de los motociclistas, ni de los delincuentes, ni del Estado ausente. Las calles son de todos y deben ser seguras para todos.
Opinión
¡25 años de desastre! La tragedia de Pataz y La Libertad: el legado de César Acuña
¡Indignación! Esa es la palabra que define la situación de Pataz y La Libertad. Veinticinco años. Veinticinco años en los que César Acuña ha amasado poder, riqueza y una impunidad escandalosa, mientras estas regiones se desmoronan.

Por: Jorge Paredes Terry
Desde sus inicios en la política en 1990, postulando a la Cámara de Diputados por la Izquierda Socialista, su trayectoria ha sido una escalada hacia el enriquecimiento personal a costa del sufrimiento de su pueblo. Un recorrido marcado por la ambición desmedida, la corrupción y una total falta de compromiso con las necesidades de quienes, supuestamente, representaba.
Su paso por el Congreso, primero como independiente tras romper con Solidaridad Nacional, luego con Unidad Nacional y finalmente con su propio partido, Alianza para el Progreso, no fue más que una estrategia para tejer redes de poder. Miembro de subcomisiones investigadoras –irónicamente, sobre corrupción–, Acuña utilizó su posición para construir su imperio económico, protegiéndose de las sombras que lo persiguen: narcotráfico y violación. Sus proyectos de ley, enfocados en la educación empresarial, parecen más una herramienta para consolidar sus universidades que para mejorar la educación pública. Las elecciones del 2006, donde su candidatura presidencial fracasó, solo sirvieron para impulsar su carrera hacia la alcaldía de Trujillo.
Dos periodos como alcalde de Trujillo (2006-2014), marcados por acusaciones de abuso de autoridad, inducción al voto y hasta compra de votos, consolidaron su control político en la región. Mientras tanto, Pataz, sumida en la violencia y la pobreza, era ignorada. Las denuncias por corrupción, el escándalo del plagio en sus tesis, no fueron más que obstáculos menores en su camino hacia el poder.
Su paso como gobernador regional de La Libertad (2015-2016 y 2022-presente) no ha sido diferente. Renunció al cargo en 2016 para lanzarse a la presidencia, una campaña salpicada por escándalos de plagio y compra de votos que lo dejaron fuera de carrera. Sin embargo, su ambición no se detuvo. Su regreso en 2022, con una campaña basada en memes y publirreportajes, demuestra su cinismo. Mientras la crisis de seguridad se agrava en La Libertad, Acuña minimiza el problema, mostrando una vez más su desprecio por la población.
Acuña ha tenido todo: poder político, control de ministerios, bancadas congresales a su disposición, y una fortuna construida sobre la base de la corrupción y la impunidad. Sin embargo, Pataz y La Libertad siguen sumidas en el abandono, en la pobreza y la violencia. Su legado no es de progreso, sino de destrucción. Su historia es una lección amarga: la de un hombre que ha utilizado el poder para enriquecerse, protegiéndose de la justicia mientras deja a su pueblo a la deriva. ¡Basta de impunidad! ¡César Acuña debe responder por sus crímenes!

Desde una posición simplista y moralista y reduccionista, se podría fácilmente observar u objetar que esta es, ‘después de todo’, y en síntesis cruel, pero no inexacta, la película pesimista de un suicida. O (también, pero menos) la película suicida de un pesimista. Pero yo la prefiero -y la honro en su honestidad y sinceridad sostenidas y conmovedoras y perdurables sin ser yo mismo necesariamente pesimista ni suicida- a la mayoría de películas que eluden (ya casi por sistema, o peor, por conveniencia) poner el dedo en el centro de la llaga, en el corazón de la herida.
La moral de esta película es maravillosa: pasa por mostrarte, con exactitud, pertinencia y pureza, un estado del espíritu, un fuir del ánimo que funciona en lo general tanto como en lo particular; un tono emocional determinado (que puede lucir fatalista) por unas condiciones materiales y morales claramente adversas. Es el dolor, es el malestar de estar vivo. Una cierta devastación existencial profunda, omnipresente en la atmósfera: en cada plano.
La cercanía cómplice casi amorosa de la cámara. Los seguimientos. La cámara es un cuerpo cerca de los cuerpos, una compañía tan cerca de sus soledades (aunque se relacionen entre sí cada quien está en su propia soledad). La cámara sabe rodearlos, es casi un abrazo solidario a estos seres instalados en lo gris, sin grandes esperanzas, sin futuro a la vista. Y no, no es miserabilismo. La cámara casi parece querer cuidarlos, protegerlos, en medio de sus insatisfacciones, problemas, huidas, sinsabores y desgracias.
Otro recurso empleado, y con gran acierto, es el desenfocado del fondo de manera que se crea una especie de otra o nueva dimensión, es como estar al borde de un espacio en off o de un fuera de campo. Es como si el personaje imbuido en sí extendiera su mirada y encontrara al otro, o a lo otro, en una situación, sin embargo, no tan distinta de la suya.
Me agrada, sobremanera, tras los hilos narrativos y las peripecias varias del pequeño desfile de personajes, que todos parezcan ser al fin y al cabo manifestaciones muy variadas de lo mismo, son un mundo de seres perdidos ‘en la normalidad del capitalismo destructor’; en ese sentido, la coherencia de la película resulta total: sin reservas, admirable.

Escribe: CPC Guillermo Ruiz, gerente general de GARC Asesoría Empresarial.
El Proyecto de Ley N°9744, recientemente aprobado en la Comisión de Trabajo y Seguridad Social del Congreso de la República, ha puesto en coyuntura un viejo debate sobre los incentivos laborales y el ejercicio de la función pública. El proyecto impulsado por el congresista Alex Paredes (Bloque Magisterial de Concertación Nacional) propone brindar bonos semestrales a los fiscalizadores de la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (SUNAFIL), condicionado al nivel de recaudación por multas impuestas a empleadores.
Esta propuesta distorsiona profundamente la labor fiscalizadora.
Aunque el argumento oficial se sustenta en la necesidad de reconocer y recompensar el buen desempeño de los inspectores, en la práctica esta medida introduce un incentivo perverso que pone en riesgo la imparcialidad y la legitimidad del sistema de fiscalización en el país. Más aún, este tipo de lógica basada en la “rentabilidad” de la sanción ya ha sido aplicada en el ámbito de la fiscalización tributaria.
En teoría, el bono solo se otorgará a los trabajadores que cumplan ciertas condiciones: 1) no tener sanciones administrativas; 2) tener más de seis meses de servicio, cumplir las funciones estipuladas en el Manual de Organización Funciones de SUNAFIL; 3) que la institución haya alcanzado al menos el 90% de sus objetivos institucionales. Sin embargo, dentro de estos objetivos se encuentra el incremento en la recaudación por multas impuestas.
Esto transforma a los inspectores en una suerte de “cobradores del Estado”, cuyo rendimiento se mide no sólo por su eficiencia técnica o su capacidad para promover el cumplimiento normativo, sino por la cantidad de sanciones que puedan imponer. En otras palabras, se traslada una lógica de productividad empresarial a una función pública que, por esencia, debe basarse en principios de justicia, objetividad y proporcionalidad.
El conflicto de interés es evidente: ¿puede un fiscalizador tomar decisiones técnicas, fundadas en derecho, si su remuneración depende —aunque sea parcialmente— del castigo que imponga? Esta situación mina gravemente la percepción de independencia y equidad del sistema de inspección. Los empleadores, especialmente las pequeñas y medianas empresas, ya resienten el accionar de un Estado que perciben como sancionador, antes que como orientador. Este tipo de normativas sólo profundiza esa desconfianza.
Uno de los efectos más preocupantes de este proyecto es su impacto potencial sobre el empleo formal. Las pequeñas y medianas empresas se verán en la encrucijada de asumir mayores riesgos ante fiscalizaciones que, en lugar de priorizar la corrección y prevención, podrían orientarse a maximizar sanciones.
Este tipo de medidas puede, paradójicamente, fomentar la informalidad. Muchas microempresas podrían preferir operar al margen del sistema formal para evitar exponerse a fiscalizaciones que ya no persiguen exclusivamente la legalidad, sino también el cumplimiento de metas financieras internas de la administración pública. En lugar de premiar la pedagogía y el acompañamiento al empleador, el Estado opta por fomentar un modelo de fiscalización recaudadora. La fiscalización debe ser una herramienta de justicia social, orientada a equilibrar las relaciones asimétricas entre empleadores y trabajadores, no un instrumento de presión económica que castiga sin mirar contexto o capacidades reales de cumplimiento.
No es casual que una medida similar ya haya sido implementada en el ámbito tributario. En la SUNAT, ciertos trabajadores reciben incentivos o reconocimientos en función del nivel de recaudación alcanzado, lo que genera incentivos para maximizar cobros a toda costa, aún en situaciones donde los contribuyentes —sobre todo los pequeños— no cuentan con las herramientas para defenderse adecuadamente.
Este modelo ha sido criticado por organismos empresariales y académicos, quienes sostienen que puede distorsionar gravemente la función fiscalizadora, al convertir a los funcionarios en “cazadores de errores” más que en garantes del cumplimiento tributario. El resultado es un sistema percibido como arbitrario, que premia la sanción más que la corrección.
Reproducir esta lógica en el ámbito laboral es sumamente preocupante. Implica un paso más hacia la burocratización del castigo como política pública. Lo que se presenta como una medida técnica para “mejorar el desempeño” es, en el fondo, una peligrosa normalización de la fiscalización orientada al lucro institucional. El Estado debe garantizar que sus órganos de control y fiscalización actúen bajo un principio de estricta neutralidad. El fortalecimiento de SUNAFIL no puede pasar por medidas que comprometan su legitimidad. Más bien, debería invertirse en capacitación técnica, protocolos de fiscalización más rigurosos, mecanismos de evaluación independientes y procesos que fortalezcan el componente pedagógico de la inspección. Lo mismo aplica para la SUNAT, donde la fiscalización también debe regirse por criterios objetivos, especialmente frente a sectores que no cuentan con el mismo respaldo legal y contable que las grandes corporaciones. El problema de fondo es la visión instrumental que el Estado parece tener de la fiscalización: en vez de verla como una herramienta de desarrollo institucional, la concibe como un medio para engrosar ingresos sin necesidad de aumentar impuestos o racionalizar el gasto.

Por Marlet Ríos
Debido al colosal tinglado de clientelismo y patrimonialismo que fue su “capital social”, en los 90 el régimen autocrático de Fujimori contó no solo con el apoyo de empresarios, intelectuales, periodistas y políticos oportunistas, sino también se valió de populares cómicos para atacar sistemáticamente a sus oponentes políticos.
Es sabido que el humor corrosivo es un arma potente y eficaz que puede ser empleado en particulares coyunturas sociales. Entre nosotros existieron notables revistas de humor político como Fray K. Bezón y Monos y monadas. Fueron publicaciones que marcaron toda una época, signada por el militarismo y los caudillismos.
Hoy sabemos que Fujimori y Montesinos apuntaron a un proyecto autoritario de largo plazo. La cooptación fue la clave para atornillarse en el poder. Así, el Ministerio Público, el Poder Judicial, las Fuerzas Armadas, el JNE, la ONPE, etc., fueron controlados eficazmente —y sin ningún escrúpulo— por el régimen. No obstante, el régimen buscó también impregnarse en el imaginario popular. Para ello recurrió a conocidos artistas peruanos a quienes, eventualmente, exhibió en sus mítines multitudinarios. La tecnocumbia fue la música distintiva del fujimorismo.
Uno de los cómicos emblemáticos del régimen bicéfalo (dixit Alfonso Quiroz) era Carlos Álvarez. No fue, ciertamente, por amor al arte que este apoyó a Fujimori. Álvarez acabó sentenciado a cuatro años de pena suspendida por haber “colaborado” con Fujimori a cambio de dinero. Uno de los blancos recurrentes de Álvarez fue, precisamente, el laureado escritor Mario Vargas Llosa, quien criticó urbi et orbi a la dictadura. Retratado como antiperuano, rencoroso y superfluo, el novelista sufrió en carne propia la amenaza real de ser privado de su nacionalidad peruana por el fujimorismo.
Actualmente, Álvarez quiere ser presidente y se afilió al partido País para Todos. Ha pedido perdón de corazón, según él, por su pasado fujimorista. ¿Quiénes, en realidad, están detrás de su esperpéntica candidatura? ¿Quiere seguir el rumbo exitoso de Volodímir Zelenski? ¿Tiene la mínima preparación como estadista?
Para la poeta y periodista Maruja Valcárcel, hay detrás del cómico padrinos poderosos que lo utilizan para lograr réditos políticos y una cuota efectiva de poder. Valientemente, ella ha denunciado esta instrumentalización en un foro reciente en Miraflores. Se trata del mercantilismo y el clientelismo de toda la vida en la política peruana. Según una encuesta nacional, realizada en abril, Álvarez se ubica en el tercer lugar de las preferencias electorales. Nada mal para un outsider carismático y con evidente rabo de paja.
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