Escribo “los premios” y se me mete en la memoria una novela de Cortázar, que leí hace tiempo y de la cual no recuerdo nada. Inmediatamente después me acuerdo de que Roberto Bolaño contaba que, en sus primeros años en España, participaba en cuanto premio literario encontraba (y allá hay cientos) con el único fin de ganar un poco de dinero para sobrevivir. Más tarde, mientras que el tema me da vueltas en la cabeza, rememoro una crónica que escribí y publiqué hace un tiempo y que, si recuerdo bien pese a mi mala memoria consuetudinaria, titulé “Mis premios Nobel”. Por supuesto, en ella no trataba de los que he ganado yo, por la sencilla razón de que no he obtenido ni obtendré nunca un premio Nobel, lo cual en verdad no me preocupa en absoluto.
No, si la memoria no me falla, en ese artículo abordaba yo los casos de los múltiples escritores que considero entre los mejores de los mejores y que nunca han ganado la recompensa sueca que no dejaba dormir a Vargas Llosa antes de que se la otorgaran a él. Imagínense, ¡lo tenía García M y no Vargas L!, ¡qué injusticia tan injusta! Evocaba, en cambio, si mal no recuerdo, a Pier Paolo Pasolini, Jean Genet, Malcom Lowry, Marcel Proust, Juan Carlos Onetti, Elsa Morante, Thomas Bernhard y muchos escritores más entre mis preferidos que, de hecho, por ser lo que eran y escribir lo que escribían, tenían vedado el camino a la jugosa recompensa. Y realmente creo que les importaba un comino el asunto.
Todo esto viene al caso porque hace unos días leí una entrevista al poeta español Juan Carlos Mestre en la que, entre otras cosas interesantes, decía: “Los premios son un mal…yo no sé si necesario, pero desde luego, no miden absolutamente nada, ni tienen que ver nada con la poesía. Tienen que ver con la sociología de lo público, tienen que ver con el mundo editorial, tienen que ver con las posibilidades de difusión de una obra; pero no tienen absolutamente nada que ver con la escritura de un solo poema.” Suscribo totalmente esta idea, nomás que yo añadiría que no tienen nada que ver tampoco con la calidad de las novelas o de los libros de cuentos. Eso no quiere decir, por supuesto, que el premio Nobel, el Alfaguara de novela, el Príncipe de Asturias, el Rómulo Gallegos y tantos otros de aquí, allá y acullá solo se los hayan otorgado a escritores que no merecen ningún reconocimiento.
No es eso, por supuesto, lo que estoy diciendo, pero me parece que esos escritores de valía son los que ennoblecen la recompensa más que lo contrario, son la excepción más que la regla. Y más aún cuando el premio, cualquiera que sea, logra sacar del anonimato a un gran escritor y nos permite descubrirlo, lo cual, lamentablemente, no es lo que suele ocurrir. De estas excepciones recuerdo, así de repente, dos: en el caso del Nobel, la excelente poeta polaca Wislawa Szymboska, que muy pocos conocían, y en cuanto al premio Alfaguara de novela, sólo por poner un ejemplo, el otorgado al mexicano Xavier Velasco por una novela de gran calidad titulada Diablo guardián.
Como decía antes, un escritor inmenso, como es el austríaco renegado Thomas Bernhard, nunca recibió el Nobel pero sí diferentes premios locales o de la lengua alemana que le permitieron, como a Bolaño, sortear los momentos difíciles de una vida dedicada a la literatura. Sobre ello hablaBernhard en Mes prixlittéraires (Mis premios literarios), una recopilación de textos publicada en francés por las ediciones Gallimard. En uno de ellos, sobre el premio que otorga la ciudad de Brême, cuenta el escritor austríaco que le tocó ser miembro del jurado: “Yo quería que se le diera el premio a Canetti, que se recompensara Auto de fe, una genial obra de juventud que había sido reeditada un año antes de esta reunión del jurado. Repetí varias veces Canetti y cada vez los rostros alrededor de la gran mesa parecía que sufrían. Ocurre que varios de los jurados allí presentes no sabían siquiera quién era Canetti.”Lo ocurrido en Brême de seguro ocurre en muchos de los premios que se otorgan cada año: los jurados no conocen a los candidatos ni han leído sus obras. Se sabe que lo que está detrás de muchos premios es una especie de guerra civil entre casas editoras, una guerra en la que no se combate con argumentos literarios sino comerciales o de poder económico en el seno de la industria del libro.
Dicho todo esto quiero acercarme un poco a la situación francesa donde, precisamente en estos días, acaban de atribuirse los principales premios “literarios”. De hecho el principal de todos es el Goncourt, no porque entregue montañas de dinero (como es el caso, por ejemplo, en España, del premio Planeta, el cual, seguro que por eso mismo, trata siempre de que haya un candidato “favorito” ya desde antes de que se reúna el supuesto jurado), no, porque el Goncourt no le otorga al ganador ni cinco euros ni nada. El interés de ganar esa “prestigiosa” recompensa está en otra parte, está en lo que se gana por la multiplicación enormes de las ventas del libro recompensado. Un ejemplo reciente muestra claramente lo que estoy diciendo. El año pasado obtuvo el Goncourt Le Sermon sur la chute de Rome (El sermón sobre la caída de Roma), novela de un autor no muy conocido hasta ese entonces llamado Jerôme Ferrari. En la primera semana posterior a su puesta en venta se habían vendido de este libro 8 937 ejemplares, en cuanto se supo que formaba parte de la lista de candidatos al premio, las ventas en una semana pasaron a 37 826 y ya cuando se anunció que era el ganador se llegó a más de 43 mil ejemplares en una semana.
Luego, durante el año posterior al premio el nivel de ventas prosiguió a un alto nivel sostenido hasta alcanzar el total de 333 271 ejemplares. Este es solo un caso y no de los mejores, por supuesto en términos comerciales y no literarios (la calidad literaria no tiene nada que ver en esto, repito), ya que quien tiene el récord en números de ventas en los últimos 25 años es Les Bienveillantes, muy gruesa novela escrita en francés por un estadounidense por entonces residente en España: Jonathan Littell. En su caso le fue favorable el que se desatara una polémica, ya que se trata del larguísimo monólogo de un ex nazi. La casa Gallimard editora de este libro, y la Grasset, las más grandes de Francia, son las campeonas de los premios “literarios” galos, ya que en un cuarto de siglo ha acumulado 32 de los Goncourt, Renaudot, Fémina, Goncourt de los estudiantes de secundaria (que cada día funciona mejor comercialmente), premio de las lectoras de la revista Elle, premio del libro Inter y el Interallié, o sea, de los siete premios más importantes de Francia. Le siguen Seuil con 20, Actes Sud y Albin Michel con 13, y el resto, es decir 23 premios se los han repartido nada menos que seis casas editoras.
Unos datos más que me parece interesante mencionar antes de concluir. El promedio de ventas de un premio Renaudot, “prestigioso” pero con menor notoriedad que el Goncourt, es de 187 mil ejemplares, y del Fémina 105 mil. En 25 años han sido premiados 152 escritores de sexo masculino y sólo 51 mujeres. Frente a todas estas cifras y los millones de euros que ellas implican tanto para los editores como para los autores, no puedo sino sonreír cuando en el Perú hay gente que se destripa por ganar un premio nacional y maldice a la humanidad entera sino se lo otorgan, pese a que no les significa en verdad gran cosa que meterse en el bolsillo. Un amigo escritor, que no es Vargas Llosa ni Bryce ni Bayly, me decía un día, entre triste y resignado: “si en el Perú vendes mil ejemplares debes estar contento, ya eres un bestseller.” Desde ese punto de vista no existen, pues, puntos posibles de comparación, pero tanto acá como allá, tanto con cifras millonarias como con sumas miserables, los premios “literarios” no tienen nada que ver con la literatura y, como decía el poeta Mestre más arriba, “no miden absolutamente nada”.