Una biografía no autorizada que relata los últimos momentos de vida del cantante ha despertado controversia. Este 11 de agosto cumpliría 56 años.
El fin de semana pasado el diario El Clarín de Argentina publicó en exclusiva un fragmento de la biografía de Gustavo Cerati que saldrá a la venta esta semana. Conscientes quizás de la relevancia del primer cumpleaños de Cerati sin él y de la proximidad del aniversario de su muerte el 4 de septiembre, el diario aprovechó para anunciar el lanzamiento del libro Cerati: La Biografía, escrita por el periodista Juan Morris.
Desde que en 2010 sufrió un accidente cerebrovascular (ACV) después de dar un concierto en Caracas y que lo dejó en coma cuatro años hasta que murió en 2014, el drama de este genio del rock ha estado en boca de millones. Algunos han buscado culpables en el sistema de salud venezolano, otros han hablado de los excesos y de la agitada vida del cantante, y algunos más han guardado silencio y llorado.
El fragmento del libro, que relata con lujo de detalles las 48 horas posteriores al show que el músico dio en Caracas en 2010, ya ha sido leído por miles de personas alrededor del mundo en pocos días.
Lo que pasó entre el final del show en el campus de la Universidad Simón Bolívar de Caracas y el momento en que se diagnosticó el ACV aún es motivo de investigación y probablemente nunca haya una única versión. Inclusive el libro de Morris, que hasta el momento parece recoger la versión más completa de la historia, ya ha levantado ampolla.
Benito, el hijo mayor del cantante –de 21 años y líder de la banda Zero Kill– cuestionó y descalificó este lunes una biografía que sobre su padre acaba de publicar el periodista Juan Morris, reportero e investigador de la revista Rolling Stone.
“¡Buenos días, amigos! Queremos informales que tengan cuidado. La biografía de GC (Gustavo Cerati) que anda dando vueltas carece de veracidad”, escribió el domingo Benito Cerati en la cuenta de Twitter de Zero Kill. “Tiene muchas imprecisiones y no está autorizada por la familia. Además está escrita por alguien que nunca lo conoció ni tiene vínculo con ninguno de los miembros de la familia. Por ahora no hay nada (biografía) oficial. ¡Gracias!”, agregó Benito.
El periodista Juan Morris, por su parte, que se nutrió de decenas de fuentes, investigó durante más de cuatro años de investigación. Cientos de horas en entrevistas con los cercanos a Cerati, su familia y, particularmente, su madre Lilian Clark, fueron el material para la conformación de este libro de más de 300 páginas. Morris detalla los momentos de Cerati en compañía del sonidista Adrián Taverna, amigo de toda una vida que estuvo con él esa noche del ACV.
El periodista, además, hace énfasis en las fallas médicas que, a su parecer, habrían podido evitar la muerte de Cerati. Según su investigación, la ambulancia tardó, la clínica no tenía luz, entre otros descuidos, irregularidades y negligencias que agravaron la situación.
Transcribimos a continuación fracciones del capítulo del libro:
“Media hora antes había terminado el último show del tour de Fuerza natural por Latinoamérica y Estados Unidos. Gustavo estaba contento y agotado, empezando a relajarse después de un mes y medio de aviones, hoteles, fiestas y conciertos. Había sido una de esas noches en las que todo salía bien: el campus de la Universidad Simón Bolívar de Caracas estaba lleno y la banda había sonado como un organismo vivo y poderoso. Después de comer con el resto del equipo en una de las carpas montadas detrás del escenario, el sonidista Adrián Taverna y el guitarrista Richard Coleman acababan de entrar a su camarín para charlar un rato. Eran sus más viejos amigos, se conocían desde comienzos de los ‘80, antes de que Soda Stereo grabara su primer disco. Cuando terminaban los conciertos, Taverna solía pasar un rato por su camarín para hablar sobre cómo había salido todo. Era una especie de ritual. (…)
Hacía calor. Era una noche espesa en Caracas. En el camarín había un espejo, luces ambientales, dos sillones blancos, unas sillas de plástico y una mesa con frutas, botellitas de agua y latas de cerveza. El lugar estaba en un pequeño valle rodeado de montañas. Durante el show, varias nubes habían invadido el escenario dejando a la banda a ciegas. (…)
Afuera del camarín general estaba lleno de gente y Taverna encontró al resto de la banda organizando la foto grupal que sacaban cuando terminaban algún tramo de la gira. Fernando Samalea, el baterista, estaba trepado a una silla de plástico, acomodando la cámara arriba de un mueble para que disparara en automático. Mientras se amontonaban según las indicaciones de Samalea, se dieron cuenta de que faltaba Gustavo y alguien le gritó que fuera, que sólo faltaba él.
Gustavo apareció a último momento y se paró atrás de Taverna. El primer disparo de la cámara salió sin flash, así que Samalea pidió que nadie se moviera y se volvió a subir a la silla para reprogramarla. Taverna se dio vuelta para decirle algo a Gustavo y lo vio pálido, con los ojos desorbitados.
–¿Te sentís bien? –le preguntó.
Gustavo abrió la boca para contestarle, pero no acertó a decirle nada. Fue como si los músculos de su mandíbula no encontraran las palabras. Entonces la cámara disparó su flash y todo el equipo quedó registrado en la última foto de la gira. A su alrededor el grupo se empezó dispersar y Gustavo caminó confundido hacia su camarín.
Mientras lo veía alejarse, Taverna le pidió a Bernaudo que lo acompañara a ver qué le pasaba. Cuando entraron, Gustavo estaba tirado en el sillón, con el saco a un costado, la camisa desabrochada y la boca entreabierta. Pensaron que tenía un pico de presión o que tal vez le había dado un infarto. Bernaudo corrió a buscar a los paramédicos y al ratito volvió con dos chicos que no tendrían más de viente años y que al ver a Gustavo Cerati descompensado no supieron qué hacer. Charly Michel, el kinesiólogo que viajaba con el equipo, revisó qué remedios tenían los paramédicos en sus bolsos y les pidió que fueran a buscar la camilla. Gustavo se podía mover pero estaba como abrumado, lento, y no podía hablar. (…)
Pasó casi una hora hasta que lograron desalojar completamente el lugar: no querían que la descompensación se convirtiera en noticia. Un rato más tarde, dentro de la ambulancia, mientras atravesaban los suburbios residenciales de Caracas a la medianoche, Gustavo todavía parecía estar experimentando cómo el software de su conciencia se enrarecía: estaba acostado en la camilla con los ojos abiertos pero con la mirada perdida.
Dejaron atrás una zona industrial con fábricas, concesionarias de autos y un bingo abandonado antes de llegar al Centro Médico Docente La Trinidad. Cuando bajaron la camilla en la entrada del sector de Emergencias, se encontraron con que los pasillos estaban a oscuras: se había cortado la luz. Mientras avanzaban se cruzaron con una enfermera que les dijo que el grupo electrógeno del hospital sólo funcionaba para la terapia intensiva y los quirófanos, así que volvieron a cargarlo en la ambulancia y lo llevaron hasta otro centro de estudios de la ciudad para que lo atendieran.
Una hora después, cuando terminaron de hacerle los exámenes, lo volvieron a trasladar a La Trinidad. Ya había vuelto la luz y lo dejaron unas horas en observación en la guardia, pero como no presentaba ninguna mejoría ni los médicos tenían un diagnóstico de su estado, a eso de las cuatro de la mañana lo alojaron en la suite presidencial del tercer piso y llamaron por teléfono a un cardiólogo, que les dijo que recién iba a poder ir a las diez. (…)
Al día siguiente, Gustavo se despertó en la clínica consciente pero confundido. El sueño no había tenido su efecto reparador y después de unas horas de inconsciencia se sintió, por primera vez, en un cuerpo que no le respondía del todo. No podía hablar y su costado derecho estaba entumecido, como si sus funciones cerebrales estuvieran replegándose de una parte de su cuerpo.
Cuando Taverna volvió a la clínica a media mañana, lo encontró acostado en la cama, agarrándose el brazo derecho y tocándolo con curiosidad y cierta desesperación.
–¿Cómo te sentís? –le preguntó.
Pero Gustavo no respondió. Se tocaba el brazo, lo agarraba y lo levantaba sin conseguir que se moviera. Un rato después se puso a golpear la baranda de la cama con la mano izquierda con un ritmo fastidiado, lleno de impotencia.
En un momento, se sentó en la cama y trató de levantarse, pero tenía varias cánulas conectadas, así que Taverna tuvo que ayudarlo a caminar esos dos metros hasta el baño. Cuando entró, se vio en el espejo, se quedó quieto y empezó a tocarse la cara, extrañado. Lo miró a Taverna a través del espejo y después volvió a mirarse.
La comisura derecha de la boca se le había dormido y le daba un rictus de rigidez al lado derecho de su rostro. Su cara ya no era del todo su cara.
Al mediodía una enfermera entró a la habitación con la bandeja del almuerzo. Taverna le dijo que no creía que Gustavo tuviera hambre, pero él le agarró el brazo fuerte dándole a entender que sí. Entonces, Taverna le pidió que la dejara sobre un mueble que había y agarró el control remoto de la cama para levantar el respaldo y que Gustavo quedara sentado. Mientras el respaldo subía, no pudo resistirse y se puso a jugar con los botones, volviéndole a bajar el torso y levantándole las piernas: fue la primera vez en el día que la cara de Gustavo adoptó un gesto parecido a una sonrisa. Finalmente Taverna lo dejó con el respaldo levantado y le acercó la bandeja. Cuando la apoyó sobre la cama, le sorprendió que sin tener todavía un diagnóstico sobre qué le pasaba a Gustavo le dieran un menú común de caldo de verdura, pollo con salsa, ensalada y banana frita.
Después de tomar la sopa muy despacio, Gustavo agarró el tenedor con la mano izquierda y trató de desmechar el pollo, pero sólo logró salpicar las sábanas con la salsa y desparramar la comida. Taverna lo ayudó a cortar y Gustavo comió con la voracidad de siempre. Su amigo pensó que tenía que ser una buena señal. (…)
Esa noche se quedaron Charly Michel y la corista Anita Álvarez de Toledo, una de sus mejores amigas. Taverna regresó al hotel pensando que al día siguiente iban a volver a casa. (…)
La segunda noche en la clínica Gustavo también durmió poco y, a la mañana, cuando las enfermeras entraron a la habitación para controlar su estado, lo encontraron sacudiéndose y agarrándose la cabeza con su brazo izquierdo. Tenía los ojos apretados, como si estuviera sufriendo un dolor insoportable. Taverna llegó a la clínica cuando unos camilleros estaban sacando a Gustavo de la habitación para hacerle una tomografía y lo acompañó. En la sala, ayudó a levantarlo para acomodarlo en la camilla de plástico y le sacó una cadenita con un parlante que tenía en el cuello. Acostado en el tomógrafo, Gustavo se movía dolorido y los enfermeros le pedían: —Gustavo, quédate quieto, por favor, quédate quieto. Como no lograban que se calmara, le pidieron a Taverna que entrara y lo sostuviera.
—Ya está, Gus, ya termina —le dijo Taverna, pero Gustavo siguió moviéndose, hasta que en un momento pareció quedarse dormido. Después lo volvieron a acostar en la camilla y lo empujaron por los pasillos hacia otra sala para hacerle un centellograma. Cada tanto abría los ojos muy despacio y los volvía a cerrar. Cuando llegaron, la camilla no pasaba por la puerta y Taverna tuvo que cargarlo. —Agarrate —le dijo. Mientras lo levantaba, Gustavo tiró su brazo por atrás del hombro de su amigo. Taverna lo sentó en la máquina donde le iban a hacer el estudio. Tenía la mirada perdida y la boca entreabierta. Después del estudio lo volvió a cargar en la camilla, lo tapó con una frazada y los enfermeros lo llevaron al cuarto piso para hacerle otro análisis. Media hora más tarde lo dejaron en la habitación y decidieron avisarle a la familia. Gustavo había sufrido un ACV y su cerebro se había inflamado tanto que estaba haciendo presión contra el cráneo. Tenían que operarlo con urgencia”.
Fuente: Semana.com