1.
José Cárpena, el almirante de La Mar, muestra su barra fría con los pescados del día en sus bufetes abrigados de hielo. Es un lunes al mediodía y arde la pista, la acera, los trazos de la memoria de ese Miraflores manso que fue en el ojo de Julio Ramón Ribeyro, tierra de ranchos y corralones otrora, pegados al rumor ocre de los acantilados, siempre.
Cárpena lo explica todo, las corrientes marinas, las especies de peña, la humedad que trepa desde las escarpas de los barrancos. Y tiene razón, el restaurante es pleno y descansado que dan ganas de discurrir sobre la cocina criolla de mar, de aquellos platos que llevan firma por innovadores, de la carta que se redacta todos los días de acuerdo a la generosidad del océano y que Cárpena explica, para no estar encadenados a ninguna especie y poder dejar descansar algunas en peligro de extinción.
Siempre almuerzo con poetas. Ahí estamos entonces deslumbrados ante el festín inminente. En México dicen como agua para chocolate y en Lima, se nos hace agua la boca. El paladar del limeño es complejo, luego del reposo exige sabores extremos, picantes, limonosos. Después, cierto, el dulzor. Somos una sociedad limonosa, de cítricas pulpas, de ácidas fibras, de agrias sustancias. Luego el picante. De las cinco raíces de ajíes que el Perú aportó a la cacerola universal, me quedo con el rocoto pero ese es mi problema. Así se explica de esa cocina criolla costeña del Perú que suple el fuego con esa dupla limón-ají. Los poetas sabemos que el ardor aconseja un lecho consistente para la diablura. Ese tálamo –litera del gozo manducante— lo asienta el dúo limón-ají. Sobre él, las carnes, de toda laya, tersas, bruñidas o arrebujadas. Digo, de lenguados o pulpos, mejor los dos. Digo, de pejerreyes o cangrejos.
Desde el mediodía la oferta de La Mar se hace excepcional. Previo paseo por la galería de pescados y mariscos que serán homenajeados en la jornada, uno descubre que cada pieza de los frutos marinos tiene ancestro, trapío y genealogía. Esta vez tuvimos la suerte que solo para el episodio limonoso de saque, es decir, para el estadío del supremo Cebiche, el divino nos había previsto de un Jurel pescado en Ancón, de una Cabrilla extraída en Huarmey y de un Lenguado allende las playas de Lambayeque. No pregunté cómo llegaron a La Mar esta vez. Ya estaban ahí, en nuestra mesa, frescos como pétalos de cerezos acariciados por la garúa de los limones, trozos de frescores y humedades, brillantes de espontáneos, lozanos de provocantes. Y no era todo, venía el segundo tratado, el de los Tiraditos. Entonces apareció la Trucha cual emperadora de los lagos andinos y se aceptó el de Pejerreyes de Ancón en ají amarillo más un Tiradito de Langosta coqueta, amén del de Cangrejo en salsa de chupe limeño para rematar con el Tiradito de Conchas de Abanico que parecía un convento de gemidos ad portas al cielo.
2.
El experto Ignacio Medina advertía la otra vez que en los dominios de la alta cocina no siempre lo que se anunciaba en la carta concordaba con lo que aparecía en la mesa. En La Mar creo que hay un efecto al revés. La carta en algunos casos, más que norma oficial, es bosquejo de la imaginación y pretexto de lo imposible. Ya el piloto José Cárpena nos había advertido que ese día se seguiría respetando la filosofía de la casa, es decir, que los periodos de vedas eran sagrados y para no tener productos en la carta que estaban en impedimento o que no estaban en su mejor momento o que simplemente el mar no proveía ese vez, la carta de La Mar era, como diría el recordado maestro Umberto Eco, una ‘Opera aperta’, es decir, una inacabable edificación de un bitácora en perpetua construcción.
Me voy a detener en los cebiches. Alguna vez lo he dicho, que el cebiche es el potaje más complicado de la gastronomía peruana por su sencillez. Y es complejo porque no se cuece –aunque tiene fuego interior–, sé macera, de gozo rotundo. Es entonces tálamo de carnes marinas crudas, blandeadas y empapadas. Y es bandeja de memoria por su fórmula: ácida, picante y dulce. Tiene aroma a sahumerio y esencia a bálsamo. Por ello, es plato del instante, su tiempo es atemporal y solo es de momento eterno.
Con el dómine Gastón Acurio –propietario de La Mar– hemos coincidido que la cocina peruana se fundó en la tierra pero advertíamos que el Cebiche era plato de a bordo. Por eso cuando se lo devora uno siente que no está en transatlántico o yate sino más bien en balsa, barco o chalana. El cebiche es plato de jornada pesquera con cimiento entrañable con el mar. A babor es de pescados de filetes blancos y a estribor de mariscos virulentos de pulpas jurásicas. Comer así un cebiche en estado de gracia, es capítulo de bitácora arraigada. Asociado al limón purificador y cebollas lacrimógenas, produce orgasmos paulatinos. Armonizado con cerveza fría o vino blanco cuasi helado, desencadena en la caverna del paladar una orgía de musas y cancamusas sanas. Sé come de día, democráticamente. Lo prefiero por la noche luego de la lidia amorosa. Insisto, ese es mi problema.
En La Mar manejan el concepto de la cocina proactiva de nuevos paradigmas gerenciales. Entonces surgen las diferencias de juicios en la mesa, como cuando con Juan José Vega o Raúl Vargas o Hugo Neira tratábamos el tema de los orígenes del potaje. El Cebiche es peruano por antigüedad, lo he dicho respecto a otras nacionalidades. Seguro que los comían en Caral por su cercanía al mar. Y están registrados en los huacos moches y de la collera del señor de Sipán, cómo se producían sus alimentos, o sembraban, o cazaban y cómo se comía en el norte del Perú en el origen de los tiempos. Las carnes y tubérculos se hacían al abrigo de las huatias o pachamanca, al vapor, los hervían o los maceraban.
De otro pasaje doy cuenta. De esa vez en el Brujas de Cachiche con César Alcorta, Walter Alva y Fernando Cabieses, culminamos un safari gastronómicos en los pagos del Señor de Sipán. Y cierto, dimos cuenta de un Cebiche de lenguado con ají limo macerado en jugo de tumbo. El tumbo, pariente de las granadillas de Lambayeque, es planta mágica e hizo de limón antes del limón, para aquel cebiche original y añoso de glorias. Y aquí está la diferencia, cuando en La Mar, por ejemplo, nos ofrecen ese Cebiche de cabrilla pescada en Huarmey horas antes, todos los tratados de cocina habría que escribirlos otras vez. Los trozos tienen el brillo diamantado de un objeto fragmentado de piedra preciosa. Filete insolente por tierno, inédito por frío, sereno por tajante. Y las cebollas, una celebración, y los ajíes, un agasajo de ternezas para la embocadura del arrebato. Luego la cerveza y toda la poesía.
3.
En La Mar no solo de Cebiches vive el hombre. Hay un corte teatral con sus respectivos avisos y se ingresa a la estación de los Chicharrones. Es injusto no tenerlos a mi lado, queridos lectores, pero esta vez la casa nos obsequió con el frito de carnes empanadas y que la gente de la mar llama chicharrón. Así aparece el Chicharrón de pez diablo, cierto, especie marinera de carnes blancas que por su facha, cual catálogo del mismo averno, hizo que la feligresía limeña lo excomulgue y no lo consuma ni con Biblia en mano. Es verdad, el cielo es magnífico pero por favor, déjenme a mí con las costas del infierno. Hay ardor y luego, la penitencia. Sigo, e inmediatamente aparece el Chicharrón de calamar, un clásico del carretillismo posmoderno. De aros olímpicos, de cadenas del gusto mayor, de argollas de embocadura sublime.
Finalmente la variante es más que compleja para definir. Una fuente de Chicharrón de hueveras. ¿Hueveras? Sí, el caviar del pobre. Enteras desde las profundidades del pez excesivo, nutridas en hierro que previene la anemia y, compactada del Complejo B que cura definitivamente el mal ojo y el calambre de nervios. Todos los chicharrones, debo advertir, han llegado en el instante preciso del divorcio con el aceite de la paila, a temperatura correcta que le otorga la sinfonía dúctil de los procesos crujientes. Plato con penacho de cebollas y culantros tiernos, más que con langa maliciosa de las gotas de limón y mejor que con efecto escénico que el chorro virginal del óleo del olivo.
Este es el eterno instante culminante de las brasas. En La Mar existe parrilla de reglamento con carbones bienhechores y así aparece el Pulpo entero a la Brasa que se sirve con aquelarre de papitas amarillas, machaquelas con alcaparras, ajo entre los tomatitos y rocoto manifiesto. Viene en fuente magnánima y sin prólogo. Uno no se repone todavía y surge la Chita a la brasa. Chita, sí señor, dícese de la pieza náutica de boato y suntuosidad sencilla. La he probado “A la sal” donde mi tutor Humberto Sato y no me arrepiento. Pero la que está frente a mi mirada libidinosa es otra experiencia. Está soberbia de tersuras y sus lomos blancos es un luau entre su cápsula abigarrada de su estructura. Y estaba tratando de descifrar el enigma de los perpetuos cuando la mesa se ilumino finalmente de estrellas. Había llegado la Langosta a la brasa con salsa de ají amarillo. Aquello fue el lampo, que ha decir de Petronio, sí, el poeta de Nerón, resulto el estruendo callado de los sabores esplendorosos.
4.
Diré que no todo en La Mar es perfecto. Hay veces en que la más estricta planificación fracasa. Recuérdese que son profesionales pero que antes son creadores pertinaces. Eso sí, sobra la generosidad solventada en sus controles de calidad. Gastón Acurio le contaba la otra vez a Pedrito Suárez-Vertiz, que su cadena de restaurantes tenía de competencia empresarial pero también de sensibilidad e inspiración: “Si bien la inspiración se puede entrenar y desarrollar, creo que debe existir una facultada natural como una música que retumbe en tu cuerpo y con la cual se nace”, decía.
He dejado para otro capítulo la impresión que me dejó el probar el apartado Del horno de Leña. Sí, horno de barro como en mi tierra, con leña de guarango y extinguidor. Allí se prepara la Parihuela de cangrejo, el Chupín de tramboyo y el Sudado de pejesapo. Como verán, esa gesta merece reposo y reflexión. Asistimos, quién lo duda, a un festín exuberante, una orgía de frutos de mar, una tragantona de cebiches, chupes, escabeches, arroces y hasta muchames y paellas.
Cierto, los que escribimos sobre gastronomía, dirán que en son pocos pero son. Es que ante la magnitud de la olla nacional deberían sumar más y más. Es terreno ignoto. Es parte del alma peruana sin descubrir. Por ejemplo, la teoría del puñado, la diferencias de fuegos, la esencia del aderezo, la magnitud del ají del Perú, la fiesta de los cítricos. Un aporte de un escritor peruano poco conocido, Ricardo Alcalde Mongrut, “Compadre Guisao”, que fue cronista de firma y estilo, y que quien sería el primero en administrar la noción de que entre la tierra y el mar no hay brecha ni acantilado sino continuidad, proceso, profundidad. Curioso, el único libro de Alcade Mongrut se llamó De la mar y la mesa.
Finalmente diré que para una cocina peruana tan profusa y generosa la literatura es escasa. Igual que un cebiche sin cerveza helada o un escabeche sin vino blanco frío. Escribir de cocina no es solo redactar con esmero de recetas. El reto es hallar las historias que guardan cada plato que es más que una suerte de práctica suprema en la elaboración del concepto. Perdón por el tono personal pero siempre voy repitiendo que escribir es como tocar jazz pero es mejor cuando uno supone que se está cocinando. Y mi aserto se colige en que no hay solución de continuidad con la breve pero rotunda tradición de escritores cocineristas que nos preceden, de Juan de Arona a Adán Felipe Mejía “El Corregidor”, de Manuel Ascencio Segura a Isabel Álvarez, de Ricardo Palma a Gastón Acurio.