La tribu maorí tiene un proverbio con el cual me identifico mucho: “mi idioma es mi despertar, mi idioma es una ventana hacia mi alma”.
El lenguaje es, ciertamente, un rasgo característico e inherente al ser humano, lo único que nos distingue claramente de la especie animal más cercana. Este complejo uso de sonidos guturales articulados de forma sistematizada y comprensible, la posibilidad de llevar un registro de ellos mediante símbolos escritos para poder dejar constancia de nuestro pensamiento en la distancia y el tiempo es lo que ha marcado la enorme distancia entre nosotros y el resto de criaturas en el planeta. La posibilidad de materializar nuestra psique y de canalizar nuestras emociones de forma tal que podamos establecer una conexión con nuestro entorno es, a mi parecer, la muestra más plena de nuestra grandiosidad como especie y quizá la única garantía de nuestra humanidad.
Nuestro lenguaje es, además, el resultado de nuestra interacción con el medio que nos rodea. América, por ejemplo, a pesar de estar unida por un idioma vinculante –el español- tiene, dentro de este lenguaje en común un sinfín de expresiones regionales que nos permiten reconocernos como parte de un territorio en particular. Esto, sin embargo, no exclusividad de nuestro continente. El lenguaje es parte de nuestro proceso evolutivo, se nutre de nuestras experiencias como sociedad, de nuestra vinculación con la geografía y la fauna que nos rodea, con las actividades que realizamos para subsistir, es un código natural que nos ayuda a estrechar lazos con los demás.
El mundo, en su maravillosa diversidad, está construido en la complejidad de las lenguas que lo conforman. Los daneses por ejemplo usan la palabra hyggelig para referirse a la calidez de un momento con amigos muy íntimos o con la familia; litost es una palabra checa que Milan Kundera definía como “el estado de agonía y tormento que produce la visión futura de nuestra propia miseria”; toska, según Nabokov, es una palabra cargada de fuertes matices que recorre desde la angustia espiritual hasta el conflicto mental por alguna aflicción irresoluta.
De todas las palabras que han llegado a mis oídos, hay una que ha calado en mi vida: Awunbuk, una palabra de la tribu Baining, en nueva guinea, que se refiere a la sensación que se produce cuando un grupo de personas que ha visitado tu casa se marcha y dejan un pesado vacío en el hogar.
Los Baining suelen dejar una fuente con agua en la puerta de su casa, porque creen que el awunbuk se produce por una bruma que los visitantes dejan tras de sí para poder viajar ligeros a casa. La tradición dice que hay que echar fuera de casa el agua de esa fuente para que la casa cobre vida nuevamente. He compartido la sensación y claro, ya tengo –al menos de forma personal- una palabra para referirme a esa sensación, ya que “desasosiego” no me resultaba suficiente para expresarla.
Sin embargo, a pesar de la maravillosa complejidad y diversidad comunicacional, el acecho del mundo visual está poniendo en riesgo la capacidad de las personas para expresar sus sentimientos, los emoticones, los memes, están homogeneizando nuestra enorme capacidad de expresión, reduciéndola a una estrecha gama de opciones fácilmente reproducibles en medios informáticos y audiovisuales, pero que en detrimento del idioma, le resta complejidad y dimensión a la independencia de nuestra emotividad. Cierto es que la desesperación, el descontento, la infelicidad, la desesperanza, el abatimiento, la miseria y la melancolía, aunque parezcan sinónimos, son expresiones precisas para definir un estado muy particular en nuestro espíritu.
Se descuelgan de ello la vergüenza, la decepción, el arrepentimiento, la culpa y a veces la consternación, el abandono, el aislamiento, la humillación y el rechazo; expresiones que hemos podido construir a través de siglos y cúmulos de experiencias individuales con las cuales otros han podido identificarse.
En contraparte, nuestra alegría (que, debido a nuestra escasez lingüística siempre confundimos con felicidad) también recorre diversos estados. Así, podemos estar satisfechos o complacidos, triunfantes u orgullosos; encantados, fascinados o cautivados por algo; podemos sentirnos optimistas, entusiastas o esperanzados de acuerdo a la dimensión de nuestros sueños y expectativas; aliviados, extáticos, excitados, estremecidos.
Podemos también sentir admiración por la buenaventura de nuestro prójimo, que debido a nuestra ignorancia y reticencia frente a los logros ajenos, solemos llamar equívocamente envidia sana.
La ventana hacia nuestra alma es poderosa, y mientras más grande sea la capacidad de expresar nuestros sentimientos, más profundo será nuestro autoconocimiento y nuestra comprensión del mundo. Por ende, más cercanos estaremos a alcanzar nuestra plenitud como personas, y nos deslindaremos de la necesidad de encontrar la “felicidad” en emociones externas y costosas que a fin de cuentas son solo remedios temporales para algo más profundo e incomprensible en proporción a la escasez de nuestro léxico.
Un libro es la salvación del espíritu, una alternativa a nuestro mundo, la oportunidad de ser muchos más sin dejar de ser uno mismo. Es también, a mi parecer, el camino más efectivo para avivar nuestro lenguaje. Y hoy más que nunca, en este auge del mundo informático, de la vida rutinaria y mecánica, individualista y solitaria, la lucha por la integridad de nuestro lenguaje debe de convertirse no solo en un compromiso, sino en una lucha generacional.
El idioma, claro está, es un flujo constante, y en definitiva irá sumando y restando palabras de acuerdo al lugar y la época. Sin embargo, hemos de tener cuidado de que en ese ir y venir de expresiones no se terminen perdiendo aquellas que definen nuestra integridad como humanos. No podemos permitir que el tiempo borre de nuestra lengua, por causa de esta fría y monótona sociedad que se nos avecina, aquellas expresiones que por tanto tiempo le dieron forma a nuestra vida y que nos permitieron, de alguna manera, conciliar nuestras diferencia y vivir tiempos más civilizados, siempre atentos y despiertos ante cualquier posibilidad de sometimiento.
Por ardua que parezca, la batalla puede iniciarse noche a noche al pie de la cama de esos hijos que tanto queremos, puede encenderse una gran hoguera con el solo hecho de coger un pequeño libro de la biblioteca y, con un poco de paciencia, producir ese destello en sus pequeñas mentes con un pequeño conjuro cargado de inmortalidad, el mismo que hiciera mi padre en mi niñez, y que en días como este recuerdo con tanta gratitud: “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”