La noche del 24 de junio de 1946, Evaristo –un hombre ciertamente anodino para una gran ciudad como era Lima– acudió a las oficinas de radio Colonial, en jirón Camaná No. 372, para sugestionar el ánimo de los oyentes capitalinos leyendo un cuento sobre las brujas de Huaranguillo: “El sol se escondía en el ocaso, dejando en el cielo su luz como un lago de sangre, mientras las campanas de la iglesia, con la nostalgia de sus notas metálicas, anunciaban la llegada de la oración, que ponía término a la faena del día (…)” –comenzó.
Evaristo frisaba los 44 años y atesoraba en su memoria la antigua tradición arequipeña. No sólo nació en la Ciudad Blanca, probablemente en 1902, donde pasó su niñez junto a sus padres: Julio L. Portugal y Viviana Salinas, hasta los 21 años en que se casó con Victoria Cárdenas. Evaristo Lancho, como lo bautizaron, no sólo tenía condiciones de buen escritor, sino de orador. Entonces, ya radicado en Lima, no imaginó que en la capital haría patria hasta sus últimos días, un 20 de octubre de 1978, que falleció a las 7:30 de la noche en la calle Junín No. 349.
“– ¿Qué cosa es Huaranguillo? /– ¡Ah! ¿qué no sabes? Es un lugar tan mentado desde nuestros tatarabuelos. Allí viven las brujas más finas que ha creado el demonio para tormento de los hombres (…) dizque se transforman durante la noche en diversas clases de animales (…)” –continuó con su narración. En efecto, como ha descrito posteriormente Carlos O. Zeballos (1973), aquellas mujeres se transformaban en paca – pacas o aves de mal agüero. ¡Las brujas son las damas de la noche! Esa creencia es tan antigua como el mito de que los viernes se reúnen cerca del estanque de Huacucharra (quebrada perteneciente a Socabaya) o de que provienen del cerro de Huasacache, donde luego de extrañas iluminaciones –según el relato de Evaristo L. Portugal– se reparten en diferentes direcciones: Socabaya, Yarabamba y una gran cantidad a Sachaca.
“(…) Cuando se encuentran con los transeúntes y éstos huyen atemorizados, les soplan por la espalda el daño; pero si estos tienen carácter más fuerte que las brujas, surge una lucha hasta dominarlas, y muchas veces les ocasionan la muerte, dejando sus cadáveres completamente desnudos (…) –relató con los ojos saltones. Parece que Evaristo –a través de su personaje: doña Paula (que les cuenta esta historia a sus peonas Juana, Inés y María)– ha vivido una de estas macabras historias. Probablemente en su juventud. Eso explicaría la nitidez y el realismo con que cierra su lectura: “– ¡Tengo miedo! Es muy tarde vámonos a descansar. /Se levantaron sobrecogidas de espanto, musitando entre dientes: “Ave-María Purísima, sin pecado concebida”. Que Dios nos ampare a todas”.
La tradición es tan antigua que, para oídos del cultor arequipeño Arturo García Salazar, sus raíces se encuentran en el cerro de Sachaca. Afirma que Sachaca y Huaranguillo, y los demás pueblos tradicionales como Tío, Arancota, eran la cuna, el lugar donde existían las famosas picanterías, una de las cosas que identificaban a una bruja, además de que se trataba de una mujer hermosa que tenía un huarango en su picantería –no sólo para hacer una ramada que dé sombra, sino que era la “pista de aterrizaje” de las brujas, quienes aprendieron a volar, pero no sabían aterrizar–. Aquellas, según sostiene, eran chascosas y se les enredaba el cabello en las espinas del huarango cuando aterrizaban.
Una tarde de octubre, mientras compartíamos un interesante conversatorio organizado por la Municipalidad de Sachaca en el colegio Víctor Núñez Valencia, Arturo contó que en las chicherías se comenzó a formar el mito de las brujas que se establecieron en Arequipa, vendiendo la chicha con elíxires especiales para conquistar a los hombres o embrujarlos. Sostiene, además, que la calle Independencia –también conocida como la calle de los Huarangos– era una zona de picanterías y cuando el viajero Paul Marcoy llegó, durante su visita en el siglo XIX, se rehusó a beber la chicha a raíz de las historias que se contaban. Por lo que una característica que resalta es la vinculación entre el cuento popular y las picanterías.
Las brujas también se bronqueaban entre ellas. Las de Huaranguillo contra las de Sachaca cuando volaban a los arenales para calentarse con los últimos resquicios de luz del sol o con la luna; entonces, celosas, se correteaban a pedradas.
Arturo ha escuchado de que las de Huaranguillo se convierten en chanchitas: “las pescan, las amarran y al día siguiente encuentran a una mujer calata”. Una de esas brujas, según advierte anecdóticamente, fue su abuela. “Mi abuelo se la pescó acá en Huaranguillo, se la llevó pensando que era una chanchita y había sido mi abuela, Hermelinda Begazo, la bruja de Huaranguillo, que tenía su picantería”. La historia se vuelve más interesante cuando cuenta que otra de sus abuelas, le decían: “¡Vieja bruja!”; y ella preguntaba molesta: “¿Por qué me decís bruja?”. “¡Por lo colorada!” –respondían.
Hermilio Valdizán.
Aquellos relatos hacen de las localidades, pagos o caseríos un espacio enigmático, donde no sólo confluye el paisaje natural y cultural, que en su momento ha detallado Evaristo, sino el sentido espiritual de sus habitantes con sus rezos, intenciones y creencias. Las llamadas “Brujas de Huaranguillo” son una tradición viva en Sachaca y permite identificar a una población especialmente mística. ¿Y existen? ¿De verdad existen en Arequipa? Pues para algunos cientificistas como Hermilio Valdizán y Ángel Maldonado (1922), sí. Ambos, basándose en los apuntes de Edmundo Escomel, dijeron que la brujas eran de edad madura, el ceño fruncido, de mirada penetrante, atrevida, abusiva, aguilánica con la gente que hacen su presa, y que, en efecto, su gabinete estaba instalado en las chicherías o picanterías.
Pedro José Rada y Gamio (1950) también registró algunas de estas anécdotas como la creencia de que las “brujas malditas” se convertían en gallinas, lechuzas o aves siniestras, que posaban en tejados, molles o en las cuevas de los cerros, con preferencia en Huaranguillo y Huacucharra. Mientras que Víctor Andrés Belaúnde (1967) sostiene que aquellas abundaban en las acequias del acantilado de Chilina. Estas historias son tan interesantes que hasta el mismo Francisco Mostajo detalló algunas descripciones místicas. A propósito, en un apunte de los años 50, en Perú Indígena, se mencionó que aquellas desprenden sus cabezas del cuerpo y vuelan los martes y viernes. ¿Cómo es posible? Frotando el cuello con una vela de sebo.
Quizás los muñecos atravesados con largas espinas de cactus o alfileres, las ollas con sapos, los almanaques de Bristol o el popular “daño” con que afectan a las personas, aún se ocultan en los suburbios más insospechados de nuestra ciudad y sus principales distritos que están experimentando profundos cambios urbanísticos y socioculturales. Arequipa, entre los siglos XIX y XX, parece haber sido cuna de la brujería peruana, como son considerados los departamentos de Loreto y Amazonas, así se desprende de un boletín del Ministerio de Fomento de 1917. Por supuesto, brujas hay en todas partes, pero ninguna como las de Huaranguillo.
(Estando yo en un pueblito, por las alturas de Lima, y sin Internet, se murió mi amigo Jorge Acuña, el mimo más grande que tuvimos en la década del 70 en el Perú. Se nos fue a la edad de 94 años. Las redes sociales se llenaron de nostalgia al informar de este desenlace. Y pensar que Jorge era un tipazo fuera de serie. Hace cuatro años yo publiqué en mi muro una semblanza de dos amigos: el poeta Reynaldo Naranjo y el mimo Jorge Acuña, con quienes aparezco en una fotografía de esas que nos tomamos, casi siempre, con el corazón. Muerto Naranjo, hace unos años, y ahora Acuña, hace unos días, deseo compartir este texto a modo de homenaje a ambos y a esas épocas doradas que nos tocó vivir)
I
Debió ser en la Casa de la Literatura, al costado de Palacio de Gobierno, cuando algún amigo nos tomó esta fotografía. No recuerdo, exactamente, el año. Aquí estoy junto al poeta y periodista Reynaldo Naranjo y el actor peruano, mimo y promotor del teatro de la calle, Jorge Acuña (al centro y de pelo cano). Él debe estar cumpliendo, ahora, 91 años, en Suecia, donde radica, mientras que Naranjo nos dejó cuando tenía 84, hace dos años, al ser atropellado por un camión, cuando cruzaba, una mañana, la avenida Benavides, en Miraflores. Con ambos alterné en situaciones distintas de mi vida. Al poeta lo recuerdo con la sonrisa y picardía criolla, permanentes. Fue uno de los mejores tituleros que tenía el periodismo de los 70. Convivieron en él la creatividad del poeta social, con la neurosis de los cierres de edición en las salas de redacción de diarios y revistas, en los cuales trabajó como periodista. Cuando coincidíamos en el bar Palermo de la Av. Colmena, yo recitaba este poema, escrito en 1968: (A un edificio en construcción) “Obreros y cemento/ curiosos e ingenieros/ ingresan a la gran mezcladora// Mientras el ruido gira/ va naciendo el gigante/ hijo robusto/ que ha de crecer/ hasta el veintavo piso// Danza de músculos/ de cerebros y días// Nos pararemos/ en el piso más alto/ tal los conquistadores/ de las altas montañas// Alzaremos los brazos/ para tocar el cielo/ y el flamante ascensor,/ como nave dorada,/ nos dejará en la tierra/ con las manos vacías// Vendrá la burocracia// Gerentes, policías,/ padrinos y ahijados// Contratarán porteros/ y nos serán cerradas/ las puertas que pusimos” Luego de un reverencial silencio, yo preguntaba, ¿recuerdas quién escribió este tremendo poema? Y él, soltando esa carcajada que llegaba hasta la Casona de San Marcos, decía, creo que fue un tal Reynaldo Naranjo. Y yo gritaba: ¡respuesta correcta! Junto a César Calvo, Javier Heraud, Arturo Corcuera, Mario Razzeto fue una las figuras representativas de la denominada generación del sesenta. Naranjo, Calvo y el poeta uruguayo Alfredo Zitarrosa fundaron, en algún momento, la Casa de la Poesía, en el distrito de Barranco. Luego, grabaría con Calvo y el músico Carlos Hayre, el disco Poemas y Canciones, que los muchachos de entonces, escuchábamos en el LP que circulaba de mano en mano, prestadito nomás.
II
Jorge Acuña es un tipazo, un actor de primera, un mimo que empezaba su función, al aire libre, en la plaza San Martín, a las tres de la tarde. Lo hacía colocando, primero, un letrerito sobre cartón y escrito a plumón que decía: «Todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él” (César Vallejo). Luego, procedía, lentamente, a maquillarse la cara, mientras los curiosos se iban aglomerando, formando un semicírculo que él había trazado, previamente, con tiza, muy cerca del monumento al libertador San Martín. Las tardes, si eran de invierno, empezaban a calentarse a medida que la gente, mayormente de rostro cobrizo, empezaba a compactarse codo a codo, hombro a hombre, uno detrás de otro, hasta que empezaba la función. El mimo iniciaba su trabajo con una explicación sobre el teatro, señalando la función del artista en un país pobre como el nuestro, la necesidad de que el buen arte debería salir a las calles a buscar al pueblo, lejos de esperar en salas pequeñas y selectivas, sólo al alcance de quienes podían pagar una entrada y en este chamullo, que la gente escuchaba en silencio, el actor terminaba citando a Vallejo, a Mariátegui, también al Che Guevara, a Marx y a un largo etcétera marxista, maoísta, pensamiento Mao Tze Tung. Y sus amigos, que no éramos pocos, nos arrancábamos con unos aplausos, seguidos por un público que por casualidad pasaba, esa hora de la tarde, por la plaza San Martín. Ya en el “tempo” exacto del buen arte, Acuña se arrancaba con su lenguaje corporal moviendo manos, brazos y piernas, o abriendo los ojos, lo más que podía, o cerrándolos, si sus historias tenían que ver con trepar las paredes, abrir las puertas, cocinar una sopita, asombrarse de algo o soportar el terror de una mala noticia, en fin. El público reía a rabiar, comentaba en voz alta, aquello que el mimo los iba describiendo, en silencio, sólo con el movimiento de su cuerpo. Dos horas más tarde, el público seguía aplaudiendo y él decía que al artista no había que explotarlo, porque era un trabajador como cualquiera y tenía derecho a ser recompensado. Aclaraba que esa recompensa sería voluntaria y gracias por su apoyo, compañeros. Es cuando sus ganchos, o sea, nosotros, le ayudábamos a pasar el sombrero entre el público que iba soltando un sol, dos soles, una china, a veces un caramelo, como después descubriríamos al hacer el recuento en el bar Palermo, a eso de las seis de la tarde, cuando, en una mesa, hacia el extremo del bar, nos instalábamos para acompañarlo hasta pasada la medianoche. Él formaba montoncitos de diez soles cada uno y cuando ya no había nada que contar, Acuña, separaba la mitad de lo que había en la mesa, lo guardaba en un bolsillo y decía que el resto sería para disfrutar la noche y así era. Ahora que ya no estará con nosotros, me viene la nostalgia. Fue un tipazo.
El jueves 24 pasado se conoció el fallecimiento del Hércules de Bellas Artes. Rodolfo Muñoz trabajó por más de 60 años en la Escuela Nacional de Bellas Artes del Perú, su trabajo era despojarse de su ropa para que los alumnos de la ENSABAP lo inmortalicen con sus primeros trazos.
En el reciente podcast de Lima Gris, Edwin Cavello y Luis Felipe Alpaca recordaron lo entrañable del querido personaje que fue pintado por maestros como Humareda, Szyszlo, Tilsa, Tola, Ángel y Gerardo Chávez, entre otros.
El Perú ha perdido una de sus almas más silenciosas. Jorge Acuña, el emblemático mimo peruano que durante varios años convirtió la Plaza San Martín en un escenario de poesía muda, falleció recientemente, según confirmó su familia. Tenía el don raro de decir mucho sin palabras, de conmover sin un solo sonido. Hoy, el eco de sus gestos queda flotando en el aire como un susurro entre adoquines y palomas.
Acuña fue más que un artista callejero; fue un testigo del tiempo. A finales de los años sesenta, cuando el país se debatía entre la incertidumbre política y la efervescencia cultural, él apareció como un oasis de belleza en medio del caos. Su rostro pintado de blanco y sus movimientos precisos eran una forma de resistencia, una poesía viviente que se ofrecía gratuitamente a todo transeúnte que supiera detenerse a mirar.
“Ser mimo no es disfrazarse, es desnudarse”, dijo alguna vez en una entrevista para Lima Gris. Esa frase —que hoy resuena con una fuerza mayor— resume la filosofía de vida de Acuña: el arte no como espectáculo sino como verdad desnuda, como entrega absoluta. En esa misma entrevista, también confesó: “La calle me enseñó a ser humilde, pero también me hizo fuerte. No hay escenario más honesto que el pavimento”.
Jorge Acuña dedicó más de cuatro décadas a su arte. Viajó, enseñó, formó discípulos en talleres y escuelas independientes, pero nunca se desligó de la calle, su primer amor y su escuela más sincera. “Podría estar en un teatro con luces y telón, pero prefiero el aplauso de una niña que me mira desde la vereda”, dijo con una sonrisa tímida, sin quitarse el maquillaje.
Sus personajes —el anciano que lucha contra el viento, el niño que juega con una mariposa invisible, el obrero cansado que carga el peso del mundo— no eran simples pantomimas. Eran espejos de un país que muchas veces no se detiene a mirarse. Y él, sin pedir nada a cambio, ofrecía esos reflejos todos los días, bajo el sol o bajo la llovizna limeña.
La noticia de su muerte ha conmovido a quienes lo conocieron y a quienes alguna vez se detuvieron, siquiera por un instante, a contemplar su arte. No hay grandes homenajes, no hay titulares ruidosos. Pero en la Plaza San Martín, donde tantas veces detuvo el tiempo con un gesto, alguien ha dejado una flor. Y eso basta.
Porque Jorge Acuña no ha muerto del todo. Vive en cada silencio que conmueve, en cada gesto que dice más que las palabras, en cada niño que se detiene a mirar a un artista callejero con los ojos bien abiertos.
César Gutiérrez es ampliamente reconocido como uno de los más destacados periodistas culturales del país, pero también —y quizás con mayor intensidad— como un escritor de singular talento que, durante años, ha mantenido un silencio tan enigmático como elocuente. Gutiérrez Rivas no es un autor cualquiera: en 2008 dejó una marca indeleble en la literatura peruana con la publicación de Bombardero, una obra que reveló su formidable capacidad narrativa y lo consagró como una de las voces más potentes y originales de su generación.
Con su libro Bombardero, César Gutiérrez irrumpió en la literatura peruana con una prosa que desafía las convenciones, un torrente verbal tan desbordante como preciso, que evoca y provoca vértigo narrativo.
En una reciente entrevista para el podcast de Lima Gris, conversamos con César Gutiérrez sobre su silencio literario, Mario Vargas Llosa y el periodismo cultural. El autor de Bombardero no se calla nada. Aquí la entrevista completa.
Recuerdo el día que lo conocí con la nitidez propia de mis veinte años. En ese entonces, presidía el Centro de Estudios Históricos para el Desarrollo Social (CEHDES) “Guillermo Galdós Rodríguez”, que organizó una única actividad: el Primer Congreso Regional de Historia del Arte Popular en la Alianza Francesa de Arequipa.
Durante la organización del evento, y motivado por razones familiares, propuse la participación del doctor Xavier Bacacorzo como ponente magistral. Una noche, lo visité en la Facultad de Filosofía y Humanidades, donde dictaba cátedra. Me acerqué con la ingenuidad de un universitario, mencionando que había sido profesor de mi padre y tras una breve conversación evocando ese recuerdo, respondió a la invitación con una serie de quejas sobre el funcionamiento de la Universidad de San Agustín, cuyo letargo, como lo viví después, ha generado impotencia y frustración en más de uno.
Recuerdo la expresión de decepción en su mirada cuando me dijo: “Participaré cuando estemos en la Católica con doble C”, dando a entender que el evento lo organizaba San Agustín y prefería no asistir. No quise ser cargoso; porque insistir o explicarle ―pensé―, lo impacientaba aún más.
Siempre lo vi y leí con admiración, y quizás por eso, a lo largo de estos catorce años, mi sentimiento de reconocimiento hacia su obra se mantuvo intacto. Su legado no solo se refleja en cerca de una decena de títulos, sino también en una actividad cultural impresionante, especialmente a mediados del siglo XX, y en una valiosa contribución periodística como columnista en diversos medios, entre ellos Arequipa Al Día. Este sentimiento persiste en mí, a pesar de los encuentros y desencuentros que vivimos, tan propios de los intelectuales, artistas y literatos.
Xavier Bacacorzo no era cortesano; no esperaba caer bien ni mal. Comunicaba lo que pensaba, lo que había leído o lo que intuía a través de los astros y sus conexiones espirituales, aunque a veces no lo hacía de la mejor manera.
Un día lo encontré caminando por el Portal de Flores, con una visible cojera que, sin embargo, no le impedía recorrer largos tramos del Centro Histórico. Me acerqué a él, mencionando mi nombre, pero al alzar la mirada, con sus ojos esquivos, no respondió a mi saludo. Esta vez, porfiado, insistí un par de veces, y cerca del quiosco de periódicos en la intersección con la calle Mercaderes, le dije:
—Soy el autor del libro del 50… La lucha del pueblo arequipeño (…).
Con eso, arranqué de sus labios una respuesta.
—Por cierto —dijo—, muy mal escrito.
Yo sonreí y, sin perder el ánimo, le pregunté las razones por las que pensaba eso. Entonces, señalándome el McDonald’s, me dijo:
—¿Tienes tiempo?… Vamos por un café.
Conversamos mucho. Le conté que su hermano Jorge había dado por muerto a un niño en un poema. Le mencioné que había leído sus artículos sobre el movimiento popular de junio de 1950 y que incluso había empleado su división cronológica en mi libro. Creo que también se lo entregué ese día.
Hablamos de poesía, de un poemario que estaba por publicar. Corrigió algunos versos de mi poema Noctámbulo. También conversamos sobre mi tío abuelo, Pedro Luis González, de quien —según me contó— había sido jurado de tesis y quiso sorprenderlo con un trabajo voluminoso (con un “sillar”).
En medio de todo, me preguntó por mi signo zodiacal, entre otras cosas. Luego, avanzamos hasta una fotocopiadora, donde hizo copiar algunos de sus artículos, uno sobre la visita de Pablo Neruda a Arequipa —a quien había recibido personalmente—, y otra a color de una pintura en honor a Francisco Mostajo, a quien retrató en vida.
Antes de despedirse, me dijo:
—Serás mi discípulo.
Yo, que no creía mucho en esas cosas, porque no son de mi tiempo, solo sonreí y le respondí:
—Doctor, creo que cada quien hace su propio camino, pero es un honor escucharlo.
Me lo encontré incontables veces en el Panorámico, en Mercaderes y en San Francisco. A veces, acompañado de su esposa, María Esther Basurco. En una de esas ocasiones, nos detuvimos a conversar sobre Mariano Melgar. Unos estudiantes de antropología lo habían invitado a dar una charla sobre el vate arequipeño.
Me preguntó:
—¿Irás?
—No puedo, doctor, porque en las mañanas enseño en un colegio. Allá… en Mariano Melgar —respondí.
Luego, me preguntó qué tema me gustaría que tratara, y yo le dije:
—Quizás sobre la naturaleza fenotípica o étnica de Melgar, recordando los dibujos que lo representan como un europeo y aquellos que lo muestran como un hombre mestizo con rasgos predominantemente andinos.
La ocasión más difícil ocurrió un atardecer en Mercaderes, a la altura de una sede de la Librería San Francisco. Me acerqué para saludarlo, pero cuando escuchó mi nombre, visiblemente molesto, me dijo que no quería saber nada de mí. Me dejó consternado.
Resulta que unos amigos suyos, abogados, le dijeron que yo había escrito un libro sobre Melgar, cosa que nunca ocurrió, y que, además, no citaba su trabajo. Entonces, traté de aclararle la situación, y creo que logré demostrarle que lo único que había escrito sobre Melgar era un artículo que aparece en mi obra sobre el Cementerio de la Apacheta, y que, aunque no tenía su libro, sí lo citaba. Le expliqué que cómo no lo iba a citar si alguna vez nos habíamos encontrado y conversado al respecto.
—¡Evento al que no asististe! —me dijo.
Y yo le respondí:
—Estaba trabajando, doctor, como le mencioné en aquella ocasión.
Se tranquilizó. Sin embargo, debo confesar que en ese momento experimenté desconcierto. Preocupado por su edad y por el impacto que mi acercamiento pudo haber tenido, decidí alejarme.
Años después, en 2018, organizamos un homenaje a Carlos Meneses Cornejo, con la publicación de un libro sobre su vida y un opúsculo de saludos. Sabiendo que María Esther había publicado en Arequipa Al Día (que dirigió don Carlitos), la invité a escribir unas palabras de homenaje. Grata fue mi sorpresa cuando respondió, además, con un segundo texto suscrito por los hermanos Gustavo y Xavier Bacacorzo. ¡Genial! Y aún más grato fue que asistiera al evento, realizado en la Biblioteca Mario Vargas Llosa, espacio vinculado a un novelista del que discrepó y renegó en más de una ocasión. En medio de la incertidumbre que domina los sentidos, me acerqué y el doctor me saludó con familiaridad. Le dije: «¿Y usted cuándo se deja hacer un homenaje?», mientras me mostraba, de un cartapacio que llevaba en las manos, una serie de artículos y algunas biografías de él, pues su trayectoria aparece en diccionarios locales y nacionales.
Lo más inolvidable aún fue el abrazo que se dieron con Eusebio Quiroz, con quien habían tenido una serie de polémicas académicas sobre temas como la Guerra del Pacífico o la llamada “Revolución del 50”. Ambos se preguntaron cómo estaban y se desearon lo mejor.
Luego llegó la pandemia, y no volví a verlo. Supe de él por los correos electrónicos que compartimos con su esposa, cuando lo invité a participar en el libro Voces de la poesía peruana (Parihuana, 2021).
En ciertos libros, he leído que nació en 1931. En mi antología aparece el año que consulté en registros oficiales, 1930. Sin embargo, en una de nuestras comunicaciones, María Esther me comentó que fue en 1932. Todo en él siempre fue un misterio, lo que lo convierte en un intelectual único, sin igual.
Xavier fue un personaje excepcional por múltiples razones; pero era, en esencia, hombre; un hombre de letras, y ser un hombre de letras implica profundas lecturas, inolvidables diálogos, polémicas, reflexiones humanísticas, aciertos y desaciertos. Por eso, resulta más sencillo comprender al hombre que fue, al que hoy recordamos, porque la congoja y el pesar que acompañan el ocaso de la existencia, nos permiten entender de mejor manera el orden de las cosas, asimilar los recuerdos con reconciliación y valorar esos buenos momentos, apreciando cada circunstancia de aprendizaje, cercanía y alejamiento en nuestras vidas. Xavier fue uno de los personajes de la vieja escuela, cuya obra es clave para comprender los procesos históricos-literarios del siglo XX y una época crucial en nuestra ciudad.
Álvaro Vargas Llosa: su pareja lo deja, la ex contraataca y Bayly opina
Un dolor de muelas en el corazón. Así es la vida amorosa de Álvaro, quien ha tenido que vivir un duelo doble, primero por la muerte de su padre nuestro premio Nobel, y después la ruptura relámpago de su pareja de origen libanés. Aquí los pormenores.
¿Cuándo se jodió Álvaro? Quizás fue en este 2025 cuando su romance terminó de manera inesperada. O tal vez en 2021 cuando dejó atrás la solidez de un matrimonio de casi treinta años por la aventura de rejuvenecer con una nueva pareja. Sea que Álvaro esté mirando la Gran Vía de Madrid o desde la Diagonal de Barcelona, es muy seguro que ve al mundo desde donde esté como la Avenida Tacna, sin amor.
Nada se va, Nada se fue
En una carta publicada en el diario El País, el conferencista reveló que su pareja lo abandonó en el momento más difícil de su vida. Según relató, mientras él lidiaba con el dolor de la muerte de Su padre, Mario Vargas Llosa, Nada regresó a su país natal sin ofrecerle ninguna explicación, poniendo fin a su relación de cuatro años.
“Pues te cuento, ya que el diálogo continúa, que, como todos los dramas, el tuyo tiene un toque tragicómico: mientras tú agonizabas, morías y se iniciaba mi duelo, mi pareja… regresó a su país para siempre sin que medie una conversación de despedida”, escribió Álvaro en una carta abierta en El País, titulada “Elogio fúnebre de mi padre”. El ensayista de 59 años no solo rinde homenaje al legado intelectual y humano de Mario Vargas Llosa, sino que también comparte con los lectores el doloroso momento personal que le tocó vivir paralelamente al duelo familiar. En el texto, da entender que Nada se fue sin ofrecer una despedida o una explicación clara.
De inmediato como si fuesen las mismas Erinnias de Esquilo, aparecieron como glosistas de la carta su ex mujer y su ex amigo (¿?).
La ex esposa contraataca
Con garbo y elegancia, Susana la ex de Álvaro, lanzó un tweet que hace volar la imaginación de los internautas:
«Dos palabras: Efímero: pasajero, de corta duración y Mentecata: tonto, fatuo, falto de juicio, privado de razón. A buen entendedor, pocas palabras»
Álvaro Vargas Llosa y Susana Abad.
No solo eso, la ex esposa de Álvaro Vargas Llosa reconfiguró su biografía en Instagram, llamando la atención de los usuarios en lo que obviamente es una clara indirecta hacia su exesposo: “El mundo es redondo y da muchas vueltas”.
Además, compartió una serie de imágenes acompañadas de frases reflexivas, como “Confía en la intuición, te avisa antes que la razón”, “Que la sed no te haga beber del vaso equivocado” y “Cada uno da lo que tiene en su corazón”.
Álvaro Vargas Llosa y Susana Abad se casaron en 1992 y, fruto de su romance, nacieron tres de sus hijos: Julio, Leandro y Aitana. Sin embargo, después de dos décadas de matrimonio, la pareja decidió separarse en 2021, sorprendiendo al público. La noticia se dio a conocer de manera insólita y poco convencional: Susana, en lugar de hacer un comunicado o de hablar con la prensa, cambió su biografía en Twitter, afirmando que estaba en “proceso de divorcio”.
Como si no hubiera quedado suficientemente claro que su relación con Álvaro Vargas Llosa había llegado a su fin, Susana Abad compartió un mensaje revelador: “Una vez le dijeron: eres muy bella para estar sola. Ella respondió: Nada de eso, soy demasiado maravillosa para estar con cualquiera”. A lo que añadió: “Pues eso”, subrayando de manera definitiva que no había marcha atrás en su decisión.
Una vez consumado el divorcio, no pasó ni un mes para que el hijo mayor de Mario Vargas Llosa presentara públicamente a su nueva pareja: Nada Chedid, una traductora libanesa a quien conoció en 2006 y con la que retomó contacto en 2020, justamente cuando aún estaba casado con la madre de sus hijos. En ese momento, comenzaron a circular rumores que sugerían que la relación con Nada había sido un factor decisivo en la disolución definitiva de su matrimonio.
Nada Chedid y Álvaro Vargas Llosa.
Y para colmo Bayly
Para el periodista, la revelación de Álvaro resulta inoportuna, y es que no fue el momento para dar un anuncio como este por lo que lo calificó de ‘desatinado’.
“Es una carta preciosa, un texto muy bien escrito y seguramente muy bien leído. Pero, ¿tenía que revelar Álvaro, al final de esta carta de despedida a su padre, que su novia lo había despedido? Yo creo que fue un paso en falso. Creo que fue un anuncio desatinado, inoportuno en esa circunstancia”. Y luego agregó: “Álvaro no debió contar algo tan íntimo, tan personal, en los funerales de su padre. Y es evidente, para mí, que si ya lo había contado y luego tomaba la decisión de publicar el discurso en el diario El País de España, pudo haber suprimido esas tres líneas quejumbrosas. Me parece un paso en falso”.
Día Internacional del Libro 2025: en promedio, menos de dos libros al año lee un peruano
Este 23 de abril se celebrará importante fecha en distintos países del orbe y en comparación con otros países de la región estamos muy por debajo en lectura.
Uno de los inventos más grande de la humanidad no requiere de electricidad, ni de modernas tabletas, y tampoco del pago de una suscripción, solo sostener en sus manos aquellas hojas que conforman una historia fascinante, misteriosa, reveladora o sumamente intrigante.
Cada libro es una historia diferente, puede que el tema sea el mismo, pero la manera y estilo de escribirlo, y sobre todo de imaginar cómo se desarrolla la trama, hace que ninguno de ellos sea idéntico. También influye la etapa en que lo leamos, ya sea de muy jóvenes, ya adultos o en nuestros años otoñales.
En épocas de inteligencias artificiales, mega computadoras, plataformas que encadenan a las personas a deslizar su dedo de abajo hacia arriba, los libros han quedado relegados en algún rincón de la casa. Ya pocas personas se toman el tiempo de ‘desconectarse’ de la vorágine del mundo entrampado a un enchufe y una conexión a internet; podría calificarse como ‘rara avis’ a aquellas personas (hombres, mujeres o niños) que están en la calle concentrados en algún capítulo de su novela favorita.
A propósito del Día Internacional del Libro a celebrarse este miércoles 25 de abril, cabe recordar que menos del 50 % de peruanos ha leído un libro, según la Encuesta Nacional de Lectura (ENL) realizada en el año 2022, teniendo como universo de encuestados a personas entre los 18 y 64 años.
En estricto, de acuerdo a las cifras arrojadas por la ENL, el peruano en promedio lee 1.9 libros al año, cifra sumamente baja a comparación de otros países en la región. Por ejemplo, en Argentina sus ciudadanos leen 6.4 libros año, de acuerdo a la Cámara Argentina del Libro. En tanto, en Brasil se lee 4.7 libros. Nuestro vecino país de Chile lee en promedio 3.9 libros al año, de acuerdo a data recabada por la Biblioteca Nacional de Chile.
Nuevas generaciones optan por los contenidos digitales. Foto: Gobierno del Perú.
Factores del bajo nivel de lectura en el Perú
Una crítica que se tiene que realizar a todos los padres de familia es el no acostumbrar a sus hijos a coger un libro en su tiempo libre, optando por entregarles un celular para su distracción lo que hace que a la larga se pierda el hábito de la lectura de manera voluntaria.
Otro de los factores es la aparición de distintos medios digitales. Los peruanos se han ‘mal acostumbrado’ a leer solo las portadas y un poco de texto, desechando cualquier otro tipo de información más detallada.
Y cómo no soslayar el hecho de los altos precios de algunos libros, espantando a muchos ciudadanos de querer adquirirlos. Cabe recordar que nuestro país es mayoritariamente informal y acceder a un libro, ganando solamente el sueldo mínimo, puede representar un gasto considerable en la economía de una persona.
Mariana Enríquez: «El Papa era el poderoso más compasivo»
«Una cosa que sí me enseñó Francisco fue a bajar diez cambios con el anticlericalismo» la escritora argentina Mariana Enríquez se despide del Papa Francisco en sus redes con un mensaje de una agnóstica que deja de lado el orgullo y reconoce que hay puntos de encuentro y aceptación en las discrepancias que el magisterio de Francisco dejó. Tal vez aquí empieza el milagro.
Recientemente vimos un post en la cuenta de la escritora argentina Mariana Enríquez que no pudo dejar de sentir la muerte de Francisco como algo propio:
«Una vez, o dos, lo vi cuando era arzobispo de Buenos Aires en el subte E yendo para la villa. No me caía bien entonces: Jorge Bergoglio tuvo posiciones cuestionables. Cuando lo anunciaron como Papa me asusté. Con los años no me hice más ni menos católica, pero si me di cuenta de que se convirtió en un enorme líder y un buen pastor para sus fieles. Gente que jamás hubiese imaginado que podría siquiera respetar a un Papa le tenía afecto. Me incluyo. Solo conozco las acciones más visibles de su pontificado, porque no me pasé estos años prestando atención: no soy religiosa. Pero me da mucha pena su muerte y me da orgullo que haya sido alguien como Francisco el primer papa de América Latina. Se que estaba en contra de muchas cosas que me parecen elementales, pero está bien, no le pido a la Iglesia que vaya en contra de su doctrina, es un capricho eso. Sí me acuerdo que su primera misa fuera de Roma fue en Lampedusa y habló de los migrantes, una situación que sigue igual y que permanece bastante afuera de la conversación pública. Una vez, en Roma, en una heladería, se dieron cuenta de mi acento, gritaron «como el Santo Padre» y me regalaron un gelatto BENDECIDO. ¿Qué es esa pavada de ahora, de que hay que hablar del muerto y no de uno? ¿Cómo se hace eso? Esas son las necrológicas y las hacen los profesionales. Habrá muchos, espero, que puedan escribir sobre Francisco y dimensionar su figura. Lo normal es recordar lo personal, qué más vamos a hacer, y más aún en la despedida de un gran hombre. Me alegra por él y por los creyentes que haya podido dar la bendición de Pascua en la Plaza. Una cosa que si me enseñó Francisco fue a bajar diez cambios con el anticlericalismo y ser tolerante con los demás, con su fe y sus contradicciones. Los agnósticos somos muy arrogantes y nos creemos por encima del barro humano, a veces. Esta foto del Vaticano en la pandemia es mi favorita. Y ahora CONCLAVE: que DÍAS por delante. Espero que sea mejor que esa película horrenda que le gustó a todo el mundo. Un gran abrazo a mis amigos católicos y a todos los que sentimos que el Papa era el poderoso más compasivo y con más criterio de este Occidente».