La vida de Enrique Congrains fácilmente podría ser la historia desaforada de un hombre que hizo de su vida una novela compleja y exagerada. Como impulsado por un misterio poderoso y sin límites, en 1954, a la edad de 22 años publicó un conjunto de cuatro cuentos bajo el título de Lima, hora cero, y al año siguiente, profundizando aún más en la problemática social, publicó Kikuyo.
Con el mismo desenfreno y fervor colaboró en revistas literarias tales como “Ya” y “Pan” de marcada tendencia izquierdista. Disconforme con su realidad, se sumergió en una intensa actividad política; este apasionamiento lo llevó a formar parte de las líneas trotskistas. Tan ciega fue su pasión por el devenir de la nueva ideología que, una tarde de invierno, se vio involucrado en un asalto, con pistola en mano, a una agencia bancaria. El argumento fue simple e irrefutable: la guerrilla necesitaba fondos para imponerse a su nueva realidad. Sin embargo, su desproporcionado accionar tuvo consecuencias inmediatas, y como no podía ser de otra manera, fue a dar con sus huesos en la carceleta de palacio de justicia.La osadía le costó tres meses de encierro.
Para cumplir su cometido y analizando el terreno hostil de los años 50, en esa Lima convulsionada, no se quedó solo con la tinta y la pluma. Tal empresa requería de una editorial y como en esos años ninguna de las editoriales que apenas se podían contar con los dedos de la mano, avalaría su locura, creó su propia editorial. Fue así como bajo su humilde pero propio sello, publicó sus primeros libros.
No era raro encontrarlo entonces por las calles, paquete en mano, promocionando, cual vendedor de feria, sus propios textos. Mario Vargas Llosa dice que se presentaba así “Cómpreme este libro, del que soy autor. Pase un rato divertido y ayude a la literatura peruana”. Obviamente, con tal argumento, la gente no tenía más salida que ponerse la mano al pecho.
Con la misma intensidad de siempre pero esta vez ya establecido en Argentina, publica No una sino muchas muertes (1957),novela que fue llevada al cine en 1983 con el título de “Maruja en el infierno”, dirigida por Francisco Lombardi con el guión del poeta José Watanabe.
Tras la publicación de este libro y en lo mejor de su producción literaria, Congrains, abandona la literatura. Como si fuera poco, en 1963 se aleja del Perú por tiempo indefinido. Desde ese momento se volvió un trotamundos, y de Argentina pasa a Venezuela, Chile, México, Cuba y Colombia.
Su espíritu emprendedor lo llevó de inventor de jabones en Lima a promotor de concursos de lectura veloz en Venezuela, creando proyectos inverosímiles como el ajedrez de tubo, el arte de la microonda, escribiendo recetarios de cocina peruana o de medicina natural. Como impulsor cultural se vio tentado a crear una gran editorial, cuya infraestructura traspasaría fronteras. Como editor batió récords inimaginables entonces, vendiendo más de 250,000 ejemplares de sus ya famosas colecciones biográficas de científicos. Junto a un grupo de amigos se vio tentado a crear el “Multidic” un diccionario de diccionarios (compuso 108 diccionarios especializados); sin embargo, este proyecto se echó a perder por la aparición inesperada de un hombre que llegó a nuestra edad de piedra con un invento fabuloso: “Encarta” (ese hombre era Bill Gates). Enrique Congrains y sus amigos tuvieron que dar un paso al costado e ir en busca de otras locuras.
Tales hazañas no resultaban de simples quimeras sino que requerían de una fuerte inversión, y para admiración de muchos incrédulos, no solo había gente sino también instituciones que aprobaban sus osados proyectos prestándole dinero.
Tuvo ideas que, tras su aplicación, resultaron todo un éxito. De la noche a la mañana, la fortuna parecía sonreírle, pero en la mayoría de los casos todas “sus locuras” resultaban en fracaso. Las consecuencias eran obvias, el dinero parecía hacerse humo entre sus manos, la bancarrota era un estado de ánimo habitual, y así, perseguido por la pesadilla de las deudas, muchas veces tuvo que salir de algún país entre gallos y medianoche.
Muchos de sus amigos, con el sueño de hacerse ricos de la noche a la mañana, quedaron en la más completa ruina, y muchas instituciones, al no obtener resultados por las vías cordiales, se vieron obligadas de abrirle procesos judiciales. Se cuenta que bajo esta situación, llegó a tener más de 20 órdenes de embargo.
Ante tal apremiante situación solo había una opción: desaparecer del lugar y establecerse en otro para empezar de cero.Así fue a dar a Bolivia, donde se estableció un poco más tranquilo, porque había averiguado personalmente que en este apacible lugar no había extradición por deudas.
Permaneció así, sumido casi en el más completo anonimato, se le perdió tanto de vista que algunos lo daban por muerto, y no era para menos, porque para evitar los juicios y reclamos no tuvo más remedio que cambiarse de nombre. Muchos cuentan que nuestro querido escritor se presentaba como Antonio Rodríguez Solís. Este solícito hombre de negocios había tomado el lugar del endeudado narrador Enrique Congrains. Los acreedores, al no encontrarlo (a pesar de tenerlo frente a frente), se daban media vuelta y regresaban totalmente convencidos de que el diablo se había llevado el alma de ese pobre deudor. Pero ni ellos ni el mismo Antonio Rodríguez Solís, sabían en realidad quién era Enrique Congrains.
II
La irrupción precoz de este autor en el escenario literario peruano marcó un punto de quiebre en la temática reinante del momento. Lima, hora cero se convierte así en un texto fundacional, pues con este libro inaugura el realismo urbano en el Perú.
El inmigrante, antes de la irrupción de Congrains, se encuentra rumbo hacia la tierra prometida, los jóvenes, sobre todo, ven a Lima como la ciudad donde pueden cumplir sus sueños, porque había tantos negocios que era imposible que no haya trabajo.
La pluma de este joven autor nos cuenta de esos mismos personajes, pero ya instalados en los pueblos jóvenes, en los arenales, en los lugares donde en esos años era imposible pensar instalarse y vivir todo el tiempo que se les antoje. Así se formó el cerro San Cosme, el Agustino, San Juan de Miraflores, San Juan de Lurigancho, Comas y un largo etc.
Es el sujeto migrante de la Sierra que llega cargado de ilusiones, no hay otra solución, Lima es la única ciudad donde podrán progresar y dejar de ser unos “olvidados” pero de olvidados pasarán a tener otra categoría acaso peor que la anterior, serán desde ese momento unos “marginados” y serán tratados de esa manera por aquellos que ya habían estado allí desde un inicio, pero, sobre todo, por aquellos que han llegado apenas días antes.
En “El niño de junto al cielo”, acaso unos de sus mejores cuentos, el autor cuenta la historia de Esteban, recién llegado de su Tarma natal, quien pide “autorización para conocer la ciudad”. Quiere recorrer el lugar pero no está en Miraflores o San Isidro como hubiera querido, sino en la periferia, lejos de todo: “…había descendido desde el cerro hasta la carretera” y a medida que se va sumergiendo se va preguntando, incrédulo, ¿eso era Lima, Lima, Lima? Con apenas diez años no tuvo mejor frase para nombrar esa realidad, ese lugar no era el imaginado sino “la bestia con un millón de cabezas”.
Esa gran “bestia” estaba formada por gente venida de todas partes, tratando de sobrevivir como mejor podían. Sin embargo, esa bestia de un millón de cabezas lo recibe con un “sorpresa”. Apenas bajado del cerro San Cosme, Esteban encuentra diez soles.Esta aparente “suerte” era un juego más del destino, pues no solo encuentra los diez soles sino también a Pedro, un niño sin padres que sobrevivía gracias a su astucia (podríamos decir que Pedro era igual que él solo que había llegado antes y ya se había habituado a esa realidad); la experiencia de la vida le había enseñado que si deseaba sobrevivir en ese mundo tenía que perder todo tipo de moral y sentimientos; por esta razón, al enterarse de la “buena suerte” de su amigo, no duda en proponerle un próspero negocio: Esteban invertiría los diez soles y él su “conocimiento de la vida”.
Esteban, emocionado porque la Bestia no era tan mala como había creído, se deja llevar sin saber lo despiadada que podía ser. Pedro, para finalizar su plan, distrae al ingenuo muchacho mandándole a comprar algo de comer. Este descuido es bien aprovechado para desaparecer con el dinero y toda la ganancia de la venta de unas revistas. Esteban, horas después, se resigna, “Pedro no estaba en ese lugar, ni en ningún otro”, la Bestia no perdonaba a los ingenuos ni a la gente de buena fe. Mientras regresa a casa, seguramente pensaba que si quería vivir en ese lugar debía actuar como Pedro… o de una manera peor.
Con un lenguaje propio de los años 50, Enrique Congrains plasma esa Lima llena de contrastes, violenta y difícil. Se inserta en la vida del inmigrante para contarnos con un lenguaje sencillo y directo la serie de desdichas que pasan los “desraizados” en el afán de instalarse en esa nueva realidad. El sujeto migrante de la sierra será un tema recurrente en sus tres primeros libros.
III
Cuando todo el mundo ya se había olvidado de él y cuando los libros escolares daban cuenta de sus relatos como mejor homenaje a quien en vida fue Enrique Congrains, una mañana de invierno del 2007, irrumpió entre patadas y puñetes en el escenario literario limeño. Pero no venía solo, traía bajo el brazo un par de nuevos libros: “El narrador de Historias” y “999 palabras para el planeta tierra”. Como si fuera poco también trajo consigo una pata de mono que blandía en el aire como un arma contundente.
Muchos lo tomaban, ya sea de cerca o de lejos, como un loco de atar, y otros como un excéntrico sin parangón, pero en realidad solo fue una persona que quería hacer de su vida lo que a él le diera la gana; se fue por donde quiso y escribió lo que quiso, se resistió hasta el último segundo de su vida a formar parte de ese mundo cotidiano y frívolo, y de haber podido hubiera continuado con sus locuras, pero la muerte lo andaba rondando desde hacía tiempo con la misma urgencia que sus acreedores.
El 6 de julio del 2009 en la apacible Cochabamba, acosado por problemas respiratorios, dejó este mundo para irse al universo de la imaginación que él había creado de manera tan precoz.