El poeta es el que expande la lengua, las posibilidades de su uso. El poeta entonces puede ser el que escribe los poemas o el que simplemente los dice al viento y renueva, al dejarse oír, la mente de otros. El óxido que cubre las mentes encerradas en sus cajas dogmáticas es recuperado por la frescura del arte de la palabra. Esta frescura tiene sus herramientas estéticas. Así, entre las figuras literarias más reconocibles tenemos a la metáfora, la metonimia y la sinécdoque. Aunque cada una versa sobre un determinado uso: su rol es encontrar relaciones entre los elementos. La metáfora funciona como un reemplazo de un concepto por otro, por ejemplo, fuego por deseo. En el caso de la metonimia encontramos una relación de dos elementos por diferentes conexiones, por ejemplo, cuando decimos pásame un Vallejo, para referirnos a un libro del autor peruano César Vallejo. La sinécdoque trabaja con las relaciones de todo parte; así, cuando alguien dice “gritaron muchas bocas”, al reducir al ser humano a una boca, el recurso nos invita a la sintaxis.
Desde las clases de la escuela sabemos que son usados para exaltar y crear nuevas dimensiones del hablar diario. En ese sentido, el uso se reactualiza, renueva y experimenta de forma más intensa en la escritura de los poemas, dado que la búsqueda del lenguaje poético no se reduce al mero ejercicio de dar mensajes con fines básicos, sino a picar la palabra como piedra. En ese deseo de expandir metáforas, metonimias y sinécdoques aparece el poemario Solagrio (Almandino Editores, 2021) de Miguel E. Medina Anaya cuyo título ya nos aproxima a una metáfora: la idea de un sol que no es amarillo, que no da vida ni virtud, sino que habita en sabores amargos. ¿Acaso nos bello guiño a las flores malignas de Baudelaire?
Con 67 poemas con título numerado, de corte variopinto y estilo de inspiración breve (salvo el último poema que se desborda como río), explora las dimensiones que permite el lenguaje: encuentro con uno mismo, recuerdos, bosque de sentidos y certezas.
En relación al uso de la metáfora, este poemario presenta diversos escenarios que permiten la exploración de la figura retórica. Así, al expresar, por ejemplo, la certeza de “Yo soy tu verdugo”, el yo poético no se atribuye un título criminal, sino que explora la idea de asesinar como la muerte diaria, simbólica, de la infancia o la soledad, la muerte que nace de la pobreza, la que arrastra al “huérfano herido”. Uno se pregunta, ¿qué busca matar el yo lírico? ¿Qué desea asesinar? La idea de muerte dentro de la poesía sigue un camino interesante en autores como Rimbaud y Lautréamont; sin embargo, este poemario no persigue aquellos resquicios dementes. Pensemos en los fragmentos de Los cantos de Maldoror cuando el alucinado narrador cuenta cómo asesina a los niños que se le presentan en su caminata.
La idea de asesinar, entonces, es una metáfora, aunque se presente frontalmente en otras partes del poemario. Por ejemplo, cuando escribe: Los asesinos no sufrimos la muerte, con lo que propone una idea de amoralidad, para dar posteriormente la afirmación de que Nadie sueña con ser un criminal, que afirma la ética del poeta. Asesinar entonces también se asume como el que verdugo de instantes, recuerdos, inocencias.
En el caso del verso, “Niñez de sombra /en espejos sin nombre”. Otra vez, las asociaciones nos llevan al recurso metafórico: el uso de la preposición de en vez de con significa un atributo de contenido. Así, niñez de sombra se asume como alimentada de oscuridad: infancia sin esperanza, ni luz, ni belleza, ni acceso a la ternura o el amor, que alimentan y dan color a la vida. Así también versos como “Madre hoguera”, “vientre y ajuar de tumba”, “en el corazón cabalga un llanto intenso”, “pecho desbocado”, “alfil nocturno”, “manos de cicuta”, “cielo preñado”, “estrellas pálidas”, “sol melódico”, “música reptil del desierto”, “migajas de sombra”, cumplen el papel de metáfora.
En algunos también veo el uso de la sinestesia, es decir, fusión de sentidos que no corresponden originalmente con la entidad, como en “sol melódico”, que es una metáfora sinestésica, que confiere música a una entidad astronómica.
En relación a la metonimia, encontramos, por ejemplo, cuando expresa aquello de “Que el tiempo te cure”, la idea de tiempo reemplaza a lo que significa ese peregrinaje por el tiempo: es decir, vivencias, experiencias, transiciones sine qua non para una curación genuina. O cuando expresa que “…el mundo te engullirá”, para manifestar la idea de que la sociedad, es decir, las otras personas, pongamos los políticos, ladrones, asesinos, ellos, en realidad, serán los que te “engullan.”. Además, la propuesta de engullir para mundo permite al poeta presentar a esta entidad como un ser con “boca”, lo que le da la posibilidad de hacer la metonimia de mundo y cuerpo. En ambos casos, hay un uso de otro recurso de la prosopopeya, que dota a estos sustantivos en seres encarnados. También versos como “Tú eres el hogar”, etc.
Por otro lado, aunque en menor magnitud, las sinécdoques se presentan en algunas pinceladas: “creo que tus ojos / no pertenecen / a este implante espiritual” Hay también uso de oxímoron, como en “terso infierno” o “piedras líquidas”; que nos da una idea contradictoria a la conceptualmente posible para infierno”. O fusiones de metáfora con metonimia en “Tus aves negras / rojas de octubre”, que funcionan como reducción de aves por cuerpo y encuentran una interrelación que representa una entidad no asociada: ave negro como reemplazo del cuerpo. Y esto es lo genial de la metáfora, cómo une, en el bosque de símbolos, las diversas correspondencias, encontrando toda clase de analogías.
Si bien todos estos recursos poéticos amplifican las ideas y sentimientos de los poemas, el formato también impide que se llegue a una conclusión exacta de la propuesta: Solagrio es una nebulosa. El objetivo de los poemas es apartarnos del diálogo entre los seres y las cosas, de la experiencia, de las circunstancias, de las voces poéticas: en la neblina, el hablante aparece desfigurado, como en pedazos, armando un discurso entre retazos de sentidos embalsamados en metáforas, a veces siendo frontal, otras oscureciéndose, pero siempre quebrando el diálogo, esa conversación que es la palabra poética; a veces callando, a veces hablando a tientas, reptando, en vorágines, en depresión, entre metonimias y sinécdoques:
El sol agrio,
escama del desierto,
cartílago ígneo.
Perpetuo cosmos en sí,
depilación de tocador.
Es la diáspora mi ego
en ciernes de pajas,
embrujado en la locura de fríos retretes.
En este pasaje vemos lo que dije anteriormente: el poema se abre como un conjuro ante el vacío, como un grito a retazos que no articula un discurso protector de la idea del poema, sino ramalazos de ideas. Esto puede ser genial si es que eres Vallejo escribiendo Trilce o Girondo en En la masmédula, en caso contrario, resulta una propuesta que peca de experimentalista y que pierde posibilidades de intensidad.
Ahora me pregunto cuál es el límite de la experimentación en la poesía. Si analizamos lo que fue el siglo XX a nivel poético, veremos un mar de propuestas de ruptura que, si bien resultan atractivas como documentos históricos, no siempre sobreviven al paso de los años. La experimentación que fue la brújula vital de la poesía ahora es también un muro alto que saltar para los contemporáneos. Eso, claro, es necesario en la poesía, porque genera nuevas propuestas, aunque siempre será un salto al vacío.
Por eso, este poemario, lector, es una propuesta que busca innovar: su eficacia será qué tanto impacto genera en los que lo leemos. En mi caso, siento que el poemario pierde al no consolidar una “voz particular”: si bien la poesía es un acto de escapar de uno mismo para habitar la multiplicidad ontológica, es necesario que un poeta sepa confeccionar con nitidez cada una de sus máscaras. La máscara como metáfora de rostro: en Solagrio no hay rostro, no hay personalismo.
Así, sorprende encontrar un poema como el último: que destaca por ser el de mayor extensión y el que persigue una voz más singular. Aquí encontramos una estructura conductora del poema con diálogos insertados como faroles en medio del recorrido. Es decir, como en muchos poemas largos (pensemos en Piedra de Sol, de Octavio Paz, por ejemplo) la estructura textual se sujeta de subtextos que permiten expandir el formato y sujetarse a una columna vertebral mayor. La conversación revela situaciones, la problemática de un hermano, la venta de ropa en la calle, para finalizar con una tertulia sobre los barcos, los niños y el sentimiento de reconocer (otra vez) el cuerpo. Sin embargo, lejos de conseguir una voz personal, este poema regresa a los recursos anteriormente presentados para mostrarse dubitativo de un asidero concreto.
En general, yo noto que hay un poeta explorador iniciándose en este libro. Alguien que busca los primeros espejos y disolverse en la efusividad del lenguaje. Por eso, la experiencia de la poesía es ontológica: el que la escribe debe iluminar las piedras del lenguaje para soldar un instante, un grabado, una forma, un grito. Hay comprensión de la limpieza de la palabra, es decir, del tallado de la piedra, y evidente comprensión del quehacer del artista y su trabajo con el fuego, pero aún adolece de una voz determinante.
El tiempo añadirá experiencia y afinará la sustancia.