Foto Omar Crispín
La primera aparición del personaje principal de la película Japón de Carlos Reygadas (Ciudad de México, 1971) no nos habla de su voluntad de matarse ni de su cojera. Más bien se trata de una toma de espaldas en la que se adivina al individuo mirando al horizonte y el bastón difícilmente difiere del callado del viajero o del naturalista. De espaldas, el protagonista imposta la actitud del explorado ilustrado, erguido contra una vegetación feraz cuyo escorzo también debiera ser un temperamento y una pedagogía: el estado de la naturaleza es un correlato de sus emociones. No es así: el territorio que primero conoce es, en realidad, un campo de cactus que cazadores de palomas emplean como coto de caza.
El destino de su viaje, la barranca lejana, tampoco es una selva voluptuosa, y menos puede elucidarse a través de los diferentes cánones simbólicos de la naturaleza: la arcadia, el edén o el pozo dantesco. Más bien se trata, como lo confirma el lente de la cámara, de una geografía engrilletada por caminos aproximadamente concéntricos, cuya precariedad, paradójicamente, parece dar cuenta de la persistencia de las instituciones de la civilización.
Escena de la película Japón
El camino es el paisaje segmentado por el municipio, por la arquitectura, por el negocio del carnicero, por el hospedaje, por la parroquia, por el movimiento de un tractor; su constitución es un punto liminar en que la cultura muestra mejor lo que queda en su alcance y aquello que se contempla como puro afuera. En esta seguidilla de ascensos y descensos por espirales topográficas, en la frontera sensible entre humanidad y la insinuación casi intransitiva de una experiencia primigenia de la naturaleza, ya se sabe, es difícil imaginar el paisaje altamente normalizado de la cultura ilustrada (aquella en cuyos lindes técnicos y simbólicos se formula el arte moderno).
No obstante, la imagen que evoca al caminante ilustrado incide en el gesto autoral, a su vez convención por antonomasia del arte de la modernidad: imágenes de iluminación y encuadre cuyo tour de force como mirada y experiencia de mirar se homologa con la firma artística, intelectual y sensible, original y auténtica, del cineasta y su producto; incluso más: la película, que nace del despliegue de su mirada, es acontecimiento mismo y visión única de la experiencia en el arte; en suma, una oeuvre, aunque la mirada de Reygadas no apunte a los contenidos ejemplares de la cultura europea ilustrada y, más bien, sea frecuente que lidie con el eclipse de sus símbolos (los rechaza de principio como motivos estéticos). No obstante, seguirá siendo, como se verá a continuación, la mirada del autor ilustrado que distingue y enfatiza la singularidad de su perspectiva, que confía en las potencias únicas de su labor para objetivar experiencia y conseguir la iluminación del arte, aunque para ello, en característico gesto crítico iluminista, configure su propia mirada denunciando la insuficiencia de las predecesoras, sus imposturas y sus ingenuidades, el agotamiento y falibilidad de su tópicos técnicos y artísticos.
La propuesta
¿Cuáles son los dispositivos con los que Reygadas constituye su mirada de autor? El primero de ellos es la base misma del arte: argüir que la mirada no es el lente cristalino que imbrica películas, ni el depósito de las impresiones sensibles que la experiencia impregna en ellas, como si se tratase de un sujeto ideal de la ciencia empírica. Es decir, abogar por el arte de mirar, lo que resulta, además de una vocación auténtica, útil para denunciar el artificio normalizado de la mayor parte del cine comercial, cuyas convenciones se asumen como el estándar de la naturalidad fílmica. En su lugar, Reygadas propone otra red de convenciones para desplegar imágenes, que consiguen instalar, en su extrañeza, el asombro de lo que se mira por primera vez.
Escena de la película Batalla en el Cielo
En su cine, el desplazamiento prolongado de la cámara, las panorámicas fijas, la toma subjetiva y la ralentización son distintivos de una naturalidad nueva. También destierra los que considera excesos retóricos del cine que provienen de las artes escénicas y solo intensifican la impresión de una representación teatral. Primero, la iluminación, que enfatiza roles protagónicos y satura la imagen de detalles. Reygadas, por contrario, se encarniza en las posibilidades imaginativas de los claroscuros. Reemplaza el set de luces por la luz solar; los interiores los trabaja de día frente a ventanas y, de noche, con el número habitual de bombillas de uso doméstico). Segundo, la actuación, que Reygadas considera como una impostura que impide el contacto con las personas que la mirada autoral ha ideado. Por ello, trabaja con individuos sin ninguna experiencia, a los que consigue tras numerosas audiciones, que solo interrumpe cuando halla a los más próximos a corporizar su imaginación sin ningún fingimiento. Y, tercero, el acompañamiento musical o la pista de audio impecable, que reproduce el silencio de la puesta en escena, y que Reygadas remedia difundiendo el audio ambiental, ya sea urbano o rural, y explorando sus variaciones y recurrencias.
No obstante, aunque la enjundia técnica caracteriza el arte de mirar de Reygadas, también persigue la singularidad en el temperamento y la configuración de la experiencia que mira. Por ello, los contenidos, aunque desnudos de las convenciones en uso frente al lente, no son cualesquiera y suponen un conjunto de premisas veristas; ellas también constituyen aspectos indispensables de una reconocible firma autoral. Por señalar los más destacables y cuya coincidencia define un espacio propio del cineasta: las personas hablan menos de lo callan, miran más que participan, efectúan rutinas antes que ejercitan su libertad. Con este acervo de conductas se equipa una circunstancia vital clave en sus películas: el hecho de ser mexicano. Tal contenido se instaura en consonancia con otros, e instauran una red de conductas difícilmente comprensibles fuera de la peculiaridad de una película que invoca la especificidad autoral de Reygadas. Ello ocurre de manera bastante ostensible en Batalla en el cielo.
Entre la instituciones y los cuerpos
Batalla en el cielo es el segundo largometraje de Reygadas y presenta la reiteración de dos imágenes que interpelan el discurso mejicano sobre la nación: la gigantesca bandera que se iza diariamente en el zócalo de la capital federal y la multitudinaria peregrinación al santuario de la Virgen de Guadalupe. A diferencia de Japón, aquí no hay señuelo de viajero ilustrado como antesala a la ilegibilidad del paisaje en términos de la tradición literaria, ni tampoco importunamos la letra de las instituciones cívicas hasta las líneas en que limitan con la pura naturaleza. Aquí el paisaje ilegible es la ciudad de México, pero, desde luego, no en términos institucionales. En la capital, más bien, el aparato de las escrituras institucionales no es precario sino excesivo.
Lo entendemos por el tamaño descomunal de la bandera nacional o la monumentalidad del templo guadalupano. El Distrito Federal no solo implica la ley sino su ritualidad; las disciplinas civilizadas se conocen por sus subrayados (y no, como en Japón, por su condición fantasmal). Aquí, una vez más, el protagonista es un caminante en sentido estricto, aunque también lo será ritual. Se trata de un chofer militar de nombre Marcos. Es obeso, mestizo, pobre y criminal, un marginal. Su rutina implica recorrer la letra institucional del transporte de México en su condición subordinada: usa el metro, recoge en el aeropuerto a la hija de su patrón, conduce el auto de su patrón por viaductos y por los barrios de los suburbios; es el ritual del servicio pero también su continuo reaprendizaje en peores condiciones.
Escena de la película Batalla en el cielo
El desplazamiento disciplinado refuerza una evidencia: le enseña su condición inadecuada desde su mismo físico. Lo ilustran los planos americanos de Marcos y de su mujer en los pasillos del metro. Son rostros brillosos, cobrizos, plenos de ángulos y detalles en completo contraste con la atmósfera aséptica que irradia una infraestructura de superficie homogénea, que oscila entre el resplandor del aluminio y un blanco carente de matices. Pero no se trata solo de colores, sino de la completa displasia del cuerpo subalterno. Así, Marcos es igualmente inadecuado para viajar en el metro: ocupa mucho espacio, su volumen obliga a empujones, incomoda cuando busca las gafas que pierde en un empujón.
La circulación misma de Marco es permanente incordio, primero para sí: el manejo por las vías de la Ciudad de México oscila entre la alienación por tedio debido a las vías congestionadas y los insultos que recibe de otros chóferes. En todos los casos, se exhibe y reintroduce el dispositivo disciplinar de la inadecuación, pero también las ventajas de la invisibilidad para facilitar la mejor circulación: mejor es no contestar, recibir silenciosamente la ofensa. De este modo se promueve con el propio hieratismo la viabilidad de un itinerario cotidiano de meticulosas vejaciones. Para Reygadas, en esta red de conductas se manifiesta una de las dos formas de ser mexicano: sometida, alienada por dispositivos de una sociedad hegemónica ajena y, paradójicamente, son la mayoría.
En contraste con él, la adecuación es el rasgo distintivo de la otra protagonista de Batalla en el cielo. Se trata de Ana, la hija del patrón de Marcos, que lo usa de chofer para sus actividades cotidianas. Su primera aparición, recién llegada del extranjero en el terminal de llegada para vuelos internacionales de Ciudad de México, no puede ser más característica: viste al gusto de la moda, impecable, irradia belleza y su itinerario vial prevé y cumple un fluido deslizamiento desde el avión hasta los suburbios que habita. La escritura del tránsito de la ciudad no la interpela, porque no está ahí para disciplinarla como a su chofer.
No solo ello; está a su servicio, si se entiende que la disciplina se profiere desde sitios completamente distintos de Marcos: esbeltez, riqueza y dominio. De hecho, Ana es el personaje con mayor jerarquía en Batalla en el cielo: manipula a su padre general, el patrón de Marcos, y al novio de su misma clase del que se desentiende con liberalidad. Si Marcos todo lo padece, Ana todo lo goza. Por ello no es extraño que se prostituya por puro gusto si se entiende que en ello exhibe una condición de completa autonomía, como quien corporiza el otro extremo de la jerarquía institucional del país. Para Reygadas, tal patrón de conductas manifiesta otra forma de ser mexicano: dominante, con los aparatos institucionales a su servicio y, paradójicamente, son minoría. Aunque Reygadas descree de símbolos y alegorías, la lectura hermenéutica, justo por las anteriores consideraciones, aparece como operación más intuitiva ante la escena de sexo entre Ana y su chofer.
Dominación e invención
O más bien, conviene reposicionar la lectura hermenéutica como una lectura de la cultura si se tiene en cuenta que Reygadas sostiene que la tarea de expurgar símbolos y alegorías no tiene sentido porque invariablemente los contenidos de la experiencia los entrañan y escenifican. Entendidos así se sitúan con anterioridad al despliegue de la mirada aunque esta los figure. El hecho de ser mexicano, para Reygadas, es, por consiguiente, el modo en que el mundo acaece, y que se cruza con su mirada, y no un posicionamiento que articule motivos visuales o contenidos simbólicos. En esa experiencia, dos poblaciones ocupan un mismo territorio en las posturas de dominador y dominado. Batalla en el cielo tiene, por tanto, también por condición previa la dominación y supone el difícil intento de figurar en el cine sino la mirada del dominado mexicano (imposible para Reygadas, porque, en primer lugar, se interpone su condición de autor) al menos mirada de la inadecuación, sus disciplinas y pedagogías (la experiencia de “inadecuarse”) y la extensión de su mando (predominio de tomas subjetivas atribuibles a Marcos).
En la lectura de Batalla en el cielo como un documento que corporiza una cultura de dominación, por consiguiente, no cabe entender de ningún modo el símbolo inmediato de la reconciliación precaria aunque automática, por la vía del instinto, de lo que instituciones, pedagogías y dispositivos de control han colocado en extremos opuestos de la jerarquía social. No tiene sitio en el desplazamiento por las leyes para transitar la ciudad de México la trascendencia romántica o el ajuste adecuado del cuerpo del inadecuado. Ana tiene sexo con Marcos en ámbito de dominio de quien tiene libre albedrío para formular y reformular su deseo y, paralelamente, Marcos tiene sexo con Ana en el ámbito de dominación de quien no tiene albedrío para ni siquiera imaginar ese deseo y solo se le somete y, adicionalmente, experimenta en ello una forma de inadecuación más alienante (la dominación por un deseo que no se desea).
En esta misma línea de lectura, el asesinato de Ana por parte de Marcos es un acontecimiento no solo los términos narrativos más corrientes, sino una singularidad en el tránsito por una nueva pedagogía, esta vez erótica, de la inadecuación. Implica que la continuidad de la escritura de la sujeción colapse en un punto imprevisible. Es un punto sin precedentes y de no retorno, cuyo consecuencia es evidente: Marcos experimenta la liberación de un dominio y nada le impide abjurar de los demás que han escrito en su cuerpo porque ha eliminado a la personificación de la más alta jerarquía.
No es raro –más bien típico- que se declare, con la bolsa en la cabeza, inviable para cualquier forma de circulación en las pedagogías del tránsito en la capital federal. Visto así, el único camino que le compete tomar no es de este mundo. Reygadas lo filma como penitente con la bolsa que lo ciega en el santuario de Guadalupe. Ha llegado a medias por voluntad, a medias por error. No pide ningún favor a la virgen; es, más bien, el confinamiento del cuerpo en un ritual distinto del lenguaje cívico de México, cuyas interpelaciones disciplinarias cotidianas carecen de efecto. Como también es de esperarse, la policía, el control de ley escrita, da cuenta él. La lectura del documento sobre la experiencia de la dominación concluye aquí.
No obstante, Reygadas continúa filmando: la escena final de la película, completamente desgajada de su flujo, es una nueva e impensable escena de sexo entre Ana y Marcos. En ella, mediante caricias y palabras de amor obliteran jerarquías y consiguen figurar el sitio de los sentimientos. No es el sitio más cómodo para los cuerpos; el de ella irreprochable y él enorme y desmadejado. Pero es un sitio distinto y más satisfactorio. Ella no solo le hace una felación a Marcos sino que lo besa; él replica que la quiere. ¿Estamos ante una alegoría por fin? Si lo es, ¿cuál es y por qué? Y si no, ¿cómo puede seguir considerando a Batalla en el cielo la experiencia intransitiva del mundo que acaece ante la mirada del lente cristalino? ¿Cuál es el sitio no alegórico o no simbólico de una escena inédita e inconsistente en términos de nuestras costumbres de espectadores habituales de cine?
Mirada de autor
Batalla en el cielo se configura con el inventario de dispositivos técnicos que conforma la firma de Carlos Reygadas. Del mismo modo, echa a andar su premisa más consistente en el acto de configurar un punto de vista verista de su asunto: la figuración de las escrituras de dominación y las rutinas de inadecuación que enseñan las instituciones mexicanas. No obstante, entre dispositivo técnico y la concepción del punto de vista pareciera existir un vacío en el sitio en que debieran articularse que, ciertamente, no puede salvarse sino como una afirmación de la voluntad del cineasta.
Es decir, si el cine es lo que acontece frente al lente y este captura comprehensivamente las condiciones previas al acontecimiento, también en lo que se incluye como tales dirime la mirada autoral Así, “el hecho de ser mexicano” solo califica como condición previa a la filmación de Batalla en el cielo por la circunstancia de que la mirada de Carlos Reygadas la verifica como verdadera en su experiencia del México que conoce. En esta premisa no dicha reside la mayor constancia del papel decisivo del enfoque de autor en su cine. Es uno que se constituye en la prolongación de la mirada, que continuamente regresa a sí mismo para decidir que algunas experiencias son verdades intransitivas y no símbolos o alegorías.
Es, por lo mismo, una afirmación de la confianza del sujeto cognoscente en sí mismo y en su potencia para decidir sobre el mundo sin mediación y con independencia de juicio. Así, en el arte y el mundo se formulan verdades únicas e inmediatas que se instalan por la obra de quien simultáneamente mira, conoce y configura objetos que entraman la autenticidad de ambos ámbitos. Por ello mismo, el cine de Reygadas, al afirmar su carácter autoral, se permite ofrecer conocimiento y originalidad como antaño ofreció la ilustración y luego un sinnúmero de obras de arte moderno que le precedieron.
PUBLICADO EN LA REVISTA IMPRESA LIMA GRIS N°6