Posiblemente el rock and roll de la segunda mitad del siglo XX sea el movimiento contracultural estadounidense más vigente y extendido de nuestros tiempos. En nuestro caso bastaría con dar una vuelta por el Jirón Quilca y sus calles aledañas para poder observar las huellas de una vida paralela a la que se observa normalmente en el centro histórico de Lima; una vida plagada de vinilos, documentales de la época, revistas pasadas, libros viejos, stands de ropa, y una inimaginable cantidad de objetos de colección. En este sentido, es notable la gran influencia que el rock and roll ha ejercido en la producción de gran parte de nuestra literatura -sobre todo a la perteneciente a la década de los noventas en adelante-, y entre cuyos principales aportes encontramos títulos como Poesía en rock (Altazor, 2010), de Carlos Torres Rotondo y José Carlos Yrigoyen, y Generación cochebomba (Colmena editores, 2013), de Martín Roldán Ruiz. Es dentro de este lineamiento que, salvando las enormes distancias, podríamos ubicar La falsa despedida (paracaídas editores, 2013) de Aldo Pancorbo.
La falsa despedida trata de las peripecias de Fabio Correa, un escritor que tras el asesinato de su novia, Zoe Landázuri, decidirá tratar de rehacer su vida haciéndose cargo de la hija de Zoe, Malena. Este proyecto, no obstante, se verá frustrado debido a la aparición de nuevas interrogantes alrededor del crimen que, al parecer, se relacionarían directamente con una pugna por la custodia de la pequeña, razón por la cual el protagonista comienza a adentrarse en las verdaderas causas del asesinato que al parecer involucrarían a toda una mafia dedicada al tráfico de cadáveres y niños, cuyas influencias, además, se encontrarían muy bien enraizadas en algunos de los aparatos del Estado.
A partir de la historia, entonces, podríamos decir que la novela obedece a los cánones clásicos de la novela policial o de detectives; no obstante, su particularidad no se encuentra a nivel de esta –que, por cierto, es bastante convencional-, sino en la forma en que se construyen los personajes. Si nos remitimos a estos, pues, es evidente el intento por configurarlos afines a una serie estereotipos muy propios del cine de acción estadounidense –del malo, siendo sinceros-. Intento que, finalmente, más que sumar, resta, haciendo que la novela termine convirtiéndose en una absurda e inverosímil amalgama de sujetos desgastados por los clichés y la forzosa inclusión de elementos relacionados con la cultura popular “gringa”: rock and roll por todos lados, impalas, lentes Ray ban, cigarros Lucky stryke, Smith Wesson (Calibre 38) (sic), producción pornográfica necrofílica, etc. Como si la simple enunciación de las marcas y la reproducción de imposturas fuesen suficientes para crear el suspense propio de este género.
Pancorbo falla, pues, al momento de plasmar la historia en relato; al momento en de convertir una idea en lenguaje; valga decir, al momento de la elaboración propiamente estética. Tal vez si el autor, dejando de lado sus aficiones personales, hubiese ahondado en la elaboración de perfiles sicológicos más auténticos -pues en la novela todos parecen salidos del mismo molde-, en estos momentos estaríamos hablando de una buena novela; pero Pancorbo, lejos de esto, cae en el error de escribir una novela dirigida básicamente a sí mismo. Solo eso podría explicar momentos como el siguiente:
– Sí, Mirna, a veces pienso eso, pero no me quita el sueño. He aprendido a tomar las cosas con calma, sin alocarme.
– O sea que ya no pierdes la cabeza con nadie –botó el humo y me miró tornando sus ojos de manera sensual. Tomó las puntas de sus cabellos e hizo bucles con ellos.
– Pensándolo bien, la única que me quita el sueño es una pasajera en trance –fijé mis ojos en los suyos, intentando descifrar lo que pasaba por su alma y mente.
Ella bajó el rostro y ensayó una sonrisa que no tocaba sus ojos. Aquel gesto era lo que me había enamorado de ella (sic).
“Pasajera en trance” era el tema que más le gustaba de Charly García, con el que más se sentía identificada. En dicha canción, el flaco le hablaba de una chica que iba y venía todo el tiempo, como Mirna. Desde pequeña había estado en Italia, Canadá, Puerto Maldonado, etc. (Pg. 85)
O como este:
Como no encontré a Eric en su departamento, me dirigí al estacionamiento subterráneo. La primera impresión que me dio cuando lo vi en su silla de ruedas delante de su Impala verde del 66’, fue la de un tipo que estaba demasiado elegante y perfumado para ir a Polvos Blancos. Vestía un pantalón de vestir ceñido color marrón y una camisa a cuadros. Llevaba el cabello tirado hacia atrás, con un pequeño copete adelante estilo de los cincuentas. El humo del cigarrillo que fumaba y los lentes oscuros estilo aviador le daban un toque de misterio y sofisticación. La luz que entraba por una ventana rota del estacionamiento diseccionaba la silla de ruedas que ocupaba. A su lado, el Impala parecía una nave que hubiese salido de otra dimensión. Era como ver a Clint Eastwood con el mismo look circunspecto y el mismo semblante duro que lucía en Harry El Sucio. (Pg. 270)
La propuesta de Pancorbo no es mala en sí misma, sino a partir de sus resultados. Elaborar una novela íntimamente relacionada con el rock and roll es posible, Generación cochebomba en este sentido es todo un paradigma, pero la diferencia entre esta y la novela ahora analizada reside en que mientras que en la primera se reelabora sintéticamente la forma y el fondo con la intención de elaborar una propuesta única, en la segunda toda la influencia del rock and roll es explícita y literal, resultando en una serie de referencias que se perciben arbitrarias e innecesarias, para ejemplo bastaría con observar los títulos de los capítulos: “El precio del rocanrol”, “El silencio de Greta”, “Mi Pimentel privado” y “On the road again”.
La actitud de los personajes y los eventos que los rodean, como ya se mencionó, es otro punto: un escritor que de la noche a la mañana sabe usar armas y hacer seguimientos, un niño albino que roba perros para luego cobrar las recompensas, un actor porno que secuestra y vende niños, un alto mando de la policía que decide volverse alcalde de Lima para vengar la muerte de su hija (?), un prófugo de la justicia que nunca se esconde de la policía (es más, hace negocios públicamente), un inválido dueño de un Impala y de una Smith Wesson (sic), un mundo en el que todos escuchan rock and roll (¡Qué horrible!), una red de secuestradores de cadáveres para hacer películas porno necrofílicas, una vecina kinesióloga que se hace pasar por niñera, un falso matrimonio, una herencia de la que todos desconocen, etc. El exceso de elementos como estos termina, pues, configurando un relato a todas luces inverosímil a pesar de algunos breves momentos en los que emerge un interesante ambiente cargado de suspenso.
Cabría anotar, empero, el potencial perdido de la novela, una ligera revelación que termina siendo deuda en esta segunda entrega de Aldo Pancorbo. Tras la lectura de La falsa despedida solo queda esperar una tercera que, esperemos, sepa explotar lo que parece ser el verdadero potencial y oficio el narrador.
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CONTRADICIÉNDOME UN POCO, resulta que muchas veces mis alumnos (pues también me desempeño como docente de educación secundaria) suelen tener lecturas muy interesantes y distintas de las que propongo de los libros que usualmente comento y reseño. Tal es así que a en ocasiones algunos libros que a mí no me agradaron les termina gustando y viceversa. Algo así me ha pasado con La falsa despedida, novela que ha gustado a algunos de mis alumnos, a quienes, al parecer, lo que yo critico como punto común les resulta novedoso e interesante.
Este hecho me ha llevado a repensar algunas cosas respecto a la novela y creo que, para ser justos, el libro no es tan malo, al menos no si es dirigido de diferente forma, pues creo que en el desarrollo de un plan lector la novela sería, en muchos sentidos, un golazo, pues debido a la cantidad de referencias explícitas que hace de la cultura pop estadounidense, podría despertar cierta empatía con aquellos que, aunque recién se encuentren aproximándose a la lectura, tengan ya cierta cercanía con otros productos del mercado global, como el rock and roll comercial y el cine policial.
Con esto no quiero decir que los jóvenes tienen malos gustos, sino que hay productos que pueden ser bien recibidos por cierto tipo de público y mal recibidos por otro. Indicar esto no es ningún tipo de menosprecio, sino de conciencia de, digamos, mercado. Un claro ejemplo de esto sería la saga de Harry Potter, cuyos libros entusiasman a muchos niños y adolescentes hasta el delirio, pero que difícilmente ocasionan el mismo efecto en un adulto. Dicho esto, entonces, creo que La falsa despedida es un buen libro si parte del ser definido como un libro juvenil o de iniciación en la lectura.